X

SUEÑOS DE PAZ

E n 1875, la condesa Bertha Kinsky, una joven encantadora y de fuerte personalidad, pero pobre, se vio obligada a trabajar como institutriz en Viena con una familia llamada Von Suttner. No era algo inusual entre mujeres bien educadas y solteras, ni tampoco se salía de lo normal que uno de los hijos de la familia se enamorara de ella, y ella de él. Pero los padres se opusieron al matrimonio. Para empezar, porque ella era siete años mayor y porque, peor aún, carecía de fortuna; y aunque su apellido estaba entre los más antiguos de las grandes familias checas, las circunstancias de su nacimiento habían dado lugar a cierto escándalo. Su madre pertenecía a la clase media, no era noble, y tenía unos cincuenta años menos que su esposo, un general. La niña nunca fue verdaderamente aceptada por sus familiares más importantes, quienes en ocasiones la tachaban de bastarda[1]. Pese a que durante su vida adulta Kinsky tendió a rechazar sus orígenes y fue considerada por su propia clase social una radical y una librepensadora, lo cierto es que también se atuvo al estilo propio de su clase, entre cuyas características estaba la de una cierta indiferencia por el dinero.

Una vez descubierto el romance, no podía permanecer en Viena con esa familia; así que, siguiendo un impulso, se fue a París, donde consiguió el puesto de secretaria privada de un rico fabricante sueco: Alfred Nobel. Este sería el comienzo, aunque no fuesen conscientes entonces, de una asociación que militaría en favor de la paz. Ella trabajó con él solo unos meses, y después, siguiendo los dictados de su corazón, regresó a Viena y se fugó con Arthur von Suttner. La pareja partió rumbo al Cáucaso, en Rusia, donde vivió con escasos recursos hasta que Bertha descubrió que tenía talento para escribir tanto libros como relatos cortos destinados a publicaciones en alemán. (Arthur, que al parecer era un hombre con poca energía y sin carácter, daba clases de francés y de equitación). Ella descubrió por sí misma, además, los horrores de la guerra, cuando en 1877 estalló un conflicto entre Rusia y Turquía, en el que hubo batallas en el Cáucaso y en los Balcanes. Cuando la pareja regresó a Viena en 1885, Bertha ya estaba convencida de que la guerra era algo que debía ser superado. Así, en 1889 publicó su libro ¡Abajo las armas!, la melodramática y desgarradora historia de una joven de cuna noble sobre la que se acumulan desgracias, como la ruina financiera, el cólera y la pérdida de su primer esposo, muerto en combate. Después de contraer segundas nupcias, ve partir a su nuevo esposo a la guerra declarada entre el Imperio austrohúngaro y Prusia. Desafiando a su familia, la joven parte en su busca, y ve entonces con sus propios ojos las horribles condiciones de los heridos tras el triunfo prusiano. Al fin encuentra a su marido, pero lamentablemente están en París durante la guerra franco-prusiana y le disparan en la comuna. «Convicciones profundas, pero sin talento», fue el veredicto de Tolstói tras leer la novela[2]. No obstante, obtuvo un gran éxito y se tradujo a varios idiomas, incluido el inglés, y su venta le proporcionó a la autora, al menos temporalmente, los fondos necesarios para que mantenerla a ella, a su familia y a su interminable e incansable lucha por la paz.

Bertha Suttner fue una gran publicista y una soberbia activista. Entre otras muchas organizaciones, fundó la sociedad austriaca por la paz, en 1891, y editó durante muchos años su propia publicación; fue miembro activo del comité de amistad anglo-germana; bombardeó a los poderosos de todo el mundo con cartas y peticiones; escribió artículos, libros y novelas para informar a la opinión pública sobre los peligros del militarismo, el coste humano de la guerra y los medios para evitarla; y participó abundantemente en coloquios, congresos por la paz y giras de conferencias. En 1904, el presidente Theodore Roosevelt le ofreció una recepción en la Casa Blanca. Ella persuadió además a millonarios como el príncipe de Mónaco y el industrial estadounidense Andrew Carnegie de que apoyasen su obra; aunque el patrocinador más importante de la condesa fue su antiguo jefe y amigo Nobel. La fortuna de este se asentaba en la patente y producción de un nuevo y poderoso explosivo, la dinamita, cuya aplicación inmediata fue la minería, pero que a la larga multiplicó el poder destructivo de las armas modernas. En cierta ocasión, Nobel le dijo a Suttner: «Ojalá lograra producir una sustancia, o una máquina tan terriblemente eficaz en su capacidad de destrucción, que las guerras fueran del todo imposibles»[3]. Nobel falleció en 1896, no sin antes haber legado una parte considerable de su fortuna a los premios de la paz. Suttner, quien una vez más atravesaba dificultades económicas, aplicó su talento para el activismo con grupos de presión en favor del premio, que le fue otorgado en 1905.

[10] Antes de 1914 existía un poderoso movimiento internacional por la paz dedicado a proscribir o al menos limitar la guerra. Aunque uno de sus objetivos era poner fin a la carrera armamentista, no había tenido mucho éxito. En esta caricatura, en un extremo de la mesa Marte, el dios de la guerra, se zampa un acorazado mientras varios personajes que representan a las potencias del mundo, entre ellos la Marianne de Francia, un turco otomano, un almirante británico y el Tío Sam, exigen furiosamente su ración de armas. La pobre camarera Paz se afana cargando unas pesadas bandejas, las alas desaliñadas y bajas: «Siempre es hora del almuerzo en el club de los acorazados».

Por sus concepciones, Suttner era en gran medida un producto del crédulo siglo XIX, con su confianza en la ciencia, la racionalidad y el progreso. Pensaba que era posible convencer a los europeos de lo inútil y estúpida que era la guerra; y creía fervientemente que, una vez que abrieran los ojos, se le unirían en la lucha por la ilegalización de la guerra. Aunque compartía las ideas del darwinismo social sobre la evolución y la selección natural, ella las interpretaba de un modo distinto al de los militaristas y los generales como su compatriota Conrad, algo típico entre los miembros del movimiento por la paz. Lo inevitable no era la lucha, sino la evolución hacia una sociedad mejor y más pacífica. «La paz —escribía Suttner—, es una condición que surgirá inevitablemente del avance de la civilización, […] es matemáticamente irrebatible que en los próximos siglos el espíritu belicista irá experimentando una decadencia progresiva». Un destacado escritor y conferenciante estadounidense del último cuarto del siglo XIX, John Fiske, que ayudó a popularizar la idea de que era el destino manifiesto de Estados Unidos expandirse por el mundo, creía que esto sucedería pacíficamente, por medio del poderío económico de su país, y apuntaba: «El triunfo de la civilización industrial sobre la militar habrá culminado al fin». La guerra pertenecía a una etapa anterior de la evolución, y para Suttner no era más que una anomalía. Prominentes científicos a ambos lados del Atlántico se le sumaron en la denuncia de la guerra como una acción contraria a la biología, en tanto acarreaba la muerte de los mejores, la de los más talentosos y más nobles elementos de la sociedad, lo que conducía a la supervivencia de los menos aptos[4].

El creciente interés por la paz se reflejaba también en un cambio con respecto al siglo XVIII en cuanto a las relaciones internacionales, que ya no se concebían como un juego de suma cero en el que, para que uno ganara, otro debía perder. En el siglo XIX se hablaba de un orden internacional en el que todos podrían beneficiarse de la paz, y la historia del siglo parecía demostrar que se abría paso un orden nuevo y mejor. Desde el fin de las guerras napoleónicas en 1815, Europa había disfrutado, con apenas breves interrupciones, de un largo periodo de paz, y su avance había sido extraordinario. Con toda seguridad, estos factores estaban relacionados. Además, parecía darse una mayor coincidencia y aceptación de normas universales para el comportamiento entre las naciones. Sin duda, igual que dentro de las naciones se habían generado leyes e instituciones nacionales, con el tiempo surgiría un cuerpo de leyes e instituciones de carácter internacional. El recurso al arbitraje, cada vez más utilizado en la resolución de las disputas entre las naciones, y la asiduidad con que, durante ese siglo, las grandes potencias de Europa habían trabajado conjuntamente —por ejemplo, con respecto a las crisis del decadente Imperio otomano—, parecían indicar que poco a poco se creaban las bases para afrontar los asuntos mundiales de manera más eficaz y novedosa. La guerra resultaba ineficiente y demasiado costosa para la resolución de disputas.

Otra prueba de que la guerra se estaba quedando obsoleta en el mundo civilizado era la naturaleza de la propia Europa, cuyos países estaban ahora íntimamente conectados por la economía, hasta el punto de que tanto el comercio como las inversiones trascendían las alianzas. Antes de la Gran Guerra, el comercio de Gran Bretaña con Alemania fue creciendo de año en año; entre 1890 y 1913, las importaciones británicas de Alemania se triplicaron, en tanto sus exportaciones a este país se duplicaron[5]. Francia, por su parte, importaba casi tanto de Alemania como de Gran Bretaña, mientras que Alemania dependía de las importaciones de mineral de hierro francés para sus acerías. (Medio siglo después, tras las dos guerras mundiales, Francia y Alemania formarían la comunidad europea del hierro y el acero, que sería el germen de la Unión Europea). Gran Bretaña era el centro mundial de las finanzas, y gran parte de las inversiones en y desde Europa pasaban por Londres.

Por todo esto, antes de 1914 los expertos consideraban por lo general que una guerra entre las potencias provocaría el colapso de los mercados de capitales internacionales y un cese del comercio que las perjudicaría a todas; lo que, de hecho, les impediría sostener una guerra más allá de unas pocas semanas. Los gobiernos no podrían obtener créditos, y en la medida en que escasearan los alimentos, aumentaría la inquietud entre sus pueblos. Incluso en tiempos de paz, una carrera armamentista cada vez más costosa haría que los gobiernos se endeudaran o aumentaran los impuestos, o las dos cosas, lo que a su vez conduciría al descontento popular. Las potencias emergentes, particularmente Japón y Estados Unidos, que no se enfrentaban a semejantes dificultades y disfrutaban de menor presión fiscal, resultarían más competitivas; y, según advertían destacados expertos en relaciones internacionales, existía un serio peligro de que Europa fuese perdiendo terreno, hasta perder su liderazgo en el mundo[6].

En 1898, en una extensa obra de seis volúmenes publicada en San Petersburgo, Iván Bloch (también conocido, según la versión francesa de su nombre, como Jean de Bloch) conjugó los argumentos económicos con los elementos dramáticos propios de una guerra, para demostrar que esta debía ser ya un recurso obsoleto. Las sociedades industriales modernas podían disponer ejércitos inmensos en el campo de batalla y equiparlos con armas mortíferas que les dieran ventaja defensiva. En su opinión, las guerras se desarrollarían probablemente a gran escala, lo que daría lugar a un dispendio de recursos y de mano de obra; por esto, los conflictos se estancarían y acabarían por destruir a las sociedades implicadas. Como Bloch le dijo a William Thomas Stead, su editor británico: «En el futuro no habrá guerras, porque, ahora que está claro que equivalen al suicidio, resultarán imposibles»[7]. Además, decía, las sociedades ya no estaban en condiciones de seguir en una carrera armamentista como la europea, porque «unas condiciones así no pueden mantenerse eternamente. Los pueblos están agobiados por la carga que les impone el militarismo»[8]. Pese a su clarividencia, Bloch se equivocaba en su suposición de que el estancamiento no podría prolongarse por mucho tiempo. Él consideraba que las sociedades europeas no disponían de capacidad material para librar guerras a tan gran escala más allá de unos pocos meses; y que, además, la ausencia de tantos hombres, que estarían en el frente, equivaldría a la desatención de las fábricas, las minas y las granjas. Pero lo que Bloch no previó fue la capacidad latente en las sociedades europeas para movilizar grandes recursos y enviarlos a la contienda; ni tampoco su capacidad para echar mano de fuerzas de trabajo infrautilizadas, como por ejemplo la de las mujeres.

Descrito por Stead como un hombre de «semblante benévolo»[9], Bloch, nacido en el seno de una familia judía de la Polonia rusa y convertido más tarde al cristianismo, era lo más cercano que tenía Rusia a un John D. Rockefeller o a un Andrew Carnegie. Desempeñó un papel fundamental en el desarrollo de los ferrocarriles en Rusia y fundó varias compañías y bancos propios; pero su pasión fue el estudio de la guerra moderna. Partiendo de numerosas investigaciones y datos estadísticos, argumentó que los avances tecnológicos tales como las armas de mayor precisión y velocidad de tiro, o los explosivos de más alta calidad hacían casi imposible que los ejércitos pudieran atacar posiciones bien defendidas. La combinación de tierra, excavadoras y alambres de púas les permitían a los defensores establecer una fuerte línea de defensa, desde la cual desplegar una devastadora cortina de fuego contra sus atacantes. «No habrá nada en toda la línea del horizonte que indique de dónde proceden los proyectiles portadores de muerte», le aseguró Bloch a Stead[10]. Según sus cálculos, el atacante necesitaría una ventaja de, por lo menos, ocho contra uno para poder abrirse paso a través del fuego[11]. En las batallas se producirían bajas masivas «de tal magnitud que sería imposible llevar la batalla a una conclusión definitiva»[12]. (Bloch compartía la pesimista opinión de que los europeos modernos, especialmente los residentes en las ciudades, eran más débiles y nerviosos que sus antepasados). De hecho, era improbable que en las guerras futuras se lograra obtener una victoria indiscutible, pues mientras el campo de batalla se convertía en una zona de muerte, las carencias en los hogares darían lugar a desórdenes, y finalmente a la revolución. Para Bloch, la guerra sería «una catástrofe que destruiría todas las instituciones políticas existentes»[13]; por esta razón, hizo todo lo posible por llegar tanto a quienes estaban en puestos de decisión como al gran público, regalando ejemplos de sus libros en la primera conferencia de La Haya, de 1899, y dando charlas, en lugares tan hostiles incluso como el United Services Institute de Londres. En 1900, Bloch financió el que una sala de la exposición de París mostrara las enormes diferencias entre las guerras del pasado y las del futuro. Poco antes de su fallecimiento, en 1902, fundó el museo internacional de la Paz y la Guerra en Lucerna[14].

La idea de que la guerra simplemente no era racional en lo económico llegó a un público más amplio, de manera increíble, gracias a los esfuerzos de un hombre que había abandonado la escuela a los catorce años y dado vueltas por el mundo, dedicándose a ser vaquero, criador de cerdos y buscador de oro, entre otras ocupaciones. Norman Angell era un hombre pequeño, frágil y enfermizo, pese a lo cual vivió hasta los noventa y cuatro años. Los que le conocieron en su larga vida coincidían en afirmar que era afable, entusiasta, amable, idealista y desorganizado[15]. Terminó recalando en el periodismo, y antes de la Gran Guerra trabajó en París para The Continental Daily Mail. (Además, encontró tiempo para fundar allí la primera tropa inglesa de boy scouts). En 1909 publicó un panfleto, La ilusión óptica de Europa, que fue aumentando en las sucesivas ediciones hasta convertirse en una obra más voluminosa: La gran ilusión.

Angell cuestionó la extendida idea —la gran ilusión— de que la guerra era conveniente. La conquista quizá tuviese sentido antes, cuando los países individualmente subsistían más bien con lo que producían y necesitaban menos los unos de los otros, por lo que el victorioso podía hacerse con un botín de guerra y disfrutarlo, al menos por un tiempo. Aun así, la nación quedaba debilitada por la muerte de sus mejores hijos. Francia aún estaba pagando el precio de sus grandes triunfos de los tiempos de Luis XIV y Napoleón: «Por culpa de un siglo de militarismo, Francia se ve obligada a reducir sus normas de aptitud física cada cierto número de años para mantener su poderío militar, de manera que ahora hasta los enanos de menos de un metro son llamados a filas»[16]. En la edad moderna la guerra era inútil, porque la potencia vencedora no ganaba nada con ello. En el mundo económicamente interdependiente del siglo XX, hasta las naciones poderosas necesitaban socios comerciales, así como un mundo estable y próspero en el que encontrar mercados, recursos y lugares adecuados para invertir. El saqueo de los enemigos derrotados y la ruina de los mismos perjudicaría a los vencedores. Si, por otro lado, el vencedor decidiera estimular al vencido a prosperar y crecer, ¿qué sentido habría tenido entonces hacer la guerra? A modo de ejemplo, Angell se preguntaba qué ocurriría si Alemania llegara a apoderarse de Europa: ¿iba a lanzarse acaso al saqueo de sus conquistas?

«Eso sería un suicidio. ¿Dónde encontraría un mercado para su enorme producción industrial? Si se lanzara a desarrollar y enriquecer a los otros, estos se convertirían en eficientes competidores, y para llegar a semejante resultado no habría necesitado emprender la más costosa guerra de la historia. Esta es la paradoja de la inutilidad de la conquista: la gran ilusión que la historia de nuestro propio imperio ilustra con tanta claridad»[17].

Y afirmaba que los británicos habían logrado mantener unido su imperio permitiendo que sus diversas colonias florecieran, en especial los dominios, para que todas se beneficiaran sin necesidad de un conflicto ruinoso. En opinión de Angell, los empresarios ya habían comprendido esta verdad sustancial. En las décadas anteriores, cada vez que las tensiones internacionales habían puesto en peligro la paz, los negocios se habían visto afectados, y, en consecuencia, los inversores de Londres, Nueva York, Viena o París se habían reunido para poner fin a las crisis «no por altruismo, sino para proteger sus negocios»[18].

No obstante, la mayoría de los europeos todavía pensaba —peligrosamente, en opinión de Angell— que la guerra era necesaria en determinadas ocasiones. En el continente, los estados fortalecían sus ejércitos, mientras que Gran Bretaña y Alemania se enfrascaban en una carrera armamentista naval. Los europeos quizá pensaran que sus poderosas fuerzas militares eran solo defensivas, pero el militarismo y la carrera de armamentos no hacían más que incrementar las probabilidades de una guerra. Los líderes políticos de Europa tenían que darse cuenta de esto y abandonar la gran ilusión. A este respecto, señalaba Angell: «Si los estadistas europeos fueran capaces de dejar por un momento a un lado las consideraciones irrelevantes que nublan su mente, verían que, en estas circunstancias, el coste directo de la adquisición por la fuerza excedería el valor de la propiedad adquirida»[19]. Dado el estado de tensión que se vivía en Europa en esa época, las observaciones de Angell resultaban harto oportunas, y la acogida que tenían sus ideas alentaba a quienes abogaban por la paz. Al parecer el rey de Italia leyó su libro, y también el káiser «con ferviente interés». En Gran Bretaña, tanto el ministro de Asuntos Exteriores, sir Edward Grey, como el líder de la oposición, Balfour, lo leyeron y quedaron profundamente impresionados[20], al igual que Jacky Fisher, que lo calificó de «maná del cielo»[21]. (La opinión de Fisher sobre la guerra era muy sencilla: no la deseaba, pero combatiría hasta el final si fuera necesario). Los entusiastas se reunieron para establecer una fundación, para que las ideas de lo que se denominó «angellismo» pudieran estudiarse en las universidades[22].

En las décadas finales del siglo XIX y en la primera del XX proliferaron en Europa y Estados Unidos los movimientos por la paz y contra la carrera armamentista y el militarismo en general. Estos movimientos solían contar con el apoyo mayoritario, aunque no total, de las clases medias. En 1891, se estableció en Berna una oficina internacional por la paz, que existe aún, con el propósito de agrupar a las sociedades promotoras de la paz en cada país —específicamente las religiosas, como la de los amigos cuáqueros por la paz— y los organismos internacionales para la promoción del arbitraje de disputas y el desarme. Se produjeron campañas por la paz, peticiones a los gobiernos, conferencias y congresos internacionales, y se acuñaron nuevos términos como «pacifista» y «pacifismo», que abarcaban una amplia gama de posturas, desde la hostilidad hacia la guerra en cualquier circunstancia, hasta los intentos por limitarla o prevenirla. En 1889, con ocasión del aniversario de la revolución francesa, noventa y seis parlamentarios procedentes de nueve países se reunieron en París para fundar la unión interparlamentaria, que trabajaría por la resolución pacífica de las disputas entre sus naciones. En 1912 la organización contaba ya con 3640 miembros de veintiún países, principalmente europeos, además de Estados Unidos y Japón. En el prometedor año de 1899, se reunió el primer congreso por la Paz Universal de los veinte que se celebrarían hasta 1914, con la participación de trescientos delegados de Europa y Estados Unidos[23]. El congreso celebrado en Boston en 1904 fue inaugurado por John Hay, el secretario de Estado. La causa de la paz había ganado la suficiente respetabilidad como para que el cínico Bülow acogiera un encuentro de la unión interparlamentaria en Berlín en 1908. Según relató en sus memorias, aunque estaba convencido de que «los sueños y las ilusiones» de la mayoría de los pacifistas eran una tontería, el encuentro ofrecía una buena oportunidad «para echar por tierra ciertos prejuicios antialemanes»[24].

En realidad, Bülow no necesitaba preocuparse demasiado por los pacifistas locales. El movimiento alemán por la paz nunca tuvo más de unos diez mil miembros, provenientes en su mayoría de la clase media baja. A diferencia de Gran Bretaña, por ejemplo, no atrajo a eminentes profesores, destacados empresarios ni aristócratas. Mientras que el alto clero apoyaba los movimientos británico y estadounidense, en Alemania las iglesias generalmente los denunciaban con el argumento que la guerra formaba parte del plan de Dios para la humanidad[25]. Tampoco los liberales encabezaron el apoyo a la paz en Alemania, como sí sucedió, por ejemplo, en Gran Bretaña y Francia. En medio del embriagador entusiasmo provocado por el gran triunfo sobre Francia y la unificación de Alemania en 1871, los liberales alemanes se habían olvidado de sus antiguas reservas con respecto a Bismarck y su régimen autoritario y antiliberal, para brindarle su respaldo al nuevo imperio. Hasta el liberal partido progresista, de tendencia izquierdista, votaba sistemáticamente en favor de los fondos para el ejército y la armada[26]. La causa de la paz no era atractiva en un país cuya creación se debía a la guerra y donde los militares ocupaban un lugar de honor.

En el Imperio austrohúngaro el movimiento por la paz también era exiguo y carente de influencia, además de estar cada vez más embrollado en la política nacional. Por ejemplo, los liberales germanoparlantes pasaron de oponerse a la guerra en las décadas de 1860 y 1870, a respaldar a los Habsburgo y al imperio. De hecho, continuaban abogando por la mediación en los conflictos, a la vez que apoyaban el servicio militar obligatorio y una política exterior más activa[27]. Más al este, en Rusia, el pacifismo quedaba prácticamente circunscrito a las sectas religiosas marginales como la de los doukhobors, aunque podría decirse que Tolstói constituía por sí solo todo un movimiento pacifista.

Hasta 1914, el movimiento por la paz más fuerte e influyente estaba en Estados Unidos, seguido de los de Gran Bretaña y Francia. En cada país, los pacifistas podían buscar en su propia historia —y a menudo lo hacían— ejemplos de cómo superar profundas divisiones y verdaderos conflictos, desde guerras civiles hasta revoluciones, y de sus éxitos en la construcción de sociedades estables y prósperas con instituciones que funcionaran. La responsabilidad para con el mundo de estos países tan afortunados era diseminar, en beneficio de todos, su civilización superior, pacífica. «Hemos llegado a ser una gran nación —afirmaba Teddy Roosevelt—, y tenemos que comportarnos como le corresponde a un pueblo con semejantes responsabilidades»[28].

El pacifismo estadounidense, profundamente enraizado en la historia del país, se alimentó además, en el cambio de siglo, del movimiento progresista, que se había propuesto transformar la sociedad dentro de sus fronteras y diseminar la paz y la justicia más allá de las mismas. El clero, los políticos y los oradores itinerantes difundían el mensaje por todo el país, y los ciudadanos se organizaban para trabajar por la honradez de los gobiernos locales, la eliminación de los barrios miserables, la templanza, la propiedad pública de las empresas y la paz internacional. Entre 1900 y 1914 surgieron unas cuarenta y cinco nuevas asociaciones en favor de la paz, apoyadas por representaciones de toda la sociedad, desde rectores de universidad hasta empresarios; así como poderosas organizaciones como la unión cristiana de Mujeres por la Templanza, que contaba con sus propias secciones dedicadas a promover la paz[29]. A partir de 1895, el empresario cuáquero Albert Smiley patrocinó una conferencia anual sobre arbitraje internacional en Lake Mohonk, en el estado de Nueva York; y en 1910 Andrew Carnegie estableció el fondo Carnegie para la paz internacional, estipulando que, una vez que se alcanzara la paz, los fondos se emplearían para combatir otras lacras sociales[30].

El excelente orador y político William Jennings Bryan, que presentó en tres ocasiones su candidatura a presidente con una plataforma progresista, se hizo famoso por su conferencia «El príncipe de la paz», dictada en la feria de educación para adultos de Chautauqua, que se propagó desde su estado original de Nueva York a cientos de ciudades y pueblos de Estados Unidos. «El mundo entero desea la paz —afirmaba ante su extasiado auditorio—, todo corazón que late ha procurado la paz, y muchos han sido los métodos empleados para alcanzarla». En 1912, Bryan fue nombrado secretario de Estado del presidente Woodrow Wilson, y como tal se dispuso a negociar tratados «disuasorios» que comprometieran a las partes a no declarar la guerra, a veces por al menos un año, y a someter sus disputas a arbitraje. Pese a las críticas expresas de Theodore Roosevelt, que consideraba que Bryan —«ese trombón humano»— era un tonto y sus planes inútiles, para 1914 había logrado que se firmasen treinta de esos tratados. (Aunque Alemania se negó).

Tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña, los cuáqueros, no muy numerosos pero sí influyentes, desempeñaron un papel importante en el liderazgo del movimiento; mientras que en Francia los pacifistas eran profundamente anticlericales. Se ha calculado que en este país, antes de 1914, unas trescientas mil personas participaban de alguna manera en el movimiento por la paz[31]. En los tres países dicho movimiento logró nutrirse de vigorosas tradiciones liberales y radicales de rechazo a la guerra, sobre bases morales y sociales que les permitían apelar a importantes sectores de la opinión pública. La guerra no solo era un error, sino que suponía además un despilfarro, e implicaba el desvío de recursos sumamente necesarios para corregir los males de la sociedad. El militarismo, la carrera armamentista, la política exterior agresiva y el imperialismo se consideraban males interconectados, a los que era preciso combatir para lograr una paz duradera. En cada país, una prensa de acusada tendencia liberal y las organizaciones dedicadas a causas sociales más amplias, así como destacados políticos, del estilo de Bryan o Keir Hardie, líder del partido laborista en el parlamento británico, ayudaron a divulgar el mensaje. En Francia, la Ligue des Droits de L’Homme, con sus doscientos mil miembros, aprobaba regularmente mociones en favor de la paz; en tanto que en los encuentros de profesores se debatía la configuración de un programa para el estudio de la historia que no fuera nacionalista ni militarista[32]. En Gran Bretaña, periódicos poderosos y revistas radicales como The Manchester Guardian y The Economist respaldaban medidas como el desarme y la libertad de comercio como vías para convertir el mundo en un lugar más favorable. En 1906, el nuevo gobierno liberal tuvo que afrontar las presiones de un número cada vez mayor de liberales de tendencia radical, así como del nuevo y pujante partido laborista, para que se implicara más en favor de la paz[33].

Diversas personalidades y entidades, como los grupos religiosos, también aportaron su granito de arena a la paz tratando de acercar a los pueblos de las naciones potencialmente hostiles. En 1905, los británicos crearon el comité de amistad anglo-germana, encabezado por dos nobles radicales. Delegaciones religiosas y un grupo laborista liderado por el futuro primer ministro Ramsay MacDonald visitaron Alemania, y George Cadbury, magnate cuáquero del chocolate, invitó a un grupo de funcionarios municipales alemanes a visitar su ciudad modelo de Bournville[34]. El omnipresente Harry Kessler ayudó a organizar un intercambio epistolar público entre artistas alemanes y británicos en el que expresaban su admiración por la cultura de los otros; así como una serie de banquetes para el fomento de la amistad, que culminaron con uno ofrecido en 1906 en el hotel Savoy, donde el propio Kessler hizo uso de la palabra, al igual que George Bernard Shaw y lord Haldane, destacado político liberal, en favor de la mejora de las relaciones entre Gran Bretaña y Alemania. (Kessler encontró incluso tiempo para admirar la hermosa espalda casi desnuda y las perlas de Alice Keppel, amante de Eduardo VII, una de las numerosas celebridades de la sociedad allí presente)[35]. En Francia, Romain Rolland escribió su portentosa serie de novelas de Jean Christophe, cuya figura central es un compositor alemán brillante y atormentado, que finalmente encuentra la paz y el reconocimiento en París, para mostrar su amor por la música, y también, como le dijo a Stefan Zweig, con la esperanza de contribuir a la causa de la unidad de Europa y a que sus gobiernos se parasen a reflexionar sobre el peligroso derrotero que estaban tomando[36].

A pesar del incremento de los sentimientos pacifistas, había también grandes desacuerdos, frecuentemente enconados, acerca de cómo alcanzar un mundo de paz. Igual que hoy hay quienes afirman que la clave reside en la expansión de la democracia —con el discutible argumento de que las democracias no se enfrentan entre sí—, también en los años que precedieron al comienzo de la guerra de 1914 hubo quienes sostenían —a menudo los pensadores franceses, apoyándose en los grandes ideales de la revolución— que se podía garantizar la paz mediante la instauración de repúblicas y, allí donde fuera necesario, la liberación de las minorías nacionales para que ejercieran su propio gobierno. En 1891, un activista de la paz italiano afirmó: «De la premisa de la libertad se sigue la igualdad, cuya evolución progresiva conduce a la solidaridad de intereses y a la fraternidad entre los [pueblos] verdaderamente civilizados. Por lo tanto, la guerra entre pueblos civilizados es un crimen»[37]. La reducción de las barreras comerciales y el incentivo a la integración de la economía mundial se consideraban vías para el fomento de la paz. Este planteamiento gozó de considerable apoyo en Gran Bretaña; lo que no es de extrañar, puesto que en el siglo XIX la libertad de comercio había reportado estupendos beneficios a este país y a Estados Unidos. Asimismo, como precursores de los actuales activistas de Wikileaks, argumentaban que el objetivo fundamental debía ser acabar con la diplomacia secreta y los tratados ocultos. Una pequeña minoría, básicamente en el mundo angloparlante, seguía a Tolstói en su prédica de que a la violencia debía oponerse la no violencia y la resistencia pasiva; en el polo opuesto se defendía la idea de que había guerras justas e injustas, y que en ciertas circunstancias se justificaba la defensa contra los tiranos o contra los ataques no provocados.

Uno de los temas en que casi todos los movimientos por la paz lograron ponerse de acuerdo antes de 1914, y que avanzó más que el desarme, fue el del arbitraje en las disputas internacionales. La mediación de comisiones independientes se había utilizado en el siglo XIX con algunos éxitos de relieve, como la solución en 1871 de las reivindicaciones de los estadounidenses contra Gran Bretaña por las acciones del barco Alabama, propiedad de los confederados y construido en un puerto británico. Pese a las protestas de la Unión, los británicos habían permitido que el barco navegara en aguas profundas, donde hundió o capturó a más de sesenta navíos de la Unión. El gobierno estadounidense ganó la disputa y le exigió una indemnización a Gran Bretaña; en cuanto a Canadá, se sugirió que se conformara, pero al final Estados Unidos recibió una disculpa y el pago en efectivo de unos quince millones de dólares. Año tras año, los congresos universales por la paz aprobaban resoluciones llamado a los gobiernos del mundo a crear un sistema de arbitraje realmente viable. Hacia el final del siglo, debido a las presiones públicas, pero también a que deseaban evitar la guerra, los gobiernos se iban inclinando cada vez más por el arbitraje. Fue así como más del cincuenta por ciento de las mediaciones conseguidas entre 1794 y 1914 se produjeron después de 1890. Además, cada vez más estados iban suscribiendo acuerdos bilaterales de arbitraje. Los optimistas confiaban en que un día habría un acuerdo multilateral de arbitraje, un tribunal con suficientes facultades y un cuerpo de leyes internacionales; y quizá, pensaban los más idealistas, un gobierno mundial[38]. Como apuntó un estadounidense: «La lógica imparable del progreso humano hace que cada vez se aprecie más el arbitraje»[39].

Otros activistas prefirieron concentrarse en el desarme, o al menos en la limitación de las armas. Puede decirse que entonces, como ahora, la existencia de armas y ejércitos, y la casi inevitable carrera armamentista, incrementaban las probabilidades de una guerra. Los mismos fabricantes de armas se convirtieron en blanco frecuente de los defensores de la paz, ya que, según estos, fomentaban deliberadamente las tensiones, y hasta los conflictos, para favorecer sus ventas. De modo que en 1898, cuando el joven zar cursó de improviso una invitación pública a las potencias mundiales para que se reunieran y analizaran el «grave problema» derivado del aumento sin precedentes del armamento, trabajando juntos en su solución, los activistas de la paz como Suttner se mostraron encantados. Lo cierto es que la invitación, con sus referencias a las «terribles máquinas de destrucción» y a los horrores que acarrearía una guerra, podría haber sido suscrita por cualquiera de ellos. Al parecer, al zar lo animaba en parte el idealismo, pero también por consideración de orden práctico, ya que Rusia tenía dificultades para mantener un volumen de gastos similar al de las otras potencias europeas[40]. Una segunda nota de los rusos sugería los temas que podrían ser objeto de análisis, entre ellos el congelamiento del aumento de los arsenales de cada país, los límites de algunas de las armas nuevas y más mortíferas y las regulaciones sobre la conducción de la guerra[41].

Los gobiernos de las demás potencias europeas se mostraron poco entusiastas o, como en el caso de Alemania, abiertamente hostiles ante la idea, pero tuvieron que vérselas con el entusiasmo del público; de todo el mundo llegaron peticiones y cartas instando a los delegados a trabajar por la paz. En Alemania, una declaración de apoyo al desarme obtuvo más de un millón de firmas. El documento, enviado a La Haya, daba pistas de cómo el nacionalismo acabaría socavando los esfuerzos en favor del desarme previos a 1914, ya que en él se apuntaba: «No queremos que Alemania se desarme mientras que a nuestro alrededor el mundo permanece erizado de bayonetas. No queremos ver disminuida nuestra posición en el mundo ni dejar de percibir ninguna ventaja de la que conlleva la contienda pacífica entre las naciones»[42].

El zar, por su parte, afirmaba: «Seguiré adelante con la comedia de la conferencia, pero mantendré entretanto la daga afilada»[43]. Esta vez su tío Eduardo de Gran Bretaña estuvo de acuerdo: «Es la mayor tontería y estupidez que he escuchado jamás»[44]. Alemania asistió a la conferencia con la intención de hacerla naufragar, siempre que fuera posible hacerlo sin asumir la responsabilidad en exclusiva. Su delegación estuvo encabezada por Georg zu Münster, embajador alemán en París, a quien le disgustaba sobremanera todo lo relacionado con la conferencia, y de ella formaba parte también Karl von Stengel, profesor de Múnich, que poco antes de iniciarse las deliberaciones publicó un panfleto en el que condenaba el desarme, el arbitraje y el movimiento por la paz en su totalidad[45]. Las instrucciones que Holstein impartió a los delegados en la secretaría de Asuntos Exteriores precisaban: «El objetivo supremo del estado es la protección de sus intereses […]. En el caso de las grandes potencias, estos intereses no coinciden necesariamente con la preservación de la paz, sino más bien con la destrucción del enemigo y del rival por una adecuada agrupación de estados más fuertes»[46].

En cuanto al resto de las potencias, tampoco el Imperio austrohúngaro se mostraba entusiasta. De hecho, las instrucciones del canciller Goluchowski a sus delegados rezaban: «[…] las actuales relaciones no permiten logros sustanciales. Por otro lado, nosotros no deseamos logro alguno, al menos no en lo tocante a cuestiones militares y políticas»[47]. En Francia, donde el movimiento por la paz era vigoroso, el gobierno estaba más inclinado a apoyar la conferencia; aunque el canciller Delcassé temía que los delegados allí reunidos adoptasen resoluciones que obligaran a Francia a abandonar su esperanza de recuperar Alsacia y Lorena por medios pacíficos: «Por mi parte, aun cuando soy canciller, soy ante todo francés, y no puedo menos que compartir los sentimientos de los demás franceses»[48]. Gran Bretaña, que envió al almirante Jacky Fisher dentro de su delegación, se mostraba dispuesta a analizar el tema del arbitraje, pero no estaba muy interesada en el desarme. El almirante le dijo al gobierno que un congelamiento de las fuerzas navales era «bastante difícil», y que cualquier restricción en cuanto a los armamentos nuevos o a la mejora de los existentes «favorecería los intereses de las naciones salvajes y perjudicaría a los de las más civilizadas». En cuanto al intento de regular la guerra, «sus señorías no son proclives a comprometer al país de esta manera, por cuanto semejante disposición derivaría, casi con certeza, en recriminaciones mutuas». El ministerio de la Guerra también se manifestó sin miramientos, afirmando que ninguna de las medidas propuestas por Rusia era deseable[49]. La delegación de Estados Unidos estuvo encabezada por su embajador en Berlín, Andrew White, y contaba además con Alfred Mahan, el promotor del poderío naval, sobre el que White escribió en su diario: «Apenas ha demostrado simpatía, si es que ha mostrado alguna, por los principales objetivos de la conferencia»[50]. En general, la posición estadounidense era de respaldo a la paz, pero de reticencia a debatir la limitación de armamentos, partiendo de que las fuerzas de Estados Unidos, tanto las navales como las de tierra, eran tan reducidas que los europeos no debían tenerlas en cuenta[51]. En el transcurso de la reunión, White se pronunció elocuentemente en este sentido, lo que dio lugar a que el agregado militar británico informara a Londres: «El almirante francés me aseguró al final del discurso que los estadounidenses habían destruido la armada y el comercio de España, y que ahora no querían que nadie les destruyera la suya»[52].

En mayo de 1899, delegaciones de unas veintiséis naciones, entre ellas la mayoría de las potencias europeas, así como Estados Unidos, China y Japón, junto con activistas de la paz como Suttner y Bloch, se reunieron en La Haya. (El hotel donde se alojó Suttner hizo ondear una bandera blanca en su honor y en el de su causa). Los holandeses, que por razones geográficas tenían razones para temer a una guerra entre Francia y Alemania, ofrecieron una suntuosa recepción, así como una generosa hospitalidad durante toda la conferencia. En palabras de White: «Probablemente, desde que el mundo es mundo, nunca se hayan reunido tantas personas con más escepticismo y menos esperanzas respecto a los resultados de su empresa»[53]. La familia real de Holanda puso uno de sus palacios a disposición de la conferencia, que optó por reunirse en el gran salón recibidor, adecuadamente decorado con enormes pinturas alegóricas a la paz en el estilo de Rubens. Los delegados no cesaban de especular respecto a las motivaciones de los rusos, que, en opinión de muchos, únicamente querían ganar tiempo para fortalecer su propio ejército[54]. Uno de los delegados alemanes, oficial del ejército, causó una desagradable impresión pronunciando un discurso excesivamente belicoso, en el que se jactó de que su país podía afrontar sin problema sus gastos de defensa, y de que para todo alemán el servicio militar era «un sagrado deber patriótico, a cuyo desempeño debe su propia vida, su prosperidad y su futuro»[55].

El delegado belga, que presidía la comisión encargada del análisis del tema armamentístico, le aseguró a su gobierno, con toda la razón, que nadie pensaba seriamente en el desarme[56]. No obstante, la conferencia tuvo como resultado algunos acuerdos, relativamente menores, acerca de las armas, tales como el establecimiento de una moratoria sobre el desarrollo del gas asfixiante y la prohibición de las balas dum-dum, que causaban heridas terribles, o del lanzamiento de proyectiles desde globos. Aprobó igualmente el que sería el primero de una serie de acuerdos internacionales sobre normas de conducta en la guerra, incluidas las del trato humanitario a civiles y prisioneros de guerra. Por último, y eso constituyó un paso significativo hacia el arbitraje internacional, la conferencia acordó el establecimiento de una convención para la solución pacífica de las disputas internacionales, con varias disposiciones, entre las que se incluían las comisiones de investigación en caso de disputas entre estados. En 1905, Rusia y Gran Bretaña se remitirían con éxito a una de estas comisiones para la solución del incidente del banco Dogger, el del navío ruso que abrió fuego contra los barcos pesqueros británicos.

La convención también dispuso el establecimiento de un tribunal permanente de arbitraje. (Años más tarde, el filántropo estadounidense Andrew Carnegie haría una donación de fondos para el palacio de estilo neogótico dedicado a la paz en La Haya, que todavía alberga a este organismo). A pesar de que, en principio, el gobierno alemán, con pleno apoyo del káiser, intentó oponerse al tribunal, decidió finalmente que Alemania no debía quedarse sola en la oposición. El káiser declaró a propósito: «Para evitar que el zar quede como un tonto a los ojos de Europa, seguiré adelante con esta insensatez; pero en la práctica continuaré confiando únicamente en Dios y apelando solo a Él y a mi afilado sable. ¡Al diablo con todas sus decisiones!». Los delegados alemanes se las arreglaron para añadir tantas excepciones al documento final que, tal como afirmara Münster, más bien parecía «una malla llena de agujeros»[57]. Aunque ya antes de la Gran Guerra el tribunal había logrado solucionar una docena de casos, lo cierto es que, tanto entonces como ahora, depende de la voluntad de los gobiernos llevar sus disputas ante este órgano. El gobierno alemán hizo pública su satisfacción por la «feliz conclusión» de la conferencia, mientras su delegado, Stengel, la denunciaba sin tapujos[58]. Una vez más, la diplomacia alemana había actuado con una torpeza innecesaria, dejando la impresión de ser una potencia belicosa y reticente a cooperar con las demás.

En 1904, Roosevelt convocó una segunda conferencia en La Haya, pero el estallido de la guerra ruso-japonesa forzó a posponerla hasta mayo de 1907, momento en el que el panorama internacional se había vuelto más sombrío. La carrera armamentista naval anglo-germana estaba en pleno apogeo, y la triple entente andaba gestándose. El nuevo primer ministro británico del partido liberal, sir Henry Campbell-Bannerman, sugirió que se incluyera en la agenda la limitación armamentista, pero, como también proclamó que el poderío marítimo británico siempre había sido una fuerza benéfica para la paz y el progreso, no es de extrañar que la reacción del continente fuera de hostilidad y cinismo.

La expansión del sentimiento popular en favor de la paz siguió preocupando a numerosas autoridades, tanto civiles como militares, que pensaban que la guerra formaba parte de las relaciones internacionales y que el pacifismo podía socavar su capacidad de recurrir al empleo de la fuerza. Igualmente, los conservadores consideraban que el pacifismo desafiaba el viejo orden establecido. Como le escribió el que fuera ministro de Asuntos Exteriores entre 1906 y 1912, Alois van Aehrenthal a un amigo: «Las monarquías se oponen al movimiento internacional por la paz, porque este contradice la idea del heroísmo, noción esencial para el orden monárquico»[59].

En Rusia, donde el gobierno quería tener las manos libres para reconstruir sus fuerzas tras las devastadoras pérdidas sufridas en la guerra reciente, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Izvolski, apuntó que «el desarme era idea de judíos, de socialistas y de histéricas»[60]. Cuando, poco antes de inaugurarse la conferencia, Bülow declaró en el Reichstag que Alemania no tenía intención de discutir en La Haya la limitación de los armamentos, fue recibido con júbilo y vítores[61]. El Imperio austrohúngaro siguió los pasos de su aliada, y Aehrenthal aseguró que «una declaración platónica» debería echar a un lado el tema sin complicaciones[62]. Los franceses, por su parte, se quedaron en una posición incómoda, sin saber si respaldar a su antigua aliada Rusia o a su nueva amiga Gran Bretaña, con la secreta esperanza de que todo el asunto pudiera quedar decentemente enterrado. Entonces se retractó Estados Unidos, que en un principio había dado su apoyo a la limitación armamentista; Roosevelt, cada vez más preocupado por el crecimiento del poderío naval japonés en el Pacífico, pensaba en construir sus propios acorazados[63].

En esta ocasión, los representantes de cuarenta y cuatro países se dieron cita en La Haya, junto con, al igual que otras veces, una gran cantidad de activistas por la paz, incluidos Suttner y Stead, el periodista británico radical, quienes organizaron una cruzada por la paz internacional para ejercer presión sobre las potencias. (Poco después, este último dio un giro de ciento ochenta grados; para 1912, cuando se hundió con el Titanic, ya era un ferviente defensor de la construcción de nuevos acorazados)[64]. También estuvieron representados varios países latinoamericanos, que, en opinión de un diplomático ruso, ofrecieron banquetes de «peculiar interés y atractivo». Una vez más, los holandeses se esforzaron por ser hospitalarios, aunque debieron afrontar la competencia de los belgas, quienes organizaron un torneo medieval para divertimento de los delegados[65].

Los británicos comprendieron que el desarme era una causa perdida, y cortésmente lo dejaron pasar. Durante la conferencia, en una sesión de veinticinco minutos de duración, el alto delegado británico propuso una resolución afirmando que «era harto deseable que los gobiernos reanudaran un estudio serio de esta cuestión»[66]. La resolución se aprobó por unanimidad, y la carrera armamentista, que para entonces ya abarcaba también las fuerzas terrestres, siguió adelante. Los alemanes se comportaron más diplomáticamente que en la anterior conferencia, aunque lograron frustrar el intento de establecer un tratado internacional sobre arbitraje. Su máximo representante, Adolf Marschall von Bieberstein, también embajador ante el Imperio otomano, pronunció un discurso en el que elogiaba el arbitraje, al tiempo que señalaba que no había llegado aún el momento de instaurarlo; más tarde, declaró que ni él mismo tenía claro si había estado a favor o en contra. Un delegado belga manifestó su deseo de morir sin dolor, tal como había muerto la idea a manos de Marschall[67]. Un importante opositor de Alemania en el ministerio de Asuntos Exteriores británico, Eyre Crowe, que formaba parte de la delegación de su país en La Haya, le escribió a un colega de Londres: «Evidentemente, el miedo a Alemania ha sido la impresión dominante. Este país ha seguido su derrotero tradicional, alternando el engatusamiento con la intimidación, e intrigando siempre»[68]. Al igual que antes, también esta vez se introdujeron algunas tibias mejoras en las normas de la guerra; pero la reacción generalizada en la opinión pública fue que la conferencia había sido un fracaso. Suttner, por su parte, se expresó en los siguientes términos: «¡Bonita conferencia por la paz, dónde solo se habla de personas heridas y enfermas, y de gente belicosa!»[69]. La tercera conferencia de La Haya se fijó para 1915, así que en el verano de 1914 varios estados habían creado ya comités para prepararla.

Si en los años que precedieron a la guerra los gobiernos hicieron bien poco por el avance de la causa pacifista, al movimiento que la promovía aún le quedaba una gran esperanza: la segunda Internacional, la organización fundada en 1889 para unir a los trabajadores del mundo y sus partidos socialistas. (La primera Internacional, fundada por el propio Marx en 1864, se había desmoronado una docena de años antes por diferencias doctrinales). La segunda Internacional era verdaderamente internacional: estaba integrada por partidos de toda Europa, así como de Argentina, la India y Estados Unidos, y se daba por seguro que crecería con el avance de la industrialización. Se mantenía unida porque compartía un mismo enemigo, el capitalismo, y una misma ideología, profundamente influenciada por Karl Marx, cuyo antiguo colaborador, Friedrich Engels, había asistido a su primer congreso y a quien sobrevivían su hija y dos yernos, que se mantenían vinculados a su desarrollo. Más importante todavía era la cantidad de integrantes de la segunda Internacional. En vísperas de la Gran Guerra, contaba con la filiación de unos veinticinco partidos diferentes, entre ellos el laborista británico, con cuarenta y dos parlamentarios, y el socialista francés, con sus ciento tres escaños y una quinta parte de los votos emitidos en Francia. El partido más importante era el social-demócrata alemán, con más de un millón de miembros: una cuarta parte de los votos alemanes, y, tras elecciones de 1912, los ciento diez escaños que le convirtieron en el partido mayoritario del Reichstag. Si los trabajadores del mundo lograban unirse —y, como Marx había afirmado en sus famosas declaraciones, estos no tenían nación, sino solo los intereses de su clase—, tendrían en sus manos los medios para impedir la guerra. El capitalismo explotaba a los trabajadores, pero también necesitaba de ellos para mantener sus fábricas produciendo, sus ferrocarriles funcionando y sus puertos operando; así como para engrosar las filas de sus ejércitos cuando fueran movilizados. «¿Qué su pólvora está mojada? ¡Excelencia! ¿Acaso no ve que cuatro millones de trabajadores alemanes se han meado en ella?»[70]. En tales términos increpó un militante socialista francés al káiser. (Una de las razones por las que el ministerio de la Guerra alemán se negó durante tanto tiempo a aumentar el tamaño de su ejército fue el temor a que los reclutas provenientes de la clase trabajadora no fueran capaces de combatir con lealtad). Y cuando finalmente triunfara el socialismo, no podría haber más guerras. Como Karl Liebknecht, una de las figuras cimeras del ala izquierda del partido socialdemócrata alemán, le dijo desdeñosamente a Suttner: «Lo que ustedes tratan de lograr, la paz en la tierra, nosotros lo lograremos, es decir, la socialdemocracia, que es en verdad una portentosa liga internacional por la paz»[71].

A Suttner no le importaban demasiado los socialistas. En su opinión, para ser útiles a la sociedad los trabajadores necesitaban la guía de sus superiores. «Primero tienen que superar su ordinariez», decía ella[72]. En general, en las décadas anteriores a 1914, resultaron complejas las relaciones entre los socialistas y el movimiento por la paz, integrado en buena parte por miembros de la clase media. La retórica revolucionaria asustaba a las clases alta y media, mientras que los socialistas tendían a ver a los liberales como el rostro amable del capitalismo, que ayudaba a ocultarles a los trabajadores su verdadera naturaleza. En cuestiones relativas a la paz, los socialistas se desesperaban con temas más importantes para los liberales como el arbitraje y el desarme, pues para ellos lo más principal era derrocar al capitalismo causante de la guerra. En 1887, Engels había hecho una descripción lúgubre de lo que sería una futura gran guerra en Europa, con su secuela de hambrunas, muerte y enfermedades, y el derrumbe de las economías, de las sociedades y finalmente de los estados. «Docenas de coronas se irán por el sumidero, y nadie estará dispuesto a recogerlas». Era imposible predecir en qué acabaría todo. «Solo un resultado es absolutamente seguro: el agotamiento general y el establecimiento de las condiciones para la victoria final de la clase obrera»[73].

Pero ¿deseaban realmente los socialistas europeos la victoria a semejante precio? ¿No sería mejor trabajar contra la guerra y emplear medios pacíficos para llegar al poder? La ampliación del sufragio y la mejora de las condiciones de la clase trabajadora, especialmente en Europa occidental, parecían augurar otra vía que pasara por las urnas, la ley y la colaboración entre partidos políticos cuando sus intereses se solaparan, en lugar de una revolución sangrienta. El intento de revisar la ortodoxia marxista que sostenía este cambio causó choques violentos de una clase contra otra, y penosos debates que provocaron divisiones en el seno de los partidos socialistas europeos, particularmente en el partido socialdemócrata alemán; todo lo cual dio al traste con la segunda Internacional. Después de muchos debates, en que las obras de los eminentes padres del socialismo, Marx y Engels, fueron utilizadas indiscriminadamente por ambas partes para sustentar sus posiciones, los socialistas alemanes votaron por el respeto a la ortodoxia revolucionaria. Irónicamente, en la práctica se estaban convirtiendo en reformistas, en respetables reformistas. Los sindicatos, cuyas filas crecían, estaban perfectamente preparados para trabajar con los empresarios en beneficio de sus afiliados, y, a nivel local, los socialistas que participaban en órganos como los ayuntamientos cooperaban con los partidos de clase media. A nivel nacional, sin embargo, los socialistas se mantenían apegados a su vieja posición de hostilidad, votaban siempre contra el gobierno y sus diputados permanecían ostentosamente sentados cuando el parlamento vitoreaba al káiser[74].

Los líderes socialistas alemanes temían, no sin razón, que a muchos gobiernos les habría gustado tener un pretexto para resucitar las leyes antisocialistas de Bismarck. Tampoco ayudaba el káiser, recordándoles públicamente a sus soldados que era probable que tuviesen que disparar contra sus propios hermanos. Las elecciones de 1907, celebradas en medio de un resurgir de los sentimientos nacionalistas, como consecuencia de la brutal represión desatada por Alemania contra una rebelión en su colonia de África sudoccidental, repercutieron en los socialistas, que fueron acusados por la derecha nacionalista de faltar al patriotismo y perdieron cuarenta de sus ochenta y tres escaños en el Reichstag. Aunque esta situación fortaleció al ala moderada del partido, y un diputado nuevo del partido socialdemócrata, Gustav Noske, prometió en su primer discurso ante el parlamento que rechazaría la agresión extranjera «tan denodadamente como cualquier representante de la burguesía»[75]. Los líderes del partido también hicieron todo lo posible por mantener controlada a su propia ala izquierda, negándose a todas las propuestas de huelgas generales o de actividades revolucionarias[76]. Si el gobierno alemán hubiera actuado con más sabiduría y detectado las múltiples señales de que el partido socialdemócrata ya no constituía una amenaza para el orden establecido, podría muy bien haber atraído a los socialistas hacia la corriente dominante. Pero el gobierno continuó tratándolos con suspicacias y dudas acerca de su lealtad; de ahí que el liderazgo socialista no encontrara muchas razones para abandonar el apoyo que, de boca para afuera, daba a la ortodoxia marxista, independientemente de lo que ellos mismos y sus seguidores hicieran en la práctica.

El personaje clave, responsable de esta mezcla de conformidad y timidez ideológica, era un hombre pequeño y delgado llamado August Bebel, principal organizador del partido, su portavoz en el parlamento y en buena medida el encargado de mantener la adhesión al marxismo. Su familia pertenecía a la clase trabajadora; su padre había sido oficial subalterno en el antiguo ejército prusiano, y su madre empleada doméstica. A la edad de trece años, Bebel se quedó huérfano, y sus parientes lo colocaron de aprendiz en una carpintería. En la década de 1860 abrazó el marxismo, y dedicó el resto de su vida a la política. Se opuso tanto a las guerras de unificación de Alemania contra Austria en 1866, como a la guerra contra Francia en 1870, por lo que fue condenado por traición. Aunque su tiempo en prisión lo empleó en leer abundantemente y en escribir un folleto sobre los derechos de la mujer, siempre se sintió más cómodo organizando —en lo que era un verdadero maestro— que teorizando. Además, ayudó a fundar el partido socialdemócrata en 1875, y lo convirtió en una organización grande y muy disciplinada.

Bebel formó parte de la delegación alemana que asistió a la fundación de la segunda Internacional, en la cual el partido socialdemócrata llegaría a ser el miembro más importante, gracias a su dimensión y su disciplina. Los alemanes tenían una recomendación sencilla y estricta para los miembros de la constituyente de la Internacional: mantener presente en todo momento la lucha de clases, y no transigir ni hacer tratos con los partidos burgueses, no participar en gobiernos burgueses ni apoyar causas burguesas. En el congreso de 1904, celebrado en Ámsterdam, Bebel condenó al líder socialista francés Jean Jaurès por haber apoyado a la república francesa durante el caso Dreyfus: «Tanto la monarquía como la república son estados clasistas, modelos de estado llamados a preservar el dominio de la burguesía, diseñados para proteger el orden capitalista de la sociedad». Los alemanes y sus aliados, entre los que se contaban los socialistas franceses más doctrinarios, impulsaron una resolución de condena a cualquier intento de apartarse de la lucha de clases, «de tal forma que, en lugar de conquistar el poder político mediante la derrota de nuestros adversarios, sigan una política de entendimiento con el orden existente». Jaurès, que creía con fervor en la solidaridad socialista, aceptó la resolución. Otros podrían haberse desesperado o molestado, pero él, sin más, se dispuso a trabajar para aunar a las diferentes facciones en el movimiento socialista francés e internacional[77].

Jaurès sencillamente pensaba que la causa era más importante que él mismo, así que no albergó resentimiento. De hecho, en su vida privada tenía amigos de otras ideologías, y en política siempre estaba presto a tratar de entenderse con sus adversarios. «Su simpatía humana era tan universal —afirmó Romain Rolland—, que era incapaz de ser nihilista o fanático, y rechazaba cualquier acto de intolerancia»[78]. Entre los líderes socialistas anteriores a 1914, Jaurès destacaba por su sentido común, su comprensión de las realidades políticas, su disposición a alcanzar compromisos y su optimismo. Hombre de una imbatible confianza en la razón y en la bondad esencial de la naturaleza humana, creyó hasta el día de su muerte que el objetivo de la política era crear un mundo mejor. Pese a haber estudiado concienzudamente a Marx y a los demás autores socialistas canónicos, su socialismo no fue nunca doctrinario. A diferencia de Marx, él no veía el desarrollo de la historia irremisiblemente vinculado a la lucha de clases; para Jaurès siempre tendrían espacio la iniciativa y el idealismo humanos, así como la posibilidad de caminos diferentes y más pacíficos hacia el futuro. Él deseaba un mundo de justicia y libertad para todos, en el que se alcanzara la felicidad. En cierta ocasión manifestó que uno de los objetivos del socialismo debía ser permitirle al ciudadano común «conocer todas las alegrías de la vida que ahora les están reservadas a los privilegiados»[79].

Hombre robusto y ancho de hombros, de expresión amistosa y hermosos ojos azules, Jaurès se proyectaba en la vida con enorme energía, y era al mismo tiempo un consumado político y un intelectual reflexivo, que habría podido convertirse en un magnífico estudioso. Tenía inteligencia y talento, pero no por ello era arrogante o desagradable. Contrajo matrimonio con una mujer aburrida y que no compartía sus intereses, pero a la cual se mantuvo fiel. Aunque perdió su fe en Dios siendo joven, no opuso objeciones a que ella les diera a sus hijos una educación religiosa. Le gustaban la comida y el vino, pero podía olvidarse de comer si estaba inmerso en su otro gran placer, la buena conversación. No prestaba atención a la riqueza ni al estatus. Su apartamento en París era cómodo pero antiguo, y su escritorio estaba formado por varias tablas sobre un caballete. Él mismo vestía descuidadamente; según aseguraba Ramsay MacDonald, que lo vio en un congreso socialista en 1907, Jaurès se paseaba con la mayor naturalidad cubierto con un gastado sombrero de paja «como un joven en un mundo nuevo, o un músico callejero sabio, que hubiese descubierto cómo llenar los momentos con feliz despreocupación»[80].

Jaurès nació en 1859 en Tarn, en el sudeste de Francia, en una familia de clase media, pero estuvo cerca de la pobreza, ya que su padre iba infatigablemente de fracaso en fracaso. Su madre, que al parecer era el pilar de la familia, se las arregló para enviarle como interno a una escuela cercana, donde obtuvo más premios que ningún otro estudiante. Su talento y sus logros le llevaron a continuar los estudios en París, y finalmente en la École Normale Supérieure, que entonces, al igual que ahora, reunía a una buena parte de la élite francesa en formación. Ya a una edad relativamente temprana, Jaurès mostró gran interés por temas sociales, por lo que no sorprende que optase por la política. Elegido por primera vez para el parlamento en 1885, fue derrotado en 1889 y pasó los cuatro años siguientes como educador en Toulouse y prestando servicios en el ayuntamiento, experiencia práctica que le permitió apreciar la importancia de los temas cotidianos para los electores. Fue miembro del parlamento francés durante treinta y cinco años en total, y jefe del partido socialista francés durante diez de ellos. Era un excelente orador, que hablaba con gran convicción, elocuencia y emoción —al punto de sudar por el esfuerzo—, tanto en el parlamento como en los congresos socialistas o en las ciudades y pueblos de Francia, en sus giras por el país. Además, encontró tiempo para escribir copiosamente y editar el nuevo periódico socialista, L’Humanité, desde 1904, en el que publicaría más de dos mil artículos en los siguientes diez años.

Tras su derrota de 1904 en el congreso de la segunda Internacional, creció en Jaurès la preocupación por el deterioro de la situación mundial, y dedicó muchas energías a la causa de la paz. Durante largo tiempo había apoyado el arbitraje y el desarme, pero ahora se dedicó a estudiar la guerra misma; y, como era propio de él, lo hizo con seriedad, leyendo sobre teoría militar y sobre historia de la guerra, y trabajando con un joven capitán del ejército francés llamado Henry Gérard. Una noche, estando los dos hombres sentados en un café de París, Jaurès expuso cómo sería una futura guerra: «bombas y cañonazos, naciones enteras diezmadas, millones de soldados cubiertos de fango y sangre, millones de cadáveres». Años más tarde, en medio de una batalla en el frente occidental, un amigo le preguntó a Gérard por qué tenía la mirada absorta. «Siento como si todo esto me fuera conocido —respondió Gérard—. Jaurès profetizó este infierno, esta aniquilación total»[81]. De puertas para adentro, Jaurès propuso transformar el ejército francés, de una fuerza profesional con una doctrina ofensiva, en una milicia ciudadana, como la suiza, en que los soldados prestaban servicios por seis meses y luego cursaran breves periodos de entrenamiento. El único objetivo de este nuevo ejército sería defender el país. En palabras de Jaurès, fue así como la revolución francesa había derrotado a los ejércitos enviados contra ella por sus enemigos, es decir, armando a la nación. No es de extrañar que sus ideas fueran rechazadas por los estamentos políticos y castrenses; si bien, retrospectivamente, su hincapié en la defensa tenía mucho sentido[82].

Pero no tuvo demasiado éxito en la movilización de la segunda Internacional para la acción, pese a que en la agenda de todos los congresos de esta organización a partir de 1904 figuró el análisis de lo que debía hacerse para prevenir la guerra, o en el caso de una guerra europea generalizada. Por desgracia, desde el principio estuvo claro que había profundas diferencias de opinión potencialmente nocivas. Jaurès y los que compartían sus ideas, como el parlamentario laborista británico Keir Hardie, pensaban que los socialistas debían recurrir a todos los medios posibles para impedir la guerra, a saber, la agitación en el parlamento, las manifestaciones de protesta, las huelgas y, de ser necesario, una rebelión. Los socialistas alemanes, sin embargo, a pesar de su retórica revolucionaria, demostraban en la práctica la misma cautela que dentro de su país. El tema fundamental en el que diferían las partes era si debía o no llegarse a un acuerdo sobre los pasos concretos a dar en caso de producirse la guerra. Los alemanes simplemente no estaban dispuestos a comprometerse ellos, ni a comprometer de antemano a la segunda Internacional, a tomar medidas como la convocatoria de una huelga general, por mucho que la mayoría de los socialistas (y también los líderes políticos y militares europeos) consideraran que así se impediría que las naciones se enfrascaran en una guerra. Por su parte, Jaurès no estaba dispuesto a insistir en ello poniendo en peligro la unidad del movimiento socialista. Las diferencias se ocultaron con resoluciones gratas al oído, que condenaban la guerra, que afirmaban la determinación de la clase trabajadora mundial de prevenirla y que se mostraban deliberadamente ambiguas en cuanto a cómo lograrlo. Como apuntaba la resolución del congreso de Stuttgart de 1907: «La Internacional no es capaz de explicar con precisión las acciones que debería emprender la clase obrera contra el militarismo en el lugar y el momento adecuados, lo que, naturalmente, resulta distinto en cada país»[83]. Siete años después, la Internacional se enfrentaría al mayor desafío de toda su existencia.

En los restantes años previos a la Gran Guerra, la segunda Internacional mantuvo la confianza en su capacidad para trabajar eficazmente por la paz. Pese a su retórica, abandonaba en parte su antigua tendencia a ver al capitalismo en blanco y negro, como un enemigo. Con la expansión de las inversiones y el comercio, el capitalismo estaba entretejiendo una red que comunicaba al mundo, y seguramente esto podría reducir la posibilidad de una guerra. Hasta el viejo Bebel, representante de la línea dura, señaló en 1911: «Admito sin ambages que quizá la mayor garantía de paz para el mundo sea justamente esta exportación de capital a nivel internacional». Y cuando las potencias lograron manejar las crisis de 1912 y 1913 en los Balcanes, esto pareció confirmar que ahora el capitalismo obraba en favor de la paz. En su congreso de Basilea, en 1912, la segunda Internacional llegó al punto de afirmar que, en adelante, trabajaría con los pacifistas de la clase media[84].

Hubo también muestras alentadoras de solidaridad socialista en medio de las tensiones internacionales. En enero de 1910, los partidos socialistas de diversos países de los Balcanes se reunieron en Belgrado para buscar un terreno común. «Es preciso derribar las fronteras que separan a estos pueblos cuyas culturas son idénticas, a estos países cuyo futuro económico y político está estrechamente vinculado, y librarnos así del yugo de la dominación extranjera que priva a las naciones del derecho a la determinación de su propio destino»[85]. En la primavera de 1911, cuando las relaciones entre el Imperio austrohúngaro e Italia se habían vuelto especialmente tensas, los socialistas de los dos países protestaron contra la escalada de los gastos militares y la amenaza de guerra[86]. El momento de mayor esperanza llegó en el otoño de 1912, cuando estalló la primera guerra de los Balcanes y los socialistas de toda Europa organizaron manifestaciones multitudinarias —doscientos mil manifestantes en Berlín, y otros cien mil en las afueras de París— en favor de la paz, y la segunda Internacional celebró un congreso de emergencia. Más de quinientos delegados de veintitrés partidos socialistas (solo los serbios optaron por no asistir) se reunieron en la ciudad suiza de Basilea. Niños vestidos de blanco los condujeron por las calles hasta la gran catedral gótica de piedra rojiza. Destacadas personalidades del movimiento socialista tomaron la palabra para condenar esa guerra y la guerra en general, y para afirmar el poder de la clase trabajadora. Jaurès, que fue el último orador, pronunció uno de sus mejores discursos, y para concluir proclamó: «Saldremos de aquí decididos a salvar la paz y la civilización». La congregación, porque eso parecía, entonó una última canción, y el órgano tocó música de Bach. «Todavía estoy aturdida por todo lo vivido», le escribió extasiada a un amigo la revolucionaria rusa Alexandra Kollontai[87]. Tres meses más tarde, los dos mayores partidos de la segunda Internacional, el francés y el alemán, emitieron un manifiesto conjunto donde condenaban la carrera armamentista y prometían trabajar unidos por la paz[88]. No obstante, en ese mismo verano, mientras los socialistas franceses se oponían a una propuesta que aumentaría las fuerzas del ejército francés, en el Reichstag los socialdemócratas alemanes votaban a favor de aumentarle el presupuesto al ejército alemán.

La mayor debilidad de la segunda Internacional fue el nacionalismo, y no las diferencias internacionales en materia de táctica y estrategia. Pero también este punto quedaba enmascarado por el lenguaje, puesto que, en todos los congresos anteriores a 1914, los oradores de cualquier procedencia expresaron nobles sentimientos sobre la hermandad internacional de la clase trabajadora, y seguramente la mayor parte de ellos creía en lo que decía. Pero, ya en 1891, un delegado holandés al segundo congreso de la segunda Internacional había hecho pronunciamientos incómodos pero proféticos: «Los sentimientos internacionalistas que presupone el socialismo no existen entre nuestros hermanos alemanes»[89]. Otro tanto pudo haber dicho de los demás partidos socialistas, así como de los sindicatos. De hecho, el nacionalismo no era algo promovido por las clases dominantes e impuesto a las naciones, sino que tenía profundas raíces en las distintas sociedades europeas, y se manifestaba en las canciones nacionalistas de los obreros franceses o el orgullo con que los trabajadores alemanes hacían el servicio militar[90]. Quizá una mirada retrospectiva nos permita ver mejor la influencia del nacionalismo en la segunda Internacional: por ejemplo, en la incapacidad de los diferentes partidos socialistas para acordar cómo celebrar el primero de mayo; en las controversias entre los líderes de los sindicatos alemanes y franceses durante la primera crisis por el tema de Marruecos en 1905-1906; o en las críticas entre los partidos socialistas alemán y francés sobre la manera de conducirse cada uno[91]. En 1910, el intento de los socialistas en los Balcanes de crear un frente unido se frustró al año siguiente, cuando los socialistas búlgaros, que ya estaban bastante ocupados enfrentándose entre sí, la emprendieron contra los serbios[92].

En 1908, el partido socialista austriaco criticó la anexión de Bosnia-Herzegovina por su propio gobierno, pero no se solidarizó con el resentimiento serbio causado por la medida. En realidad, los socialistas austriacos preferían creer que su país tenía una misión civilizadora en los Balcanes[93]; y no eran los únicos que lo pensaban. Aunque la teoría socialista daba por sentada la maldad del imperialismo, en los años previos a 1914 se manifestó entre los socialistas europeos una cierta tendencia a defender la posesión de colonias, sobre la base de que una civilización superior aportaba sus beneficios a otra inferior. Algunos socialistas alemanes iban aún más lejos, argumentando que Alemania necesitaba más colonias por el beneficio económico que estas reportaban a la clase trabajadora alemana[94]. En 1911, cuando Italia lanzó una guerra abiertamente imperialista contra el Imperio otomano para ocupar territorio en el norte de África, el ala derecha del partido socialista italiano votó junto al gobierno, y aunque el partido expulsó posteriormente a los diputados, su secretario dejó claro que le molestaban las presiones de la segunda Internacional: «Todas las críticas deben cesar, y todas las demandas de manifestaciones más enérgicas —de dondequiera que provengan— deben ser consideradas, con toda justeza, exageradas e irracionales»[95].

Al año siguiente, el belga Camille Huysmans, secretario general de la segunda Internacional, tuvo que abandonar temporalmente la idea de celebrar su próximo congreso en Viena, debido a las tensiones entre socialistas de diferentes nacionalidades. «La situación en Austria y Bohemia es bastante deplorable —escribió—. Nuestros camaradas allí se devoran entre sí. La discordia ha alcanzado niveles extremos. Los ánimos están caldeados y, si nos reunimos en Viena, tendremos un congreso conflictivo y ofreceremos al mundo una imagen pésima. En esta situación están no solo los austriacos y los checos, sino que lo mismo sucede en Polonia, Ucrania, Rusia y Bulgaria»[96]. Las relaciones entre los socialistas franceses y alemanes eran la piedra angular de la segunda Internacional (de la misma manera que las relaciones entre Alemania y Francia son en la actualidad fundamentales para la Unión Europea), y ambas partes solían enfatizar su significado. En 1912, empero, Charles Andler, profesor de alemán en la Sorbona, conocido por sus simpatías tanto por el socialismo como por Alemania, sacó a la luz una verdad incómoda, cuando en una serie de artículos afirmó que los trabajadores alemanes eran más alemanes que internacionalistas, y que, si por cualquier razón se llegaba a la guerra, apoyarían a Alemania[97].

El movimiento en favor de la paz formado por la clase media demostró no ser más inmune al nacionalismo que la segunda Internacional. Los pacifistas italianos se sintieron profundamente agraviados cuando sus homólogos austriacos se negaron a protestar en favor de los derechos de las minorías (que, desde luego, incluían a los italianos residentes en el Imperio austrohúngaro)[98]. Durante largo tiempo, Alsacia y Lorena habían sido motivo de discordia entre pacifistas alemanes y franceses, ya que los primeros aducían que las poblaciones de las dos provincias eran felices y prósperas bajo el dominio alemán, mientras que los franceses mostraban pruebas de su opresión, como por ejemplo el número de francófonos que emigraban[99]. La confianza mutua se hacía difícil. En 1913, un pacifista alemán señalaba: «Si nos desarmamos, habrá cien posibilidades contra una de que los franceses […] ataquen»[100]. Tampoco reinaba la confianza entre pacifistas británicos y alemanes. Cuando en 1911 se produjo la crisis por Marruecos, que puso en peligro la paz entre Gran Bretaña y Alemania, Ramsay MacDonald aseguró en la cámara de los comunes que esperaba que «ninguna nación europea piense ni por un instante que las divisiones partidistas en este país debilitarán el espíritu nacional ni la unidad nacional». Al año siguiente, un destacado pacifista alemán criticó a sus colegas por defender a Gran Bretaña, que, según dijo, «amenaza la seguridad vital de nuestro crecimiento nacional»[101]. Pacifistas de toda Europa trataron de conciliar sus convicciones con su nacionalismo, estableciendo una diferencia entre guerras de agresión y guerras de defensa. También estaban de acuerdo en que era correcto defender las instituciones liberales —incluso las imperfectas— de los regímenes autocráticos. Por ejemplo, los pacifistas franceses nunca dudaron de que debían defender a la república, tal y como habían defendido sus antepasados a la revolución de sus enemigos externos[102]. En 1914, en la medida en que la crisis se agudizaba, uno de los objetivos de los líderes europeos fue persuadir a sus propios pueblos de que solo se iría a la guerra por razones de defensa.

La propia guerra fue el elemento determinante que socavó los esfuerzos por mantener la paz en Europa. Bloch había abrigado la esperanza de que el avance tecnológico hiciera de la guerra un acontecimiento más industrial y mortífero, que disiparía el glamour que la rodeaba. Pero lo que sucedió fue justo lo contrario; el avance del militarismo y la excitación misma generada por la guerra incrementaron su atractivo para muchos europeos. Incluso Angell, que tanto se había esforzado por persuadir a sus lectores de que la guerra era irracional, se vio obligado a admitir: «Hay algo en la guerra, en su historia y su parafernalia, que exalta profundamente las emociones y calienta la sangre en las venas hasta a los más pacíficos, y que apela a no sé qué instintos remotos, por no mencionar nuestra natural admiración por el valor, nuestro gusto por la aventura, por el movimiento y por las acciones intensas»[103].