2. El conde Brass sale de viaje

—Dadle recuerdos de mi parte a la reina Flana —dijo Dorian Hawkmoon, distraído.

Sostenía una representación en miniatura de Flana entre sus pálidos dedos, y daba vueltas al modelo mientras hablaba. El conde Brass no estaba seguro de que lo hubiera cogido conscientemente.

—Decidle que no me sentía en condiciones de emprender el viaje.

—Os sentiríais mejor en cuanto el viaje comenzara —replicó el conde Brass.

Observó que Hawkmoon había cubierto los ventanales con tapices oscuros. La habitación sólo estaba iluminada por lámparas, aunque era casi mediodía. Y olía a humedad, a enfermedad, a recuerdos atesorados.

Hawkmoon se frotó la cicatriz de la frente, donde le habían injertado la Joya Negra. Su piel tenía un tono cerúleo. Una luz febril y aterradora alumbraba en sus ojos. Había adelgazado tanto que las ropas colgaban sobre su cuerpo como banderas arrugadas. Contemplaba la mesa sobre la cual descansaba la maqueta de Londra, con sus miles de torres demenciales, interconectadas mediante un laberinto de túneles, para que ningún habitante tuviera que exponerse a la luz del día.

De pronto, el conde Brass pensó que Hawkmoon había contraído la enfermedad de aquellos a quienes había derrotado. Al conde no le habría sorprendido descubrir a Hawkmoon cubierto con una máscara.

—Londra ha cambiado desde la última vez que la visteis dijo el conde Brass—. Me han dicho que las torres han sido derribadas, las flores crecen en amplias calles, y hay parques y avenidas en lugar de túneles.

—Eso creo —contestó Hawkmoon, poco interesado.

Se alejó del conde y sacó fuera de las murallas de Londra a una división de caballería del Imperio Oscuro. Daba la impresión de que estaba modificando la disposición de las fuerzas enfrentadas en la batalla que permitió al Imperio Oscuro derrotar al conde Brass y a los demás Compañeros del Bastón Rúnico.

—Debe ser muy bella, pero en este momento prefiero recordar Londra como era cuando Yisselda murió allí.

Su voz adquirió un tono cortante y perentorio.

El conde Brass se preguntó si Hawkmoon le estaba acusando de confraternizar con el pueblo que había asesinado a Yisselda. Hizo caso omiso de esa posibilidad.

—¿Y no os atrae la perspectiva del viaje? La última vez que visteis el mundo exterior estaba devastado. Ahora, ha vuelto a florecer.

—Tengo que hacer cosas importantes aquí.

—¿Qué cosas? —El conde Brass habló casi en tono seco—. Hace meses que no abandonáis vuestros aposentos.

—Hay una explicación para todo esto. Existe una forma de encontrar a Yisselda.

El conde Brass se estremeció.

—Está muerta —dijo en voz baja.

—Está viva —murmuró Hawkmoon—. Está viva. En algún lugar. En otra parte.

—Vos y yo coincidimos hace tiempo en que no existe vida después de la muerte —recordó el conde Brass a su amigo—. Además, resucitaríais a un fantasma. ¿Os complacería recuperar la sombra de Yisselda?

—Si fuera lo único posible de resucitar, sí.

—Amáis a una muerta —dijo el conde Brass en voz baja y estremecida—, y eso quiere decir que estáis enamorado de la muerte.

—¿Qué se puede amar de la vida?

—Mucho. Lo descubriríais de nuevo si me acompañarais a Londra.

—No me apetece ir a Londra. Odio esa ciudad.

—Acompañadme durante una parte del viaje.

—No. He vuelto a soñar, y en mis sueños me acerco a Yisselda… y a nuestros dos hijos.

—Nunca tuvisteis hijos. Vos los inventasteis. Vuestra locura los inventó.

—No. Anoche soñé que tenía otro nombre, pero seguía siendo el mismo hombre. Un nombre extraño, arcaico. Un nombre anterior al Milenio Trágico. John Daker. Ése era el nombre. Y John Daker encontraba a Yisselda.

Los demenciales cuchicheos de su amigo estuvieron a punto de arrancar lágrimas al conde Brass.

—Estos razonamientos, este sueño, sólo os causará mucho más dolor, Dorian. Intensificará la tragedia, en lugar de apaciguarla. Digo la verdad, creedme.

—Sé que vuestras intenciones son buenas, conde Brass. Respeto vuestro punto de vista y entiendo que creéis prestarme una ayuda, pero os pido que aceptéis lo contrario. Debo continuar por este camino. Sé que me conducirá al lado de Yisselda.

—Sí —dijo el conde Brass, entristecido—. Estoy de acuerdo. Os conducirá a la muerte.

—Si tal es el caso, la perspectiva no me alarma.

Hawkmoon se volvió y miró al conde Brass. Este sintió un escalofrío cuando vio el rostro pálido y demacrado, los ojos hundidos que ardían como brasas.

—Ay, Hawkmoon —gimió—. Ay, Hawkmoon.

Se encaminó a la puerta y salió sin decir nada.

Y oyó que Hawkmoon gritaba, con voz histérica y aguda:

—¡La encontraré, conde Brass!

Al día siguiente, Hawkmoon apartó el tapiz para mirar por la ventana al patio. El conde Brass se marchaba. Su séquito ya había montado en excelentes caballos, enjaezados con los colores rojos del conde. Cintas y gallardetes ondeaban en las lanzas flamígeras enfundadas, la brisa agitaba los sobrevestes, las armaduras brillaban al sol de la mañana. Los caballos piafaban y relinchaban. Los sirvientes se afanaban en llevar a cabo los últimos preparativos y tendían bebidas calientes a los jinetes. De pronto, el conde Brass salió y montó en su caballo castaño. Su armadura brilló como si estuviera hecha de llamas. El conde levantó la vista hacia la ventana, con expresión pensativa. Después, su expresión cambió, se volvió y dio una orden a uno de sus hombres. Hawkmoon continuó contemplando la escena.

Porque experimentaba la sensación de observar modelos particularmente detallados; modelos que se movían y hablaban, pero modelos a fin de cuentas. Tenía la impresión de que, si extendía el brazo, podría mover un jinete al otro lado del patio, o coger al conde Brass y enviarle en dirección contraria a Londra. Experimentaba cierto vago resentimiento que no podía comprender hacia su viejo amigo. A veces, se le ocurría en sus sueños que el conde Brass había comprado su vida a cambio de la de su hija. Sin embargo, era imposible. El conde Brass jamás habría hecho algo semejante. Al contrario, el valiente guerrero habría dado su vida por ella sin pensarlo ni un segundo. Aún así, Hawkmoon no podía apartar esa idea de su mente.

Sintió una punzada de arrepentimiento, y se preguntó si tendría que haber aceptado la propuesta del conde. Vio que el capitán Vedla se adelantaba y ordenaba levantar el rastrillo de la entrada. El conde Brass había dejado a Hawkmoon a cargo del castillo, pero tanto los senescales como los veteranos guardias de la Kamarg podían encargarse perfectamente de todo, sin necesidad de esperar la decisión de Hawkmoon.

Pero no, pensó Hawkmoon. No era momento de actuar, sino de pensar. Estaba decidido a abrirse paso como fuera hacia aquellas ideas que bullían en el fondo de su mente. Aunque sus viejos amigos desdeñaran sus "soldaditos de juguete", sabía que disponiendo los modelos de mil maneras diferentes podía liberar, en un momento dado, aquellos pensamientos, aquellos conceptos esquivos que le guiarían hacia la verdad. Y cuando comprendiera la verdad, estaba seguro de que encontraría a Yisselda viva. También estaba casi seguro de que encontraría a sus hijos. Durante cinco años le habían considerado un loco, pero estaba convencido de que no era así. Creía conocerse bastante bien, que si alguna vez enloquecía no sería de la forma que sus amigos habían descrito.

El conde Brass y su séquito saludaron a los sirvientes del castillo mientras atravesaban las puertas, camino de Londra.

Al contrario de lo que el conde Brass sospechaba, Dorian Hawkmoon tenía en gran estima a su viejo amigo. Le supo mal presenciar la partida del conde Brass. El problema de Hawkmoon consistía en que ya no sabía expresar sus sentimientos. Estaba demasiado convencido de lo que hacía, demasiado absorto en los problemas que intentaba solucionar mediante la obsesiva manipulación de las figuras en miniatura.

Hawkmoon siguió con la vista al conde Brass y a sus acompañantes, mientras progresaban por las calles tortuosas de Aigues-Mortes. Los ciudadanos se habían lanzado a las calles para despedir al conde. Por fin, el grupo llegó a las murallas y se alejó por la amplia carretera que corría entre los pantanos. Hawkmoon continuó mirando hasta que se perdieron de vista, después, devolvió la atención a sus modelos.

En ese momento estaba ensayando una situación en que la Joya Negra no estaba engastada en su frente, sino en la de Oladahn de las Montañas Búlgaras, y en que no podía contarse con la Legión del Amanecer. En ese caso, ¿habría sido derrotado el Imperio Oscuro? Y si podía ser derrotado, ¿cómo? Había llegado al mismo punto en que había desembocado cientos de veces Sin embargo, esta vez se sorprendió al comprobar que corría peligro de muerte. ¿Habría salvado la vida de Yisselda esta diferencia?

Si esperaba, mediante estas permutaciones de acontecimientos pasados, encontrar el medio de liberar la verdad que creía oculta en su mente, fracasó de nuevo. Completó la nueva táctica, tomó nota de las posibilidades que implicaba y pensó en el siguiente movimiento. Le habría gustado que Bowgentle no muriera en Londra. Bowgentle era muy sabio y le habría prestado una gran ayuda.

También los mensajeros del Bastón Rúnico (El Caballero Negro y Amarillo, Orland Fank, incluso el misterioso Jehamia Cohnalias, que nunca había afirmado ser humano) habrían podido ayudarle. Solicitaba su auxilio en la oscuridad de las noches, pero no habían acudido. El Bastón Rúnico estaba a salvo y ya no necesitaban la ayuda de Hawkmoon. Se sentía abandonado, aunque sabía que no le debían nada.

De todos modos, ¿era posible que el Bastón Rúnico estuviera mezclado en lo que le había ocurrido, en lo que le estaba ocurriendo ahora? ¿Corría algún nuevo peligro aquel extraño artefacto? ¿Había desencadenado una serie de nuevos acontecimientos, una nueva pauta del destino? Hawkmoon presentía que la situación era más compleja de lo que sugerían los datos objetivos. Había sido manipulado por el Bastón Rúnico y sus sirvientes de la misma forma que él manipulaba ahora sus soldados de juguete. ¿Le estaban manipulando de nuevo? ¿Por eso se volcaba en sus maquetas, se hacía la ilusión de que controlaba algo, cuando en realidad le controlaban a él?

Apartó esos pensamientos de su mente. Debía concentrarse en sus especulaciones originales.

Y así evitaba enfrentarse a la verdad.

Al fingir que buscaba la verdad, al fingir que estaba empeñado en esa búsqueda, escapaba de ella. Porque la verdad tal vez le habría resultado intolerable.

Una costumbre inveterada de la humanidad…