Un jugador en el mar
Un jugador en el mar
Ocurrió en Montignac-l’Océan, una estación famosa por su playa y por su casino. Como no sabía qué hacer por la noche, decidí que iría a tentar la suerte con la ruleta, cosa que constituía para mí una auténtica novedad. Me rondaba por la cabeza la frase de un amigo mío matemático: «En comparación con la Loto o el Quatre[14], la ruleta es una auténtica inversión de padre de familia». Sin duda ello es cierto para un calculador de probabilidades, pero la ruleta también es más apetitosa, y no se sabe de nadie que se haya arruinado jamás con la Loto.
Cambié doce fichas y las deposité tímidamente, una tras otra, sobre el tapete verde. La raqueta del croupier las arrastró inexorablemente, una tras otra. Lo había perdido todo. Ya estaba iniciado, pero también vacunado para siempre jamás contra la fiebre del juego. Pensé agriamente que la diosa Fortuna no tenía absolutamente ninguna psicología. Si hubiera querido seducirme, tendría que haberme dejado ganar un poquito, ¡qué caray!
Fui a sentarme en la terraza y dejé reposar la mirada abarcando con ella el horizonte fosforescente en el que parpadeaba un faro rojo.
—¿Me permite?
Un hombre se inclinaba ante mí. Pude distinguir su pelo blanco, un rostro ascético, y un smoking raído que me pareció el colmo de la elegancia, puesto que visiblemente era usado cada noche. Pensé que quería coger una silla. Pero no, lo que quería era sentarse a mi mesa. Después de todo, estábamos en una especie de club. Así pues, se sentó frente a mí.
No me había visto nunca en el casino. No, en efecto, era la primera vez que venía. Y sin duda, también la última. Le informé de mi breve experiencia. En total, estuvimos dos horas hablando, y fue entonces cuando fui realmente iniciado en el juego. Mis modestas pérdidas me permitían cuando menos pagar las consumiciones. Era todo lo que me pedía a cambio de las lecciones que me dio.
Al llegar al final, se puso lírico y perentorio:
—Sepa usted, caballero, que nosotros, los hombres de suerte, formamos una raza a parte, que obedece a unas leyes que ustedes, los hombres de razón, ignoran. No pretendo iniciarle en unos secretos a los que se muestra usted totalmente refractario. Pero escuche esta anécdota que tal vez le hará calibrar las dimensiones del abismo que nos separa.
En mi juventud tuve un compañero de juego; cada noche nos jugábamos nuestra fortuna, cada noche nuestras vidas, cada mañana nuestro honor… Precisamente una mañana, después de una noche de infierno, mi amigo se precipitó en brazos de su padre. Le confesó sumido en llanto que lo había jugado todo y todo lo había perdido. Las deudas de honor se habían comido sus bienes, sus tierras, los castillos de toda la familia. Sólo le quedaba la mano para hacer señales en la carretera y los ojos para llorar. El viejo lo empujó con una mirada flamígera: «No, te queda otra salida». Se acerca a la pared, descuelga de una panoplia una antigua pistola de plata, se toma el tiempo necesario para cargarla, y la pone en la mano de su único heredero. «Y ahora, ve y cumple con tu deber». Pues es bien cierto que el hombre devorado por las deudas de honor se libera de ellas suicidándose.
El joven huyó. El padre estuvo esperando angustiado la detonación que le diría que había perdido a su hijo. Pero no pasaba nada. Pasó el día. Pasó la noche. El anciano creyó morir de pena.
Al día siguiente, a la misma hora que el día anterior, el joven irrumpió en su habitación. Estaba riendo y llevaba en las manos bolsas de oro. «¡Hurra, padre! —exclamó—. Vendí el arma preciosa que me diste. Y regresé al casino. ¡Y he ganado, he ganado, he ganado! ¡He recuperado todo lo que había perdido y mucho más!»
Esta historia contiene dos lecciones. La primera es que estamos poseídos por una esperanza indestructible. In-des-truc-ti-ble, ¿comprende usted? No hay catástrofe capaz de abatirnos. ¿Sabe usted por qué? Porque toda pérdida contiene en sí la promesa de una ganancia, toda ruina la certeza de una inmensa e inminente fortuna. A veces el mundo se presenta como un tejido de causas y efectos con un desarrollo inexorable. No hay lugar para la esperanza, para el sueño. Ese determinismo implacable tranquiliza al hombre de razón. Al jugador, le desespera. El azar que el jugador introduce por la fuerza entre las mallas de esa red mediante las cartas o la ruleta, es para él una bocanada de oxígeno. Se dice que la naturaleza tiene horror al vacío. Pero el jugador siente una necesidad vital de ese vacío. El hombre de razón y él obedecen a dos principios opuestos. «No dejar nada al azar» es la ley del hombre de razón. «Dar siempre una oportunidad al azar» es la del jugador.
La otra lección de esta anécdota es el amor por la vida que anima al jugador, que es su anima. Sin duda para usted, esto es lo más ininteligible, el amor por la vida. Henry Miller decía: «A quien no sigue su destino, la mala suerte le arrastra por la cola». Discúlpeme, pero creo que eso es lo que le ha ocurrido a usted esta noche.
Y ahora recuerden esto, por favor. La pasión por el juego es la más puramente espiritual de todas las pasiones. No tiene prolongación psicológica como la del sexo o el alcohol. Por tanto, no perjudica la salud. Y —paradoja suprema— es desinteresada. Sí, señor, desinteresada, por sorprendente que pueda parecerle. En ustedes, los hombres de razón, el interés orienta todas las palabras y los actos, como el imán dirige en un único sentido todas las limaduras de hierro. El dinero concebido así mata todo lo que vive a su alrededor. El único recurso que les queda a ustedes es fingir que se olvidan de esa parte sórdida de su existencia. Para nosotros, al contrario, es el carburante de nuestros sueños, un elixir mágico, el genio bueno y todopoderoso que se nos lleva volando.