El caballo
El caballo
En sus Memorias, Saint-Simon recuerda con orgullo el reciente origen de su fortuna familiar. Su padre, Claude, era paje de Luis XIII y le seguía en sus cacerías. Él era quien presentaba al rey el caballo nuevo cuando había que cambiarlo. «Mi padre, que observó la impaciencia del rey en los relevos, ideó dar la vuelta al caballo que le presentaba, con la cabeza en la grupa del que abandonaba. Con este sistema, el rey, que era muy ágil, saltaba de uno a otro sin poner los pies en el suelo, y la maniobra se hacía en un instante». Gracias a ello, el rey nombró al joven Claude de Saint-Simon primer caballerizo.
Yo también he intentado la operación. Hay que sacar el pie del estribo izquierdo, pasar la pierna izquierda por encima de la cabeza del caballo, y girando sobre el estribo derecho, caer sobre la silla del otro caballo. No resulta nada fácil, y varias veces fallé en el intento. Quizás es que soy menos ágil que Luis XIII.
Esta anécdota hace sonreír a algunos historiadores; se equivocan. Se desprende de forma natural del lugar eminente que ocupaba el caballo en una civilización que terminó hace menos de cincuenta años. Cuando se miran los noticiarios de la última guerra, es sorprendente ver el papel preponderante de los caballos en la invasión de la URSS en 1941 por parte de una Wehrmacht famosa por su motorización.
Es una gran desgracia que los jóvenes de hoy día ya no sientan en plena ciudad, como en el campo, la omnipresencia majestuosa y tranquilizadora de los caballos. De su silueta gigantesca y familiar, de sus ruidos —el resoplido a plenas narices, el clic clac de las herraduras sobre la calzada—, de toda esa vida enorme emanaban un calor y una inocencia que hinchaban el corazón. El caballo es el más humano —e incluso el más femenino— de todos los animales a causa de su grupa, que ofrece la doble cualidad —tan difícil para nuestras pobres nalgas, ora duras pero menudas, ora abundantes pero fláccidas— de ser a la vez enorme y dura. Incluso su estiércol perfumado, moldeado y dorado, se ha vuelto tan escaso que pronto tendremos que ir a comprarlo en cucuruchos a Fauchon o a Hédiard [1].
Los dramas que les ocurrían a los caballos en las calles o las carreteras —un caballo caído, herido o simplemente golpeado— nos afectaban como no podría afectarnos ningún accidente de coche. Era la desgracia de un gigante poderoso pero desnudo y frágil, enteramente a merced del hombre. ¡Cómo se comprende a Friedrich Nietzsche, que se abrazó llorando al cuello de un caballo de calesa golpeado por su cochero el 3 de enero de 1899 en la piazza Alberto de Turín! Un instante después, «Dionysos» se derrumbaba, fulminado por la locura. Pedí sin resultado al ayuntamiento de Turín que grabara esta historia en la piedra de la acera.
De todos los signos del zodíaco, Sagitario es el más completo y el más cálido. Fusiona al arquero —que lanza sus flechas no a una diana, sino al cielo, hacia el sol— con la grupa del caballo, ásperamente clavada en la tierra. En él se alían el idealismo y el realismo. La familia sagitariana reúne gloriosamente a Beethoven, Berlioz, Fritz Lang, Jean Mermoz, Paul Eluard, Jorge Semprún… y éste servidor de ustedes.
Hay que alegrarse de que el deporte ecuestre haya recuperado el favor de los jóvenes. No hay nada más educativo para un niño que la familiaridad con un caballo. No es ninguna máquina. Hay que aprender a comunicarse con él.
Para el niño, el amor del caballo empieza por el contacto inmediato del cuerpo gigante, cálido, musculoso, con aromas de sudor y estiércol, sobre el cual resulta voluptuoso amoldarse desde la mejilla hasta la punta del pie. Eso, desde luego, se hace a pelo, y el niño debe estar lo más desnudo posible, pues nada ha de interponerse entre su cuerpo y el del caballo. Encontramos aquí la poderosa imagen de Mazeppa, que tanto fascinó a los pintores, la imagen de un joven desnudo atado al lomo de un caballo salvaje.
El segundo acercamiento al caballo debe facilitarse con una manta y una sobrecincha de volteo, una cincha de cuero con dos asas, una a cada lado de la cruz del animal. No hay nada como el volteo para familiarizar al jinete novel con el movimiento y el equilibrio del caballo al galope. Correr con él, junto a su flanco, con la cabeza pegada al cuello del animal, lanzarse a su lomo aprovechando su ritmo y la fuerza centrífuga —ya que el volteador se sitúa al lado del caballo mirando hacia el interior del circo del picadero—, y luego dejarse llevar durante una o dos vueltas, luego pasar la pierna por encima de la cabeza del caballo para rebotar inmediatamente de una sola pisada, sí, el volteo ofrece al principiante la embriagadora ilusión de una comunión inmediata con su montura. Hasta el punto que a veces uno se pregunta por qué no puede quedarse ahí.
No puede, en efecto, pues el tercer acercamiento del arte ecuestre exige imperiosamente el arnés, es decir la silla y la rienda, que crean a la vez la distancia y el contacto entre caballo y jinete. La rienda procura a éste el dominio de la cabeza y especialmente la boca del caballo. Pero es la silla la que constituye la pieza mayor de la civilización ecuestre. Gracias a la silla, el caballo se convierte en un ser de cultura. Y lo demuestra el hecho de que cada época, cada país, posee su tipo de silla.
La silla comprende el borrén, la perilla, los faldones, los falsos faldones, y para las amazonas los cuernos de arzón. Los estribos suscitan un problema apasionante. En realidad, no aparecen hasta el siglo X, es decir, exactamente a la mitad de nuestra era. ¿Quién podrá explicar por qué hubo que esperar milenios para que se produjera un perfeccionamiento tan sencillo? Hay que subrayar que el uso de la espuela implica el estribo, incluso un estribo situado a una altura precisa gracias a la longitud de la estribera. Una estribera demasiado corta o demasiado larga inutiliza el estribo. La monta de carreras de los jockeys ingleses del siglo pasado era larga, así tenían un buen asiento en la silla y la posibilidad de usar poderosamente las piernas. Más adelante, la monta no dejó de acortarse, de manera que los jockeys actuales parecen estar de pie sobre la silla, con el trasero más alto que la cabeza. Han renunciado al uso de las piernas y al asiento.
La silla simboliza el matrimonio del hombre con el caballo. El cowboy lleva la silla sobre el hombro o apoyada en la cadera porque no puede entrar en el saloon con su montura. Para un soldado, constituye lo más esencial de su equipamiento, junto con el portapliegos, la bolsa de herraduras y los zurrones. El borrén y la perilla lo suficientemente altos le aseguran la máxima comodidad durante las largas horas de marcha. Los grandes señores querían sillas de gala, que convirtiesen los caballos en tronos vivientes. La marroquinería, el bordado y la orfebrería estaban a su servicio para tal menester. Pero ese trono ecuestre, sin embargo, aunque no lo aparente, responde a un doble imperativo ineluctable: la conformidad a las anatomías de caballo y caballero. El movimiento y la larga duración de la cabalgata no deben provocar heridas ni en el animal ni en el hombre. Por mucho que la guarnicionería sea un arte refinado y rico en invenciones, no deja de conservar el rigor de una técnica artesanal, modelada sobre dos cuerpos vivos. Ahí está su cifra secreta.