XX
LAS LUCES SE APAGAN:
LA ÚLTIMA SEMANA DE PAZ EN EUROPA
L a declaración de guerra del Imperio austrohúngaro contra Serbia el 28 de julio convirtió el firme avance de Europa hacia la guerra en una carrera despeñada cuesta abajo. La reacción de Rusia, que no ocultaba su apoyo a Serbia, probablemente sería amenazar a su vez al Imperio austrohúngaro. De suceder esto, Alemania podría acudir en auxilio de su aliado y verse por tanto en guerra con Rusia. Entonces, dada la naturaleza de los sistemas de alianzas, Francia pudiera verse obligada a intervenir del lado de Rusia. En cualquier caso, aunque los planes de guerra alemanes eran secretos, los franceses ya tenían una idea bastante clara de que Alemania no tenía intenciones de librar una guerra contra Rusia únicamente, sino que atacaría también hacia el oeste. Quedaba como interrogante lo que harían Gran Bretaña e Italia, así como las potencias más pequeñas como Rumanía y Bulgaria, aunque todas ellas tenían lazos de amistad y otros vínculos con las potencias virtualmente en conflicto.
El escritor austriaco Stefan Zweig se encontraba de vacaciones cerca del puerto belga de Ostende, donde el ambiente, según recordaba, era tan despreocupado como el de cualquier otro verano. «Los turistas se tumbaban en la playa junto a sus casetas de colores brillantes o se bañaban en el mar, los niños hacían volar cometas, los jóvenes bailaban frente a los cafés o en el paseo junto al muro del puerto. Todos los países imaginables se hallaban allí reunidos amistosamente». De vez en cuando, los ánimos se ensombrecían cuando los vendedores de periódicos voceaban sus titulares sobre la amenazas de movilización hacia al este, o cuando los turistas advertían más trasiego de soldados belgas; aunque no tardaba en volver a reinar el espíritu veraniego. Pero de la noche a la mañana se hizo imposible ignorar los nubarrones que se cernían sobre Europa. «De repente —recordaba Zweig— una fría ráfaga de terror sopló sobre la playa, despoblándola por completo». Zweig hizo el equipaje apresuradamente y regresó a su casa en tren. Para cuando llegó a Viena, la Gran Guerra había empezado. Como a otros miles y miles de europeos, le costaba trabajo creer que la paz de Europa se hubiese acabado de un modo tan abrupto y definitivo[1].
[20] El plan alemán, conocido como el plan Schlieffen, determinaba que Alemania debía librar una guerra en dos frentes, contra Francia y contra Rusia. Para derrotar rápidamente a su enemigo en el oeste, el alto mando militar alemán planeó una rápida invasión de Bélgica y el norte de Francia. Aunque Alemania solicitó a Bélgica que dejase pasar pacíficamente a los ejércitos alemanes, el gobierno belga decidió resistir. Esto ralentizó el avance alemán y, algo todavía más importante, convenció a Gran Bretaña de intervenir en la guerra para defender a la pequeña y valiente Bélgica.
El súbito deterioro de las relaciones internacionales en Europa disparó una ronda de frenéticas maniobras de último minuto en las capitales. Los gabinetes eran convocados día y noche en reuniones de emergencia; las luces permanecían encendidas toda la noche en los ministerios de asuntos exteriores; hasta los gobernantes y los estadistas más eminentes eran sacados de sus camas en cuanto llegaban y se descifraban nuevos telegramas; y los funcionarios de menor rango dormían en sacos de campaña junto a su escritorio. No todos los que ocupaban posiciones de autoridad querían evitar la guerra —piénsese en Conrad en Austria, o en Moltke en Alemania—, pero conforme el agotamiento iba calando en los líderes clave, también de ellos se iba apoderando una peligrosa sensación de desvalimiento ante la catástrofe. Y cada uno estaba empeñado en demostrar que su propio país era inocente: eso resultaba necesario tanto de cara al interior, para que la nación entrase unida en el conflicto, como de cara al exterior, para contar con el apoyo de las potencias no comprometidas, como Rumanía, Bulgaria, Grecia o el Imperio otomano en Europa, y, más lejos, el premio gordo de Estados Unidos, con sus recursos humanos, naturales e industriales.
A la mañana siguiente de la declaración de guerra austriaca, el 29 de julio, Poincaré y Viviani desembarcaron en Dunkerque, y enseguida partieron hacia París, donde fueron recibidos por una multitud entusiasta que gritaba: «Vive la France! Vive la République! Vive le Président!». Y también a veces: «¡A Berlín!». Poincaré estaba emocionado. «Nunca me he sentido tan abrumado —escribió en su diario—. Ahí había una Francia unida»[2]. Inmediatamente se hizo cargo del gobierno y relegó a Viviani, al que consideraba ignorante y poco fiable, a un rol menor[3]. Corrían rumores —que resultaron ser ciertos— de que el gobierno ruso había ordenado una movilización parcial. Paléologue, tal vez esperando presentarle a su gobierno un hecho consumado, o por miedo a que este intentara disuadir a Rusia, no se había molestado en advertir con antelación a París o al France de que Rusia se estaba movilizando. Asimismo, le garantizó repetidas veces a Sazónov la «completa disposición de Francia a cumplir sus obligaciones como aliada en caso de necesidad»[4]. Ese mismo día, el embajador alemán visitó a Viviani para advertirle de que Alemania daría los primeros pasos hacia su propia movilización a menos que Francia detuviera sus preparativos militares. Aquella noche llegó desde San Petersburgo la noticia de que Rusia había rechazado las demandas alemanas de detener su movilización. El consejo de ministros francés, sereno y grave, según un observador, se reunió al día siguiente y decidió no hacer ningún intento de convencer a Rusia de acatar la voluntad de Alemania. Messimy, el ministro de la Guerra, tomó medidas para trasladar fuerzas francesas hasta la frontera, pero estas debían detenerse a diez kilómetros de la misma a fin de no provocar ningún incidente con los alemanes. En la mente de los líderes franceses seguía ocupando un lugar preponderante la necesidad de demostrar al pueblo francés, y a Gran Bretaña en especial, que Francia no era el agresor[5].
Lejos hacia el este, se avanzaba cada vez más rápido hacia la guerra. Los planes militares, con su decantación estructural por la ofensiva, se convirtieron en un argumento a favor de la movilización; es decir, a favor de llevar las tropas hasta sus posiciones y tenerlas listas para lanzar un ataque contra el territorio del enemigo antes de que este estuviese preparado. Al margen de las reservas que pudiesen albergar, los comandantes y los miembros del estado mayor les hablaban con gran seguridad de la victoria a los civiles, para quienes resultaba cada vez más difícil resistir la presión. En Rusia, con sus grandes distancias, Sujomlínov y los militares argumentaban que se imponía una movilización general contra ambos miembros de la alianza dual: el Imperio austrohúngaro ya estaba iniciando su movilización y Alemania había adoptado medidas preliminares, tales como hacer retornar a los soldados que se hallaban de permiso. Y el 29 de julio sus colegas habían convencido a Sazónov de que era peligroso seguir demorándose. El ministro de Asuntos Exteriores accedió a hablar con Nicolás, pero este no lograba decidirse.
El zar temía que la guerra, una vez iniciada, fuese difícil de detener y condujera al desastre; y aún tenía fe en las intenciones pacíficas de Guillermo[6]. Firmó dos decretos, a insistencia de sus ministros: uno para una movilización parcial, principalmente a lo largo de las fronteras de Rusia con el Imperio austrohúngaro; y otro para una movilización general contra Alemania. Pero seguía sin decidir de cuál de los dos echar mano. El 29 de julio Nicolás le envió a Guillermo un cable (en inglés, como eran por lo general sus comunicaciones). «Me alegro de que estés de regreso», escribió, y le rogó a su primo alemán que lo ayudase a preservar la paz. No obstante, le advirtió de que él y su pueblo estaban furiosos por el ataque contra Serbia: «Preveo que muy pronto la presión ejercida sobre mí será abrumadora, y me veré forzado a tomar medidas extremas que llevarán a la guerra»[7]. Guillermo se mantuvo imperturbable, y escribió una nota al margen: «Una confesión de su propia debilidad, y un intento de hacer recaer la responsabilidad sobre mis hombros». Por su parte, Guillermo, en un telegrama que había enviado a sugerencia de Bethmann y que se había cruzado con el de Nicolás, defendía las acciones del Imperio austrohúngaro, pero afirmaba que él, como amigo, estaba haciendo todo lo posible por promover un entendimiento entre este y Rusia[8]. Ambos gobernantes intercambiarían diez telegramas antes del 1 de agosto, y el abismo entre las dos naciones se volvió insalvable.
En la noche del 29 de julio, Sazónov, que era, junto con Sujomlínov y Yanushkevich, jefe del estado mayor, telefoneó a Nicolás para decirle que sus ministros recomendaban una movilización general. Hubo entusiasmo del otro lado del teléfono cuando el zar aceptó[9]. Pero esa misma noche, estando un oficial en la oficina central de telégrafos de San Petersburgo para enviar las órdenes pertinentes, Yanushkevich telefoneó para decir que Nicolás había cambiado de opinión, tal vez tras leer el mensaje de Guillermo, y que permitiría únicamente una movilización parcial contra el Imperio austrohúngaro, diciendo: «No seré yo el responsable de una carnicería monstruosa»[10]. Al parecer, Nicolás seguía pensando en la movilización como un arma diplomática y no como el preludio de la guerra. En un telegrama para Guillermo al día siguiente, explicaba que las maniobras rusas eran medidas meramente defensivas contra su vecino del sur, y que él seguía contando con que el káiser presionara al Imperio austrohúngaro para que hablase con Rusia. «De modo que nos llevan casi una semana de ventaja —garabateó furiosamente Guillermo—. No puedo acceder a ninguna otra mediación, puesto que el zar que la solicita al mismo tiempo se ha movilizado en secreto a mis espaldas. ¡Es solo una maniobra, para que nos demoremos y así aumentar la ventaja que ya tienen!»[11].
El gobierno de Nicolás recibió consternado la noticia de su decisión. El Imperio austrohúngaro no daba señales de querer retractarse respecto a Serbia, y Alemania parecía abocada a una movilización general. Una parcial dejaría a Rusia peligrosamente expuesta. De hecho, como argumentara convincentemente el general Yuri Danílov, intendente general, esta introduciría «gérmenes de vacilación y desorden en un terreno en el que todo debía estar basado en cálculos previos de una precisión máxima»[12]. En la mañana del 30 de julio, Sujomlínov y Yanushkevich le suplicaron por teléfono al zar que ordenara mejor una movilización general. Nicolás respondió categóricamente que no cambiaría de opinión. Entonces Sazónov se puso al teléfono y le solicitó al zar verlo en persona aquella tarde. Nicolás respondió que su agenda estaba llena, pero que podía intentar atender al ministro de Asuntos Exteriores a las tres. Llegado el momento, los dos hombres hablaron durante casi una hora. Nicolás, que tenía un aspecto demacrado, estaba irritable y nervioso, y en un determinado momento dijo bruscamente: «La decisión es solo mía». Sazónov, según se comentó en la alta sociedad de San Petersburgo, venció finalmente la resistencia de su gobernante diciéndole que, dado el estado de la opinión pública rusa, la guerra contra Alemania era el único modo de que Nicolás salvase su propia vida y preservase su trono para legárselo a su hijo. El zar accedió a que al día siguiente se pusiese en marcha una movilización general. Sazónov llamó a Yanushkevich para darle la noticia y luego le dijo: «Rompe tu teléfono»[13].
Desde Berlín, el gobierno alemán había estado vigilando de cerca los acontecimientos de Rusia. El káiser se enfureció con la noticia de los preparativos militares rusos, considerándolos un acto de traición, aun cuando todavía iban dirigidos solo contra el Imperio austrohúngaro. Culpaba a Francia y a Gran Bretaña, y a su tío muerto Eduardo VII, de haber seducido al zar y haberlo alejado de su alianza legítima. Guillermo declaró que destruiría el imperio británico y convocaría a sus amigos del mundo musulmán para que librasen contra él una yihad. (En esto último, al menos cumpliría su palabra). «Pues si hemos de desangrarnos hasta la muerte, Gran Bretaña por lo menos perderá la India»[14]. Mientras algunos en el alto mando, Falkenhayn por ejemplo, pedían la movilización —que en el caso de Alemania llevaría inexorablemente a combatir—, otros se oponían a ella. Moltke en un principio no creía que la situación fuese lo bastante seria y Bethmann estaba a favor de dilatar el proceso, a fin de que Alemania pareciera la víctima de la agresión. Bethmann le dijo al embajador británico el 28 de julio que eran las medidas militares de Rusia lo que se estaba convirtiendo en un obstáculo insalvable para un posible acuerdo pacífico entre el Imperio austrohúngaro en los Balcanes, y que además constituían una amenaza contra la propia Alemania. El 29 de julio, mientras el gobierno ruso se debatía entre llevar o no a cabo una movilización general, Bethmann envió un telegrama a su embajador en San Petersburgo: «Tenga la bondad de explicarle muy seriamente a Sazónov que, de seguir adelante con la movilización rusa, nos obligará a nosotros a movilizarnos también, y que entonces será muy difícil evitar una guerra europea»[15].
El consejo de ministros británico se reunió a las once y media de la mañana del 29 de julio para discutir la declaración de guerra del Imperio austrohúngaro contra Serbia, y también dedicó un tiempo considerable a las obligaciones de Gran Bretaña para con Bélgica, a raíz del tratado de Londres de 1839 que garantizaba la neutralidad e independencia de este pequeño país. (Los otros firmantes fueron Francia, Austria, Rusia y Prusia, habiendo asumido Alemania las obligaciones de esta última a partir de 1871). John Burns, el presidente de la cámara de industria y comercio y uno de los liberales radicales que se oponían firmemente a la guerra, anotó en su diario: «Situación revisada seriamente desde todo punto de vista. Se decidió no decidir nada». Se le pidió a Grey que les dijese a Cambon y a Lichnowsky que «en esta fase no nos era posible comprometernos por adelantado, ni mantenernos al margen a toda costa, ni involucrarnos en cualquier circunstancia»[16]. El gabinete tomó, sin embargo, dos decisiones importantes. La primera: Churchill fue autorizado a enviar cables para una movilización preliminar de la armada. Aquella noche la flota zarpó hacia el norte con las luces apagadas, cruzando el canal de la Mancha hacia sus posiciones de combate en el mar del Norte. Y la segunda: el gobierno decretó una «fase preventiva» para las fuerzas armadas en Gran Bretaña, tal como estipulaba su nueva guía de guerra. Era obvio que nadie sabía con exactitud cómo iniciar el proceso, y se produjo un momento de confusión que degeneró en consternación cuando se supo que el ejército territorial había sido activado, cosa sumamente inusual en tiempo de paz. El gobierno se apresuró a anunciar en los periódicos que Gran Bretaña no se estaba movilizando: «Las únicas órdenes que se han dado son puramente preventivas y de carácter defensivo»[17].
Grey se reunió con Paul Cambon y con Lichnowsky inmediatamente después de la reunión del gabinete. Con Cambon hizo hincapié en la libertad de acción; pero con Lichnowsky fue más lejos de lo que había aprobado el gabinete, al advertirle de que el gobierno británico seguía confiando en una mediación del conflicto entre el Imperio austrohúngaro y Serbia, pero que si Rusia y Alemania se involucraban, el gobierno británico tendría que tomar una decisión rápida. «En tal caso —prosiguió Grey—, no sería factible mantenernos al margen ni aguardar ni un minuto más». De la pluma de Guillermo manó un aluvión de notas tras leer el despacho del embajador ese misma noche: «¡Vulgar tramposo!», «¡Vulgar bellaco!», «Sinvergüenzas», «Menudo hatajo de tenderos miserables»[18].
En esta última fase de la crisis, tanto el káiser como Bethmann, que habían mediado en favor de la paz en las crisis anteriores, mostraron síntomas de la presión nerviosa a la que estaban sometidos de cara a la guerra. Francia había iniciado sus preparativos; Bélgica estaba llamando a sus reservistas y fortaleciendo sus defensas, especialmente alrededor de la fortaleza estratégica de Lieja; y la armada británica había partido hacia sus posiciones de combate. Lo más peligroso de todo era que Rusia avanzaba velozmente hacia la movilización total. El 29 de julio, Bethmann dio instrucciones a su primo, Pourtalès, embajador alemán en San Petersburgo, para que advirtiera a Sazónov de que, si Rusia seguía movilizándose, Alemania no tendría más remedio que hacer lo mismo. Pourtalès, hombre rico y afable que era un gran favorito del káiser, había estado enviando informes tranquilizadores a Berlín en el sentido de que Rusia solo estaba marcándose un farol. Ahora se hallaba él mismo en la incómoda posición de descubrir el suyo. Cuando Sazónov oyó esta amenaza, que Pourtalès prefirió calificar simplemente de «opinión amistosa», exclamó colérico: «Ahora no tengo ninguna duda sobre los verdaderos motivos de la intransigencia de Austria». Pourtalès protestó con vehemencia contra tan hiriente comentario. Sazónov respondió mordazmente que Alemania aún tendría la oportunidad de demostrarle que estaba equivocado[19].
Ese mismo día Bethmann, que hasta ese momento había rechazado las solicitudes británicas o rusas de que presionase al Imperio austrohúngaro para que transigiese, cambió completamente de postura y lo instó a aceptar una mediación. Hasta qué punto fue un intento sincero por preservar la paz sigue siendo objeto de debate; Bethmann también estaba atento a la opinión pública alemana, así como a la de los otros países. Gran parte de la derecha nacionalista se inclinaba abiertamente a favor de la guerra, incluso de una guerra preventiva, mientras que muchos moderados se mostraban dispuestos a apoyar una guerra defensiva. La prensa de derechas y la liberal empleaban cada vez más el lenguaje del honor y el sacrificio, y pintaban los horrores del despotismo ruso y su salvajismo «asiático» cayendo sobre Alemania, con las mujeres y los niños a merced de los cosacos bestiales[20]. Con todo, el sentimiento antibélico seguía siendo poderoso entre las clases trabajadoras. En aquella semana hubo grandes manifestaciones a favor de la paz en todo el país, en las que participaron unas setecientas cincuenta mil personas; solo en Berlín, tomaron las calles unas cien mil, más de las que habían acudido a las marchas patrióticas[21]. No obstante, Bethmann confiaba —como finalmente ocurrió— en que los trabajadores y sus líderes del partido socialdemócrata defenderían su patria si esta era atacada por Rusia. En consecuencia, se opuso firmemente a las propuestas del káiser y de los derechistas de aprovechar la crisis y utilizar el ejército para tomar medidas enérgicas contra el partido socialdemócrata[22].
Bethmann, sin embargo, le pidió a Tschirschky, su embajador en Viena, que recomendase enérgicamente al gobierno austrohúngaro que aceptase la mediación. Para entonces, Bethmann ya había visto la advertencia enviada por Lichnowsky de que Gran Bretaña podría intervenir, y su ánimo era lúgubre. No obstante, tenía pocas esperanzas de convencer al gobierno del Imperio austrohúngaro. En la mañana del 30 de julio, Berchtold dijo simplemente que las operaciones militares contra Serbia ya estaban demasiado avanzadas y que cualquier intento por detenerlas de golpe, con un alto en Belgrado, estaba fuera de toda discusión, dado el estado de la opinión pública y el sentimiento entre los militares[23]. Tampoco causó el menor impacto una apelación directa de Guillermo a Francisco José, en la que se hacía eco de la propuesta de Bethmann para un alto en Belgrado y una mediación. Lo que tal vez no supieran el káiser y Bethmann era que los militares alemanes estaban enviando en aquel momento un mensaje muy diferente, exhortando a sus homólogos del Imperio austrohúngaro a que su movilización fuese general y a que trasladasen fuerzas hasta la frontera rusa. Posteriormente, esa misma noche del 30 de julio Moltke envió un telegrama emotivo a Conrad que decía entre otras cosas: «El Imperio austrohúngaro debe ser preservado, movilizaos enseguida contra Rusia. Alemania se movilizará»[24].
Los mensajes contradictorios que llegaban desde Berlín hacían temblar al gobierno austrohúngaro, que se hallaba bajo intensas presiones internacionales para que aceptase una mediación, y que temía que Alemania le retirase su apoyo tal como había hecho en la crisis bosnia y, más recientemente, en las dos guerras balcánicas. «¿Quién manda en Berlín? ¿Moltke o Bethmann?», preguntaba Berchtold tembloroso a sus colegas. Optó por creer que era Moltke, y dijo: «Tuve la impresión de que Alemania se batía en retirada; pero ahora cuento con un pronunciamiento muy tranquilizador del alto mando militar responsable»[25]. En su reunión de la mañana del 31 de julio, el consejo de ministros comunes descartó categóricamente las propuestas provenientes de Gran Bretaña de un alto en Belgrado y una mediación internacional. Rusia, dijo Berchtold, solo emergería como la salvadora de Serbia; el ejército de Serbia permanecería intacto, y el Imperio austrohúngaro quedaría en una posición más débil para lidiar con Serbia en el futuro. El conde Joseph Stürgkh, primer ministro austriaco, y Bilinski, ministro común de Finanzas, se refirieron con rencor a la otra mediación que había tenido lugar durante la primera y la segunda guerras balcánicas, cuando el Imperio austrohúngaro se vio obligado a echarse atrás. «El pueblo entero —dijo Bilinski— se rebelaría si llegara a repetirse aquella farsa política»[26]. No estando ya Francisco Fernando para oponerse a las voces que llamaban a la guerra, y con Conrad diciéndole «la monarquía está en juego», ese mismo día el viejo emperador firmó la orden para una movilización general de las fuerzas del Imperio austrohúngaro[27]. Berchtold las calificó, ante el mundo, de «contramedidas militares defensivas en Galitzia a las que nos ha obligado la movilización rusa»; y dijo que el Imperio austrohúngaro se detendría tan pronto lo hiciera Rusia[28]. Acababa de darse otro paso gigantesco hacia una guerra europea.
Puede que Bethmann, durante aquellos dos últimos días de julio, no pretendiera realmente que el Imperio austrohúngaro negociase, pero abrigaba aún la esperanza de convencer a Gran Bretaña de que permaneciera neutral; como él mismo le dijera a Falkenhayn, que lo anotó en su diario: «Esto último era deseable porque, en opinión del canciller, Gran Bretaña no podría tomar partido por Rusia si esta última desataba una guerra general atacando a Austria»[29]. Los alemanes llegaron a creer que esto tal vez fuese posible, porque el hermano del káiser, el príncipe Enrique, había desayunado con Jorge V a principios de semana y el rey, según se informó a Berlín, había dicho: «Haremos cuanto podamos por mantenernos al margen y permanecer neutrales»[30]. El 29 de julio Bethmann también le hizo a Gran Bretaña una propuesta de neutralidad que pudiera ser vista además como un genuino esfuerzo por evitar una guerra general, o simplemente como un intento más de presentar a Alemania como la parte inocente. Esa misma noche, más tarde, Bethmann se reunió con el embajador británico en Berlín, sir Edward Goschen, quien informó de inmediato a Londres acerca de aquella conversación. Tal vez la guerra fuese inevitable entre Rusia, de una parte, y Alemania y el Imperio austrohúngaro, de la otra, dijo el canciller, pero él esperaba que Gran Bretaña permaneciese neutral. Después de todo, su principal interés en el continente era no ver aplastada a Francia. A cambio de una garantía de neutralidad por parte de Gran Bretaña, Alemania estaba dispuesta a prometer que no le quitaría a Francia ningún territorio, aunque tal vez se hiciese con algunas de sus colonias. Ni tampoco invadiría Holanda. «En cuanto a Bélgica —informaba Goschen a Londres—, su excelencia no sabría decir a qué operaciones podría verse obligada Alemania por la acción de Francia; pero sí cabe afirmar que, siempre que Bélgica no tomare partido contra Alemania, su integridad sería respetada al término de la guerra». Bethmann concluía diciendo que él esperaba que este acuerdo entre Gran Bretaña y Alemania llevara a la mejora de las relaciones, como siempre había sido su objetivo.
Su oferta fue recibida con desdén en Londres, tras la lectura del telegrama de Goschen a la mañana siguiente. Reflejando la tendencia fuertemente antialemana del ministerio de Asuntos Exteriores, Crowe anotó: «El único comentario que merecen estas insólitas propuestas es que desacreditan al estadista que las formula […]. Es evidente que Alemania está prácticamente decidida a ir a la guerra, y que la única influencia que la ha contenido hasta ahora es el miedo a que Gran Bretaña se involucre en defensa de Francia y Bélgica»[31]. Grey se puso lívido de cólera al enterarse del intento de Bethmann, y el lenguaje de la respuesta que le envió al embajador británico en Berlín esa misma tarde fue el más fuerte que jamás se permitió emplear. La propuesta de que Gran Bretaña acatase la violación de la neutralidad belga por parte de Alemania y que permaneciese neutral mientras esta derrotaba a Francia era «inaceptable». Y, proseguía Grey, «para nosotros, hacer este trato con Alemania a expensas de Francia sería un deshonor del que jamás se recuperaría el buen nombre de este país»[32].
Crecían las presiones sobre los británicos para que declarasen cuál era su posición. En París, Poincaré le dijo a Bertie, el embajador británico, que, de estallar una guerra en el continente, Gran Bretaña casi con certeza intervendría para proteger sus intereses; y si así lo declarase ahora, Alemania casi con certeza se abstendría de atacar a sus vecinos. Paul Cambon, cada vez más desesperado, asediaba a sus amigos en el ministerio de Asuntos Exteriores y visitaba a Grey para recordarle que habían intercambiado cartas en noviembre de 1912 prometiendo que, en medio de una crisis grave, sus países se consultarían las medidas que pudieran tomar conjuntamente. El gabinete británico, sin embargo, no lograba decidirse sobre qué política adoptar si estallase una guerra en el continente. El comité de asuntos exteriores del partido liberal, que desde hacía tiempo criticaba a Grey y desconfiaba de su secretismo respecto a los compromisos para con Francia, amenazó a Asquith con retirarle su apoyo si se tomaba la decisión de que Gran Bretaña interviniese. Uno de sus miembros le escribió a Asquith alegando que hasta nueve de cada diez diputados liberales se volverían contra el gobierno. Por otra parte, Grey y sus colegas liberales imperialistas se negarían probablemente a pertenecer a un gobierno que no respaldase a Francia. Los líderes liberales temían, con razones sólidas, que el gobierno pudiera caer, dejando el camino libre para que tomasen el poder los conservadores[33].
El 31 de julio, viernes, el consejo de ministros volvió a reunirse, para decidir tan solo que no podía prometerle nada a Cambon. Rusia ya se estaba movilizando y, aunque ellos no podían saberlo, el Imperio austrohúngaro estaba a punto de decretar su movilización general, en tanto que Alemania daba los primeros pasos para la suya. Grey continuó insistiendo en que Gran Bretaña seguía siendo completamente libre de decidir lo que haría[34]. Eyre Crowe disentía. En un enérgico memorándum de ese mismo día, argumentaba:
«La teoría de que Gran Bretaña no puede implicarse en una gran guerra supone su abdicación como estado independiente. Puede ser doblegada y forzada a obedecer la voluntad de cualquier potencia o grupo de potencias que sí pueden ir a la guerra, y de estas hay varias […]. La política de la entente no tiene ningún sentido si no implica que en una querella justa Gran Bretaña apoyará a sus amigos. Esta honrosa expectativa ha surgido. No podemos repudiarla sin exponer nuestro buen nombre a graves críticas»[35].
Fuera del pequeño círculo de quienes controlaban el destino de Gran Bretaña, la opinión pública también estaba dividida; pero parecía ir inclinándose por la intervención. The Times, por ejemplo, alegaba ahora que Gran Bretaña tenía una obligación moral con Francia y Rusia, y que, además, no podía cruzarse de brazos mientras el equilibrio de poder en el continente se alteraba a favor de Alemania[36].
Mientras Gran Bretaña se debatía entre estos dilemas, Alemania tomaba su decisión fatal de empezar a movilizarse. Esto era especialmente peligroso para la paz de Europa, porque la movilización alemana era diferente de todas las demás. Sus perfectas y bellamente coordinadas etapas —desde declarar el estado de sitio o «amenaza de guerra inminente», hasta ordenar una movilización completa y organizar a los hombres en sus unidades y con sus suministros, para finalmente lanzar sus ejércitos contra las fronteras— eran prácticamente imposibles de detener una vez iniciadas. Y el ejército siempre estaba listo, incluso en tiempo de paz, para entrar en acción de un momento a otro; la oficina de comunicaciones del estado mayor funcionaba día y noche, tenía su propia central telefónica y estaba conectada directamente con la central de correos y la oficina de telégrafos[37]. Para Alemania la movilización no era una herramienta diplomática: era la guerra misma. Aunque Bethmann y el káiser se habían resistido a las presiones del ejército por poner en marcha este proceso, el 31 de julio los militares ya estaban tomando la iniciativa. Bethmann aceptó esta transferencia de poderes con resignación; según informó el representante de Sajonia en Berlín, el canciller dijo: «El control ha escapado de las manos de los monarcas y los estadistas responsables, para que esta loca guerra europea pueda llevarse a cabo sin que ni los gobernantes ni sus pueblos la deseen»[38].
Un factor decisivo fue que Moltke, que hasta entonces había estado de acuerdo con que la movilización podía esperar, había cambiado de repente su postura la noche anterior. Falkenhayn escribió en su diario: «Sus cambio de humor son difíciles, o imposibles, de explicar»[39]. Pero en realidad Moltke tenía buenas razones: Alemania necesitaba estar lista para tomar Lieja antes de declarar la guerra, y él había recibido informes de que los belgas estaban reforzándola a toda prisa. (Moltke nunca había informado a los civiles de esta parte de los planes de guerra alemanes)[40]. Puede ser también que simplemente ya no aguantara el estrés de la indecisión. El 30 de julio, tras «interminables negociaciones» entre Bethmann y Falkenhayn, se tomó la decisión de anunciar el «estado de amenaza de guerra inminente», la necesaria fase preliminar de la movilización, al mediodía siguiente, se hubiese movilizado Rusia o no. A medianoche, uno de sus coadjutores encontró a Moltke visiblemente agitado, redactando una proclama para el káiser. Tenía miedo, dijo el jefe del estado mayor, de que Gran Bretaña interviniese y el conflicto se hiciese internacional. «Pocos podrán hacerse una idea de la magnitud, la duración y el desenlace de esta guerra»[41].
Cuando llegó la confirmación de la movilización rusa, poco antes del mediodía del 31 de julio, Bethmann telefoneó a Guillermo y obtuvo su permiso para proclamar el «estado de amenaza de guerra inminente». En el ministerio de la Guerra, en Berlín, el agregado militar de Baviera escribió en su diario: «Por todas partes rostros radiantes, apretones de manos en los pasillos; uno se felicita por haber dado ese difícil paso». El embajador bávaro cablegrafió a Múnich diciendo: «Estado mayor contempla guerra contra Francia con gran seguridad, espera derrotar Francia en cuatro semanas»[42]. El público alemán se enteró de la decisión alrededor de las cuatro de la tarde, a la vieja usanza prusiana: un destacamento de soldados salió marchando del palacio en Berlín y se detuvo en el Unter den Linden, el gran bulevar. Los tamborileros batieron sus instrumentos en dirección a los cuatro puntos cardinales, y un oficial leyó en voz alta la proclama. El gobierno alemán también envió un ultimátum a Rusia —que se sabía sería rechazado casi con certeza—, exigiéndole que detuviese cualquier preparativo de guerra contra Alemania y el Imperio austrohúngaro en menos de doce horas. Cuando Bethmann se reunió con los representantes de todos los estados alemanes a la mañana siguiente para pedirles que aprobasen una guerra si Rusia se negaba a echarse atrás, les aseguró que hasta el último momento había buscado la paz: «Pero no podemos tolerar la provocación de Rusia, si no queremos abdicar de nuestra condición de gran potencia en Europa»[43]. Un segundo ultimátum fue enviado a Francia, dándole dieciocho horas para que prometiese permanecer neutral ante cualquier conflicto. Como prueba de su disposición a cumplir tal promesa, Francia debería entregar sus fortalezas fronterizas estratégicas de Toul y Verdún. (Alemania prometía devolverlas en buenas condiciones al finalizar su guerra contra Rusia). Alemania envió también telegramas a Grecia, Rumanía y el Imperio otomano, preguntándoles qué deseaban para unirse a la triple alianza en la guerra que se avecinaba.
Mientras Alemania se preparaba para una guerra en dos frentes, las acciones de su aliado más importante le generaban preocupaciones, pues el Imperio austrohúngaro trasladó la parte ya movilizada de su ejército, unos dos quintos del total, hacia Serbia, a pesar de los informes que comenzaron a llegar a partir del 27 de julio de un incremento de la actividad militar rusa[44]. Aun después de la orden de movilización general del 31 de julio, un número sustancial de tropas austrohúngaras continuaba avanzando hacia el sur e internándose en los Balcanes. Al parecer, Conrad, con el espíritu quimérico que caracterizó tantas de sus decisiones, esperaba que Rusia llevara sus fuerzas hasta las fronteras austrohúngaras y se limitase a esperar allí mientras él derrotaba rápidamente a Serbia[45]. Esto no era lo que Alemania tenía en mente ni lo que Alemania necesitaba.
Como a menudo ocurre en las alianzas, la guerra había puesto de relieve los intereses divergentes de las partes. El Imperio austrohúngaro, aunque había prometido en tiempo de paz atacar a Rusia lo antes posible, estaba obsesionado con destruir Serbia. Alemania, por su lado, no tenía intenciones de desviar fuerzas del oeste para proteger al Imperio austrohúngaro hasta que Francia estuviese derrotada. Era esencial desde el punto de vista alemán que el Imperio austrohúngaro enviase cuantas fuerzas pudiese hacia el norte, contra Rusia. Moltke estaba ya pidiendo con insistencia a Conrad, su homólogo austriaco, que desplazase sus fuerzas hacia el norte y hacia el este, y el 31 de julio el káiser le envió un enérgico telegrama a Francisco José, diciéndole: «En esta gran lucha es de primera importancia que Austria movilice sus fuerzas principales contra Rusia y no se fragmente en ninguna ofensiva simultánea contra Serbia». Y después: «En esta lucha gigantesca en la que estamos hombro con hombro, Serbia juega un papel muy secundario, que únicamente exige un mínimo indispensable de medidas defensivas»[46]. Conrad, sin embargo, no desplazó sus tropas del sur hacia el norte hasta el 4 de agosto; esta decisión conduciría al Imperio austrohúngaro al desastre militar.
Hacia la tarde del 1 de agosto, sábado, Rusia aún no había dado respuesta al ultimátum alemán. Las manifestaciones patrióticas de comienzos de semana habían ido amainando, y el público alemán aguardaba ansioso, e incluso deprimido, el desarrollo de los acontecimientos. Un periodista informó de que, en Fráncfort, «se cierne cubriéndolo todo una enorme seriedad, una calma aterradora». Las amas de casa comenzaron a acaparar provisiones y se desató el pánico bancario cuando el público empezó a sacar sus ahorros. El káiser estaba ahora muy presionado para que declarase una movilización total por parte de sus generales, que veían que el tiempo se escapaba mientras crecían los ejércitos de Rusia; y también por parte de su mujer, que lo instaba a portarse como un hombre. Firmó la orden a las cinco de la tarde[47]. Poco después, pronunció un discurso desde el balcón de su palacio berlinés: «Desde lo hondo de mi corazón agradezco vuestras expresiones de amor, de fidelidad. En la batalla que hoy tenemos por delante, ya no veo partidos en mi Volk. Entre nosotros, no hay más que alemanes». Fue vitoreado, mucho más de lo usual; ahora los alemanes de todas las tendencias políticas estaban dispuestos a defender su patria contra los rusos, que fueron señalados entonces como el enemigo principal. A pesar del posterior mito nacionalista de que el entusiasmo patriótico experimentó un enorme auge cuando la guerra se hizo realidad, parece que el ánimo popular fue más de resignación que de otra cosa[48].
Poco después de que el káiser firmara la orden de movilización general, llegó un telegrama de Lichnowsky. Según el embajador, Gran Bretaña había prometido permanecer neutral si Alemania no atacaba a Francia. La noticia, dijo un observador, cayó «como una bomba». El káiser y acaso Bethmann se sintieron aliviados. Volviéndose a Moltke, Guillermo dijo alegremente: «¡Entonces simplemente desplegamos todo el ejército en el este!». La atmósfera en la sala se caldeó rápidamente. Moltke se negó a contemplar la posibilidad de desplegarse solo contra Rusia. El despliegue en el oeste no podía detenerse sin trastocar los planes y anular toda posibilidad de éxito en la inminente guerra contra Francia. «Además —añadió—, nuestras patrullas ya han entrado en Luxemburgo, y la división de Trier debe seguirlas inmediatamente». Y le dijo sin rodeos al káiser: «Si Su Majestad insiste en conducir a todo el ejército hacia el este, entonces no tendrá un ejército listo para atacar, sino un montón desordenado de hombres armados sin suministros». Guillermo respondió: «Vuestro tío me habría dado otra respuesta»[49].
Hasta hoy se sigue debatiendo si Moltke tenía o no razón en que era demasiado tarde para que Alemania emprendiera una guerra de un solo frente. El general Groener, por entonces jefe del departamento ferroviario del estado mayor, sostuvo posteriormente que esto hubiera sido factible[50]. Llegado el momento, se optó por un término medio: continuaría el despliegue en dos frentes según lo planeado, pero los ejércitos alemanes en el oeste se detendrían justo antes de trasponer la frontera francesa hasta que la posición de Francia se aclarase. Moltke nunca logró reponerse de la paliza psicológica que recibió aquel día. Al regresar a su casa, recordaría su esposa, tras la petición del káiser de una movilización parcial, «me di cuenta enseguida de que había pasado algo terrible. Tenía el rostro violáceo, el pulso casi imperceptible. Vi ante mí a un hombre desesperado»[51].
Aquella misma noche llegó un segundo telegrama de Lichnowsky diciendo que su primer mensaje había sido un error; los británicos insistían en que no hubiese ninguna invasión alemana de Bélgica ni ningún ataque contra Francia, y que, además, las tropas designadas para atacar a Francia en el oeste no debían ser trasladadas hacia el este para ser empleadas contra Rusia. Cuando Moltke regresó al palacio real de Berlín pidiendo permiso para reanudar el movimiento contra Bélgica y Francia, el káiser, que ya se había acostado, le dijo secamente: «Ahora haga lo que le plazca; una cosa o la otra, no me importa», y se volvió a dormir[52]. Pero no hubo sueño posible aquel día fatídico para los ministros del káiser, que estuvieron debatiendo hasta el amanecer si hacía falta una declaración formal para iniciar la guerra contra Rusia. Moltke y Tirpitz no veían la necesidad, pero Bethmann, argumentando que «de otro modo no puedo contar con los socialistas», ganó la que sería una de sus últimas victorias sobre los militares[53]. Se redactó una declaración de guerra, que le fue enviada por cable a Pourtalès, en San Petersburgo. Con la decisión de Alemania de movilizarse, tres de las seis grandes potencias europeas habían iniciado sus movilizaciones generales y estaban, o bien formalmente en guerra, como el Imperio austrohúngaro, o a punto de entrar en ella, como Rusia y Alemania. De las tres restantes, Italia había optado por la neutralidad, Francia había decidido ignorar el ultimátum alemán e iniciar su propia movilización general el 2 de agosto, y Gran Bretaña aún no había decidido qué hacer.
El 1 de agosto fue el comienzo de un fin de semana festivo para los británicos. Muchas familias se habían ido a la costa, y en Londres el museo de Madame Tussaud anunciaba nuevas exposiciones de figuras de cera para los visitantes: «La crisis europea. Modelos realistas de Su Majestad el emperador de Austria, el rey Pedro de Serbia y otros soberanos de Europa. La crisis del autogobierno. Sir Edward Carson, Mr. John Redmond y otras celebridades. Retablos navales y militares. Música muy agradable. Refrigerios a precios populares»[54]. Los ánimos no estaban excesivamente festivos en las altas esferas de poder en Whitehall, y en esta ocasión Grey, a quien se veía cada vez más taciturno, no pudo escaparse a su cabaña campestre.
Las malas noticias se sucedían. La City de Londres entró en pánico. Los tipos de interés se había duplicado de la noche a la mañana y cientos de personas hacían cola en el patio del Banco de Inglaterra para cambiar sus billetes por oro. La bolsa había decidido cerrar hasta nuevo aviso (permanecería cerrada hasta enero del año siguiente). Lloyd George, como ministro de Hacienda, y Asquith se habían reunido con importantes hombres de negocios asegurándoles que el gobierno intervendría para estabilizar la economía en caso de que fuese necesario. Desde el continente llegaban informes de ejércitos en movimiento, e historias —que resultaron falsas— de que las tropas alemanas ya estaban cruzando la frontera francesa. En una carta privada a Nicolson, en el ministerio de Asuntos Exteriores, Goschen, el embajador británico en Berlín, escribió quejumbrosamente: «¡Esto es muy terrible! Todos mis sirvientes tendrán que marcharse y supongo que me quedaré solo con mi valet inglés y mi aide-cuisinier suizo. Espero que no estés tan cansado como yo»[55].
El gabinete se reunió en las últimas horas de la mañana del sábado 1 de agosto. «Puedo decir con toda franqueza que nunca me he sentido más decepcionado», le escribió luego Asquith a Venetia Stanley; pero se refería a que no podría verse con ella durante la semana. La crisis internacional, proseguía diciendo, no se hallaba más próxima a una solución y el gabinete seguía sin decidir qué hacer. Aquella mañana un grupo seguía aferrado a lo que Asquith describía en su carta como «la táctica del Manchester Guardian» —que Gran Bretaña declarase que no intervendría en una guerra continental bajo ninguna circunstancia—, mientras que en el otro bando Grey y sus partidarios, como Churchill y el propio Asquith, se negaban a descartar la guerra. Grey había vuelto a insinuar que dimitiría si el gabinete adoptaba una política no intervencionista firme. En el medio, e indeciso hasta el momento, estaba la figura capital de Lloyd George, cuyo temperamento lo inclinaba a la paz, pero que poseía una aguda conciencia de la necesidad de que Gran Bretaña conservase su posición como gran potencia. La reunión logró acordar únicamente que no pediría la aprobación del parlamento para enviar la fuerza expedicionaria británica a Francia[56].
Tras la reunión del gabinete, Grey se entrevistó con Cambon, quien había estado esperando ansiosamente en el ministerio de Asuntos Exteriores la noticia de las intenciones de Gran Bretaña. El embajador francés señaló el grave peligro a que ahora se enfrentaba su país, con los ejércitos alemanes por tierra y la armada alemana amenazando las costas atlánticas, que Francia había dejado desprotegidas —lo cual resultaba algo exagerado de su parte— por culpa del acuerdo con Gran Bretaña en el que esta se había comprometido a protegerlas. Grey no le ofreció mucho consuelo, aduciendo una vez más la libertad de acción de Gran Bretaña. Sin embargo, la neutralidad de Bélgica era importante para los británicos, y el ministro de Asuntos Exteriores se proponía preguntar el lunes a la cámara de los comunes si el gabinete había tomado una decisión, para afirmar que Gran Bretaña no permitiría una violación de esa neutralidad. Cambon señaló que la opinión pública francesa iba a quedar muy defraudada por la tardanza de Gran Bretaña en responder, y, según el testimonio de Grey de esa entrevista, pronunció una advertencia: «Si no ayudáramos a Francia, la entente desaparecería; y, ya fuese Alemania, o Francia y Rusia, quienes se hiciesen con la victoria, nuestra situación al terminar la guerra resultaría muy incómoda»[57]. Cambon llegó después tambaleándose y con el rostro lívido hasta la oficina de Nicolson, y solo atinó a decir: «Van a abandonarnos, van a abandonarnos», (ils vont nous lâcher, ils vont nous lâcher)[58]. A un amistoso periodista británico que lo visitó en la embajada francesa, le dijo: «Me pregunto si la palabra “honor” debería ser borrada del vocabulario inglés». Nicolson corrió escaleras arriba para preguntarle a Grey si era cierto lo que Cambon decía respecto a la reunión entre ambos. Cuando Grey le dijo que sí lo era, Nicolson le respondió amargamente: «Seremos […] la comidilla entre las naciones», y objetó que el ministro de Asuntos Exteriores siempre le había dado a Cambon la impresión de que, si Alemania fuese el agresor, Gran Bretaña tomaría partido por Francia. «Sí —respondió Grey—, pero no hay nada por escrito»[59]. Aquella noche, Crowe, que era un firme defensor de la intervención en el ministerio de Asuntos Exteriores, le escribió a su esposa: «El gobierno ha decidido finalmente salir corriendo y abandonar a Francia cuando más nos necesita. La indignación en el ministerio es tal que prácticamente todo el mundo quiere renunciar antes que servir a tan deshonroso gobierno de cobardes»[60].
Ese mismo día, en el otro extremo de Europa, Rusia y Alemania rompían relaciones. (El Imperio austrohúngaro, soñando aún con aplastar a Serbia, no emitiría su propia declaración de guerra contra Rusia hasta el 6 de agosto). A las seis de la tarde, el embajador alemán Pourtalès, conmocionado, le preguntó tres veces a Sazónov si Rusia accedería a la demanda de Alemania de detener su movilización. Sazónov le contestó las tres veces que Rusia seguía dispuesta a negociar, pero que las órdenes no podían ser revocadas. «No tengo —le dijo— otra respuesta que darle». Entonces Pourtalès respiró hondo y dijo trabajosamente: «En ese caso, señor, mi gobierno me ha dado instrucciones de entregarle esta nota». Con manos temblorosas, le pasó la declaración de guerra, y luego se acercó a la ventana y lloró. «Nunca hubiera creído —dijo a Sazónov— que abandonaría San Petersburgo bajo estas circunstancias». Los dos hombres se abrazaron. A la mañana siguiente, el personal de la embajada alemana, junto con los representantes de los distintos estados alemanes, partieron en un tren especial desde la misma estación de Finlandia a la que llegaría Lenin tres años después para iniciar su revolución[61]. Sazónov telefoneó al zar para comunicarle que la ruptura era un hecho. Nicolás dijo tan solo: «Mi conciencia está limpia. Hice todo lo que estaba en mi mano por evitar la guerra»[62]. Su familia lo esperaba angustiada para cenar. Nicolás llegó, muy pálido, y les dijo que Rusia y Alemania estaban ahora en guerra. «Al escuchar la noticia —recordaría uno de los preceptores de sus hijos—, la emperatriz empezó a llorar, y las grandes duquesas, viendo la desesperación de su madre, también prorrumpieron en llanto»[63]. Hubo muchas más lágrimas en Europa aquel día; aunque sin punto de comparación con las que estaban por venir, cuando empezara a percibirse la inminencia de la guerra y los reclutas marcharan para unirse a sus regimientos.
El movimiento internacional por la paz había seguido con horror el rápido declive hacia la guerra y se habían organizado manifestaciones a favor de la paz en varias capitales europeas, sin efecto alguno. Jean Jaurès, el gran socialista francés, había venido trabajando sin descanso, conforme la crisis se agravaba, para mantener a las clases trabajadoras unidas en la lucha contra la guerra. «¡Sus corazones han de latir al unísono para impedir este horrible desastre!», dijo el 25 de julio en su último discurso en Francia[64]. El 29 de julio, Jaurès se unió a los representantes de los partidos socialistas de Europa en Bruselas, en un último intento por celebrar juntos la segunda Internacional. Seguían llamándose camaradas, y el líder del partido socialdemócrata alemán abrazó a Jaurès; pero se estaba haciendo evidente que el nacionalismo, que siempre había amenazado la unidad de la segunda Internacional, estaba a punto de romperla, ahora que las clases trabajadoras se volvían hacia la defensa de sus respectivos países y sus partidos se disponían a votar junto con el gobierno a favor de los créditos de guerra. Después de muchos debates, lo único que se decidió fue adelantar el congreso plenario que iba a haber más avanzado el verano al 9 de agosto, y celebrarlo en París en lugar de en Viena como estaba previsto. Los delegados británicos se quejaron de que entonces no habría tiempo para que los australianos pudiesen asistir. Jaurès estaba preocupado y triste, y sufría un tremendo dolor de cabeza. No obstante, pronunció un discurso aquella noche, ante una enorme asamblea en el Cirque Royale, la mayor sala de conciertos de Bruselas. Allí, una vez más, advirtió del espantoso destino de muerte, destrucción y enfermedades que aguardaba a Europa, a menos que todos trabajasen por evitar la guerra. A la mañana siguiente, se sentía más animado y le dijo a un amigo socialista belga: «Habrá sus altibajos. Pero es imposible que las cosas no terminen bien. Tengo dos horas antes de tomar el tren. Vayamos al museo a ver a vuestros primitivos flamencos»[65].
De regreso en París el 30 de julio, Jaurès continuó luchando como siempre, escribiendo sus columnas para el periódico de izquierdas L’Humanité, organizando mítines e intentando entrevistarse con ministros. Mientras Jaurès tomaba un trago con unos amigos aquella misma noche en su café favorito, nadie notó al joven con barba que rondaba por la acera de enfrente. Raoul Villain, un nacionalista ferviente y fanático, había decidido que Jaurès era un traidor por su internacionalismo y su pacifismo. Llevaba un revólver, pero no lo utilizó aquella noche. Al día siguiente, Jaurès consiguió una reunión con Abel Ferry, el viceministro de Asuntos Exteriores, que le dijo sin rodeos que no había nada que hacer para evitar la guerra. Jaurès reaccionó como si le hubieran dado un mazazo, pero dijo que continuaría la lucha por la paz. «Usted será asesinado en la primera esquina», le advirtió Ferry. Aquella noche Jaurès y un puñado de amigos pararon de nuevo en un café para cenar antes de continuar su labor. Se sentaron junto a una ventana abierta para tomar un poco el aire, pues la noche era tórrida. Villain apareció súbitamente junto al café y disparó dos veces; Jaurès murió casi al instante. Una placa señala todavía el sitio en el Café du Croissant, en la calle Montmartre[66].
La noticia de la muerte de Jaurès llegó a oídos del consejo de ministros francés en la noche del 31 de julio durante una nueva sesión de emergencia. Todos los ministros sentían la tensión. Las movilizaciones generales de Alemania y del Imperio austrohúngaro estaban ya confirmadas, y Joffre, el jefe del estado mayor, los bombardeaba con sus demandas de que Francia iniciase su propia movilización general, advirtiéndoles de que cada día de retraso ponía a Francia en una posición más peligrosa. Poincaré escribió en su diario que, aunque trataba de mantener una fachada fuerte ante los otros, se sentía profundamente perturbado. Su único respiro de las interminables reuniones llegaba cuando salía a pasear por los terrenos del Elíseo con su esposa. Mientras sus dos perros correteaban en torno a ellos, escribió Poincaré, «me preguntaba angustiado si realmente Europa sería víctima de una guerra general solo porque a Austria se le hubiera antojado buscar camorra con la espada de Guillermo II»[67]. El embajador alemán acababa de preguntarle al primer ministro francés si Francia permanecería neutral en una guerra entre Rusia y Alemania. Viviani dijo que daría una respuesta definitiva por la mañana. El embajador también preguntó si era cierto que Rusia había ordenado una movilización general, y Viviani respondió que no había sido informado de ello. La polémica continúa en torno a la cuestión de cuánta información tenían en ese momento los dirigentes franceses. Un telegrama de Paléologue con la noticia de la decisión de Rusia enviado esa mañana tardó unas doce horas en ser transmitido (un síntoma de cómo empezaban a deteriorarse las comunicaciones en toda Europa), de modo que puede que no llegase a tiempo para la reunión del consejo de ministros. En cualquier caso, la política del gobierno francés había sido la misma desde el comienzo de la crisis: garantizar que tanto Rusia como Francia aparecieran como el bando inocente frente a la agresión alemana. En los días anteriores, Poincaré y Viviani habían urgido reiteradamente a Rusia a que actuara con cautela y evitara todo acto de provocación[68]. Aunque no existen registros de las discusiones del gabinete aquella noche, cuando estas cesaron a eso de la medianoche se había tomado la decisión de iniciar al día siguiente la movilización. También se acordó prometerle a Gran Bretaña, en respuesta a una petición de Londres, que Francia respetaría la neutralidad belga. Messimy, el ministro de la Guerra, también fue a ver a Izvolski, el embajador ruso, para asegurarle que Francia combatiría junto a Rusia[69].
Cuando el gabinete volvió a reunirse en la mañana del 1 de agosto, Poincaré dijo que no podían seguir demorando una movilización general de las tropas francesas, y sus colegas, algunos de mala gana, estuvieron de acuerdo. Los telegramas, que ya habían sido redactados, se enviaron esa tarde, y en las ciudades y los pueblos de toda Francia la gente se aglomeraba para leer los pequeños anuncios azules que aparecieron pegados a los escaparates de las tiendas. En París, una inmensa multitud llenó la plaza de la Concordia. Algunos se abalanzaron sobre la estatua que representaba a Estrasburgo, la capital de la provincia perdida de Alsacia, y le arrancaron el velo negro que la cubría desde 1871. En un comunicado al pueblo francés que llamaba a la unidad nacional, Poincaré aseguró que su gobierno continuaba esforzándose al máximo por mantener la paz. Prometió que aquella movilización no era sinónimo de guerra. «A decir verdad —dijo un perspicaz observador—, nadie le creyó. Si no era la guerra, se trataba sin duda de algo terriblemente parecido a ella»[70]. Durante los días siguientes hubo trenes recogiendo jóvenes por toda Francia y llevándolos a las fronteras. El estado mayor había temido que quizá un diez por ciento de los reservistas se negaría a acatar las órdenes de movilización; pero solo dejó de presentarse menos del uno y medio por ciento[71].
El domingo 2 de agosto, Rusia, Alemania, el Imperio austrohúngaro y Francia ya se habían movilizado; Rusia y Alemania estaban oficialmente en guerra; y el Imperio austrohúngaro estaba en guerra con Serbia. Aquel día, tropas rusas de caballería traspusieron la frontera de Alemania, y tropas alemanas penetraron en Luxemburgo, justo al sur de Bélgica, pese a que las grandes potencias, Alemania entre ellas, habían garantizado que respetarían la neutralidad de este pequeño ducado. Italia, a todas luces, pretendía proclamarse neutral. Desde el otro lado del Atlántico, los estadounidenses lo observaban todo con una mezcla de asombro y espanto, y el presidente Wilson, que pasaba mucho tiempo junto al lecho de su esposa moribunda, envió a través de sus embajadores ofertas de mediación; pero era demasiado tarde y los europeos no estaban dispuestos a escucharlas. Solo faltaba un último gran paso en el camino de Europa hacia la guerra: la entrada de Gran Bretaña.
En aquella mañana de domingo, Lichnowsky, con los ojos anegados en lágrimas y con sus esperanzas de reconciliar a Alemania y Gran Bretaña destruidas, fue a ver a Asquith, mientras este desayunaba, para suplicarle que Gran Bretaña no cerrase filas con Francia; pero ya parecía demasiado tarde. La opinión pública británica se estaba endureciendo contra Alemania. Como escribiera ese día a un amigo lord Morley, ministro de la India y uno de los miembros del gabinete que más se oponía a la guerra: «las prepotentes acciones de Alemania estaban debilitando los esfuerzos pacifistas dentro del gabinete»[72]. Un factor más importante era que el creciente peligro de Bélgica estaba influyendo sobre el estado de opinión del gabinete como no lo habían hecho los preparativos de guerra alemanes contra Francia o Rusia. La geografía dictaba, desde hacía siglos, que Gran Bretaña no podía cruzarse de brazos mientras otra potencia se adueñaba de los Países Bajos, con sus estratégicos canales por los que trasegaban mercancías (y a menudo ejércitos) entre el continente y Gran Bretaña. El partido conservador se sumó a las presiones que recaían sobre Asquith mediante una carta del líder conservador Bonar Law, en la que este argumentaba que sería «fatal para el honor y la seguridad del Reino Unido titubear en apoyar a Francia y Rusia», y prometía al gobierno el pleno respaldo de su partido[73].
A las once de la mañana, el gabinete rompió todos los precedentes, al reunirse un domingo. Fue una sesión difícil y demostró cuán profundamente divididos seguían estando los ministros. Sin embargo, comenzaban a ser mayoría aquellos para quienes una violación de la neutralidad belga constituía un motivo para ir a la guerra. Todo lo que se acordó aquella mañana, no obstante, fue que Grey podía decirle a Cambon que Gran Bretaña no permitiría que la flota alemana atacase la costa septentrional de Francia. El consejo de ministros también ratificó la decisión de Churchill, tomada la noche anterior, de movilizar a la reserva naval, y se acordó celebrar otra reunión a las seis y media de la tarde. Varios pacifistas, y también Lloyd George, quien seguía sin tomar partido, almorzaron juntos. Grey se fue al zoológico de Londres durante una hora para mirar los pájaros, mientras Asquith robó unos instantes para escribirle a Venetia Stanley. «No recibí carta tuya esta mañana —se quejaba—, lo cual constituye el vacío más triste de mi jornada»[74]. El gabinete británico volvió a reunirse a las seis y media de la tarde, como se había acordado. Aunque Morley y John Burns, del departamento de industria y comercio, quienes a continuación dimitirían, seguían oponiéndose categóricamente a la guerra, Lloyd George estaba ahora más inclinado a apoyar a Bélgica. También era muy consciente del interés estratégico británico en mantener al continente libre de la dominación alemana. Ahora existía una mayoría provisional a favor de la intervención, en caso de producirse una violación «sustancial» de la neutralidad belga. Lo que podría consolidar un consenso era que Bélgica optase por ofrecer resistencia a Alemania y pedir ayuda[75].
A las siete de la tarde, hora británica, mientras Gran Bretaña debatía qué hacer en relación con la crisis europea, el embajador alemán en Bruselas visitó al ministro belga de Asuntos Exteriores, con un ultimátum que llevaba en su despacho desde el 29 de julio. El texto había sido redactado por Moltke, no por Bethmann, lo que suponía otro síntoma de que los militares estaban dirigiendo la política alemana, y afirmaba que su país poseía «información fidedigna» de que los franceses planeaban avanzar sobre Bélgica para atacar a Alemania. (En realidad, el gobierno francés le había dicho expresamente a Joffre que no podía entrar en Bélgica antes de que los alemanes lo hiciesen). El gobierno alemán no podía por menos que preocuparse de que Bélgica no fuera capaz de defenderse, dejando a Alemania a merced de los franceses. En aras de su propia seguridad, Alemania podría verse obligada a tomar medidas contra esta agresión francesa. «Por lo tanto, el gobierno alemán lamentaría profundamente que Bélgica considerara un acto de hostilidad hacia ella la entrada de Alemania en suelo belga, si llegara a verse obligada a ello por razones defensivas ante las acciones de sus adversarios». Alemania exigía de Bélgica una «neutralidad comprensiva», así como libertad de tránsito para las tropas alemanas a través de su territorio. A cambio, Alemania garantizaría la integridad e independencia de Bélgica al término de la guerra. El gobierno belga tenía doce horas para responder[76].
Bélgica siempre había preservado decididamente su neutralidad, rehusando contemplar alianzas militares con sus vecinos, pero preparándose para pelear con cualquiera de ellos si fuese necesario. Incluso en 1914, mientras las tropas alemanas avanzaban sobre el país, todavía había tropas belgas estacionadas en el sur y a lo largo de la costa para demostrar que Bélgica intentaba defender su neutralidad contra todo enemigo, incluido un improbable ataque de Francia o Gran Bretaña. La opinión pública belga, al menos hasta 1914, no había concentrado su atención en un único enemigo, ni amigo. Existía un viejo rencor contra Gran Bretaña por haber liderado la campaña internacional de finales de siglo contra los abominables abusos del avaricioso rey belga, Leopoldo II, en el Congo. El ministerio de Asuntos Exteriores belga y los círculos conservadores y católicos tendían a ser proalemanes, pero la principal influencia cultural la ejercía Francia[77]. Los belgas estaban orgullosos de su independencia y cuidaban su libertad como un tesoro. Las reformas militares y el aumento del presupuesto militar en 1913 estaban encaminados a proteger ambas. Como la probabilidad de una guerra entre Francia y Alemania era cada vez mayor, el gobierno belga alistó a más reclutas el 29 de julio y dio instrucciones al comandante de Lieja de redoblar las defensas de la gran fortaleza y sabotear los accesos por el lado este, en dirección a Alemania. El 31 de julio, el gobierno ordenó la movilización total del ejército belga.
Una vez traducido el ultimátum del alemán al francés, el gobierno belga tardó muy poco en tomar una decisión. El primer ministro, el barón Charles de Broqueville, y el rey, Alberto I, decidieron de inmediato que las demandas alemanas debían ser rechazadas. Los ministros del gobierno, reunidos apresuradamente en plena noche, estuvieron de acuerdo por unanimidad. Tal vez para sorpresa de ellos mismos, los belgas decidieron también sin vacilación ofrecer al avance alemán tanta resistencia como fuera posible. «¡Oh, pobres tontos!» —dijo un diplomático alemán al enterarse—. «¿Por qué no se apartan del camino de la apisonadora?». Cuando la noticia del rechazo del ultimátum, que se filtró gracias a un diplomático francés, apareció en los periódicos la mañana del 3 de agosto, el público belga dio muestras de aprobación. La bandera nacional ondeaba por doquier y se hablaba mucho del orgullo nacional belga. Como dijera el propio rey en su discurso a la nación: «Nos negamos a renunciar a nuestro honor»[78]. También ayudó el hecho de que Alberto fuera una figura muy respetada. Era distinto en todo a su tío, el difunto —y no llorado— Leopoldo: el nuevo rey era honrado, vivía modestamente y rodeado de dicha conyugal con su esposa alemana y sus tres hijos; y, en lugar de tener amantes adolescentes, gustaba de la lectura y el alpinismo. Cuando el rey y la reina abandonaron el palacio al día siguiente, para una sesión extraordinaria del parlamento, una enorme multitud los vitoreó y, al llegar a la cámara, los presentes se pusieron en pie para aplaudir. Todas las medidas propuestas por el gobierno, incluyendo los créditos de guerra, fueron aprobadas por unanimidad. El partido socialista emitió una declaración diciendo que sus miembros se estaban defendiendo contra la «barbarie militarista», y luchando por la libertad y la democracia[79].
En la mañana del lunes 3 de agosto, el consejo de ministros británico se reunió para analizar lo que Grey debía decir ante el parlamento aquella tarde, y también se decidió movilizar al ejército. Aunque los detalles no estaban todavía disponibles, la noticia del ultimátum alemán a Bélgica había llegado ya, así como un telegrama de Alberto a Jorge V solicitando ayuda británica. Desde el punto de vista británico, como escribiera más tarde Asquith a Venetia Stanley, la agresión de Alemania contra Bélgica «simplifica las cosas»[80]. Lloyd George, cuyo apoyo era esencial para mantener del lado del gobierno al ala izquierda del partido liberal, estaba ahora decididamente en el bando que abogaba por intervenir en respaldo de la neutralidad belga y del lado de Francia. Grey regresó al ministerio de Asuntos Exteriores alrededor de las dos de la tarde, esperando tomar un almuerzo rápido y trabajar en su discurso. Allí se encontró al embajador alemán, que lo esperaba para preguntarle cuál había sido la decisión del consejo de ministros. «¿Era una declaración de guerra?». Grey dijo que era más bien un «pliego de condiciones». Él no podía decirle a Lichnowsky cuáles eran estas antes de haber informado al parlamento. Lichnowsky le suplicó a Grey que la neutralidad belga no fuese una de tales condiciones. Grey se limitó a repetirle que no podía decir nada[81].
A las cuatro de la tarde Grey se puso en pie, pálido y cansado, ante la cámara de los comunes. «Su voz era clara —dijo un observador—, sin tonos emotivos; su lenguaje totalmente desnudo, preciso, simple, exacto, con una dignidad austera»[82]. Los bancos y pasillos estaban abarrotados y las galerías llenas de espectadores, entre ellos el arzobispo de Canterbury y el embajador ruso. Grey resaltó, como siempre, la absoluta libertad de acción de Gran Bretaña. Sin embargo, su amistad con Francia («y con Alemania», gritó un diputado) y su promesa de respetar la neutralidad de Bélgica habían creado «obligaciones de honor y de interés». Francia, dijo Grey, había confiado en Gran Bretaña hasta el punto de dejar indefensas sus costas atlánticas. «Que cada hombre consulte a su propio corazón y a sus propios sentimientos —prosiguió— e interprete por sí mismo la magnitud de esta obligación. Yo mismo la interpreto tal como la siento, pero no deseo imponer a nadie sino lo que le dicten sus sentimientos ante esta obligación». Grey conocía el terreno que pisaba. Gran Bretaña estaba ahora ante la disyuntiva, dijo, de aceptar sus obligaciones de honor e interés o de volverles la espalda. E incluso si Gran Bretaña se desentendía de la guerra, saldría de ella perdiendo, pues las arterias fundamentales de su comercio estaban en el continente, y sus costas quedarían amenazadas por el auge de la potencia que dominase Europa. «Estoy completamente seguro —concluyó— de que nuestra posición moral sería tal que habríamos perdido el respeto de todos». El clamor de los vítores ahogó sus últimas palabras. Bonar Law por los conservadores y John Redmond por los nacionalistas irlandeses ofrecieron su apoyo. Ramsay MacDonald, en nombre del pequeño partido laborista, dijo que Gran Bretaña debía haber permanecido neutral. No hubo votación alguna ese día, ni después, para decidir si Gran Bretaña declararía o no la guerra a Alemania, pero era evidente que el gobierno tenía ahora un respaldo abrumador para intervenir.
Cuando Nicolson entró después al despacho de Grey para felicitarlo por el éxito de su discurso, este, abatido, no le respondió, sino que golpeaba una mesa con los puños, diciendo: «Odio la guerra… Odio la guerra». Aquella misma noche, algo más tarde, Grey haría el comentario que para tantos europeos llegaría a resumir lo que implicaba la guerra. Mirando por la ventana hacia el parque de St. James, donde los faroleros estaban encendiendo las luces de gas, dijo: «Las luces se apagan en toda Europa; ya no volveremos a verlas encendidas en nuestros días»[83]. Aunque Grey dijo luego modestamente que él había sido «tan solo el portavoz de Gran Bretaña», había hecho mucho por provocar la intervención británica en la guerra[84]. Lloyd George, que había jugado un papel tan decisivo a la hora de inclinar la postura del gabinete a favor de la guerra, escribió a su esposa, en Gales del Norte: «Me muevo por estos días en un mundo de pesadilla. He luchado por la paz y hasta ahora he logrado mantener al margen al gabinete, pero he llegado a la conclusión de que, si la pequeña nación de Bélgica es atacada por Alemania, todas mis tradiciones, e incluso mis prejuicios, se inclinarán hacia la guerra. Esta perspectiva me llena de horror». Asquith fue más prosaico; durante su habitual partida de bridge, dijo que «el único aspecto positivo de la odiosa guerra en la que estábamos a punto de entrar era el cese del conflicto irlandés y la unión cordial de las fuerzas en Irlanda, en apoyo del gobierno, para preservar nuestros supremos intereses nacionales»[85]. Es posible, al menos eso pensaban muchos por entonces, que la Gran Guerra salvara a Gran Bretaña de una guerra civil.
En París, ese mismo lunes por la noche, Wilhelm Schoen, el embajador alemán, se esforzaba por descifrar un telegrama de Bethmann sumamente entrecortado. Entendió lo suficiente como para ir a ver enseguida al primer ministro francés con la declaración de guerra de Alemania. El gobierno alemán alegaba que se había visto forzado a tomar esa medida a raíz de las incursiones francesas en Alsacia a través de la frontera, así como por los violentos ataques de los aviadores franceses. Decía que uno había llegado incluso a arrojar una bomba sobre un ferrocarril alemán. (Hitler emplearía un pretexto similar, e igualmente falaz, cuando atacó Polonia en 1939). Schoen tenía una última petición: que los alemanes que quedaban en París fuesen puestos bajo la protección del embajador de Estados Unidos. Y una queja: que un hombre se le había metido en el coche y le había increpado cuando se dirigía a la reunión con Poincaré. Ambos hombres se despidieron cortésmente y con el ánimo sombrío[86]. Poincaré escribiría luego en su diario:
«Es cien veces mejor que no hayamos tenido que declarar la guerra nosotros, así fuera por las repetidas violaciones de nuestra frontera. Era imperativo que Alemania, la plena responsable de la agresión, se viera obligada a admitir sus intereses públicamente. Si Francia hubiera declarado la guerra, la alianza con Rusia habría sido cuestionada, y la unidad y el espíritu francés se habrían visto quebrantados, e Italia tal vez se habría visto obligada por la triple alianza a intervenir contra Francia»[87].
Al día siguiente, martes 4 de agosto, en medio de repetidas ovaciones, fue leído ante el parlamento francés un mensaje de Poincaré. Alemania era la única culpable de la guerra, afirmaba, y tendría que defenderse ante el juicio de la historia. Todos los franceses habrían de converger en una unión sagrada, y esta union sacrée jamás sería destruida. No hubo disensión alguna; el partido socialista ya había decidido apoyar la guerra. Un destacado adversario de la izquierda rindió homenaje a Jaurès, que estaba siendo enterrado ese mismo día, diciendo: «Ya no hay opositores; hay tan solo franceses». La cámara prorrumpió en prolongados gritos de «Vive la France!»[88].
Ese mismo día, el gobierno británico envió un ultimátum a Alemania a los efectos de que esta garantizara que respetaría la neutralidad de Bélgica. El plazo de respuesta expiraría a las once de esa noche, hora de Gran Bretaña. Como nadie esperaba que Alemania accediera, se preparó una declaración de guerra para entregársela a Lichnowsky. En los archivos del ministerio de Asuntos Exteriores ya había desde hacía años telegramas impresos para advertir a las embajadas y consulados británicos en todo el mundo de que Gran Bretaña estaba a punto de entrar en guerra; solo tenían un espacio en blanco, donde iba el nombre del enemigo. Los empleados se pasaron el día escribiendo «Alemania».
En Berlín entretanto, ese mismo día, Bethmann se dirigió al parlamento alemán para explicar que Alemania solo se estaba defendiendo. Cierto que estaba invadiendo los territorios neutrales de Bélgica y Luxemburgo, pero eso se debía únicamente a la amenaza francesa. Cuando terminara la guerra, Alemania compensaría cualquier daño. El partido socialista, que durante tanto tiempo había prometido llevar a sus millones de miembros a oponerse a una guerra capitalista, se unió al voto de los demás partidos a favor de los créditos de guerra. Bethmann se había empleado a fondo para tenerlos de su lado, pero también ellos habían estado avanzando en su dirección. El 3 de agosto, en una larga y difícil reunión de los diputados socialistas, una mayoría decidió votar a favor de los créditos de guerra, en parte con el argumento de que no podían traicionar a las bases del partido que se disponían a partir a la guerra, y en parte porque veían a Alemania como la víctima de la agresión rusa. En aras de la unidad del partido, el resto accedió a hacer lo mismo[89].
En la noche del 4 de agosto, antes incluso de que expirara el plazo de Gran Bretaña para la respuesta de Alemania, Goschen, el embajador británico, visitó a Bethmann para solicitar su pasaporte. «¡Oh, esto es demasiado espantoso!», exclamó Goschen preguntando en vano si Alemania no podría respetar la neutralidad de Bélgica. Bethmann le soltó una filípica al embajador: Gran Bretaña estaba dando un paso terrible, y todo por una simple palabra, «neutralidad». El tratado con Bélgica, según Bethmann en palabras que le costaron caras a Alemania ante la opinión mundial, era solo un «trozo de papel». Gran Bretaña, añadió, pudo haber refrenado la sed de venganza de Francia y el paneslavismo ruso, pero por el contrario los había alentado: la guerra era culpa de Gran Bretaña. Goschen se echó a llorar y se marchó[90]. Bethmann no veía que Alemania tuviese ninguna responsabilidad. Más tarde le escribiría a un amigo: «Resulta sumamente dudoso que con acciones razonables hubiésemos logrado impedir que los naturales antagonismos de franceses, rusos y británicos se unieran contra nosotros»[91]. El káiser se puso a desbarrar contra la traición de Gran Bretaña y acusó a Nicolás de «inescrupulosa gratuidad» al ignorar todos los intentos de Alemania y de Guillermo por preservar la paz. Moltke pensaba que los británicos habían planeado aquella guerra desde el principio, y se preguntaba si Alemania podría convencer a Estados Unidos de intervenir como su aliado si prometían entregarles Canadá[92].
En Londres, los británicos esperaban el vencimiento del plazo a las once en punto de la noche. Hubo un breve pánico en el ministerio de Asuntos Exteriores cuando alguien se dio cuenta de que habían cometido un error en la declaración de guerra a Alemania, y que se la habían enviado prematuramente a Lichnowsky. Redactaron a toda prisa una declaración enmendada, y se designó a un funcionario menor para que recuperase el documento erróneo. Los miembros del gabinete se reunieron en Downing Street, la mayoría visiblemente angustiados excepto Churchill, que se mostraba alerta y confiado, con un gran puro en la boca. Los demás ministros esperaron a las puertas del gabinete. «En cualquier caso, la guerra no puede durar mucho», dijo alguien. Unos minutos antes de las once, un funcionario telefoneó al ministerio de Asuntos Exteriores para preguntar si había alguna noticia. Las campanas del Big Ben comenzaron a doblar, y Gran Bretaña ya estaba en guerra. En la calle, en Whitehall y en el Mall, las multitudes cantaban canciones patrióticas y se abrazaban. Churchill envió un telegrama a la flota: «INICIAR HOSTILIDADES CONTRA ALEMANIA»[93].
Los lazos que habían unido a una Europa pacífica y próspera durante el siglo XIX se desataron rápidamente. Las líneas de ferrocarril y de telégrafo quedaron cortadas; el transporte se ralentizó; los fondos bancarios fueron congelados y el cambio internacional de divisas cesó; el comercio fue mermando hasta desaparecer. Los ciudadanos corrientes luchaban desesperados por regresar a sus hogares en un mundo que había cambiado súbitamente. En la embajada alemana en París reinaba el caos: había madres aferradas a sus bebés sollozantes y cientos de maletas en el suelo. Hasta cien mil estadounidenses se vieron atrapados en el continente, a menudo sin dinero, porque los bancos estaban cerrados. Muchos lograron llegar hasta Gran Bretaña, donde Walter Page, el embajador de Estados Unidos, y su equipo hacían cuanto podían para afrontar la situación. «¡Dios nos ayude!», le escribió Page al presidente Woodrow Wilson:
«¡Qué semana hemos tenido! […]. En aquellos primeros dos días, naturalmente, hubo mucha confusión. Hombres enloquecidos y mujeres llorando que imploraban y maldecían y exigían… Dios sabe que la cosa fue de locos. Un hombre me ha dicho que soy un genio en situaciones de emergencia, otros que soy un condenado idiota, y otros me han endilgado todos los epítetos posibles entre ambos extremos».
El gobierno estadounidense envió el Tennessee con oro para respaldar económicamente a sus ciudadanos; este barco de guerra también transportó a estadounidenses desde Francia hasta el otro lado del canal de la Mancha[94]. Los embajadores de los países combatientes fueron tratados con mayor gentileza, y partieron en trenes especiales, protegidos por las tropas de su enemigo. Jules Cambon y el embajador ruso ya habían abandonado Berlín durante el fin de semana, y ahora el 5 de agosto un destrozado Lichnowsky se preparaba para abandonar Londres. «Temí que se volviese literalmente loco —le escribió Page a Wilson tras hablar con él—. Es del partido antiguerra y ha fracasado por completo. Esa entrevista ha sido una de las experiencias más lastimosas de mi vida»[95].
En 1914 los líderes de Europa fallaron en su misión, o bien al optar deliberadamente por la guerra, o bien al no encontrar las fuerzas necesarias para oponerse a ella. Más de medio siglo después, un joven e inexperto presidente de Estados Unidos se enfrentaría a su propia crisis y a sus propias opciones. En 1962, cuando la Unión Soviética colocó fuerzas militares en Cuba, entre ellas unos misiles capaces de alcanzar la costa este de Estados Unidos con ojivas nucleares, John F. Kennedy se vio intensamente presionado por sus militares para que emprendiera acciones, aún a riesgo de una guerra total con la Unión Soviética. Se resistió, en parte porque del fiasco de Bahía Cochinos el año anterior había aprendido que los militares no siempre tienen razón; pero también porque acababa de leer Los cañones de agosto, el extraordinario relato de Barbara Tuchman de cómo Europa cometió los errores garrafales que condujeron a la Gran Guerra. Kennedy decidió abrir negociaciones con la Unión Soviética, y el mundo se alejó del precipicio.
Conmoción, exaltación, abatimiento, resignación: los europeos acogieron el advenimiento de la guerra de muchas maneras. Algunos encontraron consuelo, o incluso inspiración, en la manera en que sus países parecieron unificarse. Friedrich Meinecke, el gran historiador alemán, lo describió como «uno de los grandes momentos de mi vida, que de pronto llenó mi alma con la más honda confianza en nuestro pueblo y la más profunda alegría»[96]. Henry James, en cambio, le escribió angustiado a un amigo:
«La intensa inverosimilitud de una cosa tan estéril y tan infame, en una época que hemos estado viviendo y haciendo nuestra como si fuese un gran refinamiento de la civilización, a pesar de todas sus incongruencias conscientes; descubrir que después de todo llevaba esta abominación en la sangre, descubrir que de esto se trataba todo el tiempo, es como tener que reconocer de pronto en nuestra familia o en el círculo de nuestros mejores amigos a una banda de asesinos, estafadores y villanos: es exactamente una conmoción así»[97].
Los pasos de Europa pudieron haber ido en otras direcciones, pero en agosto de 1914 la condujeron hasta el final del camino. Y ahora tenía ante sí su destrucción.