1. Teorías y posibilidades
Dorian Hawkmoon ya no estaba loco, pero tampoco había recobrado la salud. Algunos decían que su cordura se había resquebrajado cuando le quitaron la Joya Negra de la frente. Otros afirmaban que la guerra contra el Imperio Oscuro le había despojado de las energías necesarias para toda una vida, y que ya no le quedaba ninguna. También había quienes se decantaban por creer que Hawkmoon sufría por la ausencia de Yisselda, hija del conde Brass, que había muerto en la batalla de Londra. Durante los cinco años que duró su locura, Hawkmoon insistió en que continuaba con vida, que vivía con él en el castillo de Brass y le había dado un hijo y una hija.
Pero si las causas eran tema de controversia en las posadas y tabernas de Aigues-Mortes, la ciudad protegida bajo la sombra del castillo de Brass, todo el mundo coincidía en los efectos.
Hawkmoon meditaba.
Hawkmoon rechazaba la compañía humana, incluso la de su viejo amigo el conde Brass. Hawkmoon se sentaba a solas en una pequeña estancia situada en lo alto de la torre más elevada del castillo, apoyaba la barbilla en la mano y contemplaba los pantanos, cañaverales y lagunas, pero no clavaba los ojos en los toros blancos salvajes, los caballos con cuernos o los gigantescos flamencos escarlatas de la Kamarg, sino en la distancia.
Hawkmoon intentaba recordar un sueño o una fantasía demencial. Intentaba recordar a Yisselda. Intentaba recordar los nombres de los niños que había imaginado mientras estaba loco. Pero Yisselda era una sombra y no lograba ver a los niños. ¿Qué añoraba? ¿Por qué sentía una pérdida tan profunda y permanente? ¿Por qué alimentaba en ocasiones la idea de que el presente era la locura, y de que el sueño de Yisselda y los niños era la realidad? Hawkmoon vivía en la duda y, como resultado, había perdido la propensión a comunicarse con los demás. Era un fantasma. Embrujaba sus propios aposentos. Un triste fantasma que sólo sabía sollozar, gruñir y suspirar.
Al menos, se comportó con orgullo durante su locura, decían los lugareños. Al menos, se mantuvo fiel a sus fantasías.
—Cuando estaba loco, era más feliz.
Hawkmoon se habría mostrado de acuerdo con tales teorías, de haberlas sabido.
Cuando no estaba en la torre, ocupaba la habitación en que había dispuesto sus Mesas de Guerra, bancos altos sobre los cuales descansaban maquetas de ciudades y castillos habitados por miles de soldados de juguete. Impulsado por su locura, había encargado tan ingente obra a Vaiyonn, el artesano local, para celebrar sus victorias sobre los señores de Granbretán. Y encarnados en metal pintado estaban el propio duque de Colonia, el conde Brass, Yisselda, Bowgentle, Huillam D'Averc y Oladahn de las Montañas Búlgaras, los héroes de la Kamarg, la mayoría de los cuales habían perecido en Londra. Y también tenía modelos de sus antiguos enemigos, los Señores de las Bestias: el barón Meliadus con su yelmo de lobo, el rey Huon en su globo-trono, Shenegar Trott, Adaz Promp, Asrovak Mikosevaar y su esposa Flana (actual reina de Granbretán). Infantería, caballería y fuerzas aéreas del Imperio Oscuro alineadas contra los Guardianes de la Kamarg, los Guerreros del Amanecer y los soldados de cien pequeñas naciones.
Dorian Hawkmoon movía estas piezas en sus inmensos tableros, realizando una permutación tras otra, mil versiones diferentes de una misma batalla, con el fin de averiguar en qué habría cambiado la siguiente batalla. Sus enormes dedos solían apoyarse sobre las reproducciones de sus amigos muertos, y sobre todo de Yisselda. ¿Cómo podría haberse salvado? ¿Qué cúmulo de circunstancias habrían garantizado su supervivencia?
A veces, el conde Brass entraba en la habitación con semblante preocupado. Se pasaba los dedos por su cabello rojo, que ya empezaba a encanecer, mientras contemplaba a Hawkmoon, absorto en su mundo en miniatura, que adelantaba un escuadrón de caballería allí y replegaba una línea de infantería allá. En tales ocasiones, o bien Hawkmoon no advertía la presencia del conde Brass, o prefería no hacerle caso, hasta que el conde Brass carraspeaba o demostraba de alguna manera que había entrado. Entonces, Hawkmoon levantaba sus ojos, inexpresivos, hoscos, aturdidos, y el conde Brass le preguntaba en tono bondadoso cómo se encontraba.
Hawkmoon contestaba que estaba bien.
El conde Brass asentía y le expresaba su satisfacción.
Hawkmoon esperaba impaciente, ansioso de reanudar sus maniobras en los tableros, en tanto el conde Brass paseaba la vista por la habitación, inspeccionaba una línea de batalla o fingía admirar la manera en que Hawkmoon había empleado una táctica concreta.
Después, el conde Brass decía:
—Esta mañana iré a inspeccionar las torres. El día es magnífico. ¿Queréis acompañarme, Dorian?
Dorian Hawkmoon sacudía la cabeza.
—Tengo cosas que hacer.
—¿Esto? —El conde Brass indicaba los caballetes con un ademán—. ¿De qué sirve? Están muertos. Todo ha terminado. ¿Van a traerles de vuelta vuestras especulaciones? Sois como un místico, un mago; pensáis que el facsímil puede controlar aquello que imita. Os torturáis. ¿Cómo vais a cambiar el pasado? Olvidadlo. Olvidadlo, duque Dorian.
Pero el duque de Colonia se humedecía los labios como si el conde Brass le hubiera ofendido con sus comentarios, y devolvía la atención a sus juguetes. El conde Brass suspiraba, falto de argumentos, y salía de la habitación.
El abatimiento de Hawkmoon contaminaba la atmósfera del castillo y había quien opinaba que, pese a ser un héroe de Londra, el duque debía regresar a Alemania, a sus propias tierras, que no había visitado desde que los señores del Imperio Oscuro le capturaron en la batalla de Colonia. Allí gobernaba ahora un pariente lejano, autodenominado Primer Ciudadano. Presidía una especie de gobierno electo que sustituía a la monarquía, cuyo último descendiente directo con vida era Hawkmoon. Nunca se le había ocurrido a Hawkmoon que su hogar fuera otro que sus aposentos del castillo de Brass.
Incluso el conde Brass pensaba a veces, para sí, que habría sido mejor para Hawkmoon perecer en la batalla de Londra. Morir al mismo tiempo que Yisselda.
Y así transcurrían tristemente los meses, preñados de dolor y especulaciones estériles, mientras la mente de Hawkmoon se cerraba con más firmeza en torno a su única obsesión, hasta que apenas se acordaba de comer o dormir.
El conde Brass y su antiguo compañero, el capitán Josef Velda, discutían el problema, pero no llegaban a ninguna solución.
Se sentaban durante horas en cómodas butacas, a cada lado de la inmensa chimenea que presidía el gran salón del castillo, bebían vino de la tierra y comentaban la melancolía de Hawkmoon. Los dos eran soldados y el conde Brass había sido estadista, pero ninguno poseía el vocabulario suficiente para tratar temas como las enfermedades del alma.
—Tendría que hacer más ejercicio —dijo el capitán Vedla una noche—. "Mens sana in corpore sano". Todo el mundo lo sabe.
—Sí, si la mente está sana, pero ¿cómo convencer a una mente enferma de los beneficios que proporciona el ejercicio? Cuanto más tiempo pasa en sus aposentos, jugando con esas dichosas piezas, peor se pone. Y cuanto peor está, más cuesta abordarle desde la racionalidad. Las estaciones carecen de significado para él. La noche no se diferencia del día. ¡Tiemblo al pensar en lo que pasará por su cabeza!
El capitán Vedla asintió.
—Antes no era muy proclive a la introspección. Era un hombre. Un soldado. Inteligente, pero tampoco demasiado inteligente. Era práctico.
A veces, pienso que ahora es un hombre completamente diferente. ¡Es como si los horrores de la Joya Negra hubieran robado el alma al antiguo Hawkmoon, y una nueva ocupara su cuerpo!
El conde Brass sonrió.
—La vejez os está volviendo fantasioso, capitán. Alabáis al antiguo Hawkmoon por su sentido práctico de las cosas… ¡y ahora me venís con éstas !
El capitán Vedla no pudo por menos que sonreír a su vez.
—¡Muy agudo, conde Brass! Sin embargo, cuando pienso en los poderes de los antiguos señores del Imperio Oscuro y recuerdo los poderes de aquellos que nos ayudaron, se me ocurre que la idea quizá no carezca de base.
—Quizá. Y si no hubiera otras explicaciones evidentes para el estado de Hawkmoon, es posible que estuviera de acuerdo con vuestra teoría.
—Sólo era una teoría —murmuró el capitán Vedla, algo violento. Alzó el vaso a la luz y estudió el vino tinto que contenía—. ¡Sin duda es por culpa de éste que me atrevo a proclamar tales teorías!
Los dos rieron y bebieron más.
—A propósito de Granbretán —dijo más tarde el conde Brass—, me pregunto cómo afrontará la reina Flana el problema de los recalcitrantes que, según cuenta en sus cartas, habitan en las partes más oscuras y menos accesibles de la Londra subterránea. Hace meses que no recibo noticias de ella. Me pregunto si la situación habrá empeorado y le dedica más tiempo.
—Pero habéis recibido una carta hace poco, ¿no?
—Por mensajero. Hace dos días. Una carta mucho más breve de lo habitual. Casi oficial. Se limitaba a invitarme a visitarla siempre que lo deseara.
—¿Es posible que, a la larga, se haya sentido ofendida porque no aceptáis su hospitalidad? —sugirió Vedla—. Tal vez piense que ya no sentís amistad hacia ella.
—Al contrario, es lo más cercano a mi corazón, salvo el recuerdo de mi fallecida hija.
—¿Y no se lo habéis expresado así? —Vedla se sirvió un poco más de vino—. Las mujeres necesitan estas confirmaciones. Incluso las reinas.
—Flana está por encima de esas sensiblerías. Es demasiado inteligente. Demasiado sensata. Demasiado bondadosa.
—Es posible —dijo Vedla, como si dudara de las palabras del conde Brass.
El conde Brass captó la indirecta.
—¿Pensáis que debería escribirle en términos más…, más barrocos?
—Bueno… —sonrió el capitán Vedla.
—Nunca se me dieron bien las florituras literarias.
—Vuestro estilo, en el mejor de los casos, e independientemente del tema que trate, recuerda por lo general a los comunicados emitidos en el campo de batalla durante el punto álgido del combate —admitió el capitán Vedla—. No lo digo como un insulto, sino todo lo contrario.
El conde Brass se encogió de hombros.
—No quiero que Flana piense que mi afecto hacia ella ha disminuido. Sin embargo, no sé escribir. Supongo que deberé aceptar su oferta y marchar a Londra. —Paseó la vista por el salón en penumbras—. Un cambio me sentará bien. Este lugar está muy triste, últimamente.
—Podríais llevaros a Hawkmoon. Quería mucho a Flana. Quizá sea lo único capaz de alejarle de sus soldaditos de juguete.
El capitán Vedla se dio cuenta de que hablaba con sorna y se arrepintió al instante. Respetaba y apreciaba a Hawkmoon, pese a su actual estado de ánimo, pero el ensimismamiento de Hawkmoon ponía nerviosos a todos cuantos le habían conocido en el pasado.
—Se lo insinuaré —dijo el conde Brass.
El conde Brass se debatía entre los sentimientos encontrados. Por una parte, quería alejarse de Hawkmoon durante un tiempo, pero su conciencia no le permitía marcharse solo, al menos hasta que hubiera efectuado la propuesta a su viejo amigo. Y Vedla tenía razón. Tal vez un viaje a Londra animaría a Hawkmoon, aunque había muchas posibilidades en contra. En cuyo caso, el conde Brass temía un viaje y una estancia en Londra que supondrían para él y su séquito mayores tensiones de las que experimentaban dentro de los límites del castillo de Brass.
—Hablaré con él por la mañana —dijo el conde Brass, después de una pausa—. Tal vez volver a Londra, en lugar de jugar con maquetas de la ciudad, exorcice su melancolía…
El capitán Vedla se mostró de acuerdo.
—Quizá debimos pensarlo antes…
El conde Brass pensó, sin rencor, que el capitán Vedla estaba demostrando cierto exceso de interés en que Hawkmoon le acompañara a Londra.
—¿Nos acompañaríais, capitán Vedla? —preguntó, con una leve sonrisa.
—Alguien debería quedarse aquí, para ocupar vuestro lugar… Sin embargo, si el duque de Colonia declina la invitación, tendré mucho gusto en acompañaros, por supuesto.
—Os comprendo, capitán.
El conde Brass se reclinó en la butaca, bebió un poco de vino y contempló a su viejo amigo con cierta ironía.
Cuando el capitán Josef Vedla se marchó, el conde Brass continuó sentado. Aún sonreía. Agradeció esta pequeña alegría, porque hacía bastante tiempo que no sentía ninguna. Ahora que la idea se había planteado, el viaje a Londra empezaba a complacerle, pues sólo ahora era consciente de la atmósfera opresiva que reinaba en el castillo, antes famoso por su tranquilidad.
Contempló las vigas del techo, ennegrecidas por el humo, y pensó con tristeza en el estado actual de Hawkmoon. Se preguntó hasta qué punto había sido positivo que la derrota del Imperio Oscuro hubiera devuelto la paz al mundo. Cabía la posibilidad de que Hawkmoon, todavía más que él, fuera un hombre que sólo se sentía vivo cuando algún conflicto le amenazaba. Si, por ejemplo, había problemas de nuevo en Granbretán (si los militares derrotados que no aceptaban la situación se alzaban contra la reina Flana), tal vez sería una buena idea pedirle a Hawkmoon que los buscara y destruyera.
El conde Brass presentía que una misión de esas características sería lo único que podría salvar a su amigo. Intuía que Hawkmoon no estaba hecho para la paz. Existían hombres así, hombres moldeados por el destino para la guerra, fuera buena o mala (si era posible establecer semejante distinción), y Hawkmoon era uno de ellos.
El conde Brass suspiró y devolvió la atención a su nuevo plan. Escribiría a Flana por la mañana para comunicarle su inminente visita. Sería interesante comprobar la evolución de la extraña ciudad desde la última vez que la había pisado, como conquistador.