1. La obsesión de Dorian Hawkmoon
Habían sido necesarios aquellos largos cinco años para reconstruir el país de la Kamarg, para repoblar sus pantanos con los gigantescos flamencos escarlatas, los salvajes toros blancos y los enormes caballos unicornios que en otros tiempos habían abundado en aquellas tierras, antes de ser invadidas por los brutales ejércitos del Imperio Oscuro. Habían sido necesarios aquellos largos cinco años para reconstruir las atalayas de las fronteras, levantar de nuevo las ciudades y erigir el imponente castillo de Brass en toda su inmensa y masculina belleza. Y, al menos, en estos cinco años de paz, se habían construido murallas más resistentes y atalayas más altas, pues, como Dorian Hawkmoon dijo en cierta ocasión a la reina Flana de Granbretán, el mundo aún era rapaz y apenas existía justicia en él.
Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, y su esposa Yisselda, condesa de Brass, hija del fallecido conde Brass, eran los únicos héroes que quedaban del grupo que había servido al Bastón Rúnico contra el Imperio Oscuro, y derrotado por fin a Granbretán en la gran batalla de Londra, elevando al trono a la reina Flana, la triste reina Flana, para que guiara a su cruel y decadente nación hacia la humanidad y la vitalidad.
El conde Brass había muerto llevándose a la tumba a tres barones (Adaz Promp, Mygel Holst y Saka Gerden), siendo asesinado a su vez por un lancero de la Orden del Macho Cabrío.
Oladahn de las Montañas Búlgaras, domador de fieras y leal amigo de Hawkmoon, había sido despedazado por las hachas de la Orden del Cerdo.
Bowgentle, el antibelicista, el filósofo, había sido mutilado y decapitado por una docena de Cerdos, Machos Cabríos y Sabuesos.
Huillam D'Averc, el gran burlador, que sólo aparentaba creer en su falta de salud, que había amado y sido amado por la reina Flana, había muerto de una forma casi irónica, cuando cabalgó hacia su amada y murió a manos de un soldado de la reina, convencido de que D'Averc la atacaba.
Murieron cuatro héroes. Otros miles, cuyo nombre no inmortalizó la historia, pero también valientes, murieron al servicio del Bastón Rúnico, empeñados en destruir la tiranía del Imperio Oscuro.
Y murió un gran malvado. El barón Meliadus de Kroiden, el más ambicioso, el más ambiguo, el más cruel de todos los aristócratas, murió segado por la hoja de la mística Espada del Amanecer.
Y el mundo destrozado se creyó en libertad.
Pero habían transcurrido cinco años desde entonces. Y habían pasado muchas cosas. Hawkmoon y la condesa de Brass habían engendrado dos hijos. Uno era Manfred, pelirrojo, que había heredado la voz y la salud de su abuelo, y prometía alcanzar también la estatura y fuerza de su abuelo, y la otra era Yarmila, depositaria del cabello rubio y la fuerza de voluntad de su madre, así como de su belleza. Poseían escasas características de los duques de Colonia, y quizá por ello Dorian Hawkmoon amaba a sus hijos con tan desmesurada pasión.
Y frente a las murallas del castillo de Brass se alzaban las estatuas de los cuatro héroes muertos, para recordar a los habitantes del castillo por qué habían luchando y a qué precio. Y Dorian Hawkmoon solía ir con sus hijos a ver las estatuas, y les hablaba del Imperio Oscuro y sus desmanes. Y a ellos les gustaba escucharle. Y Manfred aseguraba a su padre que, cuando creciera, sus hazañas serían comparables a las del conde Brass, a quien tanto se parecía.
Y Hawkmoon abundaba en su confianza de que los héroes no fueran necesarios cuando Manfred creciera.
Después, al ver reflejada la decepción en el rostro de su hijo, lanzaba una carcajada y decía que había muchas clases de héroes, y que si Manfred poseía la sabiduría, la diplomacia y el acendrado sentido de la Justicia de su abuelo, llegaría a convertirse en la mejor clase de héroe: un justiciero. Y Manfred se consolaba sólo en parte, porque a los cuatro años resulta más romántico un guerrero que un juez.
Y, en ocasiones, Hawkmoon y Yisselda iban a cabalgar con sus hijos por las marismas salvajes de la Kamarg, bajo amplísimos cielos de colores pastel, de rojos y amarillos apagados, en que las cañas eran pardas y verde oscuro y naranja y, en la estación propicia, se inclinaban bajo la fuerza del mistral. Y veían manadas de toros blancos o de caballos con cuernos. Y veían bandadas de enormes flamencos escarlatas que de repente remontaban el vuelo y agitaban sus enormes alas sobre las cabezas de los humanos que invadían su territorio, ignorantes de que era responsabilidad de Dorian Hawkmoon, como antes del conde Brass, proteger la fauna silvestre de la Kamarg y no atentar jamás contra su vida, y sólo a veces adiestraban a algunas especies para facilitar el transporte por tierra y por aire. Por ese motivo se habían construido las grandes atalayas, y por eso los hombres que las ocupaban recibían el apelativo de Guardianes. Sin embargo, ahora también protegían a los humanos tanto como a los animales, les protegían de cualquier amenaza que acechara al otro lado de las fronteras de la Kamarg (pues sólo los extranjeros considerarían peligrosos a unos animales únicos en el mundo). Los únicos animales que se cazaban en los marjales, excepto para comer, eran los baragones, cosas que en otro tiempo habían sido hombres, antes de convertirse en las víctimas de horrísonos experimentos llevados a cabo por un perverso Señor Protector, que había sido ejecutado por el viejo conde Brass. De todos modos, ya sólo quedaban uno o dos baragones en la Kamarg, y a los cazadores no les costaba mucho identificarlos; superaban los dos metros y medio de estatura, medían un metro y medio de anchura, su color era similar al de la bilis y se arrastraban sobre sus estómagos por los pantanos, aunque a veces se erguían para precipitarse sobre la primera presa que localizaban en los marjales. Cuando salían a cabalgar, Dorian Hawkmoon y Yisselda evitaban los lugares todavía habitados por baragones.
Hawkmoon amaba a la Kamarg más que a su tierra natal, en la lejana Alemania, e incluso había renunciado a su título en aquellos parajes, ahora gobernados sabiamente por un consejo democrático, como ocurría en muchos territorios europeos que habían perdido a sus soberanos hereditarios y se habían decantado, tras la derrota del Imperio Oscuro, para convertirse en repúblicas.
Y aunque, por todo ello, Dorian Hawkmoon era amado y respetado por los habitantes de la Kamarg, era consciente de que no había podido sustituir al viejo conde Brass en el fondo de sus corazones. Nunca podría lograrlo. Solicitaban el consejo de la condesa Ylsselda tanto como el suyo, y tenían en gran estima al joven Manfred, a quien veían casi como a la reencarnación de su viejo Señor Protector.
Este cúmulo de circunstancias habría agraviado a otro hombre, pero Dorian Hawkmoon, que había querido al conde Brass tanto como ellos, las aceptaba de buen grado. Ya tenía bastante de heroicidades y gestas. Prefería vivir como un caballero criado en el campo y, siempre que era posible, dejaba que el pueblo se ocupara de sus propios asuntos. Sus ambiciones eran sencillas: amar a su bella esposa Yisselda y procurar la felicidad de sus hijos. Sus días de forjador de la historia habían terminado. De sus batallas contra Granbretán sólo quedaba una cicatriz de extraña forma en el centro de su frente, donde en otro tiempo descansaba la ominosa Joya Negra, el Roecerebros injertado allí por el barón Kalan de Vitall cuando, años antes, Hawkmoon había sido reclutado contra su voluntad a las órdenes del Imperio Oscuro, en su lucha contra el conde Brass. Ahora, la joya ya no existía, ni tampoco el barón Kaan, que se había suicidado tras la batalla de Londra. Brillante científico, aunque tal vez el más perverso de todos los barones de Granbretán, Kalan se había negado a continuar existiendo bajo el nuevo y, desde su punto de vista, menos rígido orden impuesto por la reina Flana, que había sucedido al emperador Huon después de que el barón Meliadus le había asesinado, en un esfuerzo desesperado por hacerse con el control de la política de Granbretán.
Hawkmoon se preguntaba a veces qué habría ocurrido si el barón Kalan o Taragorm, Señor del Palacio del Tiempo, que había perecido cuando una de las monstruosas armas de Kalan estalló durante la batalla de Londra, hubieran sobrevivido. ¿Habrían ofrecido sus servicios a la reina Flana, y empleado sus talentos en reconstruir el mundo que habían contribuido a destruir? Probablemente no, decidía. Estaban locos. Estaban muy influenciados por la perversa y demencial filosofía que había impulsado a Granbretán a declarar la guerra al mundo y casi conquistarlo.
Después de una cabalgada por los marjales, la familia regresó a Aigues-Mortes, la antigua ciudad amurallada que era capital de la Kamarg, y al castillo de Brass, que se alzaba sobre una colina en el mismo centro del casco urbano. El castillo, construido con la misma piedra blanca de casi todas las casas, era una mezcla de estilos arquitectónicos que no parecían encajar muy bien. A lo largo de los siglos se habían realizado añadidos y restauraciones; según el capricho de los diferentes propietarios se habían derruido partes o construido otras. La mayoría de las ventanas consistían en vidrieras de colores, profusamente trabajadas, pero los marcos tanto eran redondos, como cuadrados, rectangulares u ovales. Torres y torretas sobresalían de la masa de piedra principal, en los lugares más sorprendentes; incluso había uno o dos minaretes, al estilo de los palacios árabes. Y Dorian Hawkmoon, siguiendo la tradición de su Alemania natal, había ordenado colocar muchas astas, en cuyo extremo flotaban hermosas banderas de colores, incluyendo las de los condes de Brass y los duque de Colonia. Los canalones del castillo adoptaban forma de gárgolas, y muchos aguilones labrados en piedra imitaban la forma de algún animal kamarguiano: el toro, el flamenco, el caballo unicornio y el oso de los marjales.
El castillo de Brass, al igual que en los días del propio conde Brass, tenía una apariencia impresionante y confortable al mismo tiempo. El castillo no había sido construido para que el gusto o el poder de sus habitantes impresionaran a nadie. Aunque se había demostrado su resistencia, tampoco había sido construido con ese fin, y no se tuvieron en cuenta consideraciones estéticas a la hora de reconstruirlo. Su objetivo era la comodidad, cosa rara en un castillo. Tal vez era el único castillo en el mundo erigido con tal idea! Incluso los jardines terraplenados, situados en el exterior del castillo, poseían un aspecto hogareño, pues en ellos crecían verduras y flores de todo tipo, suministrando los productos básicos no sólo al castillo, sino a buena parte de la ciudad.
Cuando volvían de sus excursiones a caballo, la familia tomaba una cena suculenta pero sencilla, que compartían con muchos de sus sirvientes; después, Yisselda acostaba a los niños y les contaba un cuento. A veces, el cuento era muy antiguo, anterior al Milenio Trágico, en otras lo inventaba ella misma, y en algunas ocasiones, ante la insistencia de Manfred y Yarmila, llamaba a Dorian Hawkmoon para que les contara algunas de sus aventuras en lejanos países, cuando servía al Bastón Rúnico. Les narraba su encuentro con el pequeño Oladhan, cuyo cuerpo y rostro estaban cubiertos de fino vello rojizo, y que se jactaba de ser descendiente de los Gigantes de la Montaña. Les hablaba de Amarehk, enclavada más allá del gran mar, en dirección norte, y de la ciudad mágica de Dnark, donde había visto por primera vez al Bastón Rúnico. Hawkmoon debía modificar tales narraciones, por supuesto, pues la verdad era más siniestra y terrible de lo que muchas mentes adultas podían concebir. Hablaba sobre todo de sus amigos muertos y sus nobles hazañas, y mantenía vivo el recuerdo del conde Brass, Bowgentle, D'Averc y Oladahn. La fama de dichas hazañas se había extendido ya por toda Europa.
Y cuando los cuentos concluían, Yisselda y Dorian Hawkmoon se sentaban en mullidas butacas, a cada lado del gran hogar sobre el que colgaban la armadura de latón y la espada del conde Brass, y charlaban o leían.
De vez en cuando recibían cartas de Londra, en las que la reina Flana les refería los progresos de su política. Londra, aquella enfermiza ciudad de altos techos, había sido derruida casi por completo, y se habían levantado hermosos edificios abiertos en ambas orillas del río Thayme, cuyas aguas ya no eran rojas como la sangre. Se había abolido el uso de máscaras y la inmensa mayoría de la población de Granbretán se había acostumbrado, pasado un cierto tiempo, a descubrir su rostro, aunque había sido necesario administrar suaves correctivos a algunos testarudos, empeñados en aferrarse a los viejos y demenciales usos del Imperio Oscuro. Las Ordenes de las Bestias también habían sido prohibidas, y se había alentado a la gente a abandonar la oscuridad de sus ciudades y volver a la casi desierta campiña de Granbretán, abundante en bosques de robles, olmos o pinos que se extendían kilómetros y kilómetros. Durante siglos, Granbretán había vivido del pillaje, y ahora tenía que alimentarse de sus propios recursos. Por tanto, los soldados que habían pertenecido a las órdenes de las bestias fueron enviados a trabajar en las granjas, limpiar los bosques, cuidar el ganado y plantar cosechas. Se eligieron consejos locales en representación de los intereses de los habitantes. La reina Flana convocó un parlamento, que ahora la aconsejaba y ayudaba a gobernar con justicia. Resultaba extraño que una nación tan propensa a la guerra, una nación de castas militares, se hubiera convertido con tanta rapidez en una nación de granjeros y guardabosques. Casi todos los habitantes de Granbretán habían aceptado su nueva vida con alivio, una vez convencidos de que se hallaban libres de la locura que había afectado a toda la nación y que, de hecho, aspiraba a extenderse por todo el mundo.
Y los días transcurrían con tranquilidad en el castillo de Brass.
Y así habría sido siempre (hasta que Manfred y Yarmilla hubieran crecido, Hawkmoon y Yisella envejecido y, por fin, fallecido un día en paz y tranquilidad, sabiendo que el terror del Imperio Oscuro jamás volverían a la Karmag), de no ser por algo extraño que empezó a suceder hacia finales del sexto verano transcurrido desde la batalla de Londra, cuando Dorian Hawkmoon descubrió, asombrado, que los habitantes de Aigues-Mortes le dirigían miradas peculiares cuando les saludaba en la calle; algunos simulaban no conocerle y otros fruncían el ceño, murmuraban y se alejaban cuando él se acercaba.
Era costumbre de Dorian Hawkmoon, como lo había sido del conde Brass, asistir a las grandes celebraciones que marcaban el final del verano. Entonces, Aigues-Mortes se decoraba con flores y estandartes. Los ciudadanos se ponían sus mejores ropas, se soltaban toros blancos por las calles y los guardianes de las torres de vigilancia cabalgaban engalanados con sus relucientes armaduras y sobrevestes de seda, las espadas al cinto. Y había corridas de toros en el anfiteatro, increíblemente antiguo, enclavado en las afueras de la ciudad. Allí fue donde el conde Brass salvó en cierta ocasión la vida del gran torero Mahtan Just, cuando un gigantesco toro le corneó. El conde Brass saltó a la arena y sujetó al toro con sus manos desnudas, hasta poner de rodillas al animal y recibir las aclamaciones de la multitud, porque el conde Brass ya era un hombre de cierta edad.
Ahora, los festejos ya no se circunscribían al ámbito local. Embajadores de toda Europa acudían a rendir homenaje al héroe y la heroína supervivientes de Londra, y la reina Flana había visitado el castillo de Brass en dos ocasiones anteriores. Este año, sin embargo, asuntos de estado habían retenido a la reina Flana en su país, y envió a un noble como representante. A Hakwmoon le complacía advertir que el sueño acariciado por el conde Brass, una Europa unificada, empezaba a convertirse en realidad. Las guerras con Granbretán habían contribuido a derribar las viejas fronteras, uniendo a los supervivientes en una causa común. Europa aún estaba compuesta por un millar de pequeñas provincias, todas independientes, pero colaboraban en muchos proyectos relacionados con el bien común.
Los embajadores llegaron de Scandia, Muscovy, Arabia, de los territorios griegos y búlgaros, de Ukrainia, Nurnberg y Catalania. Llegaron en carruajes, a caballo o en ornitópteros cuyo diseño copiaba a los de Granbretán. Trajeron regalos y discursos (algunos largos, otros breves) y hablaron de Dorian Hawkmoon como si fuera un semidiós.
En años anteriores, sus alabanzas habían encontrado una respuesta entusiasta en el pueblo de la Kamarg, pero este año, por algún motivo, sus discursos no obtuvieron tantos aplausos como antes. Pocos lo advirtieron, no obstante. Sólo Hawkmoon y Yisselda que, si bien sin resentimiento, se quedaron muy sorprendidos.
El discurso más fervoroso pronunciado en la antigua plaza de toros de Aigues-Mortes provino de Lonson, príncipe de Shkarlan, primo de la reina Flana y embajador de Granbretán. Lonson era joven y apoyava con vigor la política de la reina. Apenas contaba diesisiete años cuando la batalla de Londra arrebató a su nación su maligno poder, y por eso no abrigaba ningún rencor hacia Dorian Hawkmoon von Koln. De hecho, consideraba a Hawkmoon un salvador, que había traído paz y cordura a su reino. El discurso del príncipe Lonson rezumaba admiración hacia el nuevo Señor Protector de la Kamarg. Recordó grandes proezas bélicas, grandes esfuerzos de voluntad y autodisciplina, grandes ideas en las artes de la estrategia y la diplomacia, gracias a las cuales, dijo, las futuras generaciones no olvidarían a Dorian Hawkmoon. No sólo había salvado a la Europa continental, sino al Imperio Oscuro de sí mismo.
Dorian Hawkmoon, sentado en su palco tradicional con los invitados extranjeros, escuchó el discurso con cierto embarazo y esperó que no se prolongara en exceso. Vestía la armadura ceremonial, tan labrada como incómoda, y le dolía horriblemente la nuca. No sería educado sacarse el casco y rascarse mientras el príncipe Lonson hablaba. Contempló la multitud sentada en los bancos de granito del anfiteatro y en el ruedo de la propia plaza. Aunque la mayoría de los espectadores escuchaban con aprobación el discurso del príncipe Lonson, otros murmuraban entre sí, con el ceño fruncido. Un anciano, al que Hawkmoon reconoció como un exguardia que había combatido al lado del conde Brass en muchas de sus batallas, llegó a escupir en el ruedo cuando el príncipe Lonson comentó la inquebrantable lealtad de Hawkmoon a sus camaradas.
Yisselda también se dio cuenta y frunció el ceño. Miró a Hawkmoon para ver si lo había advertido. Sus ojos se encontraron. Dorian Hawkmoon se encogió de hombros y le dirigió una breve sonrisa. Ella sonrió, pero sin alterar su expresión preocupada.
El discurso concluyó por fin, sonaron aplausos y la gente empezó a abandonar el ruedo para que entrara el primer toro y un torero intentara apoderarse de las cintas de colores atadas a los cuernos de la bestia (pues no existía costumbre en la Kamarg de demostrar el valor martirizando animales; sólo se utilizaba la destreza contra la fiereza de los toros).
Sólo quedó un hombre en la arena. Hawkmoon recordó su nombre. Era Czernik, un mercenario búlgaro que se había unido con sus fuerzas al conde Brass y cabalgado con él en una docena de campañas. Czernik tenía la cara colorada, como si hubiera bebido, y se tambaleó un poco cuando apuntó con el dedo al palco de Hawkmoon y volvió a escupir.
—¡Lealtad! —graznó el anciano—. A mí no me engañáis. Yo sé quién fue el asesino del conde Brass, quién le vendió a sus enemigos. ¡Cobarde! ¡Comediante! ¡Falso héroe!
Hawkmoon se quedó estupefacto al escuchar la retahíla de Czernik. ¿A qué se refería el viejo?
Saltaron al ruedo varios senescales, agarraron a Czernik por los brazos y trataron de llevárselo, pero el viejo se resistió.
—¡Así es como vuestro amo intenta silenciar la verdad! —rugió Czernik—. ¡Pero no puede ser silenciada! ¡Ha sido acusado por el único en cuya palabra se puede confiar!
Sí sólo hubiera sido Czernik el que demostrara tal animosidad, Hawkmoon habría atribuido su estallido a la senilidad, pero no era el caso. Czernik había expresado lo que Hawkmoon había visto hoy en más de un rostro… y también en los días previos.
—¡Soltadle! —gritó Hawkmoon, poniéndose en pie e inclinándose sobre la balaustrada—. ¡Dejadle hablar!
Por un momento, los senescales no supieron qué hacer. Después, de mala gana, soltaron al viejo. Czernik permaneció en pie, tembloroso, y plantó cara a Hawkmoon.
—Bien, di de qué me acusas, Czernik. Te escucharé —habló Hawkmoon.
La atención de todos los congregados estaba concentrada en Dorian y Czernik. Un gran silencio cayó sobre el anfiteatro.
Yisselda tiró del sobreveste de su marido.
—No le escuches, Dorian. Está borracho. Está loco.
—¡Habla! —le conminó Hawkmoon.
Czernik se rascó la cabeza, donde el pelo gris empezaba a ralear. Paseó la mirada por la multitud. Masculló algo.
—¡Habla más claro! —dijo Hawkmoon—. Ardo en deseos de escucharte, Czernik.
—¡Os he llamado asesino y eso es lo que sois!
—¿Quién te ha dicho que soy un asesino?
Czernik farfulló algo inaudible.
—¿Quién te lo ha dicho?
—¡Aquel al que vos asesinasteis! —gritó Czernik—. Aquel al que traicionasteis.
—¿Un muerto, al que yo traicioné?
—Aquel al que todos amamos. Aquel al que seguí por cien provincias. Aquel que salvó mi vida dos veces. Aquel al que, vivo o muerto, siempre rendiré lealtad.
Yisselda se estremeció detrás de Hawkmoon, incrédula.
—Sólo puede estar hablando de mi padre…
—¿Te refieres al conde Brass? —gritó Hawkmoon.
—¡Sí! —respondió Czernick, desafiante—. Al conde Brass, que llegó a la Kamarg hace tantos años y la libró de la tiranía. ¡Que combatió contra el Imperio Oscuro y salvó al mundo entero! Sus hazañas son bien conocidas. Lo que no se sabe es que en Londra fue traicionado por alguien que no sólo codiciaba a su hija, sino también a su castillo. ¡Y que mató por conseguirlos !
—Mientes —replicó Hawkmoon—. Si fueras más joven, Czernik, te desafiaría a defender con la espada tus repugnantes palabras. ¿Cómo puedes creer tales mentiras?
—¡Muchos las creen! —Czernik indicó a la multitud—. ¡Muchos han oído lo que yo he oído!
—¿Y dónde lo has oído? —preguntó Yisselda desde la balaustrada.
—En las tierras pantanosas que se extienden más allá de la ciudad. Por la noche. Alguna gente, como yo, al volver a casa desde otra ciudad… lo han oído.
—¿Y de qué labios mentirosos?
Hawkmoon temblaba de rabia. Había combatido al lado del conde Brass, cada uno dispuesto a morir por el otro…, y ahora se esparcía esta horrible mentira, una mentira insultante para la memoria del conde Brass. De ahí la cólera de Hawkmoon.
—¡De los labios del mismísimo conde Brass!
—¡Maldito borracho! El conde Brass está muerto. Tú mismo lo has dicho.
—Sí, pero su fantasma ha vuelto a la Kamarg. Cabalga a lomos de su gran caballo con cuernos, con su armadura de acero centelleante, el cabello y el bigote rojos como el latón, y los ojos como latón bruñido. Está en el pantano, traicionero Hawkmoon, al acecho. Y explica vuestra traición a aquellos que se topan con él, explica que le abandonasteis cuando sus enemigos le cercaron, que le dejasteis morir en Londra.
—¡Es mentira! —chilló Yisselda—. Yo estaba presente. Yo combatí en Londra. Nada podía salvar a mi padre.
—Y el conde Brass también me dijo —continuó Czernik, con voz más profunda pero audible— que os habíais conchabado con vuestro amante para traicionarle.
—¡Oh! —Yisselda se llevó las manos a los oídos—. ¡Esto es obsceno! ¡Obsceno!
—Cállate ya, Czernik —le conminó Hawkmoon—. ¡Contén tu lengua, pues has ido demasiado lejos!
—Os aguarda en los marjales. Se vengará de vos una noche, cuando traspaséis las murallas de Aigues-Mortes, si os atrevéis. Y su fantasma es aún más héroe, más hombre que vos, renegado. Sí, renegado. Primero servisteis a Koln, después servisteis al Imperio, luego os volvisteis contra el Imperio, a continuación ayudasteis al Imperio a conspirar contra el conde Brass, y por fin volvisteis a traicionar al Imperio. Vuestra historia confirma la verdad de mis aseveraciones. No estoy bebido ni loco. Otros han visto y oído lo que yo he visto y oído.
—Eso quiere decir que te han engañado —afirmó Yisselda.
—Sois vos la engañada, señora —gruñó Czernik.
Los senescales avanzaron de nuevo. Esta vez, Hawkmoon no impidió que sacaran al viejo del anfiteatro.
El festejo resultó enturbiado por el incidente. Los invitados de Hawkmoon estaban demasiado turbados para comentarlo, y el interés de la muchedumbre ya no se concentraba en los toros ni en los toreros, que evolucionaban con destreza sobre la arena y trataban de coger las cintas de los cuernos.
A continuación, se celebró un banquete en el castillo de Brass. Habían sido invitados todos los dignatarios locales de la Kamarg, así como los embajadores, pero faltaron cuatro o cinco de los primeros. Hawkmoon comió poco y bebió más de lo normal en él. Se esforzó en sacudirse el mal humor provocado por las extrañas palabras de Czernik, pero le costaba sonreír, incluso cuando sus hijos bajaron a saludarle y los presentó a sus invitados. Pronunciaba cada frase a costa de un tremendo esfuerzo, y la conversación no era fluida, ni siquiera entre los invitados. Muchos embajadores se excusaron y se acostaron pronto. Al cabo de poco rato, sólo quedaron en el salón del banquete Hawkmoon y Yisselda, sentados a la cabecera de la mesa, mientras los criados se llevaban los restos de la cena.
—¿Qué puede haber visto? —dijo por fin Yisselda, cuando los criados salieron—. ¿Qué pudo haber oído, Dorian?
Hawkmoon se encogió de hombros.
—Nos lo dijo: el fantasma de tu padre…
—¿Un baragón más definido que otros?
—Describió a tu padre. Su caballo. Su armadura. Su cara.
—Pero estaba bebido, y hoy también.
—Dijo que otras personas habían visto al conde Brass y escuchado de sus labios la misma historia.
—Es ese caso, es un complot. Fraguado por algunos de tus enemigos, acaso un señor del Imperio Oscuro superviviente, que se disfraza y se pinta la cara para parecerse a mi padre.
—Tal vez, pero Czernik habría descubierto la superchería. Conocía al conde Brass desde hacía muchos años.
—Sí, y le conocía bien —admitió Yisselda.
Hawkmoon se levantó poco a poco de su asiento y caminó hacia el hogar, sobre el cual colgaba la indumentaria guerrera del conde Brass. La miró, extendió un dedo para tocarla. Meneó la cabeza.
—Debo descubrir por mí mismo qué es este "fantasma". ¿Por qué querrá alguien desacreditarme de esta forma? ¿Quién puede ser mi enemigo?
—¿El propio Czernik? Tal vez le desagrade tu presencia en el castillo de Brass.
—Czernik es viejo, casi senil. Es incapaz de inventar una historia tan complicada. ¿Y no se ha preguntado por qué le conde Brass se queda en los pantanos, quejándose de mí? Ése no es el estilo del conde Brass. Ya habría venido al castillo, a darme cuenta de su contencioso.
—Hablas como si creyeras a Czernik.
Hawkmoon suspiró.
—Debo saber más. He de encontrar a Czernik e interrogarle…
—Enviaré a uno de los sirvientes a la ciudad.
—No, yo iré a la ciudad en persona y le buscaré.
—¿Estás seguro…?
—Es mi deber. —La besó—. Esta noche pondré fin al asunto. Es injusto ser atormentados por fantasmas que ni siquiera hemos visto.
Se ciñó a los hombros una gruesa capa de seda azul oscuro, besó una vez más a Yisselda, salió al patio y ordenó que prepararan su caballo con cuernos. Pocos minutos después salió del castillo y se internó en la ruta sinuosa que conducía a la ciudad. Brillaban pocas luces en Aigues-Mortes, aunque había una feria en la ciudad. Era evidente que el incidente ocurrido en la plaza de toros había afectado a los ciudadanos tanto como a Hawkmoon y sus invitados. El viento empezó a soplar cuando Hawkmoon llegó a las calles; el seco mistral de la Kamarg, que los lugareños llamaban el Viento de la Vida, pues se creía que había salvado a su país durante el Milenio Trágico.
Sólo podía encontrar a Czernik en una de las tabernas que había en la parte norte de la ciudad. Hawkmoon cabalgó hacia el barrio, dejando que el caballo fuera al paso, pues no le apetecía repetir la escena de la tarde. No quería volver a escuchar las mentiras de Czernik; eran mentiras que deshonraban a todo el mundo, incluido al conde Brass, a quien Czernik afirmaba amar.
La inmensa mayoría de las tabernas distribuidas en la zona norte de la ciudad eran de madera, y sólo se había empleado la piedra blanca de la Kamarg en los cimientos. La madera estaba pintada de muchos colores y en las más ambiciosas de las tabernas se habían pintado escenas enteras en las fachadas. Varias escenas conmemoraban hazañas del propio Hawkmoon y otras recordaban gestas del conde Brass antes de salvar a la Kamarg, porque el conde Brass había combatido en todas las batallas famosas de su tiempo (en muchos casos, provocadas por él). De hecho, no pocas tabernas recibían el nombre de batallas en que había participado el conde Brass, así como el de los cuatro héroes que habían servido al Bastón Rúnico. Una taberna se llamaba "La Campaña Magiar", mientras otra se autodenominaba "La Batalla de Cannes". Entre otras, se contaban "El Fuerte de Balancia", "Nueve quedaron en pie" y "La Bandera Empapada de Sangre", todas referidas a hazañas del conde Brass. Czernik, si no se había desplomado de bruces en alguna cuneta, estaría en alguna de ellas.
Hawkmoon entró en la más cercana, "El Amuleto Rojo" (llamada así por la mítica joya que en otro tiempo había colgado de su cuello), y encontró el lugar lleno de soldados, a muchos de los cuales reconoció. Todos estaban bastante borrachos, y sujetaban enormes jarras de vino y cerveza. Casi todos tenían cicatrices en la cara o los miembros. Sus risas eran ásperas, aunque no ruidosas. Tan sólo sus cánticos eran ensordecedores. Su compañía agradó a Hawkmoon, que saludó a muchos de los que conocía. Se acercó a un eslavo manco (que también había servido bajo las órdenes del conde Brass) y le saludó con auténtico placer.
—¡Josef Vedla! Buenas noches, capitán. ¿Cómo va todo?
Vedla parpadeó y trató de sonreír.
—Buenas noches, mi señor. Hace muchos meses que no se os veía por nuestras tabernas.
Bajó la vista y concentró su atención en el contenido de su copa.
—¿Queréis compartir conmigo un pellejo de vino joven? Me han dicho que este año es singularmente bueno. Tal vez algunos de nuestros viejos amigos querrán…
—No, gracias, mi señor. —Vedla se levantó—. Ya he bebido bastante.
Se ciñó la capa torpemente con su única mano.
Hawkmoon se dejó de rodeos.
—Josef Vedla, ¿creéis que Czernik se encontró al conde Brass en los marjales?
—Debo irme.
Vedla se encaminó hacia la puerta.
—Alto, capitán Vedla.
Vedla se detuvo, a regañadientes, y se volvió con lentitud hacia Hawkmoon.
—¿Creéis que el conde Brass dijo que yo había traicionado nuestra causa, que tendí una trampa al conde?
—Si sólo se tratara de Czernik, no lo creería. Chochea y sólo se acuerda de su juventud, cuando cabalgaba con el conde Brass. Tal vez no creería a ningún veterano, dijera lo que dijera… Todos lamentamos todavía la pérdida del conde Brass y nos gustaría tenerle de vuelta entre nosotros.
—Y yo también.
Vedla suspiró.
—Os creo, mi señor, aunque pocos lo hacen ya. La mayoría dudan, al menos…
—¿Quién más ha visto a este fantasma?
—Varios mercaderes, que regresaban de noche por las carreteras del pantano. Un cazador de toros. Incluso un guardia de servicio en una torre del este afirma haber divisado su figura a lo lejos. Una figura que reconoció, sin lugar a dudas, como la del conde Brass.
—¿Sabéis dónde está Czernik ahora?
—Probablemente en "La Travesía del Dniéper", al final del callejón. Es donde suele dilapidar su pensión.
Salieron a la calle adoquinada.
—Capitán Vedla —dijo Hawkmoon—, ¿me creéis capaz de traicionar al conde Brass?
Vedla se frotó su agrietada nariz.
—No. Casi nadie lo cree. Cuesta pensar en vos como en un traidor, duque de Koln, pero las habladurías son consistentes. Todo el mundo que se ha tropezado con ese…, ese fantasma, cuenta la misma historia.
—Pero no es propio del conde Brass, vivo o muerto, vagar por las afueras de las ciudades, proclamando sus quejas. Si quisiera vengarse de mí, ¿no creéis que iría directamente a mi encuentro?
—Sí. El conde Brass no era un hombre vacilante. Aún así —el capitán Vedla sonrió levemente—, también sabemos que los fantasmas actúan según las costumbres de los fantasmas.
—¿Creéis en fantasmas, pues?
—Yo no creo en nada. Y creo en todo. El mundo me ha enseñado esta lección. Pensad en los acontecimientos relacionados con el Bastón Rúnico… ¿Puede creer un hombre normal que sucedieron en realidad?
Hawkmoon no pudo por menos que devolver la sonrisa a Vedla.
—Entiendo vuestro comentario. Bien, buenas noches, capitán.
—Buenas noches, mi señor.
Josef Vedla se marchó en dirección contraria, mientras Hawkmoon guiaba a su caballo calle abajo, hasta que vio el letrero de la taberna llamada "La Travesía del Dniéper". La pintura había saltado y la taberna se veía hundida, como si hubieran quitado alguna de sus vigas centrales. Su aspecto era poco halagüeño y el olor que brotaba de su interior era una mezcla de vino agrio, excrementos animales, grasa y vómitos. Era el lugar ideal para un borracho: podía comprar olvido a un precio irrisorio.
El local estaba vacío cuando Hawkmoon asomó la cabeza por la puerta y entró. Algunos tizones y velas iluminaban la sala. El suelo sucio, los bancos y mesas mugrientos, la piel cuarteada de los pellejos de vino, diseminados por todas partes, las jarras de madera y arcilla astilladas, los hombres y mujeres andrajosos casi derrumbados sobre las mesas o tirados en los rincones, todo contribuyó a reforzar la primera impresión de Hawkmoon. La gente no visitaba "La Travesía del Dniéper" por motivos sociales. Iban a emborracharse lo más rápido posible.
Un hombrecillo sucio, con una orla de grasiento cabello negro alrededor de la calva, se desgajó de las tinieblas y sonrió a Hawkmoon.
—¿Cerveza, mi señor? ¿Vino de calidad?
—Czernik —contestó Hawkoom—. ¿Está aquí?
—Sí. —El hombrecilló señaló con el pulgar una puerta que ostentaba el letrero de "Excusado"—. Está ahí, dejando sitio para más. No tardará en salir. ¿Le llamo?
—No.
Hawkmoon paseó la vista en derredor suyo y se sentó en un banco que juzgó más limpio que los demás.
—Le esperaré.
—¿Deseáis una copa de víno para apaciguar la espera?
—Muy bien.
Hawkmoon no tocó el vino y esperó a que Czernik apareciera. Por fin, el veterano salió tambaleándose y se dirigió hacia la barra sin más dilación.
—Otra botella —masculló.
Tanteó sus ropas, como si buscara la bolsa. No había visto a Hawkmoon.
Dorian se levantó.
—¿Czernik?
El viejo se giró en redondo y estuvo a punto de caer. Su mano buscó una espada que, mucho tiempo atrás, había vendido para pagarse la bebida.
—¿Habéis venido a matarme, traidor? —Entornó sus ojos hinchados, de odio y temor—. Voy a morir por decir la verdad. Si el conde Brass estuviera aquí… ¿Sabéis cómo se llama este lugar?
—La Travesía del Dniéper.
—Sí. Combatimos codo con codo, el conde Brass y yo, en La Travesía del Dniéper. Contra el ejército del príncipe Ruchtof, contra sus cosacos. El río iba tan cargado de cadáveres que su curso se alteró para siempre. Al final, todos los hombres del príncipe Ruchtof murieron, y de nuestro bando sólo quedamos con vida el conde Brass y yo.
—Conozco la gesta.
—Por lo tanto, sabéis que soy valiente. Que no os temo. Matadme, si tal es vuestro deseo, pero no conseguiréis silenciar al conde Brass.
—No he venido a silenciarte, Czernik, sino a escucharte. Descríbeme otra vez lo que has visto y oído.
Czernik lanzó una mirada suspicaz a Hawkmoon.
—Ya os lo he dicho esta tarde.
—Me gustaría escucharlo de nuevo, eliminando las acusaciones de tu cosecha. Repíteme, tal como las recuerdes, las palabras que el conde Brass te dirigió.
Czernik se encogió de hombros.
—Dijo que codiciasteis sus tierras y su hija desde que llegasteis a la Kamarg. Dijo que habíais cometido innumerables traiciones mucho antes de conoceros. Dijo que combatisteis en Colonia contra el Imperio Oscuro, que después os unisteis a los Señores de las Bestias, a pesar de que habían asesinado a vuestro propio padre. Después, os levantasteis contra el Imperio cuando creísteis que erais lo bastante fuerte, pero os derrotaron y os llevaron encadenado a Londra donde, a cambio de vuestra vida, participasteis en una conspiración contra el conde Brass. Una vez libre, os dirigisteis a la Kamarg y pensasteis que sería más fácil traicionar de nuevo a vuestros amos del Imperio. Y así fue. Después utilizasteis a vuestros amigos (el conde Brass, Oladahn, Bowgentle y D'Averc) para derrotar al Imperio, y cuando ya no os fueron útiles, preparasteis su muerte en la batalla de Londra.
—Una historia muy convincente —dijo Hawkmoon, sombrío—. Se adapta muy bien a los hechos, aunque olvida los detalles que justifican mis acciones. Una invención muy inteligente.
—¿Estáis diciendo que el conde Brass miente?
—Estoy diciendo que lo que viste en los pantanos, fantasma o mortal, no fue el conde Brass. Sé que digo la verdad, Czernik, porque no pesan traiciones sobre mi conciencia. El conde Brass sabía la verdad. ¿Por qué iba a mentir después de muerto?
—Conocí al conde Brass y os conozco a vos. Sé que el conde Brass no diría mentiras. Todos sabemos que era un astuto diplomático, pero siempre era sincero con sus amigos.
—Por lo tanto, no viste al conde Brass.
—Vi al conde Brass. A su fantasma. Tal como era cuando cabalgué a su lado, empuñando su estandarte cuando combatimos contra la Liga de los Ocho de Italia, dos años antes de que llegáramos a la Karmag. Sé que el conde Brass…
Hawkmoon frunció el ceño.
—¿Cuál era su mensaje?
—Os espera cada noche en los pantanos, para vengarse de vos.
Hawkmoon respiró hondo. Ciñó el cinturón de la espada a su cadera.
—En ese caso, iré a verle esta noche.
Czernik miró con curiosidad a Hawkmoon.
—¿No tenéis miedo?
—En absoluto. Sé que no viste al conde Brass. ¿Por qué he de temer a un impostor?
—Tal vez no recordáis que le traicionasteis —sugirió Czernik—. Quizá todo fue debido a la joya que, tiempo ha, llevabais en vuestra frente. Es posible que la joya os impulsara a cometer tales afrentas, y que una vez liberado de ella os olvidarais de todos vuestros ardides.
Hawkmoon dedicó a Czernik una sombría sonrisa.
—Te lo agradezco, Czernik, pero dudo que la joya me controlara hasta tal punto. Su propósito era muy diferente.
Frunció el ceño. Por un momento, se preguntó si Czernik estaba en lo cierto. Sería horrible si fuera verdad… Pero no, no podía ser cierto. Yisselda habría sabido la verdad, por más que él hubiera tratado de ocultarla. Yisselda sabía que no era un traidor.
Sin embargo, algo acechaba en los pantanos y trataba de poner en su contra a los habitantes de la Kamarg. Por lo tanto, debía poner manos a la obra cuanto antes: desenmascarar al fantasma y demostrar a la gente como Czernik que no había traicionado a nadie.
No dijo nada más a Czernik, sino que dio media vuelta y salió de la taberna. Montó en su corcel negro y volvió grupas hacia las puertas de la ciudad.
Atravesó las puertas y desembocó en el pantano, iluminado por la luna. Oyó las primeras notas lejanas del mistral, sintió su frío aliento en la mejilla, vio la superficie de las lagunas rizarse y a las cañas ejecutar una danza febril, anticipando la furia plena del viento, que llegaría días más tarde.
Dejó que el caballo escogiera su camino, pues conocía el pantano mejor que él. En el ínterin, escudriñó la bruma y miró a uno y otro lado; buscaba un fantasma.