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Encuentros «fortuitos»

Marina se ha desplazado al centro como hace muchas tardes últimamente. Los días que no acude al Centro Asturiano, a la reunión de lectura, le gusta pasear por la plaza de San Francisco y algunas calles cercanas. Casualmente, suele encontrarse con Sixto Velasco, que la acompaña un rato y otras veces toman café.

Mentiría si no reconociera que la conversación con el profesor es interesante y a ella la estimula. Gracias a Sixto, conoce la existencia de pintores famosos. Le encantan las historias que le cuenta sobre ellos porque reconoce que, de esa forma, es más fácil fijarlos en la memoria.

Le sorprende que esta tarde aún no se hayan encontrado porque, aunque él siempre alude al azar, ella sabe que no es así y no le importa. Al contrario, se siente halagada.

Cualquier día se decide y se acerca a su estudio para que la pinte. Se lo ha contado a Silverio, que se ha mostrado encantado y la ha animado a que vaya.

Sin embargo, no le ha dicho nada a su marido de estos encuentros esporádicos con el profesor y se pregunta por qué no lo ha hecho. Tal vez sea debido, se dice, a que no ha surgido la oportunidad, pero sabe que no es cierto. No se lo ha dicho porque, a pesar de que son unas simples reuniones, a ella no le gustaría que Silverio tomara café de vez en cuando con una señora, aunque fueran encuentros tan inocentes como los de ella. Pero, ¿en realidad lo son? Marina quiere examinarse a fondo.

Después de pensar unos minutos, llega a la conclusión de que, por su parte, no hay nada que ocultar en los encuentros con el profesor. La prueba la tiene en que le daría exactamente lo mismo que Sixto fuera una mujer. Le agrada la atención que le presta y también los temas de los que hablan. Y, si fuera mujer, sucedería lo mismo, claro que entonces no ocultaría a Silverio los encuentros. Con lo cual, no le hablaba de ellos a Silverio por miedo a que le puedan hacer daño. Lo mejor será que deje de ver al profesor para evitar un posible disgusto a su marido.

Va tan ensimismada en sus pensamientos que no se ha dado cuenta de que hace unos momentos que Sixto pasea a su lado.

—No le he visto llegar —le dice, sorprendida al percatarse de ello.

—Ya me he dado cuenta. No sabe cómo me gustaría ser la persona en la que pensaba con tanta intensidad —dice Sixto riendo.

—Igual acierta —responde Marina, provocadora.

—No sea usted perversa —le recrimina Sixto.

—Nada más lejos de mis intenciones.

—He estado consultando unas notas sobre lo que le contaba el último día que nos vimos acerca de Sarah Bernhardt —dice Sixto.

—El romance con el torero Mazzantini ya sé que fue real. Y que eligieron el hotel Inglaterra como el escenario de su pasión —apunta Marina.

—Sí, pero a lo que yo me refería era al calificativo que había empleado la actriz para referirse al público cubano. Siempre se ha comentado que llamó a los cubanos «indios con levita». Y consultando esta tarde recortes de prensa, he visto unas declaraciones de la actriz en las que dice que solo les dio el calificativo de indios, pero que no aludió a la levita.

—De vital importancia la matización. Qué extravagancia la de las divas —comenta Marina.

—He ido al teatro Nacional para recoger el programa de la temporada de ópera. Le he traído uno para usted —le dice el profesor, acercándole un sobre.

—Muchas gracias. Luego lo miraré. ¿Hay muchas novedades? —quiere saber ella.

—Algunas, aunque Puccini sigue siendo el compositor preferido. Su reciente fallecimiento le ha dado nueva proyección.

—Se la merece, sus obras me parecen maravillosas.

—¿Sabe que dicen que era un mujeriego y que todas las protagonistas de sus obras están inspiradas en mujeres que conoció y con las que mantuvo relación? —observa Sixto maliciosamente.

—Siempre se exagera —contesta Marina.

—¿Tomamos un café o prefiere pasear? ¡Ay, se me olvidaba! Esta mañana, una de las sirvientas de doña Magdalena, la señora que ustedes conocen que es vecina mía, me dijo que se había puesto muy malita. Luego vi salir al doctor —le cuenta Sixto.

—Igual Silverio no se ha enterado. Me acercaré a verlo para decírselo.

—Si no le importa, la acompaño.