Cuatro

PRIMERA lección: escuchar al niño interior. Vale, creo que lo he entendido. No hay que perder nunca la inocencia y dejar de martirizarse como lo hago yo. Cierro los ojos, asegurándome de que nadie me ve, y visualizo al pequeño canalla que fui de pequeño. Jo, si es que era mono. Miralo, con su pelo revuelto, los hoyuelos en las mejillas y esa sonrisa pícara que conseguía cualquier cosa de mamá. Casi me entran ganas de darle un achuchón a ese diablejo. De pronto me río, y Ricardo Junior me devuelve una sonrisa cómplice, divertida. Me gusta este ejercicio. Pasemos al segundo capítulo: cuida tu cuerpo. Sí señor, eso es lo que tengo que hacer. Y no es necesario que siga con la lectura, voy a ponerme el chándal y voy a salir a la calle. Sí señor, me apetece hacerlo.

¡¿A que no me coges?! Eing...¿quién me habla? Sigo caminado cuesta abajo cuando un reflejo a la velocidad de un rayo me adelanta y comienza a hacer piruetas delante de mí. Estoy alucinando o..., ¿Junior? Sí, mi niño interior me está retando, ya decía yo que algún día me volvería loco...

No puedo más, estoy sudando, taquicárdico perdido y necesito parar. Me cago en la puta, esto no me pasaba con veinte años. Procuro recuperar el aliento semidoblado y con las manos en jarras. Una chica joven corre por mi acera, erguida y elegante como una yegua majestuosa. Al pasar por mi lado sonríe, sin detenerse, y cuando llega a la esquina vuelve la cabeza sorprendiéndome con la mirada en su trasero, se ríe de nuevo y continúa corriendo a paso ligero. Era mona ella, aunque seguro no pasaba de los veinticinco. De pronto una idea fugaz me cruza la mente: ¿se fijaría en mí una chica joven? Vuelvo a tomar la marcha dando vueltas a esta idea. En ningún caso le faltaría el respeto a Mariela, aun así siento la imperiosa necesidad de saber si puedo resultar atractivo frente a las chicas jóvenes. Junior me observa atornillando su sien con un dedo. Este crío no va a dejarme en paz.

De vuelta a casa Mariela me espera en el sofá, con una almohada sobre el regazo.

—¿Dónde te habías metido? Estaba preocupada —pregunta con el ceño fruncido

Me siento a su lado, rendido, y dejo caer mi cabeza sobre la almohada.

—He salido a correr, me hacía falta.

Mariela asoma su mirada curiosa por encima de mi cabeza, y de pronto airea una fresca carcajada.

—No me lo creo ¿tú? ¿el rey del sofá?—ironiza con escepticismo.

Me recompongo en la butaca.

—No hay nada de malo, he pensado que voy a cuidarme más, por nada en especial —puntualizo ahuecando la voz.

Mariela carraspea de esa forma que hace que sienta que he hecho algo malo.

—De repente cumples los cuarenta, y crees que es el momento de cuidarte. Uhhh... esto me huele mal.

Es el momento de convertirme en un osito mimosín.

—Cariño, tú sabes que sólo tengo ojos para ti, y además ¿quién va quererme y a cuidarme como tú? —me abrazo a ella con una actitud infantil.

Mariela se ríe con el conocimiento de que es cierto, pero antes me atiza en la cabeza con el cojín.

—Anda, dame un beso, tonto.

Me encanta cuando se pone en ese plan, me alimentaría de sus besos de gorrión sino fuera porque despierta a mi pájaro salvaje.

—Uhmmm...cariño podríamos repetir lo de esta tarde.

Ella da un brinco del sofá y me obsequia con una mueca prohibitiva.

—Voy a terminar de doblar ropa, a no ser que quieras hacerlo tú, y dudo mucho que lo hagas.

¡Pam! Punto débil, nunca he negado la inteligencia de mi mujer, pero a veces me supera con su ingenio.

Esta noche Carlos ya dormirá en un apartamento provisional, hasta que encuentre un piso a su medida. Echaba en falta la calma de mi hogar, sin fiestas, sin amigos, solos Mariela y yo. Por la tele no hacen nada interesante, y dejo la custodia del mando a mi mujer para que vea lo que le plazca. Yo en cambio me acomodo de tal forma, sobre las rodillas de ella, hecho un ovillo hasta que rendido me sumerjo en un sueño de lo más variopinto. En él me despierto sobre una cama que no es la mía, rodeado de almohadones, y bajo una tenue luz rojiza. De fondo se oye una débil melodía franqueada por la puerta de la habitación. De repente oigo un chasquido, la música sube de volumen milésimas de segundos y vuelve a ocultarse de forma opaca. Intuyo que alguien ha entrado en la habitación, puedo oler un perfume suave y dulzón. Así como se va acercando adivino una silueta femenina que va despojándose de sus vestiduras a la vez que imprime un leve shhh... en sus labios. Obedezco, y me dejo llevar. Ella se acerca a los pies de la cama, y con un sutil movimiento libera sus cabellos de un recogido informal, y deja que le caigan sobre los hombros. Luego me obsequia mostrándome su cuerpo, joven, esbelto y dotado de unas curvas extremadamente peligrosas para arrodillarse bajo mi vientre y presentarme sus labios. Dios, no puedo verle el rostro, aunque me imagino una cara angelical, sus ojos verdes y una piel fina y blanquecina. Entre sus delicadas manos alberga mi sexo, tremendamente erecto y sumiso, y con una destreza exquisita lo acerca a su boca para succionarlo, lamerlo y saborearlo con un deseo incontrolable. El corazón me golpea el pecho, y el calor que asciende por mi abdomen es cálido, por poco abrasador, mientras me aferro a sus cabellos y tirando de ellos le suplico que pare, deseo penetrarla hasta hacerla gemir de placer. Ella, sometida a mi deseo, se detiene y al acto me deleita con una pose tremendamente provocativa: sus nalgas, me invitan a su encuentro, tersas, radiantes y deseosas para que me aferre a ellas en la primera embestida. Dios, siento que voy a quemarme si la toco, y si no lo hago me derrito. Mi excitación es tan impaciente que incluso me resulta dolorosa, y la culpa es de ella, por eso voy a descargar la falsa ira contra su sexo, que árdido y latente me recibe empapado de deseo. Dios, me sacudo en su interior con la cadencia de sus gemidos, y estos cada vez se tornan más espesos, delirantes. Y aunque no ceso en mi empeño por aliviar mi delirio, es tan fuerte la excitación que aparte de adolerme hasta las entrañas, me tortura con la certeza de que no voy a correrme, sino que ese dolor va quedar instalado en mi cuerpo. Entonces me aferro a su pecho, y le suplico que grite más alto, y más, más, más...

—¡Ricardo!

Despierto sobre las rodillas de Mariela, y violentamente me doy cuenta de que estoy amarrado a sus pechos. Siento una vergüenza espantosa que se apodera de mis mejillas. Algo perturbado me recompongo, y limpio el sudor de mis sienes.

—¿Se puede saber qué estabas soñando?

Mariela espera mi respuesta con los brazos cruzados bajo el pecho.

—Yo...cariño...soñé que caía por un barranco. Hondo, muy hondo.

Ella se acerca a mí con un movimiento de sus caderas, y con una sutil maniobra me agarra la entrepierna, esta sigue en perenne estado de excitación.

—Cariño —augura en ese tono tan dulce y peligroso a la vez—la próxima vez que te caigas por un barranco, avísame, igual también me pone a cien.

Mierda, intuyo que me toca dormir en el sofá. Un portazo culmina la conversación.