5. Otra Londra
Y entonces, la bestia de metal vaciló.
Emitió un sonido muy parecido a una queja.
El conde Brass no desaprovechó la oportunidad. Se apartó a toda prisa de la pata gigantesca. Aún le faltaban fuerzas para incorporarse, pero se puso a reptar sin soltar la espada.
Tanto Bowgentle como Hawkmoon se quedaron inmóviles y se preguntaron por qué se había parado la bestia.
El ser mecánico reculó. Sus lamentos adoptaron un tono temeroso. Ladeó la cabeza como si escuchara una voz que los demás no oían.
El conde Brass se levantó por fin y se preparó para hacer frente al monstruo.
Entonces, la bestia se desplomó con tal fuerza que la tierra tembló. Los brillantes colores de sus escamas se apagaron, como si de repente se hubiera herrumbrado. No se movió.
—¿Cómo? —preguntó el conde Brass, estupefacto—. ¿La hemos matado?
Hawkmoon se puso a reír cuando distinguió un levísimo contorno que había aparecido en el inmaculado cielo del desierto.
—Alguien lo ha hecho por nosotros —dijo.
Bowgentle dio un respingo cuando vio el contorno.
—¿Qué es eso? ¿El fantasma de una ciudad?
—Casi.
El conde Brass gruñó. Arrugó la nariz y levantó la espada.
—Este nuevo peligro no me gusta ni un pelo.
—No es un peligro… para nosotros —dijo Hawkmoon—. Soryandum regresa.
Los contornos se fueron perfilando cada vez más, hasta que una ciudad se aposentó sobre el desierto. Una ciudad vieja. Una ciudad en ruinas.
El conde Brass maldijo y se acarició el bigote, todavía dispuesto a atacar.
—Envainad vuestra espada, conde Brass —indicó Hawkmoon—. Ésta es la Soryandum que buscábamos. El pueblo fantasma, aquellos antiguos inmortales de los cuales os hablé, han venido a rescatarnos. Ésta es Soryandum la bella. Mirad.
Y Soryandum era bella, pese a su estado ruinoso. Sus murallas cubiertas de musgo, sus fuentes, sus altas torres truncadas, sus flores ocres, naranjas y púrpuras, sus agrietadas calzadas de mármol, sus columnas de granito y obsidiana… Todo era bello. Y la ciudad, incluso las aves que anidaban en las casas desgastadas por el tiempo y el viento que soplaba por sus calles desiertas, tenía un aire de tranquilidad.
—Esto es Soryandum —repitió Hawkmoon, casi en un susurro.
Se encontraban en una plaza, junto a la bestia metálica muerta.
El conde Brass fue el primero en reaccionar. Cruzó el pavimento resquebrajado y tocó una columna.
—Sólida —gruñó—. ¿Cómo es posible?
—Siempre he rechazado las afirmaciones sensacionalistas de los creyentes en lo sobrenatural —dijo Bowgentle—, pero empiezo a preguntarme…
—Es la ciencia lo que ha traído a Soryandum —dijo Hawkmoon—. Y es ciencia lo que se la llevó. Yo lo sé. Fui quien proporcionó la máquina necesaria al pueblo fantasma, porque le resulta imposible abandonar la ciudad. En otro tiempo, esa gente era como nosotros, pero a lo largo de los siglos, gracias a un proceso que ni tan sólo yo comprendo, se libraron de su envoltura física y se transformaron en entes mentales. Pueden tomar forma física cuando lo desean y poseen más fuerza que la mayoría de los mortales. Son gente pacífica, y tan bella como su ciudad.
—Sois muy halagador, viejo amigo —dijo una voz surgida del aire.
—¿Rinal? —Preguntó Hawkmoon, que había reconocido la voz—. ¿Sois vos?
—En efecto, pero ¿quiénes son vuestros compañeros? Han confundido a nuestros instrumentos. Por eso nos mostramos reticentes a revelarnos, por si os hubieran inducido mediante engaños a conducirles a Soryandum, abrigando malas intenciones hacia nuestra ciudad.
—Son —buenos amigos —contestó Hawkmoon—, pero no de este segmento temporal. ¿Es eso lo que confunde a vuestros instrumentos, Rinal?
—Tal vez. Bien, confiaré en vos, Hawkmoon, por razones obvias. Sois un invitado bien recibido en Soryandum, porque gracias a vos hemos sobrevivido.
—Y gracias a vosotros que yo he sobrevivido —sonrió Hawkmoon—. ¿Dónde estáis, Rinal?
La figura de Rinal, alta y etérea, apareció de repente a su lado. Iba desnudo, sin el menor adorno, y su cuerpo poseía cierta opacidad lechosa. Su rostro era enjuto y sus ojos parecían ciegos, tan ciegos como los de la bestia mecánica, aunque miraba a Hawkmoon.
—Fantasmas de ciudades, fantasmas de hombres dijo el conde Brass, envainando la espada—. En cualquier caso, si nos habéis salvado la vida de esa cosa —indicó a la bestia mecánica—, he de daros las gracias. —Hizo una reverencia—. Os doy humildemente las gracias, señor fantasma.
—Lamento que nuestra bestia os causara tantos problemas —dijo Rinal de Soryandum—. La creamos hace muchos siglos, para proteger nuestros tesoros. La habríamos destruido, pero temíamos que los sicarios del Imperio Oscuro regresaran para apoderarse de nuestras máquinas y utilizarlas con fines perversos; por otra parte, no podíamos hacer nada hasta que se aproximaran a nuestra ciudad, pues, como bien sabéis, Dorian Hawkmoon, nuestro poder no traspasa los límites de Soryandum. Nuestra existencia está completamente ligada a la existencia de la ciudad. Sin embargo, fue fácil ordenar a la bestia que muriera.
—Fue una gran idea por vuestra parte, duque Dorian, aconsejarnos que retrocediéramos hacia aquí —dijo Bowgentle de todo corazón—. De lo contrario, los tres habríamos muerto.
—¿Dónde está vuestro amigo? —preguntó Rinal—. El que os acompañó en vuestra primera visita a Soryandum.
—Oladahn ha muerto dos veces —respondió Hawkmoon en voz baja.
—¿Dos veces?
—Sí, y estos otros amigos han estado a punto de morir por segunda vez, como mínimo.
—Me intrigáis —dijo Rinal—. Venid, os obsequiaremos con algunas viandas y, entretanto, me explicaréis todos estos misterios.
Rinal condujo a los tres amigos por las calles resquebrajadas de Soryandum, hasta llegar a una casa de tres pisos que carecía de entrada en la planta baja. Hawkmoon ya conocía la casa. Aunque en apariencia no se diferenciaba de las demás casas en ruinas, aquí vivía el pueblo fantasma cuando necesitaba adoptar forma humana.
Dos figuras fantasmales surgieron de lo alto, descendieron hacia Hawkmoon, Bowgentle y el conde Brass, y les izaron sin esfuerzo, transportándoles hasta una amplia ventana del segundo piso que era la entrada a la casa.
Les sirvieron el refrigerio en una habitación limpia y sobria, si bien el pueblo de Rinal no necesitaba comer. La comida era deliciosa, aunque extraña. El conde Brass la atacó con ahínco y apenas habló, mientras Hawkmoon explicaba a Rinal por qué querían la ayuda del pueblo fantasma.
Y cuando Hawkmoon hubo finalizado, el conde Brass continuó comiendo, ante el silencio regocijado de Bowgentle. A éste le interesaba más conocer la historia y la ciencia de Soryandum y sus habitantes, y Rinal le complació. Refirió a Bowgentle que, durante el Milenio Trágico, la mayoría de las grandes naciones y ciudades habían concentrado sus energías en producir armas bélicas cada vez más potentes. Sin embargo, Soryandum había conseguido mantenerse neutral, gracias a su remota posición geográfica. Se había concentrado en profundizar en la naturaleza del espacio, la materia y el tiempo. Así había sobrevivido al Milenio Trágico y conservado su saber, mientras en el resto del mundo era reemplazado por la superstición, como ocurría siempre en tales situaciones.
—Por eso necesitamos ahora vuestra ayuda —dijo Hawkmoon—. Deseamos averiguar cómo escapó el barón Kalan y a dónde. Deseamos descubrir cómo logra manipular la estructura temporal, transportar al conde Brass y a Bowgentle, y a los demás que he mencionado, de una época a otra y no crear en nuestras mentes ninguna paradoja.
—El problema es sencillísimo —contestó Rinal—. Parece que el tal Kalan controla un enorme poder. ¿Es el que destruyó vuestra máquina de cristal, la que os permitió sacar vuestro castillo y la ciudad de este continuo espacio-temporal?
—No, creo que fue Taragorn —dijo Hawkmoon—, pero Kalan es tan inteligente como el antiguo Señor del Palacio del Tiempo. Sin embargo, sospecho que no está muy seguro respecto a la naturaleza de su poder. Se muestra reacio a experimentarlo hasta las últimas consecuencias. Por otra parte, piensa que si yo muriera ahora, el pasado cambiaría. ¿Es eso posible?
Rinal adoptó una expresión pensativa.
—Tal vez —dijo—. Este barón Kalan debe poseer una percepción del tiempo muy sutil. Desde un punto de vista objetivo, no existen pasado, presente o futuro, por supuesto. Sin embargo, las maquinaciones del barón Kalan se me antojan innecesariamente complicadas. Si es capaz de manipular el tiempo hasta ese extremo, ¿por qué no trata de destruiros antes, expresándonos en términos subjetivos, de que os pongáis al servicio del Bastón Rúnico?
—¿Eso cambiaría todos los acontecimientos relativos a la derrota del Imperio Oscuro?
—Ésa es una de las paradojas. Los acontecimientos son los acontecimientos. Suceden. Son ciertos. Pero la verdad varía en dimensiones diferentes. Es posible que exista alguna dimensión de la Tierra, como la vuestra, en que estén a punto de suceder acontecimientos similares…
Rinal sonrió. El conde Brass había fruncido su frente bronceada, y se tiraba del bigote y meneaba la cabeza como si pensara que Rinal estaba loco.
—¿Se os ocurre alguna otra sugerencia, conde Brass?
—A mí me interesa la política —replicó el aludido—. Nunca me han atraído con exceso los aspectos más abstractos de la filosofía. Mi mente no está preparada para seguir vuestros razonamientos.
—La mía tampoco —rió Hawkmoon—. Sólo Bowgentle aparenta saber de qué habla Rinal.
—Algo —admitió Bowgentle—. Algo. Pensáis que Kalan tal vez exista en otra dimensión de la Tierra donde mora un conde Brass que, digamos, es algo diferente del conde Brass que se sienta a mi lado.
—¿Cómo? —gruñó el conde Brass—. ¿Tengo un doble?
Hawkmoon rió de nuevo, pero Bowgentle mantuvo su expresión de seriedad.
—No exactamente, conde Brass. Pienso que, en este mundo, vos seríais el doble… y yo también. Creo que éste no es nuestro mundo, y el pasado que recordamos no es el mismo que recuerda el amigo Hawkmoon. Somos intrusos, aunque la culpa no sea nuestra. Traídos aquí para matar al duque Dorian. ¿Por qué no mata el barón Kalan al duque Dorian, salvo por motivos de perversa venganza? ¿Por qué ha de utilizarnos?
—A causa de las repercusiones, si vuestra teoría es correcta —intervino Rinal—. Sus acciones deben colisionar con otras acciones, contrarias a sus intereses. Si mata a Hawkmoon, algo le ocurrirá. Dará lugar a una cadena de acontecimientos diferente de la cadena de acontecimientos que se creará si uno de vosotros le mata.
—De todos modos, habrá contemplado la posibilidad de que sus engaños no nos persuadieran de matar a Hawkmoon.
—No lo creo —dijo Rinal—. Me parece que al barón Kalan se le han torcido las cosas. Por eso insistió en convenceros de que matarais a Hawkmoon, aun a sabiendas de vuestras suspicacias. Habrá forjado un plan basado en que Hawkmoon sería asesinado en la Kamarg. Por eso está cada vez más histérico. Es indudable que ha ultimado otros planes, que está en peligro si Hawkmoon continúa con vida. Eso explica que sólo se haya desembarazado de vuestros compañeros que le atacaron sin vacilar. Es vulnerable. Deberíais descubrir en dónde reside dicha vulnerabilidad.
Hawkmoon se encogió de hombros.
—¿Qué posibilidades tenemos de descubrirla, si ni siquiera sabemos dónde se esconde el barón Kalan?
—Encontrarle no es imposible —musitó Rinal—. Inventamos ciertos artilugios mientras aprendíamos a trasladar nuestra ciudad de dimensión en dimensión; sensores y similares, capaces de explorar las diversas capas del multiverso. Tendremos que ponerlos a punto. Sólo hemos utilizado una sonda para observar esta zona de la Tierra, mientras nosotros permanecíamos ocultos en otra dimensión. Tardaremos cierto tiempo en activar las otras. ¿Os sería de ayuda?
—Sí —respondió Hawkmoon.
—¿Significa eso que tendremos alguna oportunidad de ponerle las manos encima a Kalan? —gruñó el conde Brass.
Bowgentle apoyó una mano sobre el hombro del que sería, años más tarde, su mejor amigo.
—Sois impetuoso, conde. Las máquinas de Rinal sólo pueden escudriñar estas dimensiones. Otro asunto muy distinto será, a mi entender, viajar por ellas.
Rinal inclinó su estrecha cabeza.
—Es verdad. Sin embargo, vamos a ver si podemos encontrar al barón Kalan del Imperio Oscuro. Es muy probable que fracasemos, porque hay una infinidad de dimensiones, sólo en esta Tierra.
Rinal y su gente pasaron casi todo el día siguiente ocupados en sus máquinas. Hawkmoon, Bowgentle y el conde Brass durmieron, reponiendo las fuerzas que habían dilapidado en el viaje a Soryandum y la lucha contra la bestia metálica.
Por la noche, Rinal entró flotando por la ventana. Los rayos del sol poniente parecían irradiar de su cuerpo opaco.
—Los artilugios están preparados —anunció—. ¿Queréis venir? Vamos a escudriñar las dimensiones.
El conde Brass se puso en pie de un salto.
—Allí vamos.
Los otros se levantaron cuando dos compañeros de Rinal entraron en la habitación y les transportaron en brazos hacia el piso de arriba, donde había agrupadas una serie de máquinas que jamás habían visto. Al igual que el artilugio de cristal empleado para desplazar a otra dimensión el castillo de Brass, eran joyas antes que máquinas, y algunas de estas joyas eran casi tan altas como un hombre. Ante cada una de las máquinas flotaba un ser fantasmal que manipulaba joyas más pequeñas, no muy diferentes de la pequeña pirámide que Hawkmoon había visto en las manos del barón Kalan.
Un millar de imágenes aparecían en las pantallas a medida que las sondas examinaban las dimensiones del multiverso. Mostraban escenas extrañas que parecían tener escasa relación con las Tierras que Hawkmoon conocía.
Por fin, horas más tarde, Hawkmoon gritó:
—¡Mirad! ¡Una máscara de animal!
El operador manipuló una serie de cristales, con la intención de fijar la imagen que había destellado tan fugazmente en la pantalla, pero se había desvanecido.
Las sondas reemprendieron la búsqueda. Hawkmoon creyó en dos ocasiones ver escenas que revelaban el paradero de Kalan, pero las escenas se perdieron las dos veces.
Y al final, por pura casualidad, vieron una resplandeciente pirámide blanca, indudablemente aquella en la que había viajado el barón Kalan.
Los sensores recibieron una señal muy fuerte, porque la pirámide estaba a punto de finalizar su regreso. A su base, esperó Hawkmoon.
—Es fácil seguirla. Mirad.
Hawkmoon, Bowgentle y el conde Brass se apretaron alrededor de la pantalla, que siguió a la pirámide lechosa hasta que se detuvo y se volvió transparente, revelando el rostro odioso del barón Kalan de Vitall. Sin saber que era observado por aquellos a quienes anhelaba destruir, salió de la pirámide y entró en una habitación amplia, tenebrosa y sucia, que bien podía ser una copia de su antiguo laboratorio en Londra. Repasó unas notas con el ceño fruncido. Apareció otra figura y le habló, aunque los tres amigos no oyeron nada. La figura iba ataviada a la antigua usanza del Imperio Oscuro; una enorme máscara, de aspecto engorroso, cubría su cabeza. La máscara era de metal, esmaltada en diferentes colores, e imitaba la forma de una serpiente.
Hawkmoon recordó que era la máscara de la Orden de la Serpiente, la orden a la que habían pertenecido todos los hechiceros y brujos de Granbretán. Mientras observaban la escena, el hombre de la máscara tendió otra máscara a Kalan, que se la puso a toda prisa, pues ningún granbretano de su especie podía soportar que un cofrade le viera sin máscara.
La máscara de Kalan también tenía forma de serpiente, pero más recargada que la de su criado.
Hawkmoon se acarició el mentón y se preguntó por qué percibía algo erróneo en la escena. Echó en falta la presencia de D'Averc, más familiarizado con las costumbres secretas del Imperio Oscuro, que habría despejado sus dudas.
Y entonces, Hawkmoon comprendió que aquellas máscaras eran más toscas que las que había visto en Londra, incluidas las que llevaban los sirvientes más humildes. El acabado de las máscaras, su diseño, no eran de la misma calidad. ¿Y por qué iban a serlo?
Las sondas siguieron a Kalan cuando salió del laboratorio y se internó en sinuosos pasillos, muy parecidos a los que comunicaban los edificios de Londra. Pero también estos pasillos eran sutilmente diferentes. El revestido de la piedra era muy pobre, las tallas y murales obra de artistas muy inferiores. Esto no habría sido tolerado en Londra, donde, pese a sus inclinaciones perversas, los señores del Imperio Oscuro habían exigido la mejor calidad, hasta en los más ínfimos detalles.
En este caso, los detalles escaseaban. Todo parecía la copia de un cuadro.
La escena fluctuó cuando Kalan entró en otra estancia, donde le aguardaban más enmascarados. Esta estancia también le resultó familiar, aunque tosca, como todo lo demás.
El conde Brass echó rayos y centellas.
—¿Cuándo podemos ir ahí? Es nuestro enemigo. ¡Demos buena cuenta de él ahora mismo!
—No es tan fácil viajar por las dimensiones —dijo Rinal—. Además, aún no hemos localizado con toda exactitud el lugar que estamos viendo.
Hawkmoon sonrió al conde Brass.
—Tened paciencia, señor.
Este conde Brass era más impetuoso que el hombre a quien Hawkmoon había conocido. La razón estribaba, sin duda, en que era veinte años más joven. O tal vez, como Rinal había insinuado, no era el mismo hombre, sino uno muy parecido, de otra dimensión. De todos modos, pensó Hawkmoon, este conde Brass le gustaba, viniera de donde viniera.
—Nuestra sonda falla —dijo el ser fantasmal que controlaba la pantalla—. La dimensión que estamos examinando debe encontrarse a muchas capas de distancia.
Rinal asintió.
—Sí, muchísimas. En un lugar que ni siquiera nuestros aventureros antepasados exploraron. Nos costará encontrar una puerta.
—Kalan encontró una —señaló Hawkmoon.
Rinal dibujó la sombra de una sonrisa.
—¿Por accidente o a sabiendas, amigo Hawkmoon?
—A sabiendas, por supuesto. ¿En qué otro lugar habría encontrado otra Londra?
—Se pueden construir nuevas ciudades —adujo Rinal.
—Sí —dijo Bowgentle—, y también nuevas realidades.