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La importancia de la familia
Rosita se encuentra sentada en su despacho de El Nuevo Amanecer. Sabe que la felicidad completa y continuada no existe, pero su vida se asemeja bastante. Cada día se siente más unida a Javier. Hace tres años que se han casado y ya ha nacido su segundo hijo, un hermoso niño, al que le han puesto Juan, como el abuelo paterno.
Ella, que de muy joven había vivido obsesionada por descubrir si tenía familia, está creando, ahora, junto con Javier, una maravillosa. Los dos quieren tener más hijos. Están muy unidos a Marina y Silverio, que se han convertido en unos abuelos estupendos. También mantiene una excelente relación con su hermano, René. Almuerzan juntos siempre que este viene a La Habana.
Y qué decir de la familia de su marido, que son como una piña. Este año irán todos a pasar las Navidades a Pinar, así lo han decidido Marina y Silverio, que abandonarán La Habana a comienzos del próximo año.
Rosita no quiere pensar en ello. Se le parte el corazón cuando recuerda que sus padres van a regresar a Candás. Lo entiende, pero le costará muchísimo acostumbrarse a su ausencia. Los dos son parte fundamental de su vida.
Se ha convertido en una importante mujer de negocios. El socio de su madre en El Nuevo Amanecer ha delegado en ella para que sea la encargada de tratar con los proveedores. Le divierte mucho el trabajo que realiza, pero en los ratos libres sigue pintando.
En estos años, su círculo de amigos se ha ampliado mucho. Sigue manteniendo relación con Clara, Felipe y los otros, pero ahora frecuenta, sobre todo, a las mujeres de los médicos compañeros de Javier. Y también a miembros de la colonia asturiana, ya que la Quinta Covadonga, donde sigue trabajando Javier, es de los asturianos. Rosita, desde el primer día que le conoció, siente especial simpatía por el doctor Agustín Varona, que es el médico director de la quinta y fue uno de los que apoyaron el cambio de reglamento del centro para que las mujeres pudiesen ser electoras y elegibles al igual que los hombres.
Su madre había festejado el paso dado por el Centro Asturiano, que a Rosita le parece una institución ejemplar. Se emocionó cuando Javier le contó que en Asturias habían comprado unos terrenos, en la falda del monte Naranco, en Oviedo, para atender a los emigrantes enfermos que regresaban a la tierrina para que allí no se encontrasen solos y pudiesen recibir atenciones como si estuvieran aquí. La mayoría estaban afectados por la tuberculosis, y el aire puro y sentirse en casa a buen seguro que era un antídoto eficaz.
A Rosita, que colabora de forma muy activa en los festivales que se organizan en los jardines de la fábrica de cervezas La Tropical para obtener fondos con los que sufragar las obras del hospital asturiano, le parece que el Centro Asturiano de La Habana, que en aquel momento cuenta con sesenta mil socios, es como el patriarca de una gran familia que intenta cuidar de todos.
Noticias como esta del centro le parecen alentadoras, en un mundo que amenaza con volverse loco. El año 1929 está resultando en cierta forma convulso. A la triste noticia del asesinato, de forma misteriosa, en México, del líder estudiantil cubano, Julio Antonio Mella, a quien ella había conocido en la universidad cuando era presidente de la Federación Estudiantil, había seguido el ajuste de cuentas entre mafiosos, en la ciudad de Chicago, en el que fueron asesinadas siete personas y que se bautizó como «Matanza de San Valentín». Y ahora, hacía poco más de un mes, la caída de la Bolsa de Nueva York, en el denominado «Jueves Negro», estaba sembrando el pánico entre las grandes fortunas, alguna de ellas volatilizada por efecto del estrepitoso derrumbe bursátil. Incluso se hablaba de suicidios. En los ambientes en los que ella se mueve también se palpa el miedo.
Bajará un momento a la tienda. Siempre es bueno relacionarse con el personal y observar cómo se comportan. Esto es algo que le ha enseñado muy bien Marina.
En cuanto se cierren los almacenes, saldrá corriendo porque esta noche han invitado a cenar a sus padres y una vez más intentará convencerlos para que no se vayan.
—Me encanta la idea que has tenido de que vayamos todos a pasar las Navidades a Pinar —dice Marina.
—Serán nuestras últimas Navidades aquí —comenta Silverio— y pensé que sería bonito celebrarlas como las primeras, ¿recuerdas? Entonces pensábamos quedarnos, como mucho, dos años, y ya ves.
—Dios mío, cuántas cosas nos han pasado en estos años. Algunas maravillosas y otras mejor olvidarlas, aunque todas han contribuido a fortalecer nuestro amor. Un amor que ha madurado y que, como nosotros, no manifiesta la misma vitalidad, pero que nos hace permanecer unidos. ¿Sabes, Silverio? Me sigues pareciendo el hombre más guapo del mundo. Además, ahora, también el más interesante con ese cabello plateado.
—¡Ay, Marina! No te rías, si supieras cómo te necesito.
—Y yo a ti, Silverio. Podemos estar contentos. Rosita ha encontrado su camino. Javier la adora. Y tienen dos hijos preciosos. Los dos han nacido blancos. Ya sé que el color no importa, pero he dado gracias a Dios de que los dos tengan el mismo color. Ya me entiendes. ¿Te digo un secreto? Es por ellos por lo que siento irme de La Habana, sobre todo por la niña, que ya tiene dos años y medio y está graciosísima.
—A mí también me da mucha pena alejarme, son nuestra familia. Además, Marina, quiero a esta ciudad. En realidad, he vivido más tiempo en La Habana que en Candás.
—¿Quieres que nos quedemos un tiempo más? —le pregunta Marina.
—No, mi amor, sé que tú necesitas volver. Ya he hablado con Mariano. Lo hemos arreglado. Él piensa seguir con el negocio.
—Yo creo que Mariano nunca abandonará La Habana —dice Marina.
Silverio guarda silencio. Él haría lo mismo, si Marina quisiera quedarse le haría inmensamente feliz. Pero necesita verla feliz a ella.
—Se entiende su postura. Mariano solo tiene parientes lejanos en España. Y su mundo está aquí —apunta Silverio.
—El tuyo también, ¿verdad, Silverio?
—El mío está a tu lado, Marina. Contigo siempre.
—Nos dará mucha pena llegar a Candás y notar las ausencias de personas tan queridas y que tanto significaron en nuestras vidas —dice Marina, que añade—: No me hago a la idea de que la señora Covadonga no estará esperándonos.
—Así es la vida, cariño.
—También ha muerto doña Elena, la esposa de don Bernardo Alfageme, y uno de sus nietos, con solo diecisiete años. Me contaban en la última carta recibida de Candás que don Bernardo ha donado un terreno para cementerio al pueblo de Candás.
—Es una persona excelente, nadie mejor que él para llevar el título de hijo adoptivo de Carreño —asegura Silverio.
—Sí que lo es. A mí me ha ayudado mucho.
—Ya lo sé. Le has escrito, ¿verdad?
—Sí, y siempre contesta muy cariñoso. ¿Quieres que aplacemos el viaje? Por las noticias que nos llegan, la situación en España no es muy buena. Ha fracasado el golpe de Estado, pero los entendidos dicen que la dictadura de Primo de Rivera está herida de muerte. Que el propio rey don Alfonso XIII, no de forma explícita, ha retirado su apoyo a Primo de Rivera —cuenta Marina.
—Aquí también se están poniendo las cosas feas —asegura Silverio—. No sé a dónde nos conducirá toda esta inestabilidad.
Los dos se encuentran sentados tomando una copa en casa antes de cenar. Mañana saldrán para Pinar del Río y se quedarán allí hasta pasado Reyes.
—Marina, no me has comentado nada de tu reunión con René.
—Estuvo muy bien, le informé de que nos íbamos y, como hice la otra vez, he delegado todo en él. Ya sabes que goza de mi confianza y le estaré eternamente agradecida por aquella conversación que tuvo con Rosita.
—Es una persona muy buena. Y lista. Entiende muy bien el negocio —afirma Silverio.
—No ha trabajado en otra cosa toda su vida —observa Marina—. Me ha conmovido ver su emoción al despedirse de mí. Quizás piensa que no volveremos a vernos.
—Es lo más seguro —apunta Silverio.
—No puedo pensar en que no volveré a ver a todas las personas que se quedan aquí, porque me muero de pena.
—No lo pienses. Además, siempre podemos volver o que algunos viajen a España —la tranquiliza su esposo.
Javier se encuentra pletórico, las fiestas navideñas siempre han sido sus preferidas. En estas tiene una alegría extra. Sus hijos van a disfrutar del mismo ambiente que él conoció de niño. Es la primera vez que las celebrará en casa de sus padres después de haberse casado.
—Cariño —dice Rosita, entrando en la habitación—, ¿no está la niña contigo?
—Creo que tus padres se han ido a dar un paseo con ella. Está muy encariñada con ellos. Los echará de menos —dice Javier.
—Y yo, muchísimo —comenta Rosita—. He intentado convencer a mi madre diciéndole la verdad, que la necesito a mi lado, sobre todo ahora que los niños van creciendo y yo tengo cada día más trabajo.
—¿Y? —le pregunta Javier.
—Me ha dicho que no.
—¿Por qué no lo intentas con Silverio?
—Nunca hará nada que disguste a mi madre. Si de él dependiera, no se irían —asegura Rosita.
—Lo mismo que yo, mi amor, jamás haré nada que pueda disgustarte. Déjame que te abrace, eres preciosa. ¿Dónde has estado toda la tarde? ¿No sabes que siempre te espero impaciente? —dice Javier mientras intenta quitarle la blusa.
—Ahora no, cielo, puede llamarnos alguien, luego te recompenso.
—¿Serás generosa? —pregunta Javier.
—Muchísimo. Vete preparándote. Te quiero en plenísima forma —dice Rosita, riendo—. Me voy, quiero preguntarles si me necesitan en la organización de la cena.
—Pero no me has dicho dónde has estado.
—Escribiendo una carta a mi mejor amiga. Te he hablado muchas veces de ella.
—¿Inés? ¿La que se ha metido monja?
—Sí. Es maravillosa. Ya verás cuando la conozcas.
—¿Te he dicho que Cayetano viene a cenar con nosotros?
—Me lo ha dicho tu madre —dice Rosita.
—He pensado que si el tiempo sigue tan bueno podemos celebrar la cena en el campo. Los niños nos lo agradecerán —asegura Javier—. Lo digo por propia experiencia.
—Ahora se lo comento a tu madre —replica Rosita.