1. Prisioneros en las sombras

—Somos como fantasmas, ¿verdad?

Erekose yacía sobre un montón de piedras destrozadas y levantó la vista hacia el rojo sol inmóvil.

—Una conversación entre fantasmas…

Sonrió para expresar que sólo hablaba para pasar el rato.

—Tengo hambre —dijo Hawkmoon—. Eso me demuestra dos cosas: que estoy hecho de carne normal y que ha pasado bastante tiempo desde que nuestros camaradas volvieron al barco…

Erekose olfateó el frío aire.

—Sí. Me pregunto por qué me he quedado. Tal vez nuestro destino consista en quedarnos varados aquí… Qué ironía, ¿no? Por buscar Tanelorn, tenemos derecho a existir en todas las Tanelorns. ¿Es posible que sólo queden estos restos?

—Sospecho que no. En algún lugar encontraremos puertas de acceso a los mundos que nos interesan.

Hawkmoon se acomodó sobre la espalda de una estatua caída y trató de distinguir una sombra reconocible entre las muchas que había.

A unos metros de distancia, John ap-Rhyss y Emshon de Ariso buscaban entre los escombros una caja que Emshon estaba seguro de haber visto cuando se dirigían a luchar contra Agak y Gagak, y que contenía algo de valor, en su opinión. Brut de Lashmar, algo más recuperado, se encontraba cerca, pero no participaba en la búsqueda.

Sin embargo, fue Brut quien reparó en unas sombras móviles, cuando antes estaban inmóviles.

—Fijaos, Hawkmoon —dijo—. ¿Acaso está cobrando vida la ciudad?

El resto de la ciudad seguía como antes, pero en un discreto rincón, donde la silueta de una casa muy decorada y hermosa se recortaba contra la manchada pared blanca de un templo en ruinas, tres o cuatro sombras humanas se movían, aunque seguían siendo sombras; los hombres a quienes pertenecían no eran visibles. Era como una representación a la que Hawkmoon había asistido tiempo atrás, como marionetas manipuladas detrás de una pantalla.

Erekose se levantó y avanzó hacia la escena, seguido de cerca por Hawkmoon. Los demás le imitaron, pero sin darse excesiva prisa.

Escucharon ruidos apagados— entrechocar de espadas, gritos, pasos sobre las piedras.

Erekose se detuvo cuando su altura casi igualó a la de las sombras. Dio un paso adelante y extendió la mano, cauteloso, para tocar una.

¡Y Erekose desapareció!

Sólo quedó de él una sombra. Se había unido a las demás. Hawkmoon vio que la sombra desenvainaba la espada y se colocaba detrás de otra, que le resultó familiar. Era la sombra de un hombre no más alto que Emshon de Ariso, el cual contemplaba la escena boquiabierto, con los ojos vidriosos.

Los movimientos de los combatientes se hicieron más lentos. Hawkmoon se estaba preguntando cómo podía rescatar a Erekose, cuando el héroe reapareció, arrastrando a alguien consigo. Las otras sombras se habían quedado inmóviles de nuevo.

Erekose jadeaba. El hombre que le acompañaba estaba cubierto de rasguños, pero no parecía sufrir ninguna herida grave. Sonrió aliviado, cepilló el polvo blancuzco de la piel anaranjada que cubría su cuerpo, envainó su espada y se limpió el bigote con el dorso de su mano, similar a una garra. Era Oladahn. Oladahn de las Montañas Búlgaras, pariente de los Gigantes de la Montaña, el mejor amigo de Hawkmoon y compañero en sus más trepidantes aventuras. Oladahn, que había muerto en Londra, a quien Hawkmoon había visto posteriormente, como un fantasma de ojos vidriosos, en los pantanos de la Kamarg, y luego en la cubierta de "La Reina de Rumanía", cuando había atacado con gran valentía a la pirámide de cristal del barón Kalan y, como resultado, desaparecido.

—¡Hawkmoon!

La alegría de Oladahn al ver a su viejo camarada consiguió que olvidara todo lo demás. Se precipitó a los brazos del duque de Colonia.

Hawkmoon rió de placer. Miró a Erekose.

—No sé cómo le habéis salvado, pero os lo agradezco.

Erekose, contagiado por su alegría, también rió.

—¡Yo tampoco sé cómo le he salvado! —Echó un vistazo a las inmóviles estatuas—. Me encontré de repente en un mundo apenas más sustancial que éste. Repelí a los que atacaban a vuestro amigo. Me desesperé al advertir que nuestros movimientos se hacían más y más lentos caí hacia atrás… ¡y aquí estamos otra vez!

—¿Cómo llegasteis a este lugar, Oladahn? —preguntó Hawkmoon.

—Mi vida ha sido confusa y mis aventuras peculiares desde la última vez que nos vimos, a bordo de aquel barco —respondió Oladahn—. Durante un tiempo fui prisionero del barón Kalan, incapaz de mover mis miembros, si bien mi mente continuaba funcionando con toda normalidad. Una situación muy desagradable. De repente, recobré la libertad.

Me encontré en un mundo donde se libraba una guerra entre cuatro o cinco facciones diferentes y serví en dos ejércitos, aunque nunca comprendí cuál era el problema. Luego, regresé a las Montañas Búlgaras, me enfrenté a un oso y llevé las de perder. Después, arribé a un mundo metálico, donde era el único ser de carne y hueso entre una variada colección de máquinas. A punto de ser despedazado por una de dichas máquinas, que no carecía de cierta inteligencia filosófica, fui salvado por Orland Fank, a quien sin duda recordaréis, y transportado al mundo del que acabo de escapar. Fank y yo hemos buscado el Bastón Rúnico en ese mundo, plagado de ciudades y conflictos. Mientras paseaba con Fank por un barrio particularmente violento de una ciudad, fui asaltado por una gran partida de hombres. Cuando se disponían a asesinarme me quedé petrificado de nuevo. Este estado ha durado horas o años, cuestión que nunca aclararé, hasta que fui rescatado por vuestro camarada. Decidme, Hawkmoon, ¿qué ha sido de nuestros demás amigos?

—Es una historia larga y, para colmo, apenas sé explicar lo que ha ocurrido.

Hawkmoon resumió algunas de sus aventuras. Habló del conde Brass de Yisselda y de sus hijos desaparecidos, de la derrota de Taragorm y el barón Kalan, y del desajuste producido en el multiverso por obra de sus insensatos planes.

—De D'Averc y Bowgentle no puedo deciros nada —concluyó—. Se desvanecieron al igual que vos. Yo diría que sus aventuras habrán sido comparables a las vuestras. ¿No consideráis significativo que hayáis sido salvado tantas veces de una muerte cierta?

—Sí. Pensé que gozaba de alguna protección sobrenatural, aunque acabé cansado de saltar de la olla a la sartén. ¿Qué tenemos aquí?

Se acarició el bigote, miró a su alrededor y saludó con un cabeceo a Brut, John y Emshon, que le miraban con asombro reprimido.

—Considero significativo que nos hayamos reunido de nuevo. ¿Dónde está Fank?

—Le dejé en el castillo de Brass, aunque no me comentó nada de vuestro encuentro. Debió reemprender su búsqueda del Bastón Rúnico y os encontró durante sus andanzas.

Hawkmoon intentó describir la isla en donde se hallaban.

En respuesta a la descripción, Oladahan se rascó la pelambrera roja de su cabeza y encogió los hombros. Antes de que Hawkmoon terminara, examinó los diversos desgarrones de su justillo y la falda, así como la sangre seca de sus numerosas heridas.

—Bien, amigo Hawkmoon —dijo, confuso—, me alegro de estar otra vez a vuestro lado ¿Tenéis algo de comer?

—Nada —se lamentó John ap-Rhyss—. Moriremos de hambre si no hay caza en la isla. Y da la impresión de que, aparte de nosotros, no hay más seres vivos.

Como en respuesta, se escuchó un aullido desde el otro lado de la ciudad. Todos se volvieron en aquella dirección.

—¿Un lobo? —preguntó Oladahn.

—Yo diría que un hombre —contestó Erekose.

No había envainado la espada y la utilizó para señalar.

Ashnar el Lince corría hacia ellos. Saltaba sobre las piedras, esquivaba las torres caídas, con la espada alzada sobre la cabeza, los ojos casi salidos de las órbitas. Los huesecillos de sus trenzas bailaban alrededor de su cráneo. Hawkmoon creyó que les atacaba, pero luego vio que Ashnar era perseguido por un hombre alto y delgado, de rostro colorado, ataviado con gorra, falda y una capa a cuadros que ondeaba sobre sus hombros. La espada envainada rebotaba contra su muslo.

—¡Orland Fank! —gritó Oladahn—. ¿Por qué persigue a ese hombre?

Hawkmoon oyó los gritos de Fank.

—¡Venid aquí! ¡Venid aquí, hombre! ¡No quiero haceros daño!

Ashnar tropezó y cayó entre las piedras polvorientas, sollozando. Fank llegó a su lado, le quitó de un golpe la espada de la mano, cogió unas cuantas trenzas y levantó la cabeza del bárbaro.

—Está loco, Fank —gritó Hawkmoon—. Tratadle bien.

Fank alzó la vista.

—Sois sir Hawkmoon, ¿no? Y Oladahn. Me preguntaba qué había sido de vos. Me abandonasteis, ¿eh?

—Casi, por la Hermana Muerte —respondió el pariente de los Gigantes de la Montaña—, a cuyos brazos me enviasteis, maese Fank.

Fank sonrió y soltó el cabello de Ashnar.

El bárbaro continuó tirado en el suelo, sin dejar de lloriquear.

—¿Qué daño os ha hecho ese hombre? —preguntó Erekose a Fank con gravedad.

—Ninguno. Como no encontré a ningún ser humano en esta siniestra confusión, quise interrogarle. Cuando me acerqué a él, lanzó un aullido horrísono y trató de escapar.

—¿Cómo descubristeis este lugar? —preguntó Erekose.

—Por accidente. Mi búsqueda de cierto artilugio me ha conducido por varios planos de la Tierra. Oí decir que podría encontrar el Bastón Rúnico en cierta ciudad, a la que algunos llaman Tanelorn. Busqué Tanelorn. Mis investigaciones me llevaron hasta un hechicero que habita una ciudad del mundo en la cual me topé con el joven Oladahn. El hechicero era un hombre metálico y me orientó hacia el siguiente plano, donde Oladahn y yo nos perdimos. Pasé por una puerta y aquí estoy…

—Dirijámonos cuanto antes a ese portal —le apremió Hawkmoon.

Orland Fank meneó la cabeza.

—No, se cerró detrás de mí. Además, no me apetece regresar a aquel mundo tan bélico. ¿Así que esto no es Tanelorn?

—Es todas las Tanelorns —explicó Erekose—. Tal es nuestra opinión, al menos, maese Fank. Lo que queda de ellas. ¿No estuvisteis en una ciudad llamada Tanelorn?

—Una vez, al menos eso dice la leyenda, pero los hombres hicieron un uso egoísta de sus atributos y Tanelorn murió, siendo sustituida por su opuesta.

—¿Tanelorn puede morir? —preguntó Brut de Lashnar, apesadumbrado—. No es vulnerable…

—Sólo si los hombres que moran en ella han perdido esa clase de orgullo que destruye el amor… Eso dicen los rumores, en cualquier caso. —Orland Fank parecía algo turbado—. Y ellos mismos son invulnerables.

—Cualquier ciudad sería preferible a este amasijo de ideales perdidos —dijo Emshon de Ariso, demostrando que, si bien había comprendido las palabras de Orland Fank, no le habían impresionado.

El diminuto guerrero se tiró el bigote y gruñó para sí durante un rato.

—De modo que esto serían todos los "fracasos" —dijo Erekose—. Nos hallamos entre las ruinas de la Esperanza. Un vertedero de fes truncadas.

—Tal es mi suposición contestó Fank—, pero tiene que existir un modo de acceder a alguna Tanelorn que no haya sucumbido, donde la frontera sea ínfima. Eso es lo que debemos buscar.

—¿Cómo reconoceremos lo que buscamos? —preguntó John ap-Rhyss.

—La respuesta está en nuestro interior —dijo Brut con una voz que no era la suya—. Así me lo dijeron en una ocasión. Buscad Tanelorn en vuestro interior, me dijo una anciana cuando le pregunté dónde podía encontrar aquella fabulosa ciudad y vivir en paz. El comentario se me antojó desprovisto del menor significado, pura especulación filosófica, pero empiezo a comprender que me dio un consejo práctico. Lo que hemos perdido, caballeros, es la esperanza, y Tanelorn sólo abre sus puertas a aquellos que confían. La fe nos rehuye, pero es imprescindible la fe para ver la Tanelorn que necesitamos.

—Creo que vuestras palabras son sensatas, Brut de Lashmar —dijo Erekose—. Pese a que en los últimos tiempos he adoptado la armadura del cinismo, os comprendo. ¿Cómo pueden los mortales albergar esperanza en una esfera dominada por dioses pendencieros, por las disputas que sostienen aquellos a los que tanto desean respetar?, os pregunto.

—Cuando los dioses mueren, la dignidad nace —murmuró Orland Fank—. Los dioses y sus ejemplos no son necesarios para aquellos que se respetan y, por tanto, respetan a los demás. Los dioses son para los niños, para la gente temerosa e insignificante, para los que no se responsabilizan de sí mismos ni del prójimo.

—¡Sí!

Los melancólicos rasgos de John ap-Rhyss compusieron una expresión casi jubilosa.

El estado de ánimo general había cambiado. Se miraron entre sí y rieron.

Y entonces, Hawkmoon desenvainó su espada, apuntó con ella al sol estático y gritó:

—¡Muerte a los dioses y vida para los hombres! Que los Señores del Caos y de la Ley se destruyan gracias a su absurdo conflicto. Que la Balanza Cósmica oscile a su gusto, porque no influirá en nuestros destinos.

—¡No influirá! —gritó Erekose, que también había levantado su espada—. ¡No influirá!

John ap-Rhyss, Emshon de Ariso y Brut de Lashmar sacaron sus espadas y corearon el grito.

Sólo Orland Fank parecía reacio. Pellizcó su ropa. Se pasó la mano por la cara.

Y cuando hubo finalizado la impetuosa ceremonia, el hombre de las Orcadas habló.

—¿Ninguno de vosotros me ayudará a buscar el Bastón Rúnico?

—Padre, ya no necesitas continuar la búsqueda —dijo una voz a su espalda.

Y allí estaba sentado el niño que Hawkmoon había visto en Dnark, que se había transformado en energía pura para habitar en el Bastón Rúnico cuando Shenegar Trott, conde de Sussex, había pretendido robarlo. Aquel que había sido denominado el Espíritu del Bastón Rúnico, Jehamiah Cohnahlias. La sonrisa del muchacho era radiante, sus gestos cordiales.

—Os doy la bienvenida a todos —dijo—. Habéis convocado al Bastón Rúnico.

—Nosotros no hemos sido —dijo Hawkmoon.

—Vuestros corazones lo han convocado. Y ahora, aquí está vuestra Tanelorn.

El muchacho extendió las manos y dio la impresión de que, al mismo tiempo, la ciudad se transformaba. La luz del arco iris llenó el cielo. El sol tembló y se tiñó de un tono dorado. Se alzaron pináculos, delgados como agujas, hacia el cielo resplandeciente, colores puros y translúcidos centellearon, y un gran silencio se abatió sobre la ciudad, el silencio de la tranquilidad.

—Aquí tenéis vuestra Tanelorn.