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Magdalena

Gracias, Marina, lo eres todo para mí —dice Silverio, mirándola a los ojos.

—No tienes nada que agradecerme. Mi deber es estar siempre a tu lado. Creo que ha sido bueno que fuéramos a verla. Es una mujer de una gran entereza. No he visto a muchas personas enfrentarse a la muerte cuando casi es inminente y confieso que me impresionó y emocionó la postura de Magdalena —asegura Marina.

—A mí me has emocionado tú cuando, buscando un pretexto, te fuiste de la habitación para dejarnos solos. No te importó el pasado.

—Ella siempre te quiso. Tiene derecho a despedirse de ti.

Marina y Silverio se encuentran sentados en una de las mesas del fondo en el salón de El Floridita. Después de abandonar la casa de Magdalena, Silverio, muy afectado, le propuso que se quedaran a tomar unas copas.

No era el dolor por la desaparición de un ser querido lo que le afectaba, sino el ver en lo que se había convertido aquella hermosa mujer que a su llegada a Cuba a punto estuvo de volverlo loco.

Silverio miró a Magdalena disminuida por la enfermedad y la edad. No pudo evitar recordarla como aquella noche en la que le pareció la mujer más hermosa del mundo. Iba totalmente vestida de blanco, con su melena rubia como el oro sujeta con flores también blancas.

Y ese mismo deterioro que observó esa tarde en Magdalena, se dice Silverio, lo sufrirá él y también Marina. Necesita beber.

—Todos conocemos lo que nos espera en la vida, pero no nos damos cuenta hasta que pasamos por momentos como este. Es durísimo envejecer, comprobar cómo se acaba todo —se lamenta Silverio mientras apura el segundo daiquiri.

—Todo depende de cómo asumamos ese final. La fe en Dios siempre es importante, pero pienso que en esos momentos más —asegura Marina.

—Y también del tipo de deterioro que nos espera. Todos envejecemos, mas no lo hacemos de igual forma —puntualiza su esposo.

—¿Qué os ha dicho el médico? ¿Lo mismo que nos contó ella? —quiere saber Marina.

Cuando Marina y Sixto llegaron a El Siglo XX para avisar a Silverio, este salía del establecimiento para ir a buscarla y darle la noticia, porque el médico, después de estar con Magdalena, había acudido a hablar con él. La enferma se lo había pedido.

—Sí, lo mismo. Su corazón se agota y no pueden hacer nada. Es cuestión de días —le cuenta Silverio.

—Me ha dado mucha pena que Magdalena esté sola. Su única compañía son los criados.

—Siempre ha sido así —afirma él—. No ha tenido hijos y después de la muerte de su marido se quedó completamente sola. Me he puesto un poco nervioso cuando nos informó de que en su testamento nombraba herederos universales al director de El Nuevo Amanecer y a mí. —Silverio no puede evitar un rubor en las mejillas.

—Es una buena herencia —comenta Marina.

—Sin duda, pero inmerecida —contesta su marido.

—Yo creo que las herencias casi siempre son inmerecidas.

—¿Pedimos otra copa? —sugiere Silverio.

—Como quieras. Igual se nos hace tarde y Rosita se preocupa.

—No creo que nos retrasemos más de media hora —aventura Silverio—. Por cierto, ¿cuándo vas a ir al estudio del profesor de Rosita para que te pinte? Me reafirmo en mi primera impresión, después del encuentro de esta tarde, creo que es un tipo muy simpático y agradable.

Sixto había ido con Marina a la tienda y al encontrarse con Silverio que salía, este le invitó a que los acompañara en el coche porque le podrían dejar en casa, ya que Magdalena —a quien ellos iban a visitar— vivía en la misma calle que él.

En el trayecto se mostró locuaz, algo habitual en él, y le pidió a Silverio que animara a Marina a posar.

—No es mucho esfuerzo o pérdida de tiempo, con dos o tres sesiones tengo suficiente —les dijo Sixto—. Siempre que pienso en inmortalizarla en un cuadro la veo como Adele, la hermosa mujer pintada por Klimt. Claro que ya quisiera yo semejarme, aunque fuese un poquito, al conspicuo pintor austriaco. Aunque algo sí tenemos en común: la pasión por la pintura y por la belleza femenina. No me interpreten mal, mi pasión es platónica.

Marina desconoce todo de Klimt, pero algo en la forma de expresarse de Sixto la lleva a pensar que existe un doble sentido en lo que ha dicho. En cuanto llegue a casa le preguntará a Rosita.

—Sí que es agradable Sixto —corrobora Marina— y, además, creo que buen profesor.

—Brindemos por nosotros, Marina, por nuestro amor, por la felicidad de poder estar juntos. Seguro que vendrán días difíciles, pero disfrutemos al máximo de estos momentos y guardémoslos en nuestro corazón.

—Es precioso lo que dices. Te quiero, Silverio.

Marina se acerca a su marido y le besa levemente en la boca.