Filosofía del sueño

Filosofía del sueño

El pequeño dios de los sueños es hijo de la noche y del sueño, y se llama Morfeo. Se le representa con alas de mariposa y un ramo de amapolas en la mano. Tiene una hija natural llamada Morfina, capaz de lo mejor y de lo peor. No estará de más que nos interesemos por él, puesto que reina sobre un tercio de nuestra vida.

En 1962, el profesor Michel Jouvet renovó nuestros conocimientos con sus investigaciones sobre el «sueño paradójico» y los estados de vigilia. El sueño paradójico corresponde a los periodos de sueños. La «paradoja» consiste en una atonía muscular que inmoviliza al sujeto, acompañada por un aumento del ritmo cardíaco y movimientos oculares rápidos. Es la imagen de un hombre cuyo cuerpo está prisionero de alguna trampa mecánica o química, mientras su cerebro se debate furiosamente, con el refuerzo de fantasías, en esa prisión de carne y hueso.

El sueño sólo se distingue de la vigilia por su incoherencia. ¡Un mundo tan absurdo sólo puede ser ilusorio! Pero supongamos que cada noche, al caer dormidos, recuperáramos el hilo de otra vida perfectamente ordenada, que hubiéramos abandonado por la mañana al despertarnos; entonces tendríamos dos vidas paralelas, tan real la una como la otra. Es sorprendente que a ningún novelista se le haya ocurrido la idea de contar el caso de un hombre con esa vida doble.

Pero el auténtico dormir prescinde de los sueños. Es cierto que Henri Bergson enseñaba que el dormir siempre implica soñar, pero que al despertarnos sólo recordamos los sueños más superficiales. Eso jamás ha podido ser demostrado. El sueño limpio de cualquier fantasmagoría sin duda hace descansar más que el sueño paradójico. Hace descansar tanto que se parece a una pequeña muerte. «Vivir es una enfermedad de la que el sueño nos alivia cada dieciséis horas. Es un paliativo. El remedio es la muerte» (Chamfort). El famoso poema de Rimbaud nos ha enseñado a buscar al auténtico muerto en el «durmiente del valle».

Pero este punto de vista peca de exceso de pesimismo. En realidad, el durmiente vive a su manera, y suele vivir bien. Dormir es una forma de ser feliz. Hay una intensa voluptuosidad muscular en los cambios de postura del durmiente a lo largo de la noche. Pues la mayoría de durmientes se mueven mucho. Adoptan sucesivamente cuatro posturas, que tienen significaciones muy distintas.

El durmiente dorsal tiene el rostro vuelto hacia el cielo. Es un yacente que reposa piadosamente en la fe y la esperanza, con las manos juntas sobre el pecho.

Hay dos posturas laterales, según se descanse sobre el lado derecho o sobre el lado izquierdo, es decir, el lado del corazón. La postura con las piernas recogidas hasta el pecho reproduce la postura fetal, prenatal. Convierte la cama en un simulacro del seno materno. El despertar y el salto de la cama son el nacimiento con todas sus rudezas.

En la postura ventral, el durmiente parece buscar la protección de la tierra. Es la postura del soldado bajo la metralla. A ambas orillas del Atlántico, se discute sobre si es mejor acostar a los recién nacidos sobre la espalda (a la europea) o boca abajo (a la americana). Ha quedado demostrado que las muertes súbitas de bebés son más frecuentes en la postura boca abajo. Digamos para terminar que, a causa de lo maleable del cráneo de los bebés, podemos fabricar cráneos redondos (braquicéfalos) acostándoles sobre la espalda, y cráneos ovalados (dolicocéfalos) acostándoles boca abajo, con la cabeza ladeada necesariamente hacia la derecha o hacia la izquierda.

Aristipo de Cirene era un auténtico experto en la postura agachada. Diógenes le llamaba «el perro real» por su habilidad en adular a los tiranos. Él respondía: «¿Qué culpa tengo yo de que tengan las orejas en los pies?» También decía: «Antes de abandonar la cama, pregúntate siete veces si resultará útil a los dioses, al mundo y a ti mismo que te levantes».

Celebraciones
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