El árbol y el bosque
El árbol y el bosque
El árbol, el bosque, el sotobosque, la linde, el calvero… En cuanto las pongo sobre el papel, siento que estas palabras se organizan en sistemas seductores y repelentes a la vez, una ambivalencia paradójica, puesto que se trata con toda evidencia de un complejo natural coherente. El bosque es una parte esencial de nuestra herencia afectiva humana. Durante milenios fue el mal, lo salvaje (del latín silvaticus, forestal), el refugio de animales terroríficos como el lobo o el oso, y de los hombres rechazados por la sociedad, incluso de monstruos medio mitológicos, ogros y brujos, enanos y gigantes. Pero el bosque es también la gran naturaleza viva y vivificante, el triunfo de la clorofila, el regreso a los orígenes. En nuestro vocabulario, sólo la selva merece el mágico nombre de virgen.
Si interrogo a mi memoria, para mí el bosque es ante todo alemán. La Selva Negra, claro, con sus cumbres, el Herzogenhorn y el Feldberg —que conocemos sobre todo en color blanco, pues para nosotros eran estaciones de esquí—. Pero más aún el bosque de Turingia, esa minúscula aldea de Wendehausen, que para su desgracia se hallaba situada al borde del «telón de acero», pero en el lado equivocado, en el lado comunista. Peregriné hasta allí después de cincuenta años, y circulé en un coche todo terreno por el territorio ruinoso de aquel famoso telón, que recorre montes y valles, como los cimientos de una Muralla China arrasada.
El padre de familia que me alojaba antes de la guerra era un famoso cazador. Yo le acompañaba. Me hizo disparar el primer tiro a los diez años. Todavía conservo en el hombro el recuerdo de la brutal embestida de la culata. Porque, lo confieso sin vergüenza, desde aquella iniciación no he vuelto a tocar jamás un fusil.
Con él y un trabajador de la fábrica de lana que dirigía, habíamos construido una torre de vigía con maderos en la linde del bosque. A veces me despertaba en plena noche, a las tres o a las cuatro. Cogíamos el coche. Después quedaba un largo trecho a pie. No había que decir ni una palabra. Y por supuesto, ni pensar en encender una linterna. Después nos subíamos a la torre. Nos abrigábamos con mantas. Nos quedábamos quietos. La obscuridad iba palideciendo. El amanecer se arrastraba en vapores pálidos sobre la copa de los abetos. El cielo suspiraba en las ramas. Al este, sobre el horizonte, se posaba una barra roja. ¿Cuánto tiempo duraba el acecho? Sin duda varias horas. No guardo recuerdo del menor aburrimiento, yo que solía hartar a los adultos que me rodeaban con mi sobreexcitación. Me daban unos anteojos, con los que exploraba los matorrales y los barbechos. Tal vez de ahí procede mi predilección por ese instrumento, gracias al cual se puede infligir a los demás la dulce y silenciosa violencia de una mirada indiscreta.
A cuatro metros del suelo los animales no podían percibir nuestro olor. Asistíamos minuto a minuto al despertar del bosque. El vuelo afelpado de una lechuza, el rastro rojo de un zorro entre los helechos, los andares circunspectos de una corza seguida de sus pequeños, el arranque de un tejón rompiendo leña con tanto ruido como un jabato, yo lo veía todo, todo lo oía, en aquella admirable escuela. No he olvidado nada de aquellas noches y aquellos amaneceres.
Pero mi experiencia con los árboles prosiguió. Siempre he vivido con ellos. Hace cuarenta años que vivo en la misma casa de campo, y he visto crecer y estorbarse los árboles que había plantado en un número excesivo. He aprendido, por ejemplo, que un árbol adulto, aunque esté perfectamente sano, pierde cada año una gran cantidad de madera muerta. He visto languidecer en pleno mes de julio un espléndido abedul, atacado por un mal misterioso. He meditado sobre la evidente obsesión de todo vegetal clavado en el suelo por la naturaleza. ¿Cómo asegurar la dispersión de sus semillas? La explosión, las alas, el fruto suculento que transporta el estómago humano, las simientes con garfios que se agarran al pelo de las ovejas, a la ropa de los pastores, todos esos procedimientos fueron inventados para desafiar la maldición del arraigo.
Y además he viajado. He vivido la selva ecuatorial, maciza, negra, palpitante de vidas peligrosas. Me había invitado la empresa Eurotrac, encargada de taladrar de punta a punta la selva de Gabón para instalar una vía férrea de seiscientos cincuenta kilómetros, desplazando manadas de elefantes, hordas de gorilas y tribus de pigmeos que jamás habían visto a un hombre blanco. Viví con todos mis sentidos y por todos los poros de mi piel la selva virgen, su espesor vertiginoso, su humedad asfixiante, los ruidos súbitos y terroríficos que rompen su silencio —un animal degollado, una rama muerta que cae desde la inmensa bóveda, o el grito espantoso del damán, un pequeño mamífero nocturno e inofensivo que se sube a los árboles gracias a sus pies provistos de ventosas, y en cuyo dorso, en caso de alerta, se eriza un mechón de pelos claros—. Allí vi una forma de infierno.
Infierno en varios sentidos; para los hombres, ciertamente, pero también para los mismos árboles. Me explico. Hace veinticinco años planté dos abetos en mi jardín. Medían un metro cincuenta y los coloqué a diez metros de distancia el uno del otro. Ahora deben medir unos quince metros, y sus ramas inferiores pronto se tocarán. Pero si los observo a cierta distancia, compruebo que no han crecido en línea recta. A pesar de la distancia que los separa, han crecido ligeramente al bies, como para separarse el uno del otro. Es como si cada árbol emitiera unas ondas repelentes destinadas a los demás árboles. Se lo comenté al encargado de un vivero. Me confirmó que sólo crecen hermosos los árboles plantados aisladamente, con un espacio a su alrededor prácticamente infinito para expandirse. Sí, los árboles se odian entre sí. El árbol es orgullosamente individualista, solitario, egoísta. Así comprendí la angustia que emana de las selvas. La selva significa la promiscuidad forzosa de un campo de concentración. Todos esos árboles apretados unos contra otros sufren y se detestan. El aire selvático está impregnado de ese odio vegetal. Es el aire que infesta los pulmones del paseante y le encoge el corazón. Hay un antiguo proverbio que dice que los árboles impiden ver el bosque. ¿No habría que decir igualmente que el bosque impide ver los árboles?
¿Y entonces Turingia, la selva alemana, las primeras luces del alba vistas desde una torre de vigía?
Ah, ya lo dije: una torre de vigía hay que levantarla en la linde del bosque, confundida con los últimos árboles, eso sí, pero abierta a un espacio libre. La linde, el calvero, ésas son las palabras mágicas que pueden exorcizar la selva. Es la luz, el aire libre después de la atmósfera obscura y confinada del sotobosque. Además, allí, en el centro de un gran claro, es donde yo imagino erguido, magnífico y orgulloso, el árbol por excelencia, el árbol-dios, rodeado por la multitud susurrante de los demás árboles, apiñados a una respetuosa distancia.
El árbol no soporta la selva, porque necesita viento y sol. Mama directamente su vida de esas dos ubres del cosmos: el viento y el sol. No es más que una inmensa red de hojas tendida a la espera del viento y el sol. El árbol es una trampa para atrapar viento, para atrapar sol. Cuando sacude su crin de hojas, mugiendo y dejando escapar flechas de luz por todas partes, es que esos dos grandes peces, el viento y el sol, han venido a perderse al pasar por su malla de clorofila.
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P. S.: La licencia poética tiene sus límites. Paul Valéry escribió magníficamente: «Un día es una hoja del árbol de tu vida» (Cahiers, Pléiade, t. II, p. 1304).
Pero ¿es exacta la metáfora? Todo depende del número de hojas que tenga un árbol como media. Un hombre de cincuenta años ha vivido 18 250 días. ¿No son demasiadas hojas para un solo árbol, por muy grande que sea?
Conocí a un profesor de letras que no le perdonaba a Alfred de Vigny que, en su célebre poema La mort du loup, pusiera abetos en las Landas.