10
Renovadas energías
—Lo hemos pasado muy bien. Mi piel ha vuelto casi a la normalidad. Ha sido interesantísimo conocer a una persona como la marquesa del Ter. El entorno del balneario es hermoso, pero esta llegada a Candás con la mar, el faro vigilante en la suave ladera de San Antonio, con su humilde y hermosa capilla es inigualable —dice Marina emocionada.
—Tienes toda la razón. No hay pueblo más bonito que Candás —asegura Silverio con seriedad.
—Tampoco exageres —contesta Marina, riendo.
—¿Crees que los marqueses del Ter aceptarán la invitación que les hemos hecho para que nos visiten en Candás? —pregunta Silverio.
—No creo. Si dependiera exclusivamente del marqués, seguro que sí. Él nos confesó que era un enamorado de Asturias, pero la marquesa está muy ocupada y seguro que no encontrará un hueco para venir. Veo más fácil que nos visite en La Habana, porque allí no sería una simple visita de cortesía, aprovecharía para documentarse.
—Qué razón tienes, querida Marina, cuando afirmas que el viajar, el contacto con personas fuera de nuestro ambiente, nos enriquece y estimula —dice convencido Silverio.
—Ya sé que te hiciste muy amigo de un pelotari. Ya verás cuando le cuentes al viejo Agustín tu experiencia.
—Cada uno según sus tendencias. A ti el deporte te deja indiferente y a mí la música no me motiva mucho —confiesa él riendo.
—Te hago una apuesta. ¿A quién crees que veremos primero al entrar en Candás, a una persona amiga o simplemente conocida?
—Siempre con tus jueguecitos, ¿qué más te da?
—Venga, a ver quién acierta. Te dejo elegir a ti primero —contesta Marina, sin hacerle caso.
—No creo que nos encontremos con nadie por la hora que es, pero me decanto por una persona amiga.
—¿Tuya, mía o de los dos?
—No seas pesada. Amiga de los dos.
Habían recorrido la calle principal sin encontrarse con nadie. A punto de llegar a casa, al pasar al lado de la iglesia, el párroco don Francisco Suárez cerraba las puertas del templo.
—Has perdido —exclama Marina.
—Yo creo que no —dice Silverio, muy serio.
—¿Desde cuándo eres tú amigo de don Francisco? Si casi nunca vas a la iglesia —le pincha ella.
—Pero puede ser mi amigo igual —contesta Silverio, disimulando la risa.
—Que no. Pero, ¿sabes? Me encanta que haya sido el párroco la primera persona que vemos. Es un mensaje para que te animes a confesar alguna vez y no solo para Pascua Florida como todos los marineros.
—Y ya me parece mucho una vez al año —replica Silverio mientras abre el portón de la casa.
—Pensábamos que no llegaríais hasta mañana —dice la señora Covadonga, que ha salido presurosa a recibirlos.
—¿Dónde está Rosita? —pregunta Marina, sorprendida de que no acuda a saludarlos.
—No ha llegado. Hoy la he dejado salir hasta un poco más tarde.
—¡Pero si ya ha oscurecido! —exclama Marina.
—Seguro que llega de un momento a otro.
—¿Ha tenido que abrir la tienda? —quiere saber Silverio.
—Sí, solo dos veces. Una, porque Teresa necesitaba unas telas y otra para doña Elena, que quería comprar género para unos visillos. No he cobrado a ninguna. Le he pedido a Rosita que anotara la cantidad de tela que se habían llevado —les cuenta la señora Covadonga.
Una de las muchachas que trabajan en la casa, después de saludarlos con cariño, les ha preguntado dónde quieren que lleve todos los paquetes que han traído. Marina se sorprende de que Reme no aparezca cuando es ella —de las tres doncellas— la que se queda todo el día en casa.
—¿Reme no está? —pregunta Marina.
—Hace dos días que no viene. Nos mandó aviso de que se encuentra mal —contesta la señora Covadonga.
—¿Ha ido a verla?
—La verdad es que no.
Algo en la expresión y en el tono de la respuesta hace que Marina mire a la señora Covadonga interrogándola con los ojos.
En el momento que Silverio sube a la habitación, Marina se acerca a la señora Covadonga:
—Cuénteme la verdad —le pide.
—Solo son suposiciones, pero tengo la sensación de que está embarazada.
—¿Qué dices? —pregunta asustada Marina.
—Llevaba unos días con mala cara y ojeras.
—Eso no solo es síntoma de embarazo —observa Marina.
—¿Por qué no me dejas terminar? Si a esto le añades continuas visitas al baño.
—Puede que le haya sentado mal algún alimento —quiere creer Marina.
—Puede, pero para mí que no —asegura la señora Covadonga convencida.
—¡Madre! —grita Rosita desde la puerta— Qué alegría. —Y corre a abrazarla.
—No sé yo si estarás tan contenta. Me parece a mí que la señora Covadonga te mima demasiado. Pero déjame que te vea. En solo una semana te has convertido en una señorita. Si eres tan alta como yo.
—Espero ser mucho más —dice Rosita riendo.
—O sea que me estás llamando pequeña. —Marina simula enfado.
—Sabe que no es cierto. Ha llegado una carta de sor Carmen, que me imagino que contendrá un sobre para mí de Inés, pero no he querido abrirla hasta que usted llegara —le dice Rosita.
—Has hecho lo correcto. Si me la acercas, la abro ahora mismo, porque estarás deseando conocer qué te cuenta tú amiga.
—Gracias, madre.
Inés y Rosita se escriben con frecuencia. No existen los secretos entre ellas. En los últimos meses se han visto menos porque Inés ha empezado a colaborar en la enfermería. Se ha dado cuenta de que tiene aptitudes para cuidar a los enfermos e, independientemente de los estudios que quiere cursar de enfermería, se está familiarizando con el trabajo ayudando a una de las hermanas.
Mi queridísima Rosita:
No sabes cómo me alegro de lo que me cuentas. Donato me ha parecido un muchacho estupendo y es normal que congenies con él. Pero no debes ilusionarte demasiado, somos muy jóvenes para comprometernos con ese tipo de afecto. Mañana puede llegar otro muchacho que te guste más o suceder al contrario y que Donato descubra a otra niña con la que congenie mejor. Disfruta de su amistad, pero tienes que permanecer receptiva a otros afectos. Estoy segura de que a muchas de tus compañeras les gustaría ser tus amigas. Amigas de verdad.
Rosita deja un momento la carta, no está de acuerdo con lo que le dice Inés, no se fía de las chicas que van con ella a la escuela. Está convencida de que en el fondo no la quieren por considerarla diferente. Es posible que sea un complejo que ella tiene y no responda a la realidad, pero es lo que siente. Además, le gusta mucho más relacionarse con los chicos; son más divertidos y le hacen sentirse importante. La única niña que es su amiga es Inés. Pero con ella es diferente, es buena y la quiere mucho. De repente Rosita piensa que tal vez lo que le ha unido a Inés sea la orfandad, la desgracia de que las dos no puedan sentirse arropadas por el cariño de la familia propia. Con las niñas de Candás esta diferencia subyace siempre en todas sus relaciones, mientras que con los muchachos esa sensación desaparece. Sobre todo con Donato, que no es de Candás, y con el que congenió desde el primer día en el que se vieron. Lo mismo le había sucedido a Inés con su primo Vicente, aunque su amiga es diferente…
En cuanto a lo que me preguntas sobre Vicente, creo que ha acertado al elegir Magisterio. Le gusta enseñar y pienso que será un buen maestro. Lo veo muy poco. Alguna vez se acerca al hospicio y charlamos un rato. Ya sabes que yo estoy muy ocupada en la enfermería. Me siento muy feliz y totalmente decidida a estudiar para convertirme en enfermera. Me hace mucho bien aliviar el dolor de los demás. La amistad de Vicente me interesa, pero no ocupa el primer lugar en mi orden de prioridades.
No sabes cómo me alegra que sigas dibujando. Eres muy buena, de verdad. Deberías estudiar Bellas Artes. Está muy bien que le hayas hablado a tu madre de tu afición por la pintura, aunque no entiendo la razón por la que no le enseñas algo de lo que has hecho. Ya comprobarás su alegría y admiración cuando vea la sorpresa que le estás preparando…
Rosita se levanta y abre el cajón de la mesa donde tiene guardadas las láminas en las que trabaja: un retrato de su madre, un dibujo de la Peña Furada y un pequeño esbozo del que será el retrato de su padre. Quiere sorprenderlos con este regalo en las Navidades. El de la Peña Furada cree que es el mejor, también es más sencillo de hacer. A su madre la ha dibujado con el moño bajo que a ella tanto le gusta y, siguiendo el consejo de Antón, la ha puesto de perfil.
Antón es un muchacho de Candás que tiene unos años menos que ella, rondará los once. Era amigo de Donato, que conociendo sus deseos de dibujar, le había hablado de aquel niño candasín, como persona muy bien dotada para las artes.
—El maestro siempre nos dice que es el que mejor dibuja de toda la clase. Yo creo que podrías cambiar impresiones con él.
Así fue como un día Rosita le mostró sus dibujos a Antón, que también le enseñó los que hacía él. Los trabajos del niño a Rosita le parecieron mucho mejores que los suyos.
Al sentir que alguien se acerca, Rosita guarda apresuradamente los dibujos.
—¿Puedo pasar? —pregunta Marina desde la puerta.
—Claro, madre.
—Tenías tanto interés en leer la carta de tu amiga que ni te interesaste por saber cómo lo habíamos pasado ni por ver ninguno de los recuerdos que te hemos traído —dice Marina, sonriendo.
—Lo siento. Como estaban hablando todos, pensé que no pasaría nada porque me fuera un momento.
—Y nada ha pasado. Es broma. Mira, ¿te gusta? Lo ha elegido tu padre para ti.
—Es un paraguas precioso. Me encanta el colorido. Muchas gracias.
—Yo te he comprado esta pulsera.
—¡Qué bonita! —exclama Rosita, dándole un beso su madre—. ¿De qué está hecha?
—Es de marfil. Tanto las bolitas como las florecitas son del mismo material. Me alegro de que te guste. ¿Bajamos a cenar? Tendrás muchas cosas que contarnos. —Marina le pasa amorosamente el brazo por lo hombros—. Te hemos echado mucho de menos, Rosita.
No ha querido contarle a Silverio la sospecha que tiene sobre el posible embarazo de Reme. Tiempo tendrán, si se confirma, para hablar de ello. En el fondo, Marina sabía que esto iba a suceder y piensa que si no es ahora lo será dentro de un tiempo. Aunque resulte penoso, tiene que reconocer que Reme utiliza el último recurso que le queda para conseguir a Lolo como sea. Pero ¿merece la pena? ¿Cómo se tiene que sentir de desesperada una mujer para enfrentarse a semejante situación? ¿Qué felicidad puede esperar de una convivencia a la que uno va obligado? Si de verdad amas, ¿qué tipo de amor es el tuyo cuando obligas a la persona a la que quieres a una relación que no desea?
Los interrogantes se suceden unos a otros en la mente de Marina mientras se dirige a casa de Reme. No quiere ni pensar, si es cierto el embarazo, en el disgusto que les dará a sus padres. Pobre gente, porque está casi segura de que Lolo no querrá casarse.
Al entrar en el portal no puede evitar buscar con la mirada el lugar donde, según la vecina, mantenían relaciones. Sube la escalera muy despacio, quiere llegar muy relajada y tranquila.
Solo unos segundos y la puerta se abre. Nada más verla, Marina intuye que el embarazo es real. Reme está desmejorada, con grandes y profundas ojeras, pero su cara, a pesar de lo demacrada que aparece, tiene luz.
—Pero, ¿por qué ha venido? No tenía que molestarse. Pensaba acercarme yo mañana para contárselo todo y decirle que no tiene ningún compromiso y que si quiere no vuelvo más a su casa —dice Reme, a punto de llorar.
—¿No me invitas a entrar?
—Perdón, pase, por favor.
—Entonces, ¿es verdad? —le pregunta Marina.
—Sí. Estoy embarazada de casi tres meses.
—¿Lo sabe Lolo?
—Sí.
—¿Y qué te ha dicho?
—Nada. No quiere hacerse cargo. Dice que era yo la que tenía que haberme preocupado de no quedarme embarazada. Ya sabe cómo son los hombres.
—Hablaremos con él. Se lo diré a Silverio —asegura Marina.
—No, por favor, le ruego que no hablen con él de este tema. Se lo pido por lo que más quiera.
—Pero, Reme, ¿qué vas a hacer? ¿Lo saben tus padres y tu hermano?
—Sí. Mi madre no deja de llorar. Lo que más me duele es el silencio de mi padre. Mi hermano insiste en que le diga quién es, aunque sospechan de Lolo, yo lo niego. He tratado de tranquilizarlos diciéndoles que yo quiero tener a mi hijo y que todos juntos saldremos adelante. No me importa, se lo juro, lo que se diga en el pueblo. Lo que me duele es su actitud. Tal vez algún día recapacite —dice resignada Reme.
Marina la mira asombrada, no sabe qué decir… Está dispuesta a que no se sepa quién es el padre de su hijo, aunque todos sospechen de Lolo.
—Puedes estar tranquila, al niño y a ti no os faltará nada —le asegura, tomándole las manos—, yo me ocuparé de vosotros. Seguirás conmigo, como siempre. Sosiega a tus padres. Diles que yo te apoyo y que estoy con ellos. ¿Quieres que les hable?
—No están en casa. Ya les contaré yo, no se lo van a creer —dice emocionada Reme, que le pregunta—: ¿Por qué es tan buena conmigo? Me trata como si fuera su hija o su hermana.
—Te tengo mucho cariño. Necesitas ayuda y yo puedo brindártela. Ya está. No le des más vueltas.
—Algún día podré corresponderle a todo lo que hace por mí.
—No tienes que pensar en eso. ¿Por qué no te arreglas un poquito y te vienes conmigo a casa? —le propone Marina.
—Ahora mismo me visto, pero esperaré a que llegue mi madre para decírselo. Cuando vea lo contenta que estoy, se animará ella también. Muchas gracias, señora, con su cariño me ha devuelto usted la fuerza y las ganas de vivir.
—No exageres, y no tardes, te espero antes de la comida —dice Marina mientras cierra la puerta.
Marina es consciente de la cantidad de comentarios que despertará el estado de Reme. En Candás no se hablará de otra cosa. Se especulará sobre quién es el padre y, aunque Reme no lo diga, todos apuntarán hacia su cuñado. En verdad, la postura de Lolo le parece cobarde e indignante. Él sí que tenía que haber tomado medidas.
Pasará por la tienda para hablar con Silverio, no quiere arriesgarse a que alguien se lo cuente antes que ella.
La cara de Silverio lo dice todo. Se ha quedado blanco con los puños apretados.
—Es un canalla, le obligaré a que cumpla con su obligación. Si madre viviera no se atrevería.
—Tranquilízate.
—Qué vergüenza, y pensar que es mi hermano.
—¿Sabes que Reme está dispuesta a no desvelar la identidad de quien la dejó embarazada?
—Es un gesto por su parte, pero todos sabrán que es él. No tiene conciencia. Quiero pensar que ha perdido la razón.
Marina sabe que ella nada tiene que ver con lo sucedido, pero no puede evitar el sentirse culpable. ¿Pero de qué?, se pregunta a sí misma. No puede olvidar el comentario de su cuñado cuando le aseguraba: «¿Sabes? La primera vez que abracé a Reme fue porque llevaba tu chaqueta. Cada vez que se pone algo tuyo se aviva mi deseo». Le resultaba muy doloroso recordar aquellas frases. ¿Por qué las personas nos hacemos tanto daño? ¿Por qué su cuñado se comporta de aquella forma?
—Marina, ¿en qué piensas? —le pregunta preocupado Silverio, al observar su expresión de tristeza.
—¿Te parece poco lo que está pasando?
—Sí, ya lo sé. Tengo que intentar que mi hermano reflexione —asegura Silverio.
—Sí, mi amor, pero no olvides que tú no puedes decidir por él.
—Mañana procuraré verlo y te haré caso. Te quiero, Marina —dice Silverio mientras la besa.
—Y yo, Silverio. ¿Por qué no cierras la puerta? Ya son las ocho —apunta ella.
—¿Nos vamos? —pregunta Silverio.
—No —contesta Marina muy seria—. Apaga las luces —le pide, mientras sus manos recorren la nuca de su marido.
—Te adoro, siempre consigues sorprenderme —dice él, excitado.
—Ven —le susurra ella, atrayéndolo hacia la trastienda—. Te voy a demostrar lo mucho que te quiero en este lugar que nunca ha presenciado la pasión que nos eleva hacia el infinito y nos hace ser fuertes ante las dificultades.