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Covadonga

Dios mío, Marina, ¿cómo no voy a quererte?

—No exagere, señora Covadonga —le pide Marina.

—¿Te parece poco? Gracias a ti, no moriré sin conocer Covadonga.

—Nosotros tampoco lo conocemos —añade Silverio.

—Por ello me ha parecido una buena idea que los cuatro juntos vengamos a rezar ante la Santina —dice Marina—. Lo cierto es que desde hace cuatro años, en que la Virgen de Covadonga fue coronada canónicamente, estoy pensando en venir. He guardado el Blanco y Negro con las fotos y la información de ese día que fue una jornada preciosa presidida por sus majestades los reyes.

—¿Por qué no nos cuentas lo que dice la revista? —le pide la señora Covadonga.

—No. Lo que voy hacer es leeros parte del reportaje. He traído la publicación.

—Qué bien —exclama Rosita.

Marina saca de su bolso el Blanco y Negro y comienza a leer:

Las fiestas de la coronación de la Virgen de Covadonga, celebradas para conmemorar la reconquista de España, han constituido un acontecimiento y han servido para que los reyes don Alfonso y doña Victoria Eugenia realicen un paseo verdaderamente triunfal por el noble y hermoso país asturiano. A las diez de la mañana llegaron los soberanos al histórico paisaje. El aspecto de Covadonga era imponente. Más de diez mil almas se hallaban congregadas en sus alrededores. A su llegada a la basílica los reyes fueron recibidos por el cardenal primado de España, arzobispo de Toledo don Victoriano Guisasola y Menéndez.

—Aquí hago un alto —les dice Marina— para contaros que este señor, don Victoriano Guisasola, era asturiano, de Oviedo, y falleció hace año y medio.

—Qué bien que Dios le permitió poder participar en esa ceremonia que para él tuvo que ser muy especial —dice la señora Covadonga, que se muestra muy interesada en el tema.

—Sí que debió de serlo —corrobora Marina—, y ahora le diré algo de don Victoriano que creo le gustará: era hijo de un obrero de la fábrica de fusiles de Oviedo.

—Los que son listos, casi siempre salen adelante. Marinina, ¿y tu cómo sabes tanto? —dice riendo la señora Covadonga.

—No sé casi nada, pero lo poco que conozco se lo debo a la lectura. Lo cierto es que he seguido un poco la pista a los personajes y a los temas que se derivan de este acto. Os sigo leyendo:

Ya en el interior del templo, el obispo de Oviedo presentó en una bandeja, cubierta con un paño de terciopelo rojo, la corona para la Virgen, que es una maravilla artística aparte de su inmenso valor. Se leyó el decreto pontificio autorizando la coronación, y el abad entregó la corona al cardenal Guisasola, quien la bendijo. Seguidamente, fue llevada al altar mayor y allí permaneció durante la celebración de la santa misa que fue cantada por el Orfeón Ovetense.

—Perdón, madre —dice Rosita—, ¿no explican cómo es la corona?

—Te has anticipado, querida, en esta información no dan detalles, pero lógicamente los he buscado. Os explico: son dos las coronas, una para la imagen de la Virgen y otra para el Niño Jesús que lleva en brazos. Las dos fueron hechas en unos talleres de arte en Madrid, creados y dirigidos por un sacerdote asturiano, de Pola de Lena, don Félix Granda Buylla, que, además de sacerdote, es escultor, pintor y orfebre.

—¿Pero cómo son? —insiste Rosita.

—No seas impaciente. Ahora os lo cuento. Las califican de auténticas obras de arte. No sé si podremos verlas.

—¿Pero no las tienen puestas la Virgen y Jesús?

—No, mi amor, son muy valiosas y están guardadas para ocasiones muy especiales.

—Qué pena —añade la señora Covadonga.

—Os vais a asustar cuando os diga que solo la corona de la Virgen tiene más de mil cien brillantes, treinta y dos perlas, novecientos ochenta y tres rubíes, dos mil cuarenta y seis rosas de Francia y dos mil quinientos setenta y dos zafiros. Todo ello engarzado con esmaltes azules en quinientos cincuenta y un gramos de oro y doscientos treinta y dos de platino.

—Tiene que ser espectacular. ¿Qué son las rosas de Francia? —quiere saber Silverio.

—Creo que son corindones sintéticos de color de rosa.

—¿Y la corona del Niño Jesús? —se interesa Rosita.

—Es, por supuesto mucho más pequeñita. Está realizada con los mismos materiales: oro, platino, piedras preciosas y esmaltes. A excepción de zafiros y rubíes, que no lleva.

—Marina, ¿y de verdad ha sido financiado todo por los asturianos? —pregunta la señora Covadonga.

—Absolutamente. Muchas personas entregaron sortijas, pulseras, collares, dinero… Tratándose de la reina de nuestras montañas, todo es poco.

—Es verdad, si yo tuviera alguna joya buena, también habría contribuido —asegura la señora Covadonga.

—¿Tú has dado algo, madre?

—Una sortija con un rubí.

—No perdamos el hilo —advierte Silverio—, nos habíamos quedado en la santa misa.

—Gracias, amor. Seguimos:

Terminado el oficio se formó la procesión, llevando el abad la corona y saliendo el cortejo hasta la plaza de la basílica donde se procedió a la coronación de la Virgen, cuya imagen había sido colocada en un altar. Después de la interpretación del himno a Covadonga, la imagen de la Virgen, precedida de la Cruz de la Victoria, fue llevada en solemne procesión a la Santa Cueva.

—Bueno, el reportaje sigue con la inauguración por los reyes del parque nacional y su visita a Gijón y Oviedo. Os he leído lo más interesante.

—Déjame ver las fotos —pide Rosita.

—Son preciosas —apunta Marina mientras le pasa la revista.

—Marina, no quiero molestarte, pero no nos has glosado la figura del obispo de Oviedo, que ya no es el mismo —le comenta Silverio.

—Tienes razón. Y también conozco tu simpatía por el actual. El obispo de Oviedo cuando la coronación era monseñor don Javier Baztán y Urniza, que al poco tiempo fue sustituido por don Juan Bautista Luis y Pérez, que es un gran impulsor del catolicismo social, le consideran el obispo de mayor formación social de toda España. Según su formación y personalidad es lógico que sea muy amigo de uno de los canónigos de la catedral de Oviedo, don Maximiliano Arboleya.

—Ese nombre me suena —dice la señora Covadonga—. No digo dónde, pero oí hablar de él y no decían cosas muy buenas.

—Seguro que eran católicos recalcitrantes y lo acusarían de defender a los obreros —manifiesta Silverio, que añade—: lo que quiere evitar don Maximiliano es el alejamiento cada día mayor del proletariado de la Iglesia. Pero encuentra gran oposición y también dentro de la propia jerarquía eclesial.

Sin duda el sacerdote Maximiliano Arboleya, nacido en Pola de Laviana, era una de las figuras más destacadas del catolicismo social de la Iglesia en España. Su estancia en Roma, donde se licencia en teología por la Universidad Gregoriana, le hace entrar en contacto con los máximos representantes del catolicismo social. Imbuido de estas ideas y con firme vocación de ayudar a los trabajadores intenta, a su regreso a Oviedo, contribuir a la creación de un sindicalismo católico sin interferencias ni de la patronal ni de los sindicatos. El rechazo a lo propuesto por Arboleya se manifiesta de uno y otro lado. A pesar de la falta de aceptación de sus ideas, Arboleya persiste en llevar a la práctica aquello en lo que cree y así es frecuente su aparición en la prensa. Incluso funda alguna publicación y asume la dirección del diario El Carbayón.

—Madre, qué guapa es la Virgen de Covadonga —exclama Rosita mientras mira las fotos.

—Déjamela ver —pide la señora Covadonga.

—Querida Marina, quiero felicitarte por haber elegido el tren para venir hasta Arriondas. Tal vez se tarda un poco más, pero el paisaje compensa —dice Silverio.

—La idea de tomar el tren me la dio hace unos días la noticia publicada en la prensa de que el ministro de Trabajo, que se encontraba en Asturias por el tema del conflicto minero, se había desplazado a Covadonga a visitar a la Santina. Y lo hizo en tren. Lo cual que me llevó a pesar que si el ministro y su séquito, que podían utilizar los coches oficiales, elegían el tren por algo sería. La verdad es que no tengo ni idea de por qué lo hicieron, pero contemplando ahora la belleza del paisaje pienso que bien podría ser esa la razón.

—¿En Arriondas tomamos un coche con conductor? —quiere saber Silverio.

—Sí, y se queda con nosotros en Covadonga para luego devolvernos, después de la comida, al tren en Arriondas —informa Marina.

elemento separador decorativo

El día, sin duda, contribuye a potenciar la belleza del paisaje asturiano. No hace mucho calor y luce un sol esplendoroso. Marina mira ensimismada a uno y a otro lado. Acaban de pasar La Riera y el conductor les dice que estén atentos y que miren a la derecha porque verán muy pronto las torres de la basílica.

A pesar de ser agosto, el verde es exuberante. Se conjugan tan bien los distintos verdes que Marina siente no poder plasmar para siempre aquella deliciosa imagen… De pronto aparecen en lo alto, como queriendo auparse hacia el cielo, unas torres que a Marina le parecen color de rosa.

La primera visión de la basílica emociona a todos; Silverio se santigua respetuoso, la señora Covadonga llora en silencio, Rosita se ha pegado a la ventanilla para seguir viéndola, Marina hace esfuerzos para contener las lágrimas y busca la mano de Silverio en un deseo de compartir con él de forma especial aquellos momentos.

Alternativamente, las curvas de la carretera les van permitiendo seguir contemplándola cada vez más cerca y mejor.

—En qué lugar tan estratégico la han colocado. En cualquier otro no destacaría tanto —comenta Marina.

—Señores, miren a la izquierda —les pide el conductor.

—Qué cascada tan preciosa —exclama Rosita—, qué fuerza tiene el agua.

—Pues tendrían que verla en invierno con las lluvias. Asusta un poco —afirma el conductor.

—¿Nos bajamos? —pregunta Rosita.

—No, primero vamos a la Santa Cueva a rezarle a la Virgen —afirma enérgica la señora Covadonga.

—Mirad, ahí es donde estaban sentados los reyes —dice Rosita, al llegar a la explanada de la basílica—. Y el altar de la Virgen estaba colocado allí.

—Y nosotros, ahora, vamos a seguir el mismo recorrido que la procesión realizó aquel día hasta llegar a la cueva —aclara Marina.

Caminan hacia el pasadizo que conduce a la cueva. Antes de entrar, Marina se vuelve y mira entusiasmada en derredor y muy bajito comenta como para ella misma: «¡Dios mío! Jamás podría llegar a imaginar que Covadonga fuera tan especial». Busca la mirada de Silverio, pero este camina delante llevando a Rosita agarrada de la mano. Le gusta verlos así. Silverio se ha encariñado de verdad con aquella chiquilla que, por fin, parece estar feliz a su lado. La señora Covadonga lleva velas para todos. Desde que han llegado no habla nada. Se la ve muy emocionada.

Se postran a los pies de la Santina y cada uno, a su modo, mantiene su diálogo con la Virgen.

—Madre, ¿le puedo besar el manto? —pregunta Rosita.

—No sé si está permitido, pero ahora que estamos solos acércate por la parte de atrás.

—Vamos a rezar juntos —dice la señora Covadonga—, para pedirle que tengáis un viaje feliz y que todo os salga bien. Qué lleguéis a La Habana sin problemas.

—Ven, Rosita —le pide Marina—, ponte aquí en medio de nosotros.

Marina abre su corazón a la Santísima Virgen. En unos segundos repasa su vida y, de forma especial, le encomienda a Rosita.

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—Reme, de verdad te lo digo, tienes que ir a Covadonga. Hazlo en cuanto puedas. No esperes tanto como yo. Todos los asturianos, aunque solo sea una vez en la vida, tendrían que ir a Covadonga a rezarle a la Santina.

—Sí que espero poder hacerlo y llevar a Antonio conmigo para ofrecérselo. Estoy muy contenta con lo que va a ser mi nuevo trabajo. Voy a entregarme en cuerpo y alma. Qué buenos son los señores. Me han dado la vida al emplearme en la tienda. He hablado con Teresa y pienso que nos entenderemos bien. De todas formas, estoy dispuesta a luchar por que así sea.

—Cuánto me alegro, Reme, ya sabes que si uno no quiere, dos no riñen —le recomienda la señora Covadonga.

—Y, además, Reme —apunta Marina, entrando en la cocina— tiene un carácter dulce y sabe contenerse.

—Gracias, señora, no la dejaré mal. Estoy deseando llegar a casa para decirle a mi hermano que se olvide de arreglar mi boda.

—¿Cómo tu boda? —exclama sorprendida la señora Covadonga.

—Creía que estaba enterada, yo ya lo sabía. El hermano de Reme, por miedo a que esta se quedara sin ingresos al irnos nosotros tenía medio apalabrada la boda de su hermana con un pariente lejano de la aldea —le explica Marina.

—¿Con dinero? —quiere saber la señora Covadonga.

—Ni por todo el oro del mundo me casaría con él. Prefiero pedir limosna —asegura decidida Reme—. Es bastante mayor que yo y no muy despierto.

—Eso es perfecto —dice riendo la señora Covadonga—, cuanto menos espabilao mucho mejor.

Marina las escucha divertida. La verdad es que se encuentra pletórica. No sabe quién le dijo en alguna ocasión que perdonar liberaba el espíritu, y qué gran verdad. Ella lo ha practicado esta mañana y no puede sentirse mejor. No sabe si fue la visita a Covadonga y el contacto con la Santina lo que le tocó el corazón, pero nada más conocer los proyectos de boda que para Reme albergaba su hermano, pensó que sería muy interesante contárselos a Lolo, con la esperanza de que reaccionara, y aprovecharía igualmente para decirle que le perdonaba por lo sucedido entre ellos, que era, en realidad, el auténtico motivo que la llevaba a visitar a su cuñado.

Lolo, al abrir la puerta y encontrarse con su cuñada, se queda petrificado sin saber cómo reaccionar. Marina se le adelanta:

—Buenos días, Lolo, ¿puedo pasar? Perdona esta interrupción. Solo te entretendré unos segundos.

—Adelante —contesta él, con voz apenas audible.

—Sabes que nos vamos a Cuba dentro de unos días. Pensamos regresar pronto, pero quién sabe lo que puede suceder. No quería irme sin decirte que te perdono. No he hablado con nadie de la desagradable escena que hemos vivido. Solo Dios, tú y yo lo sabemos. No soy nadie para hablar en nombre de Él, pero creo que Dios también te perdona. El otro tema del que quería hablarte es de Reme. No vengo a convencerte de nada, ni a discutir sobre tu cobarde y deplorable postura. Solo voy a informarte de que, según me han contado, la familia quiere apañar su matrimonio con un pariente lejano. Te lo digo porque un día te puedes encontrar con que ese precioso niño, Antonio, que es igual que tú, ya tiene un padre oficial que se ocupa y vela por él. Adiós, Lolo —dice mientras le tiende la mano.

—Verás, yo…

—No tienes que decirme nada —le interrumpe ella—, ni darme ningún tipo de explicaciones. Puede que a otra persona sí.

Marina recuerda que nunca había bajado la calle de la Cuesta más feliz y ligera que aquella mañana. Se siente impulsada a compartir su alegría. No sabe cuál será la reacción de Lolo, pero tiene que alertar a Reme.

—Reme, tú tienes que ser fuerte, sobre todo por tu hijo. Por él no puedes acceder a promesas sin futuro. Tú ya me entiendes, ¿verdad? —le pregunta Marina.

—Sí, señora. Y le voy a decir algo. Lolo ya conoce al niño.

—Me lo imaginaba. ¿Y?

—Nada, me propone que nos sigamos viendo alguna vez. Y que él, cuando pueda, me pasará algo de dinero —confiesa Reme con la mirada baja.

—¿Qué le has dicho?

—Rechacé todo y le pedí que no volviera a acercarse a nosotros. Pero no sabe cómo estaba deseando abrazarlo.

—Te entiendo muy bien —la consuela Marina—, pero si de verdad quieres que adopte una postura responsable, como no lo conseguirás nunca es accediendo a sus componendas. Tienes que establecer una barrera infranqueable entre tú y él, por mucho que te duela.

La señora Covadonga está sentada con ellas en la cocina, había hecho ademán de irse cuando Reme se empieza a sincerar, pero Marina con un gesto le indicó que se quedara. Ha seguido la conversación con atención y en silencio, ahora necesita decir lo que piensa.

—Mira, Reme. Yo nunca he tenido novio, pero conozco muchas historias. Ya sabes ese refrán que dice que sabe más el diablo por viejo que por diablo. Pues yo, como él. A los hombres hay que traerlos a raya. Nada de ceder. El que algo quiere, algo le cuesta. Y sabes qué te digo, que aquí estoy yo para echarte una mano. Ahora que me quedo sola, si tú quieres, me convierto en tu guardiana. Yo me encargo de que no pueda abordaros en el portal como le gusta.

Reme se levanta y abraza a la señora Covadonga.

—¿Cómo no voy a querer que me ayude? —le dice—. No sé qué he hecho para que sean tan buenas conmigo.

—Solo tienes que prometerme que cuando vayas con el niñín a consagrarlo a Covadonga me llevéis con vosotros. Quiero volver a ver a la Santina.