XVII

PREPARATIVOS PARA LA GUERRA O LA PAZ:
LOS ÚLTIMOS MESES DE PAZ EN EUROPA

E n mayo de 1913, en el breve interludio entre las dos primeras guerras balcánicas, los primos Jorge V de Inglaterra, Nicolás II de Rusia y Guillermo II de Alemania se reunieron en Berlín para la boda de la única hija del káiser con el duque de Brunswick (que también estaba emparentado con todos ellos). Aunque se dijo que la madre de la novia se había pasado toda la noche llorando por tener que separarse de su hija, la ocasión fue, según dijo a Grey el embajador británico, sir Edward Goschen, «todo un éxito». Los alemanes habían sido extremadamente hospitalarios, y el rey y la reina habían disfrutado inmensamente. «Su Majestad me dijo que jamás había visto una visita real en la que se hablara con tanta libertad y profundidad de política, y tuvo el placer de informarme de que él, el rey y el emperador de Rusia habían llegado a un completo acuerdo en todos los puntos que habían repasado». Los primos coincidían especialmente en que había que poner coto a Fernando el Zorro de Bulgaria, «a quien Su Majestad dedicó un sonoro epíteto». «Mi impresión —concluyó Goschen— es que la visita ha resultado verdaderamente beneficiosa, y que sus efectos serán tal vez más duraderos de lo que suelen serlo las visitas de estado de soberanos extranjeros»[1].

En privado, su rey no compartía su entusiasmo. Jorge se quejó de que cuando intentó hablar a solas con Nicolás, Guillermo tenía la oreja «pegada a la cerradura». Además, el káiser había arengado a Jorge sobre el apoyo que Gran Bretaña brindaba a Francia: «Estás formando alianzas con una nación decadente como Francia y otra semibárbara como Rusia, y enemistándote con nosotros, los verdaderos abanderados del progreso y la libertad»[2]. Al parecer Guillermo creyó haber causado una profunda impresión y haber debilitado la entente entre Gran Bretaña y Francia[3]. Esa fue la última vez en que ambos primos se vieron. En poco más de un año, sus países estarían en guerra uno contra el otro.

[17] Los últimos años previos a la Gran Guerra fueron testigos de una carrera armamentista cada vez más intensa. Aunque los moderados y los partidarios del movimiento por la paz señalaban los peligros de los cada vez mayores preparativos para la guerra, las naciones europeas desconfiaban ya tanto unas de otras que no se atrevían a retroceder. Esta caricatura muestra una próspera hilera de casas, con las distintas enseñas nacionales, deteriorándose cada vez más; con el texto: «Cuanto más procuran las naciones aventajar a sus vecinos en la carrera armamentista, más sufren sus propios pueblos».

A Europa aún le quedaban opciones en aquel último periodo de paz. Cierto que sus países tenían muchas preocupaciones en 1913: miedo a perder territorios, miedo a la inestabilidad o a la revolución interna, o miedo a las consecuencias de la guerra misma. Tales temores podían actuar en una dirección o en la contraria: haciendo que las potencias fuesen más cautelosas o decidiéndolas a arriesgarlo todo en una guerra. Aunque los dirigentes no estaban obligados a optar por la guerra, cada vez parecía más probable que eso sería lo que harían. La carrera armamentista naval entre Gran Bretaña y Alemania, el distanciamiento entre el Imperio austrohúngaro y Rusia a causa de los Balcanes, la ruptura entre Rusia y Alemania, y los temores de Francia en relación con Alemania habían separado naciones que tenían mucho que ganar trabajando juntas. Y a lo largo de los últimos doce años habían acumulado sospechas y recuerdos que pesaban mucho en la mente de sus pueblos y de quienes debían tomar las decisiones. Ya fuese la derrota y el aislamiento a manos de Alemania para Francia, la guerra de los Bóers para Gran Bretaña, las crisis marroquíes para Alemania, la guerra ruso-japonesa y Bosnia para Rusia, o las guerras balcánicas para el Imperio austrohúngaro, cada potencia tenía su cuota de experiencias amargas, que no deseaba repetir. Demostrar que eres una gran potencia y evitar la humillación son motivaciones poderosas en las relaciones internacionales, ya sea para Estados Unidos, Rusia o China en la actualidad, o para las potencias europeas un siglo antes. Si Alemania e Italia anhelaban un sitio bajo el sol, Gran Bretaña esperaba evitar la decadencia y conservar su inmenso imperio. Rusia y Francia querían recobrar una importancia que consideraban legítima; mientras que el Imperio austrohúngaro luchaba por su supervivencia. La fuerza militar era una opción con la que todos contaban, pero, de algún modo, pese a todas las tensiones, Europa siempre había logrado retroceder a tiempo. En 1905, 1908, 1911, 1912 y 1913 el concierto de Europa, aunque muy debilitado, había resistido. Pero los momentos peligrosos se presentaban cada vez más seguidos, y en 1914, en un mundo que se había habituado peligrosamente a las crisis, los líderes de Europa volverían a verse ante la opción de la guerra o la paz.

Y una vez más tuvieron que enfrentarse a los azotes del miedo y al nacionalismo exacerbado de sus propios pueblos, y los grupos de presión se fueron volviendo más y más hábiles a la hora de manipular a la opinión pública. En Alemania, por ejemplo, el comandante general August Keim, que había pertenecido a la liga naval alemana, fundó una organización similar a comienzos de 1912 para hacer campaña por un ejército más grande. La Wehrverein llegó a tener cuarenta mil miembros en mayo y trescientos mil en el verano siguiente, y a contar con la financiación de grandes industriales como Alfred Krupp. Keim apoyaba cada proyecto de ley militar que llegaba al Reichstag, pero invariablemente decía que era del todo insuficiente[4]. En Gran Bretaña, los diarios de gran difusión seguían publicando artículos sobre los planes de invasión alemanes y sobre camareros de este país que en realidad eran oficiales en activo. Estallaron súbitas guerras periodísticas entre las naciones. En 1913 la prensa alemana armó un gran revuelo cuando unos actores franceses aparecieron con uniforme alemán en una obra titulada Fritz le Uhlan [Fritz el ulano], mientras que en Berlín, durante el verano siguiente, un teatro con el conveniente nombre de Valhalla planeaba montar un melodrama titulado El terror de la legión extranjera, o el infierno de Sidi Bel Abbes[5]. A principios de 1914 un periódico alemán publicó un artículo de su corresponsal en San Petersburgo que hablaba de la creciente hostilidad contra Alemania en los círculos oficiales rusos. La prensa rusa respondió acusando a los alemanes de preparar una guerra preventiva contra Rusia. Sujomlínov, el ministro de la Guerra, ofreció una beligerante entrevista a un importante diario declarando que Rusia estaba preparada[6].

A principios del verano de 1914, el general Alekséi Brusílov, que dirigiría uno de los pocos ataques exitosos de Rusia durante la Gran Guerra, se encontraba tomando las aguas en Bad Kissingen, un balneario en el sur de Alemania, cuando él y su esposa se quedaron atónitos ante lo que presenciaron en un festival local. «En la plaza central, rodeada por montones de flores, se elevaba una espléndida maqueta del Kremlin de Moscú, con su iglesia, murallas y torres, y en primer plano la catedral de San Basilio». Se dispararon salvas, un magnífico espectáculo de fuegos artificiales iluminó la noche, y mientras una banda tocaba los himnos nacionales de Rusia y Alemania, seguidos por la Obertura 1812 de Chaikovski, la maqueta del Kremlin fue arrasada por el fuego. La multitud alemana vitoreaba alegremente, mientras Brusílov, su esposa y un puñado de compatriotas rusos contemplaban la escena en silencio, con disgusto y rencor[7].

Aunque las clases gobernantes de toda Europa solían compartir el nacionalismo de sus pueblos, también les preocupaba su fiabilidad. Los partidos políticos de izquierda estaban al alza, y en algunos países sus líderes eran ahora abiertamente revolucionarios. En Italia el entusiasmo inicial por la guerra en el norte de África se había desgastado rápidamente entre los socialistas y sus partidarios; el joven radical Benito Mussolini organizó manifestaciones de protesta mientras las tropas partían para la guerra, y los líderes moderados del partido socialista fueron expulsados y sustituidos por otros más radicales. En las elecciones alemanas de 1912, los socialdemócratas consiguieron sesenta y siete escaños nuevos, lo que estuvo a punto de provocar el pánico entre la derecha. El líder de la conservadora y nacionalista liga agraria publicó Si yo fuera el káiser, donde abogaba en favor de una buena guerra que proporcionase al gobierno una excusa para librarse del sufragio universal[8]. Y los trabajadores eran más militantes y estaban mejor organizados. En las ciudades, los pueblos y la campiña del norte de Italia, había que llamar al ejército para reprimir las huelgas y manifestaciones. En Gran Bretaña el número de trabajadores en huelga había crecido abruptamente, de 138 000 a 1 200 000 en 1912. Aunque en 1913 estas cifras ya habían descendido, durante los primeros siete meses de 1914 se produjeron casi mil huelgas, a menudo por cuestiones aparentemente triviales. Además, las clases trabajadoras británicas, al igual que las del continente, parecían cada vez más abiertas a las ideas revolucionarias y dispuestas a emprender acciones directas como huelgas y sabotajes con objetivos políticos. A principios de 1914, tres de los sindicatos más activos, en representación de los mineros y los trabajadores ferroviarios y del transporte, unieron fuerzas para formar su propia triple alianza. Como esta podía, a voluntad, cerrar las minas de carbón, detener los trenes y paralizar los muelles, representó una amenaza para la industria británica y en última instancia para el poderío del país, lo que generó mucha inquietud entre las clases gobernantes.

En el otro extremo de Europa, Rusia continuaba con sus intermitentes avances hacia el resto del mundo moderno europeo. Sin embargo, el asesinato de Stolipin, en el otoño de 1911, había sacado del juego al único hombre que pudiera haber obligado al régimen zarista, en contra de las objeciones de Nicolás y su corte, a implementar reformas antes de que fuese demasiado tarde. El zar, cada vez más influido por los elementos reaccionarios de su corte, hizo cuanto pudo por obstruir el establecimiento de un gobierno constitucional. Designó ministros dóciles y de derechas, e ignoró todo lo posible a la Duma. A comienzos de 1914 provocó consternación en la opinión pública moderada al destituir súbitamente a su primer ministro, Kokóvtsov —«como a un criado», dijo uno de los grandes duques—, deshaciéndose así de uno de los pocos ministros competentes y abiertos a las reformas[9]. El sucesor de Kokóvtsov fue un veterano favorito del zar. Ivan Goremykin era encantador, reaccionario y absolutamente incapaz de sacar a Rusia de los problemas que la aquejaban, y mucho menos de los que estaban por llegar. Sazónov, el ministro de Asuntos Exteriores, decía de él: «Un anciano que había perdido desde hacía mucho, no solo la capacidad de interesarse por algo que no fuese su paz y bienestar personales, sino también la facultad de percatarse de lo que sucede a su alrededor»[10]. El propio Goremykin no se hacía ilusiones respecto a su capacidad para el nuevo cargo. «No comprendo en absoluto para qué se me necesita —dijo a un prominente político liberal—. Parezco un abrigo de piel de mapache, guardado desde hace tiempo en el baúl y rociado con alcanfor»[11].

Para empeorar las cosas, el escándalo en torno a Rasputín se estaba haciendo cada vez más público. Circulaban rumores entre la alta sociedad rusa de que el clérigo tenía una influencia malsana sobre la familia imperial, y una excesiva intimidad con la zarina y sus hijas. La madre del zar le dijo llorando a Kokóvtsov: «Mi pobre nuera no se da cuenta de que está llevando a la ruina a la dinastía y a sí misma. Ella cree sinceramente en la santidad de un aventurero, y nos vemos incapaces de evitar la desgracia que con certeza sobrevendrá»[12]. El tercer centenario del reinado de los Romanov cayó en 1913, y esa primavera Nicolás y Alejandra hicieron una rara excursión por toda Rusia para mostrarse ante el pueblo. Aunque la pareja imperial y sus cortesanos aún creían que los rusos de a pie, especialmente los campesinos, amaban y reverenciaban a los Romanov, Kokóvtsov, que acompañaba a su señor, se quedó impresionado por la poca participación de las masas y su notable falta de entusiasmo. Los vientos de marzo fueron fríos y el zar no siempre se molestaba en salir en las diferentes paradas. En Moscú la participación popular fue también escasa, y hubo murmullos sobre el lamentable espectáculo del enfermizo heredero al trono siendo transportado en brazos por su guardaespaldas cosaco[13].

En la Duma las divisiones entre conservadores y radicales se habían agudizado, generando interminables debates y recriminaciones, mientras que los partidos democráticos de centro se veían cada vez más asfixiados por los ultraizquierdistas y los ultraderechistas. El consejo de estado, que debía funcionar supuestamente como una cámara alta, estaba dominado por viejos reaccionarios que consideraban su deber obstaculizar toda medida liberal proveniente de la Duma[14]. En la derecha se hablaba de un golpe de estado para restaurar el gobierno absolutista, mientras que para la izquierda la revolución parecía el único camino de cambio. En las ciudades, los trabajadores estaban cayendo bajo la influencia de la extrema izquierda, incluidos los bolcheviques. En los últimos dos años antes de la guerra, el número de huelgas y su violencia se incrementaron abruptamente. En el campo, el ánimo de los campesinos era cada vez más sombrío; en 1905 y 1906 en muchas partes de Rusia habían intentado apoderarse de las fincas de los terratenientes. Habían fracasado en aquella ocasión; mas no lo habían olvidado. Las nacionalidades sometidas a Rusia, ya fuese en el Báltico, en Ucrania o en el Cáucaso, estaban movilizándose y organizándose; en parte por reacción contra las políticas gubernamentales de rusificación, que daban pie a situaciones absurdas como la de los estudiantes polacos obligados a leer su propia literatura traducida al ruso, y que generaban un profundo y creciente resentimiento.

La respuesta de las autoridades a la agitación social en Rusia fue culpar a los activistas, ya fuesen revolucionarios, francmasones o judíos, metiéndolos a todos en el mismo saco. En 1913 los reaccionarios ministros del Interior y de Justicia obtuvieron la aprobación del zar para hacerle el juego al antisemitismo ruso, permitiendo el juicio de un judío de Kiev, Mendel Beilis, por el supuesto asesinato ritual de un niño cristiano. Las pruebas incriminatorias no solo eran poco sólidas, sino directamente fraudulentas. Incluso el zar y sus ministros sabían por entonces que Beilis era inocente, pero decidieron seguir adelante con el proceso, sobre la base de que era bien conocido que los judíos perpetraban asesinatos rituales, por más que no fuese así en aquel caso. El juicio despertó indignación entre los círculos liberales, tanto de Rusia como del extranjero, y los torpes esfuerzos del gobierno por lograr una condena —que incluyeron el arresto de los testigos de la defensa— socavaron aún más su credibilidad. Beilis fue absuelto y emigró a Estados Unidos, donde fue testigo del derrumbe del viejo régimen en 1917 desde una posición segura[15].

Ya en 1914, rusos y extranjeros por igual decían que el país se hallaba como en la cima de un volcán que había entrado en erupción en 1905 y 1906, al término de la guerra con Japón, y que ahora nuevamente acumulaba fuerzas violentas bajo la superficie. «Una mano inexperta —dijo el conde Otto von Czernin, de la embajada austrohúngara en San Petersburgo— puede avivar las llamas e iniciar una conflagración si los nacionalistas exaltados, junto con la extrema derecha, logran la unión de las nacionalidades oprimidas y el proletariado socialista»[16]. Los intelectuales rusos se quejaban del desvalimiento y desesperación que sentían al ver derrumbarse la vieja sociedad, en tanto que la nueva no estaba aún lista para nacer[17]. La guerra llegó a ser contemplada como una solución para el dilema de Rusia, como un modo de unir a la sociedad rusa. La clase alta y la burguesía coincidían entre sí y con el gobierno tan solo en una cosa: la gloria del pasado de Rusia y la necesidad de ratificar su papel de gran potencia. La derrota a manos de Japón había supuesto una humillación terrible, y la evidente debilidad de Rusia en la crisis bosnia de 1908, y más recientemente en las guerras balcánicas, había logrado unir a la oposición liberal con los más vehementes reaccionarios en favor de la recuperación del ejército y de una política exterior enérgica[18]. Se hablaba mucho en la prensa y en la Duma de la misión histórica de Rusia en los Balcanes y de sus derechos sobre los estrechos otomanos, aunque esto significara una guerra con Alemania y el Imperio austrohúngaro, o, como decían los más fervientes nacionalistas, la lucha inevitable entre los eslavos y las razas teutónicas[19]. Aunque sus diputados se pasaban la mayor parte del tiempo atacando al gobierno, la Duma siempre apoyó los presupuestos militares. «Hay que aprovechar el entusiasmo general —le dijo al zar el presidente de la Duma en la primavera de 1913—. Los estrechos otomanos tienen que ser nuestros. La guerra será aceptada con júbilo y servirá para incrementar el poderío imperial»[20].

Las condiciones en el Imperio austrohúngaro, el rival de Rusia en los Balcanes, no eran mucho mejores. Su economía, duramente golpeada por la incertidumbre y los gastos ocasionados por las guerras balcánicas, comenzaba a reanimarse a comienzos de 1914, pero la industrialización trajo consigo una clase obrera cada vez más militante. En la mitad húngara de la monarquía dual las exigencias de los socialdemócratas por un sufragio universal se toparon con la oposición de las clases altas, poco dispuestas a compartir su poder. En la primavera de 1912, unas multitudinarias manifestaciones obreras en Budapest provocaron enconados enfrentamientos con las fuerzas del gobierno. En ambas mitades de la monarquía dual, también, ardían conflictos étnicos como incendios forestales, estallando aquí y allá en llamaradas visibles. En la parte austriaca, los rutenos, que hablaban una lengua emparentada con el ucraniano y que tenían sus propias iglesias, exigían derechos políticos y lingüísticos a sus caciques polacos; los checos y los alemanes, por su parte, estaban enzarzados en una aparentemente interminable pugna por el poder. El parlamento de Viena se volvió tan difícil de controlar que el gobierno austriaco lo suspendió en la primavera de 1914; no volvió a reunirse hasta 1916. En Hungría, el partido nacional rumano exigía entre otras concesiones una mayor autonomía de las zonas con mayoría rumana; pero el parlamento, dominado como estaba por los nacionalistas húngaros, se resistía. Bajo la influencia de Tisza, los húngaros al menos estaban satisfechos de pertenecer a la monarquía dual; algo que podría cambiar cuando Francisco Fernando, que era notoriamente antihúngaro, sucediera a su tío. En la primavera de 1914, cuando el viejo emperador cayó gravemente enfermo, el futuro de la monarquía se atisbaba sombrío. El embajador alemán Heinrich von Tschirschky, que tendía a esta visión melancólica, dijo que la monarquía dual se estaba «deshaciendo por las costuras»[21]. Y, dado el auge del poderío de Serbia, el Imperio austrohúngaro iba a tener que desviar todavía más recursos militares hacia el sur, cosa que perturbaba a los planificadores militares de Alemania, que contaban con la ayuda de su aliado contra Rusia.

Aunque a Alemania le iban bien las cosas, según muchos indicadores —la industria y el comercio, por ejemplo, así como su población, continuaban creciendo—, sus dirigentes y buena parte del pueblo sentían una extraña inquietud en los últimos años de la paz. El miedo a verse cercada, el auge del poderío ruso, la revitalización de Francia, la negativa de Gran Bretaña a cejar en la carrera armamentista naval, la escasa fiabilidad de sus propios aliados, el marcado crecimiento electoral del partido socialdemócrata, todo junto generaba un gran pesimismo en torno al futuro de Alemania. La guerra se aceptaba cada vez más como algo posible, cuando no inevitable. Francia parecía el enemigo más probable, pero sus socios de la entente seguramente acudirían en su defensa (aunque Bethmann todavía esperaba mejorar las relaciones con Gran Bretaña y Rusia)[22]. «El rencor contra Alemania —dijo el excanciller Bülow a principios de 1914— bien pudiera considerarse la piedra angular de la política francesa». Cuando en Francia apareció una postal con la leyenda «merde pour le roi de Prusse», escrito al revés, los diplomáticos alemanes vieron confirmadas sus sospechas. El agregado militar francés en Berlín informó acerca de un estado de ánimo cada vez más belicoso entre el pueblo, capaz de «provocar una explosión de ira y orgullo nacional que algún día obligase al káiser a conducir a las masas a la guerra»[23]. Hasta el delicado compositor Richard Strauss se dejó llevar por el sentimiento antifrancés, y le dijo a Kessler en el verano de 1912 que se alistaría en cuanto estallase la guerra. Su esposa le preguntó qué creía él que podría hacer. Tal vez, dijo Strauss dubitativo, podría ser enfermero. «¡Tú, Richard! —replicó su esposa—. ¡Pero si no puedes ni ver la sangre!». Strauss se mostró avergonzado, pero insistió: «Yo lo haría lo mejor que pudiera. Pero si los franceses reciben una tunda, quiero estar ahí»[24].

Entre la cúpula de los líderes civiles de Alemania, Bethmann y por lo general el káiser aún anhelaban evitar una guerra. (El káiser acababa de apasionarse por la arqueología y pasaba las primaveras excavando en Corfú, lo que le simplificaba un tanto la vida a Bethmann). El ministro de Asuntos Exteriores, Kiderlen, pese a su afición por la beligerancia retórica, también se inclinaba hacia la moderación; pero murió súbitamente, de un infarto, a finales de 1912. Su sucesor, Gottlieb von Jagow era demasiado débil para enfrentarse a los generales. «Ese mequetrefe», como lo describía el káiser, era un hombre bajito y gris, proveniente de una familia de aristócratas prusianos. Su principal objetivo, al parecer, fue defender los intereses de Alemania por todos los medios a su alcance[25]. Lo peligroso era la creciente aceptación de la guerra como algo inevitable, e incluso deseable, entre los militares. Muchos de ellos no le habían perdonado a Guillermo que se echase para atrás en la crisis marroquí de 1911, ni más recientemente durante la primera guerra balcánica. La bien relacionada baronesa Spitzemberg afirmaba: «Le reprochan un “excesivo amor a la paz” y creen que Alemania había dejado pasar la oportunidad de derrotar a Francia mientras Rusia estaba ocupada en los Balcanes»[26].

El estado mayor daba por sentado que en el futuro tendría que librar una guerra terrestre en dos frentes. Schlieffen murió en enero de 1913, y al parecer sus últimas palabras fueron: «Basta con que mantengáis el ala derecha», pero sus ideas estratégicas siguieron conformando la planificación militar de Alemania. Su sucesor al frente del estado mayor, Moltke, fiel a su naturaleza pesimista, continuó dudando de que Alemania pudiese imponerse en una guerra contra sus enemigos, especialmente si tenía que luchar sin aliados. A pesar de su anterior reticencia a reclutar a miembros de las clases trabajadoras, ahora Moltke abogaba por incrementar el tamaño del ejército, y en esto coincidía con él una generación emergente de oficiales, entre ellos Erich von Ludendorff, uno de los burgueses ambiciosos e inteligentes que estaban logrando acceder al estado mayor. Aunque el Reichstag aprobó un proyecto de ley para el ejército en el verano de 1912, la crisis de la primera guerra balcánica en el otoño demostró la debilidad del Imperio austrohúngaro, así como la disposición de Rusia a movilizarse, y en consecuencia generó nuevas demandas, redactadas por Ludendorff para Moltke, de que el gobierno incrementara rápidamente el número de hombres y la cantidad de materiales necesarios para la formación de unidades especiales, como las provistas de ametralladoras. El lenguaje era alarmista y hablaba con total naturalidad de la «inminente guerra mundial»[27].

El 8 de diciembre de 1912, en tanto la situación en los Balcanes seguía tensa, se produjo lo que desde entonces se conoce como uno de los incidentes más controvertidos de los prolegómenos de la Gran Guerra: el consejo de guerra del káiser en el palacio de Potsdam. Aquella mañana, Guillermo leyó un despacho de su embajador en Londres informando de que Grey y el ministro de la Guerra, Haldane, habían advertido que, si estallaba una guerra general en el continente, Gran Bretaña intervendría casi con toda seguridad para impedir que Francia fuese destruida por Alemania. Aunque tal probabilidad no podía ser ninguna sorpresa para el káiser, este se encolerizó ante la impertinencia de Gran Bretaña, y también se sintió traicionado: en la inminente lucha final entre teutones y eslavos, los británicos estarían en el bando equivocado, junto con los galos. Entonces hizo llamar a toda prisa a algunos de sus consejeros de confianza, todos ellos militares, entre ellos Moltke, Tirpitz y su ayudante naval, el almirante George von Müller. Según el diario de Müller, que constituye el mejor registro, el káiser soltó una perorata considerable. Dijo que era bueno tener clara la posición de Gran Bretaña; desde ese momento Alemania tendría que combatir contra Gran Bretaña y contra Francia. «La flota, naturalmente, deberá prepararse para un conflicto con Gran Bretaña». El Imperio austrohúngaro, prosiguió, tendrá que vérselas con los serbios, lo que casi seguro hará que Rusia se sume al conflicto, y Alemania tampoco podrá evitar una guerra en ese frente. Este país, por tanto, debía reunir cuantos aliados pudiera; el káiser confiaba en que Rumanía y Bulgaria, y posiblemente el Imperio otomano. Moltke coincidió en que la guerra era inevitable (algo en lo que no discrepó ninguno de los otros), pero dijo que se debería utilizar a la prensa alemana para inculcarle al pueblo la mentalidad adecuada. Tirpitz, que al parecer no quería que su preciosa armada entrara en combate, dijo que él preferiría posponer la guerra hasta un año y medio más tarde. Moltke replicó sardónicamente: «Ni aun entonces la armada estará lista». Y advirtió de que la posición del ejército se debilitaría con el tiempo, en tanto sus enemigos se fortalecerían; sentenciando: «La guerra, cuanto antes mejor». Aunque es posible que se haya dado demasiada importancia a este precipitado consejo convocado en un momento de crisis, resulta escalofriante con cuánta naturalidad aceptaban los presentes que la guerra estaba en camino[28].

En un memorándum que le mandó a Bethmann poco después de aquel consejo, Moltke advertía también que era importante que la opinión pública alemana se convenciera de que era justo y necesario ir a la guerra:

«Si la guerra se produce, no puede haber duda de que el peso principal de la responsabilidad recaerá sobre Alemania, y de ello sacarán partido sus oponentes. No obstante, en las presentes circunstancias, podemos seguir afrontando con confianza hasta las tareas más difíciles, si logramos formular el casus belli de tal modo que la nación se levante en armas de manera unida y entusiasta»[29].

En la crisis de 1914 todos los gobiernos harían lo posible por garantizar que sus naciones aparecieran como el bando inocente.

Lleno de entusiasmo a raíz de su consejo de guerra, el káiser ordenó la preparación de nuevos proyectos de ley para el ejército y la armada. Bethmann se quedó horrorizado, en parte porque no sabía cómo iba a pagarlos. «El káiser ha celebrado un consejo de guerra con sus paladines del ejército y la armada, naturalmente a mis espaldas y a espaldas de Kiderlen, y ha ordenado la preparación de un nuevo presupuesto para el ejército y la armada». logró convencer a Guillermo de rechazar la petición de Tirpitz para que le construyeran tres cruceros de combate al año. En su alocución de año nuevo de 1913 a los comandantes de los cuerpos de ejército, el káiser dijo con orgullo: «La armada cederá al ejército el grueso de los fondos disponibles»[30]. El ejército consiguió incorporar a sus filas a otros 136 000 hombres, proporcionándole a Alemania un ejército regular de 890 000 soldados en 1914. (Al este, sin embargo, se extendía Rusia, que ya tenía un ejército de 1 300 000 hombres, y con una población tres veces mayor que la de Alemania, es decir, con una cantera muy superior de soldados potenciales). Según el káiser, ahora Bethmann aceptaba la idea de una guerra, y como informó Jules Cambon a París en el otoño de 1913: «El káiser ha llegado al punto de creer que la guerra contra Francia es inevitable e incluso necesaria más tarde o más temprano»[31].

Por supuesto, el crecimiento del ejército alemán preocupaba a sus enemigos. Rusia ya estaba reforzando el suyo, mediante la retención de sus reclutas durante varios meses; al tiempo, llevaba a cabo simulacros de movilizaciones a lo largo de su creciente red de ferrocarriles. En 1913, en respuesta a las maniobras alemanas y con el aliento y la promesa de un préstamo por parte de Francia, el zar aprobó un nuevo «gran programa» de diez años, que elevaría inmediatamente en doscientos mil el número de soldados en tiempo de paz, con nuevos incrementos y más formaciones en el futuro. El programa definitivo fue aprobado el 7 de julio de 1914[32].

Los franceses habían tomado sus medidas para hacer frente a la amenaza alemana. Los planes de Joffre contaban con tener tropas suficientes al iniciarse las hostilidades como para contrarrestar cualquier ataque alemán y lanzar el suyo propio. Como Alemania iba a desplegar un ejército mayor en 1914, Francia tendría que, o bien cambiar sus planes y luchar más a la defensiva, lo cual iba contra la doctrina estratégica del ejército, o bien incrementar su número de soldados[33]. Para el ejército y sus partidarios, esta segunda opción era la más atractiva, pero tropezaba con el problema demográfico de Francia. El ejército podía convocar a más reclutas cada año —y así lo estaba haciendo hasta el momento—, pero, con una población de treinta y nueve millones de habitantes, Francia tenía muchos menos reclutas potenciales que Alemania, con sus sesenta y ocho millones. El ministerio de la Guerra propuso, en consecuencia, incrementar el tamaño del ejército alargando el periodo de servicio de los reclutas, de dos a tres años. La «ley de los tres años» reavivó las divisiones en la república sobre la naturaleza y el papel del ejército. Mientras que la derecha y los militares tendían a apoyar un ejército mayor, los socialistas y gran parte de los radicales se pronunciaron en contra, tachando la ley de ser un intento de crear una fuerza profesional con valores reaccionarios y antirrepublicanos. Jaurès pronunció apasionados discursos a favor de una milicia ciudadana. Los militares y la derecha sacaron a relucir el peligro alemán y señalaron que las filas del ejército francés ya estaban peligrosamente mermadas en Europa por haberse visto obligado a enviar fuerzas para pacificar Marruecos, cuyos habitantes se resistían a la dominación francesa[34]. Según Joffre, la ley haría que el número de soldados franceses disponibles fuese de 700 000. Alemania seguía teniendo 870 000 soldados, pero habría un número suficiente de ellos en el frente oriental como para que, en el occidental, la balanza se inclinase en favor de Francia[35]. El servicio militar más largo también le daba al ejército la oportunidad de mejorar el entrenamiento, lo cual constituía una vieja preocupación[36]. Aunque la ley fue aprobada en julio, el debate continuó hasta 1914 en el parlamento francés y en la prensa.

Francia estaba atravesando además por uno de aquellos complicados escándalos tan típicos de la tercera república. Lo que comenzara en 1911 como una sórdida trama de corrupción financiera que involucraba a unos ministros del gobierno, se había ido convirtiendo en una campaña orquestada contra Joseph Caillaux, de quien los nacionalistas siempre habían sospechado que estaba demasiado dispuesto a transigir con Alemania, y que tal vez hasta fuera un espía alemán. Se rumoreaba que el director del diario conservador Le Figaro tenía en su poder unos documentos inculpatorios sobre la complicada vida personal de Caillaux, así como ciertas pruebas de que este había utilizado su cargo de ministro de Justicia para obstruir las investigaciones contra él por corrupción.

No obstante, en aquellos dos últimos años de paz reinaban en Francia una calma y estabilidad relativas, cosa inusual en su historia reciente. Tanto los extranjeros como los franceses pensaban que el país estaba experimentando un renacer del sentimiento nacionalista y de la confianza en sí mismo. La crisis marroquí de 1911 había convencido a gran parte de la opinión pública francesa, de izquierdas y de derechas, de que Alemania era un enemigo implacable que jamás dejaría de acosar a Francia. (El que Francia hubiese hecho mucho por provocar esta crisis se pasaba simplemente por alto; los analistas franceses asumían, sin más, que su país era inocente). En los meses de verano de 1911, cuando la crisis estaba en su apogeo, el ministerio de la Guerra recibió cientos de peticiones de soldados que solicitaban ser reincorporados al servicio activo. «Me dicen que estoy demasiado viejo para un puesto de mando —escribió un general—. Simplemente solicito que se me envíe a la frontera como soldado de caballería, para mostrar a los jóvenes soldados de Francia que un viejo comandante de división, grand-croix de la Legion d’Honneur, sabe cómo morir»[37]. Los estudiantes que solo diez años atrás se mostraban cínicos y hastiados del mundo, descreídos del orgullo nacional y del pasado de Francia, decían ahora estar dispuestos a sacrificar su vida por ella. En el barrio latino se manifestaron tres mil, cantando «Vive l’Alsace! Vive la Lorraine!», y en los teatros parisienses volvieron a ser populares las obras patrióticas. En el campo se apreciaba una nueva beligerancia entre la población rural[38]. Juana de Arco, que había sido beatificada en 1909, gozaba de una reciente popularidad. Pero los enemigos esta vez no eran los británicos. «Wilma dice que en su círculo todos están locos por la guerra —contó Harry Kessler en 1912 de su hermana, que vivía en París—. Todos están convencidos de que nos derrotarán»[39]. En la primavera de 1913, un zepelín alemán tuvo que hacer un aterrizaje forzoso en una aldea francesa y los vecinos apedrearon a la tripulación. El gobierno francés se disculpó por aquel «deplorable» comportamiento. Guillermo escribió una nota colérica: «¡Vaya amabilidad! ¡Esto es sencillamente plebeyo e incivilizado, propio de una tierra de bárbaros! ¡Esto viene de las campañas antialemanas!»[40]. Pocos meses después, el incidente de Zabern, en que unos habitantes de Alsacia fueron tratados despectivamente por oficiales alemanes, recibió amplia cobertura en la prensa francesa, que lo presentó como otro ejemplo del militarismo prusiano[41]. (Moltke utilizó la beligerancia de esa prensa como un pretexto más para reforzar el ejército alemán)[42].

Un hombre en concreto personalizaba la nueva atmósfera francesa: Raymond Poincaré, el prominente político conservador que se convirtió en primer ministro en enero de 1912, tras la caída de Caillaux por la segunda crisis marroquí. A comienzos de 1913, Poincaré fue elegido presidente, cargo que mantendría hasta 1920. Tal vez por ser de Lorena, en manos de Alemania desde 1871, Poincaré era un ferviente nacionalista francés, decidido a reparar las divisiones que padecía la sociedad francesa y a devolver Francia a su legítimo lugar en el mundo. Aunque perdió la apasionada fe católica de sus primeros años, aceptaba la iglesia como una institución importante para la mayoría de sus compatriotas. Desde su cargo de primer ministro hizo mucho por suavizar los viejos conflictos entre católicos y anticlericales en torno a la educación, tomando partido por la enseñanza laica pero insistiendo en que se tolerasen las escuelas religiosas[43]. El mundo, pensaba Poincaré, podía beneficiarse enormemente de la influencia francesa. En un discurso de 1912 dijo que «sabiduría, sangre fría y dignidad» eran los rasgos distintivos de la política de Francia. «Esforcémonos, por tanto, en preservar y acrecentar la energía vital de nuestro país, y no me refiero únicamente a su poderío militar y naval, sino sobre todo a la solidez de su política, y a esta unidad del sentimiento nacional que inviste de grandeza, gloria e inmortalidad a un pueblo»[44]. Aunque, como hombre que valoraba la razón, se oponía a la guerra, creía también en la necesidad de potenciar las fuerzas armadas. Llegó a ser una especie de héroe para los nacionalistas franceses, y el nombre de Raymond se puso de moda para bautizar a los bebés.

Poincaré no era precisamente un Napoleón, ni tampoco un Charles de Gaulle como el de los años posteriores; aunque siempre fue muy consciente de que debía proyectar una buena imagen ante la opinión pública. No era un hombre ampuloso, sino bajito, pulcro, quisquilloso y preciso. También era inteligente, y un trabajador infatigable. En él se continuaba, al parecer, una tradición familiar, pues descendía por ambas ramas de familias burguesas que produjeron jueces, funcionarios públicos, profesores e ingenieros, como su propio padre. Henri Poincaré, uno de los más prominentes matemáticos de Francia, era primo hermano suyo. Raymond, por su parte, se distinguió en su liceo de París, y llegó a ser, a sus veinte años, el abogado más joven de Francia en 1880. Aunque siguió los pasos de otros jóvenes ambiciosos e hizo incursiones en el periodismo y la política, su formación legal le inculcó un respeto por las formas y los procedimientos. En público Poincaré era frío e impasible. El feroz radical Georges Clemenceau, que no lo soportaba, se refirió a él como «una bestezuela inquieta, seca, desagradable y nada valiente»[45]. Este comentario, como muchos otros de Clemenceau, resultaba injusto. Tanto en su política anterior a 1914 como en los oscuros días de la Gran Guerra, Poincaré demostró coraje y fortaleza. Y ni siquiera Clemenceau pudo jamás acusarlo de ser corrupto, como sí lo fueron muchos otros políticos de la tercera república.

Poincaré, inusualmente para su época y su clase, era feminista y gran defensor de los derechos de los animales; se negaba, por ejemplo, a participar en las habituales partidas de caza en la finca presidencial. Amaba las artes, el teatro y especialmente los conciertos, y en 1909 pasó a ser miembro de la Academia francesa[46]. Sus extensos diarios revelan también que era un hombre emotivo y sensible (lloró al ser elegido presidente), al que le herían los desaires y los ataques de sus enemigos. Cuando Poincaré anunció justo después de las navidades de 1912 que se había presentado como candidato a la presidencia, fue atacado con saña por radicales e izquierdistas. De su esposa, que estaba divorciada, se dijo que tenía un pasado complicado, e incluso, según los chismes, que había actuado en un cabaret o un circo[47]. Clemenceau afirmó que la mujer había estado casada con un cartero al que Poincaré había enviado a Estados Unidos. «¿Desea acostarse con madame Poincaré? —decía en voz alta Clemenceau—. Muy bien, amigo, eso está hecho»[48]. Los ataques enfurecieron tanto a Poincaré que una vez retó a duelo a Clemenceau. (El combate nunca tuvo lugar; por fortuna para Poincaré, pues Clemenceau tenía gran experiencia en estos lances).

Cuando llegó a la presidencia, Poincaré decidió utilizar al máximo las facultades de su cargo y ocuparse en persona de la política internacional. Iba al ministerio de Asuntos Exteriores todos los días, recibía a embajadores, a menudo sin ayuda, escribía despachos y elegía a amigos de confianza para puestos clave en el extranjero. Como ministros de Asuntos Exteriores escogió a hombres que se contentaban con desempeñar un papel secundario. El 12 de julio de 1914, poco después de que estallara la última crisis en Europa, René Viviani, un socialista moderado, asumió el cargo, pese a no tener ninguna aptitud patente para ello, aparte del patriotismo y la elocuencia. Sabía muy poco de relaciones internacionales, tendía a culpar a sus funcionarios cada vez que él mismo cometía errores, y Poincaré sencillamente lo intimidaba. A este, por su parte, le irritaba sobremanera la ignorancia de Viviani en cuestiones diplomáticas, incluso en detalles tan básicos como el nombre del departamento de Asuntos Exteriores austrohúngaro. «Cuando lee telegramas de Viena —se lamentaba Poincaré— no logra decir la Ballplatz sino siempre la Bolplatz o la Baliplatz»[49].

Sin embargo, la determinación de Poincaré por controlar la política exterior de Francia no siempre se traducía en medidas prácticas, ni en un buen liderazgo. Desde Londres, Paul Cambon, quien a la larga llegó a tenerle un reticente respeto, le achacaba una «oratoria clara al servicio de una mente confusa»[50]. Poincaré no deseaba la guerra, pero su objetivo era una Francia más fuerte y más enérgica, en Europa naturalmente, pero también en Oriente medio, donde tenía ya fuertes intereses en los territorios otomanos de Siria y el Líbano. En su discurso inaugural ante el parlamento francés en febrero de 1913, dijo que la paz solo era posible si el país estaba preparado para la guerra. «Una Francia disminuida, una Francia expuesta por sus propios errores a amenazas, a humillaciones, ya no sería Francia»[51].

Poincaré estaba dispuesto, no obstante, a trabajar en favor de una distensión limitada con Alemania. Aunque deploraba la pérdida de las provincias de Alsacia y Lorena, no deseaba utilizar la guerra para recuperarlas[52]. Francia cooperó con Alemania en 1912 y 1913 durante las crisis de los Balcanes, y en enero de 1914 Poincaré cenó en la embajada alemana de París; fue el primer jefe de estado francés en hacerlo desde la guerra de 1870. Poincaré, al parecer, tenía incluso esperanzas de que el sistema de alianzas que dividía a Europa en dos bandos pudiera traer una especie de estabilidad y permitir a las potencias europeas llegar a acuerdos sobre cuestiones mundiales, como por ejemplo el reparto del Imperio otomano[53]. Al mismo tiempo pensaba, como muchos de sus compatriotas, que los alemanes eran unos bravucones a los que había que enfrentarse con firmeza. En una de sus frecuentes instrucciones a Viviani, le dijo: «Con Alemania es necesario siempre ser impávidos y seguros; su diplomacia es muy propensa a los “faroles” y siempre nos pone a prueba para ver si estamos decididos a resistir o si nos aprestamos a ceder»[54]. Para 1914, Poincaré se había vuelto más pesimista con respecto a las posibilidades de cooperación con Alemania. En su diario privado escribió: «Alemania se cree cada vez más que está predestinada a dominar el mundo, que la supuesta superioridad de la raza germana, el siempre creciente número de habitantes del Reich y la continua presión de las necesidades económicas le confieren derechos excepcionales con respecto a las demás naciones». Asimismo llegó a dudar de que, en cualquier crisis futura, Alemania volviera a echarse atrás[55].

Así, las amistades eran para Francia la clave que le permitiría mantener su grandeza y su posición en el mundo. La alianza militar con Rusia necesitaba ser cultivada y consolidada. Con la aprobación de Poincaré, los préstamos de Francia para el ferrocarril ruso aumentaron en unos quinientos millones de francos en los dos años previos a la guerra[56]. Poincaré le aseguró a Izvolski, todavía embajador ruso en París, que utilizaría su influencia sobre la política exterior de Francia para garantizar «los más estrechos vínculos con Rusia»[57]. Cumplió su palabra, nombrando como embajador en San Petersburgo a Delcassé, el acérrimo nacionalista francés al que Alemania había hecho perder el cargo en la primera crisis marroquí. Poincaré también se propuso visitar Rusia personalmente, la primera vez cuando todavía era primer ministro. «El emperador Nicolás —dijo Sazónov—, que tanto valoraba en los demás aquellas cualidades de las que él mismo carecía, se quedó impresionado ante todo por la determinación y la fuerza de voluntad del primer ministro francés»[58].

Poincaré también compartía la muy extendida opinión de que había que fortalecer aún más la triple entente, haciendo que Gran Bretaña forjase alianzas militares con Francia y Rusia. El problema era que Gran Bretaña, con Grey a cargo de su política exterior, no mostraba interés alguno en otros compromisos que los de apoyo y buena voluntad. Más preocupante era aún la política interna de Gran Bretaña, que empezaba a parecerse a la de Francia en sus peores momentos. Hubo incluso un complicado escándalo financiero, en el que Lloyd George y varios otros liberales prominentes fueron enfáticamente acusados por los conservadores de aprovechar información interna para comprar acciones de la compañía Marconi, la cual estaba a punto de recibir un contrato para construir emisoras de radio públicas a lo largo y ancho del imperio británico. Aunque una investigación parlamentaria reveló que los acusados eran inocentes, en parte porque solo habían comprado acciones de la rama estadounidense de la compañía, que no se beneficiaba del contrato, el asunto proyectó muy mala imagen y dañó la reputación de Lloyd George y otros, así como la del gobierno en su conjunto. En 1913 y en la primera mitad de 1914, para mayor preocupación de los británicos y sus aliados, Gran Bretaña estaba padeciendo enconados conflictos sociales y políticos, con manifestaciones violentas, bombas, barricadas y hasta milicias armadas. Y la cuestión irlandesa había vuelto a agudizarse, hasta el punto de que Gran Bretaña se enfrentaba, por primera vez desde el siglo XVII, a la posibilidad de una guerra civil.

El monarca que presidía esta Gran Bretaña súbitamente turbulenta era Jorge V, que había sucedido a Eduardo VII en 1910. En muchos sentidos, Jorge era el polo opuesto de su padre. Tenía gustos sencillos, le desagradaban los países extranjeros y le aburría la sociedad moderna. Su corte, como él mismo dijera con orgullo, era monótona pero respetable. Con este rey, no habría escándalos por amantes ni por amigos inconvenientes. Por su aspecto se parecía mucho a su primo el zar de Rusia (a los dos los confundían a veces con el otro) y en cierto modo seguía siendo el oficial naval de antes. Gobernaba su corte casi como quien capitanea un barco, velando escrupulosamente por los uniformes, la rutina y la puntualidad. Era fiel a su esposa, pero esperaba que esta le obedeciese; como a él le gustaba la moda que ella seguía cuando se conocieron en la década de 1890, tuvo que usar vestidos largos hasta su muerte en 1953. «La turba de París se volvió loca por ella —contó un miembro de la corte tras una visita de la pareja real a principios de 1914—, y se rumoreó que sus sombreros anticuados y sus vestidos victorianos ¡serían la moda del próximo año!»[59]. Aunque le resultaban cargantes sus funciones y aguardaba con zozobra el día de su discurso anual desde el trono, Jorge V desempeñaba su papel a conciencia. Asimismo comprendía y aceptaba su rol de monarca constitucional, obligado a escuchar el consejo de sus ministros. Su visión política era la de un hacendado rural tory con una instintiva aversión hacia todo lo que oliese a socialismo, y sospechaba que muchos destacados políticos liberales no eran realmente caballeros, entre ellos su primer ministro; aunque con el tiempo llegó a sentir simpatía y respeto por Asquith[60].

Herbert Asquith, quien ocupaba el cargo cuando Gran Bretaña pasó de la paz a la guerra, era un hombre inteligente y ambicioso que provenía de una próspera familia de industriales del norte de Inglaterra. La que fuera una infancia segura se vio súbitamente destrozada cuando su padre murió, dejando a su prole a expensas de la caridad de los hermanos de su esposa. Herbert y uno de sus hermanos fueron acogidos por un tío, y luego encomendados a distintas familias mientras iban a la escuela en Londres. A diferencia de su enfermizo hermano, Herbert creció fuerte y sano, y ganó una beca prestigiosa en Balliol, el más intelectual de los colleges de la universidad de Oxford, célebre por formar a destacadas figuras de la vida pública[61]. Allí Asquith destacó como estudiante inteligente y aplicado, y también como un polemista formidable, cualidades que le serían útiles al iniciar su brillante carrera como abogado. Se había casado joven, por amor, y según se cuenta fue un padre y esposo abnegado. Sin embargo, para cuando su esposa murió de tifus en 1891, Asquith ya se había enamorado de Margot Tennant, la vivaz y voluntariosa hija de un acaudalado hombre de negocios. Margot, que era una esnob en lo intelectual y en lo social, tenía fama de ser muy franca, muchas veces hasta el punto de resultar maleducada; y era valiente físicamente —le encantaba cazar con jauría— e impredecible. Asquith se sentó a su lado en una cena en la cámara de los comunes pocos meses antes de la fatal enfermedad de su esposa. «La pasión —diría más tarde a un amigo—, que supongo acude a todos una vez en la vida, me visitó y me derrotó». (Volvería a ser derrotado en este sentido en 1914). Margot descubrió que Asquith le recordaba a Oliver Cromwell (quien condujera las fuerzas parlamentarias contra el rey en la guerra civil), y sintió que «este era el hombre que podía ayudarme y que lo entendería todo»[62]. En realidad ella vaciló durante más de dos años después de que Asquith le declarara su amor, pocas semanas después de enterrar a su esposa. En 1894, tras valorar a sus otros pretendientes, Margot decidió, abruptamente como era su costumbre, casarse con él. Se dio a la tarea de hacerse cargo de sus hijastros (quienes no siempre recibieron con agrado su estilo dominante) y de apoyar la prometedora carrera política de Asquith.

En 1886 Asquith había sido elegido por el partido liberal para el parlamento y durante los años siguientes ascendió sin cesar en la jerarquía de su formación y de la sociedad inglesa, adquiriendo nuevas e influyentes amistades, como la propia Margot, entre la clase alta. Cuando los liberales regresaron al poder a fines de 1905, Asquith fue nombrado ministro de Hacienda y luego, en 1908, primer ministro. Fue un líder hábil, que consiguió mantener unido a un grupo dispar de liberales, en el que había desde pacifistas y reformistas radicales como Lloyd George, por una parte, a imperialistas como Grey por otra. Cuando en los últimos años de paz estalló una prolongada batalla entre Churchill y Lloyd George a causa de los presupuestos navales para 1914-1915, Asquith logró contenerla. Churchill, que fue nombrado primer lord del almirantazgo en 1911, había cambiado radicalmente de posición y ahora exigía más presupuesto para la armada, mientras que su viejo aliado Lloyd George, que era ministro de Hacienda, se oponía decididamente a ello. Su disputa no quedó definitivamente zanjada hasta enero de 1914, cuando, con el respaldo de Asquith, Churchill obtuvo el incremento que deseaba.

Asquith también se mostró capaz de una valentía política considerable, con ocasión de la prolongada disputa entre los comunes y los lores por causa del presupuesto de Lloyd George para 1909, o durante las severas crisis que vendrían después. Sin embargo, ya en 1914, Asquith estaba menos interesado que antes en los detalles mundanos pero esenciales de la política. Sus enemigos políticos lo apodaron «Wait and See» [espera y verás], pues su tendencia a retrasar las decisiones para lograr un consenso las convertía en dilaciones gratuitas. Su gran amigo y correligionario, Richard Haldane, que fue ministro de la Guerra entre 1905 y 1912, comentó: «La sociedad londinense, sin embargo, llegó a sentir gran cariño por él, y él se fue distanciando gradualmente de esa severa actitud ante la vida que durante tanto tiempo ambos habíamos compartido»[63]. Otro viejo amigo lo encontraba «colorado y abotargado, bien distinto de cómo era antes»[64].

Por desgracia, a la par que las energías de Asquith mermaban, su gobierno tuvo que enfrentarse a problemas internos cada vez más inextricables. Mientras la lucha entre los obreros británicos y sus patrones continuaba, un nuevo conflicto había estallado entre las mujeres de todas las clases y tendencias políticas que demandaban el derecho a votar y quienes se oponían a ello, entre los que se encontraba el propio Asquith. Hasta su propio gabinete estaba dividido acerca de este tema. Si bien la mayoría de las sufragistas eran pacíficas y relativamente respetuosas de la ley, un sector radical vociferante liderado por la formidable mistress Pankhurst y su igualmente intransigente hija Christabel se lanzaron a la pelea empleando todo tipo de armas ingeniosas. Sus partidarias saboteaban reuniones, escupían a los contrarios al voto femenino, se encadenaban a los ferrocarriles, acosaban a los ministros, acuchillaban cuadros en las galerías de arte y destrozaban ventanas, incluso de la mismísima Downing Street. «Casi vomito de terror», se quejó en cierta ocasión Margot Asquith[65]. En 1913 una bomba destruyó la casa nueva que Lloyd George se estaba construyendo en las afueras de Londres, aun cuando él apoyaba el voto femenino. Entre enero y julio de 1914, las sufragistas militantes incendiaron más de cien edificios, incluyendo iglesias y escuelas. Cuando las mujeres eran apresadas y sentenciadas a prisión, respondían con una huelga de hambre. El movimiento tuvo su primera mártir en 1913, cuando una sufragista se arrojó ante el caballo del rey Jorge V en el derby de Epsom; y las autoridades, por un tiempo, parecieron decididas a crear otras más, permitiendo que la policía maltratase a las manifestantes y alimentase por la fuerza a las que se declararan en huelga de hambre. En el verano de 1914, Asquith ya estaba dispuesto a renunciar a su oposición y presentar al parlamento un proyecto de ley para el sufragio femenino, pero la Gran Guerra se interpuso y el voto de las mujeres tuvo que esperar.

Lo más peligroso de todo para Gran Bretaña en aquellos años fue la cuestión irlandesa. Las demandas de un autogobierno para Irlanda habían ido ganando fuerza, sobre todo en el sur católico. Un ala de los liberales, siguiendo el ejemplo de su gran líder Gladstone, simpatizaba con esta causa, pero las exigencias políticas también desempeñaron su papel. Tras las elecciones de 1910, el gobierno liberal ya no contaba con mayoría, y por tanto dependía de los votos de los nacionalistas irlandeses. A comienzos de 1912, el gobierno presentó un proyecto de ley de autonomía que hubiera concedido a Irlanda un parlamento propio en el marco de una Gran Bretaña federal. Por desgracia, una minoría significativa de Irlanda, principalmente aquellos protestantes que eran mayoría en el Ulster, en el norte de la isla, no deseaban un autogobierno que, desde su perspectiva, los dejaría bajo el dominio de los católicos, y su resistencia encontró apoyo en un gran sector del partido conservador en Gran Bretaña, incluyendo a su líder Bonar Law, que era del Ulster y de extracción protestante.

La cuestión de la autonomía irlandesa dividió a la sociedad británica; viejos amigos rompieron relaciones y algunos se negaban a sentarse junto a otros en las cenas de sociedad por este motivo. Pero aquello no era más que la espuma que flotaba sobre unas corrientes mucho más siniestras. En Irlanda, los unionistas del Ulster, como gustaban de llamarse a sí mismos, lanzaron en 1911 un programa en el que declaraban estar listos para implantar su propio gobierno si se aprobaba la autonomía. A comienzos de 1912, las primeras fuerzas paramilitares, los Voluntarios, comenzaron a entrenarse y a conseguir armas, ejemplo que pronto habrían de seguir los autonomistas irlandeses en el sur. A finales de septiembre, casi trescientos mil hombres del Ulster firmaron un pacto, algunos al parecer con su propia sangre, jurando derrotar la autonomía. Desde Inglaterra, Bonar Law y otros conservadores destacados los alentaban abiertamente, empleando un lenguaje emotivo y provocador. En julio de 1912, Law y muchos de sus colegas de la cámara de los comunes, junto con un grupo de conservadores, participaron en una gran concentración en el palacio de Blenheim, del duque de Marlborough. En un largo y apasionado discurso, Law declaró que el gobierno estaba actuando anticonstitucionalmente al proponer la autonomía para Irlanda, y lo acusó —una amenaza que pronunciaría repetidamente— de haber creado la posibilidad de una guerra civil. «No imagino —concluyó— qué medidas podría llegar a tomar la resistencia del Ulster que yo no estuviera dispuesto a apoyar, y que no fueran apoyadas por la abrumadora mayoría del pueblo británico»[66]. En tanto Law echaba leña a las mismas llamas que afirmaba temer, otro hombre del Ulster, sir Henry Wilson, jefe de operaciones militares del ministerio de la Guerra, que abominaba de Asquith («Squiff»), y a decir verdad de casi todos los liberales, estaba alentando a los más exaltados partidarios del Ulster en sus planes de hacerse con el poder por la fuerza en caso de aprobarse la autonomía[67]. (Bien pudo haber sido destituido, lo cual, cabe suponer, habría tenido un efecto perjudicial en el despliegue militar de Gran Bretaña al inicio de la Gran Guerra). Además, Wilson estaba facilitando a los conservadores diversas informaciones confidenciales sobre el ejército y sus reacciones ante la crisis. Como muchos de los oficiales y reclutas provenían del Ulster o de los protestantes del sur, la crisis en torno al autogobierno les ocasionaba una angustia considerable, pues existía la posibilidad de que se viesen obligados a combatir contra sus compatriotas rebeldes.

En marzo de 1914, la crisis dio un giro todavía más grave. La cámara de los comunes había elevado dos veces el proyecto de ley de autonomía, y la cámara de los lores, dominada como estaba por pares unionistas, la rechazó otras tantas. Asquith sugirió un acuerdo intermedio —dejar a los seis condados del Ulster temporalmente fuera del área del autogobierno—, pero sus adversarios se negaron a considerar tal propuesta. De hecho, la cámara de los lores intentó presionar al gobierno, rechazando el decreto que autorizaba la existencia del ejército, que solía ser aprobado sin debate cada año desde 1688, y Law ciertamente valoró la posibilidad de respaldar a los «pares intransigentes», como se les llamaba. (Hay un paralelismo en la política estadounidense reciente, con la negativa de los republicanos a permitir el habitual incremento de la deuda interna para que el gobierno pueda seguir pidiendo prestados los fondos necesarios para sus operaciones). En ese mismo mes se produjo el incidente más preocupante de todos, el llamado motín de Curragh, entre oficiales del ejército británico destinados en el sur de Irlanda. Por culpa de la estupidez, la confusión y tal vez la malevolencia del ministro de la Guerra, el incompetente sir John Seely, y el comandante en jefe en Irlanda, sir Arthur Paget, se advirtió a los oficiales de la base de Curragh de que quizá recibieran órdenes de emprender acciones militares contra los Voluntarios del Ulster y que, si no querían hacerlo, podían ausentarse o renunciar. Varias docenas de oficiales dejaron claro que renunciarían, y en este punto Seely se dejó convencer y les garantizó que no se les pediría imponer por la fuerza el autogobierno en el Ulster. Asquith prefirió no ahondar en este incidente, pero relevó a Seely de su cargo, colocándose él mismo al frente del ministerio de la Guerra.

Cuando la primavera dio paso al verano de 1914, liberales y conservadores permanecían tan distanciados como siempre, y sobre el terreno, en Irlanda, seguían llegando armas a ambos bandos y continuaban los entrenamientos. En julio, en un último intento por lograr un acuerdo, el rey convocó una conferencia en el palacio de Buckingham entre los principales líderes de ambos bandos. Las clases gobernantes, la opinión pública y la prensa estaban casi por completo absortas en la cuestión irlandesa, y apenas prestaban atención a lo que estaba sucediendo en el continente, aun cuando Francisco Fernando, el heredero al trono de Austria, fue asesinado en Sarajevo el 28 de junio. Asquith, que se había enamorado ahora de una mujer mucho más joven que él, Venetia Stanley, no mencionó la creciente crisis continental en sus cartas diarias a Venetia hasta el 24 de julio, día en que la conferencia del palacio de Buckingham concluyó con un nuevo fracaso. Aunque los británicos no prestaran atención a sus vecinos, las potencias europeas, por su parte, contemplaban estupefactas el espectáculo de la sociedad británica, aparentemente al borde de una guerra civil. El zar le dijo al embajador británico que la situación en Gran Bretaña le resultaba difícil de entender, y que esperaba no afectase a la posición internacional de ese país[68]. Alemania y el Imperio austrohúngaro tenían una visión diferente; con un poco de suerte, Gran Bretaña estaría demasiado dividida internamente como para combatir en caso de guerra[69].

A comienzos de 1914, a la mayoría de los europeos esto no les parecía ni más ni menos probable que durante los diez años anteriores. Por supuesto, estaban las tensiones familiares: Gran Bretaña y Alemania continuaban enzarzadas en su carrera armamentista naval, Francia y Alemania permanecían igualmente hostiles, y Rusia y el Imperio austrohúngaro seguían pugnando en los Balcanes. Ya en 1914 los nacionalistas rusos andaban soliviantando a los rutenos en la austriaca Galitzia, cosa que irritaba y preocupaba a Viena[70]. (Lo mismo sucedía a la inversa: la monarquía dual también estaba alentando a los curas católicos a cruzar la frontera y hacer proselitismo entre los rutenos de Rusia). Y existían también tensiones dentro de las alianzas. Tras las guerras balcánicas, las relaciones entre Alemania y el Imperio austrohúngaro empeoraron; los alemanes pensaban que sus aliados se habían arriesgado imprudentemente a una guerra con Rusia, mientras que el Imperio austrohúngaro le guardaba rencor a Alemania por no haberlo apoyado. La monarquía estaba profundamente resentida ante el incremento de las inversiones y la influencia alemana en los Balcanes y en el Imperio otomano. A pesar de la triple alianza, Italia y el Imperio austrohúngaro seguían disputándose la influencia en Albania, y la opinión pública italiana se preocupaba aún por los derechos de los italoparlantes de dentro de la monarquía dual. Las relaciones entre ambas potencias habían llegado a un punto tan bajo, en el verano de 1914, que ni el rey italiano ni ningún representante oficial asistieron al funeral de Francisco Fernando[71]. En 1912, Alemania y el Imperio austrohúngaro acordaron renovar a tiempo la triple alianza, tal vez para reafirmarse mutuamente su confianza, pero también para tratar de mantener vinculada a Italia.

«En la triple entente —dijo el embajador ruso en Alemania— siempre existe un consenso, mientras que en la triple alianza suele suceder todo lo contrario. Si al Imperio austrohúngaro se le ocurre una idea, enseguida la pone en práctica; Italia a veces se le enfrenta, y Alemania, que anuncia sus intenciones en el último momento, por lo general se ve obligada a apoyar a sus aliados para bien o para mal»[72]. Dentro de la triple entente, sin embargo, la rivalidad entre Gran Bretaña y Rusia por Asia central y Persia nunca había desaparecido realmente, y el acuerdo de que Rusia tuviese una zona de influencia en el norte de Persia y Gran Bretaña otra en el sur estaba a punto de romperse.

La esperada desintegración del Imperio otomano constituía una tentación que llevaba a las potencias exteriores a disputarse los estrechos otomanos y Constantinopla, así como Asia menor, mayormente turcoparlante, y sus vastos territorios árabes, que incluían los actuales países de Siria, Irak, Líbano, Jordania, Israel y la mayor parte de la península arábiga. Aunque el gobierno ruso reconocía cuán limitada era su capacidad para adueñarse de los estrechos otomanos, los nacionalistas rusos continuaban haciendo campaña en aras de que su país reclamase lo que consideraban su patrimonio legítimo. El Imperio austrohúngaro, que se había mantenido bastante al margen del reparto colonial, se mostraba ahora interesado en establecer una presencia en Asia menor, entre otras cosas para compensar su reciente retahíla de desastres en los Balcanes. Esto provocó conflictos con sus dos aliados, pues Alemania e Italia tenían sus propios sueños de crear colonias en Oriente medio cuando el Imperio otomano desapareciese[73]. Y el mismo enfermo estaba dando inesperadas muestras de vitalidad. Los Jóvenes Turcos, ahora firmemente entronizados, intentaban centralizar y revigorizar el gobierno. Estaban fortaleciendo el ejército y comprando tres acorazados a Gran Bretaña, los cuales, una vez entregados, alterarían decisivamente el equilibrio de poder en contra de la armada de Rusia. Este país respondió comenzando a construir sus propios acorazados, pero el Imperio otomano tendría ventaja entre 1913 y 1915[74].

A finales de 1913 cundió la alarma entre las potencias de la entente, al filtrarse la noticia de que los alemanes estaban reforzando su misión militar en el Imperio otomano y que habían enviado como comandante a un veterano general, Otto Liman von Sanders. Dado que Liman tendría amplias facultades sobre el entrenamiento y promoción de las fuerzas otomanas, así como el mando directo de un cuerpo de ejército con base en Constantinopla, esto incrementaría drásticamente la influencia alemana en el Imperio otomano. Guillermo, que había elaborado planes secretos con sus más cercanos asesores militares, le dijo con mucho drama a Liman: «O el pabellón alemán ondea pronto sobre las fortificaciones del Bósforo, o yo compartiré el triste destino del gran exiliado de Santa Elena»[75]. Una vez más, los dirigentes civiles alemanes tuvieron que lidiar con las secuelas indeseables de las acciones de un emperador irresponsable y que actuaba por su cuenta.

Hasta este momento, Rusia y Alemania habían estado, de hecho, cooperando con buenos resultados en el Imperio otomano. En noviembre de 1910, el zar Nicolás había visitado a Guillermo en Potsdam y ambos habían firmado un acuerdo sobre el Imperio otomano que eliminaba la última fuente de tensión: Rusia prometió no socavar el nuevo gobierno de los Jóvenes Turcos, y Alemania se comprometió a reconocer la zona de influencia rusa en el norte de Persia y alivió los temores rusos trasladando más hacia el sur el proyectado ferrocarril Berlín-Bagdad. Bethmann se mostró muy contento: «La visita rusa salió mejor de lo que esperábamos. Los dos soberanos se trataron de manera franca y relajada, y con el mejor talante, casi alegre»[76]. Ambos gobernantes volvieron a reunirse en sus yates en el verano de 1912 en Puerto Báltico de Rusia (hoy Paldiski, en Estonia), justo antes de que estallara la crisis de los Balcanes. Alejandro, según Sazónov, «no mostró más que cansancio, como solía hacer en tales ocasiones», pero las reuniones tuvieron «un tono pacífico y tranquilo». Kokóvtsov y Bethmann, que también se hallaban presentes, se quejaron entre sí con discreción de lo difícil que era resistir las presiones de la opinión pública a favor de subir el presupuesto para la defensa. Guillermo contó chistes escandalosos sin parar. «Debo confesar —dijo Sazónov— que no todos fueron de mi agrado». El káiser asimismo aconsejó al zar que volviese la vista al este y se fortificara contra Japón. Nicolás lo escuchó con su habitual reserva. «¡Gracias al cielo! —le dijo a Kokóvtsov una vez concluida la reunión—. Ahora no tiene uno que vigilar cada palabra para que no vaya a ser interpretada del modo más imprevisto». Nicolás se quedó, no obstante, aliviado, pues Guillermo declaró repetidas veces que no permitiría que la situación en los Balcanes condujese a una guerra mundial[77].

El caso Liman von Sanders, como enseguida comenzó a llamarse, destruyó la cooperación entre Alemania y Rusia en el Imperio otomano, y las reacciones que provocó demostraron cuán nerviosas estaban las capitales de Europa en aquel momento. Los rusos, que se encolerizaron ante aquel nombramiento, instaron a sus aliados franceses y británicos a presionar a los Jóvenes Turcos para que limitasen los poderes de Liman. Sazónov habló de incautar varios puertos otomanos para ejercer presión en este sentido, y una vez más volvió a mencionarse la guerra general. El primer ministro ruso, Kokóvtsov, llamó a la moderación, y lo mismo hicieron el francés y el británico, que no deseaban verse arrastrados a una guerra a causa del Imperio otomano. (El gobierno británico se quedó avergonzado al descubrir que el almirante que encabezaba una misión naval británica en Constantinopla tenía los mismos poderes que Liman). Pero, como antes, reconocieron —especialmente los franceses— la necesidad de respaldar a Rusia. Izvolski informó a San Petersburgo de que Poincaré mostraba «una serena determinación de no eludir los deberes que le impone su alianza con nosotros, y Delcassé, el embajador francés allí, garantizó el apoyo incondicional al gobierno ruso»[78].

En esta ocasión, por fortuna, Europa escapó del conflicto: los rusos y los alemanes no estaban dispuestos a llegar a un enfrentamiento, y los Jóvenes Turcos, alarmados por aquel furor, también deseaban un acuerdo. En enero, en una maniobra para salvar su prestigio, Liman fue ascendido de tal modo que ahora su rango era demasiado alto como para comandar un cuerpo de ejército. (Permanecería en el Imperio otomano hasta su derrota en 1918; uno de sus legados a largo plazo fue el de promover la carrera de un talentoso oficial turco, Mustafá Kemal Ataturk). Este incidente sirvió para agrandar la desconfianza de la entente hacia Alemania, y para distanciar aún más a este país y Rusia. Dentro del gobierno ruso, especialmente tras la caída de Kokóvtsov en enero de 1914, llegó a ser un hecho aceptado que Alemania planeaba una guerra. En ese mismo mes, durante una audiencia con Delcassé, Nicolás habló serenamente con el embajador francés sobre el conflicto venidero. «No dejaremos que nos pongan el pie encima; esta vez no será como la guerra en extremo Oriente: el sentimiento nacional estará de nuestro lado»[79]. En febrero de 1914, el estado mayor ruso le entregó al gobierno dos memorándums secretos, conseguidos por sus espías, en los que los alemanes hablaban de una guerra en dos frentes, y de cómo había que preparar con mucha antelación a la opinión pública alemana. En ese mismo mes el zar aprobó los preparativos para un ataque contra el Imperio otomano en caso de producirse una guerra general[80].

Sin embargo, la feliz conclusión del caso Liman von Sanders y la gestión internacional de las crisis de los Balcanes de 1912 y 1913 parecieron demostrar que Europa aún podía preservar su paz, que todavía quedaba algo del viejo concierto de Europa, donde las grandes potencias se juntaban para promover e imponer acuerdos. De hecho, muchos observadores consideraban que la atmósfera en Europa hacia 1914 era la mejor que se había visto desde hacía tiempo. Churchill, en su historia de la Gran Guerra, hablaba de la «tranquilidad excepcional» de aquellos últimos meses de paz, y Grey escribió, también en retrospectiva: «En los primeros meses de 1914 el cielo internacional lucía más despejado que nunca. Las nubes balcánicas se habían desvanecido. Tras los amenazadores periodos de 1911, 1912 y 1913, un poco de calma parecía lo más probable, e incluso lo más necesario»[81]. En junio de 1914, la universidad de Oxford otorgó diplomas honorarios al príncipe Lichnowsky, al embajador alemán y al compositor Richard Strauss.

Cierto que Europa estaba dividida en dos sistemas de alianzas, lo que tras la Gran Guerra sería considerado una de las principales causas de la misma, puesto que un conflicto entre dos potencias cualesquiera corría el riesgo de involucrar a sus aliadas. Podría argumentarse, con todo, como se hizo entonces y se ha seguido haciendo después, que las alianzas defensivas como aquellas constituyen un elemento disuasorio contra la agresión y pueden ser un factor de estabilidad. En Europa, durante la guerra fría, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y el Pacto de Varsovia crearon después de todo un equilibrio, que a la larga resultaría pacífico. Como dijera Grey con aprobación en la cámara de los comunes en 1912, las potencias estaban divididas en «grupos independientes, no opuestos», y muchos europeos, Poincaré entre ellos, estaban de acuerdo con él. En sus memorias, escritas después de la Gran Guerra, Grey seguía insistiendo en el valor de las alianzas: «Queríamos que la entente y la triple alianza de Alemania coexistiesen de manera amistosa. Aquello era lo mejor que se podía llevar a efecto»[82]. Y mientras que Francia y Rusia en la primera, y Alemania, el Imperio austrohúngaro e Italia en la segunda, habían firmado alianzas militares, Gran Bretaña aún se resistía a hacerlo, para mantener, como insistía Grey, las manos libres. De hecho, en 1911 Arthur Nicolson, entonces subsecretario permanente del ministerio de Asuntos Exteriores, deploraba que Gran Bretaña no se hubiese comprometido lo bastante con la triple entente: «No creo que la gente se percate de que, si hemos de contribuir a preservar la paz y el statu quo, es necesario que asumamos nuestras responsabilidades y estemos preparados para brindar a nuestros amigos o nuestros aliados, en caso de necesidad, una asistencia más material y eficaz de la que de momento estamos en posición de ofrecerles»[83].

En realidad, por defensivas que fueran las alianzas y por mucho que Gran Bretaña se sintiese libre para trazar su propio camino, con los años la división de Europa se había convertido en un hecho aceptado. Esto se reflejaba hasta en el lenguaje de aquellos estadistas que siempre ponían cuidado en no identificarse demasiado abiertamente con uno u otro bando. Hacia 1913 Sazónov, que tan solo un año antes le había dicho al embajador alemán en San Petersburgo que él se resistía a emplear el término, ya hablaba de la triple entente. Grey, que antes compartiera aquella reticencia de Sazónov, admitió al año siguiente que no había absolutamente ninguna esperanza de evitar su uso. En cualquier caso, argumentaba, la entente era buena para Gran Bretaña: «Las alternativas son: o bien una política de completo aislamiento en Europa, o una política de alianza definitiva con uno u otro grupo de potencias europeas»[84].

Inevitablemente, las expectativas y los convenios de apoyo mutuo se acumularon en el marco de ambas alianzas a medida que los diplomáticos y los militares se fueron acostumbrando a trabajar juntos. Los miembros de las alianzas descubrieron también que necesitaban reafirmar su confianza mutua, o corrían el riesgo de perder algún aliado. Aun cuando Alemania no tuviera intereses vitales en los Balcanes, le resultaba cada vez más difícil no apoyar los del Imperio austrohúngaro en esa región. Para Francia, la alianza con Rusia era crucial para su estatus de gran potencia, pero los franceses temían que, una vez que Rusia hubiese recuperado su fuerza, ya no necesitaría a Francia y tal vez la abandonara por una asociación más antigua, la alianza con Alemania[85]. Esto condujo a los franceses a apoyar los objetivos rusos a pesar de que les parecieran peligrosos; Poincaré al parecer dio a Rusia la impresión de que Francia llegaría a involucrarse incluso en una guerra de Rusia contra el Imperio austrohúngaro a causa de Serbia. «En resumidas cuentas —dijo Izvolski en París en 1912—, lo que esto significa es que si Rusia entra en una guerra, Francia entrará también, igual que sabemos que Alemania respaldará a Austria»[86]. Aunque el tratado de Francia con Rusia era defensivo, y solo debía activarse si una de las partes era atacada, Poincaré fue más allá de lo estipulado, al indicar que Francia se vería obligada a ir a la guerra solo con que Alemania se movilizara. Hacia 1914 las alianzas, más que servir de freno a sus miembros, con demasiada frecuencia servían para pisar el acelerador.

La triple entente, pese a la cautela de Gran Bretaña, ganó más en cohesión y profundidad que la triple alianza, a medida que se hacían más fuertes y numerosos los lazos que la unían, ya fuesen financieros, como en el caso de Francia y Rusia, militares, diplomáticos, o incluso los debidos a la mejora de las comunicaciones inalámbricas y telegráficas. Los franceses no solo alentaron a Gran Bretaña y Rusia a entablar conversaciones militares, sino que ellos mismos presionaron a Gran Bretaña para que formulase un compromiso más claro que el que había hecho hasta entonces. Aunque el gabinete británico seguía dividido sobre este punto y el propio Grey prefería adoptar la confusa postura de dar garantías de su apoyo a Francia y negarse a especificar en qué podría consistir, Francia tenía un colaborador dispuesto y activo en Henry Wilson, que solo en 1913 había visitado el país siete veces para debatir con sus homólogos franceses[87]. Asimismo, en 1912, las armadas británica y francesa se estaban acercando a una cooperación más estrecha en el Mediterráneo, el Atlántico y extremo Oriente.

Esto no fue solo consecuencia de la presión francesa, sino del dilema a que se enfrentaban los británicos: su armada ya no bastaba para afrontar todas las amenazas; en concreto, no para defender los intereses británicos en el Mediterráneo —donde Italia, el Imperio austrohúngaro y el Imperio otomano estaban construyendo acorazados— y a la vez superar a la armada alemana en alta mar. Si Gran Bretaña no lograba controlar la carrera armamentista naval con Alemania —y a finales de 1912, con el fracaso de las nuevas conversaciones, parecía sumamente improbable—, tendría que gastar bastante más en su armada, o bien colaborar con las de otras potencias amigas para compartir responsabilidades en zonas estratégicas. Esto le planteaba a Asquith un problema político. Aunque los conservadores apoyaban por lo general el incremento del presupuesto naval, los radicales de su propio partido estaban en contra, y muchos liberales recelaban también de seguir creando compromisos internacionales que podían llevar al país a la guerra.

El nuevo primer lord del almirantazgo era un joven ambicioso, enérgico y voluntarioso: Winston Churchill, por aquellos tiempos miembro del partido liberal. «Winston no habla más que del mar y de la armada, y de las cosas maravillosas que hará», anotó su secretario naval[88]. Churchill asumió su nuevo cargo con un entusiasmo y una autoconfianza ilimitados, dominando al dedillo los detalles de los barcos, los astilleros, los muelles y el equipamiento, así como evaluando en profundidad las necesidades estratégicas de Gran Bretaña. «Fueron días grandiosos —escribió en su relato de la Gran Guerra—. Desde el amanecer hasta la medianoche, día tras día, nuestra mente estaba completamente absorta en la fascinación y novedad de los problemas que se acumulaban»[89]. En los tres años anteriores a la guerra pasó ocho meses a bordo del Enchantress, un yate del almirantazgo, visitando todos los barcos e instalaciones navales claves en aguas del Mediterráneo y de Gran Bretaña. («Vacaciones a expensas del gobierno», comentó Wilson acerca de uno de esos viajes)[90]. «Al final —afirmó con cierta exageración— podía señalar todo lo que faltaba, y conocía cabalmente el estado de nuestros asuntos navales»[91]. Aunque encolerizaba a muchos altos oficiales navales con su serena convicción de que podía hacer su trabajo mejor que ellos mismos, Churchill llevó a cabo reformas muy oportunas. Creó por primera vez un estado mayor en toda regla; mejoró las condiciones laborales de los marineros; y adaptó los barcos de la armada al uso del petróleo, un combustible más eficiente y menos fatigoso que el carbón[92]. Aunque esto último tuvo a la larga implicaciones estratégicas, pues hizo que los yacimientos petrolíferos de Oriente medio resultasen de crucial importancia para Gran Bretaña, fue la decisión de Churchill de reorganizar y resituar la flota del Mediterráneo lo que añadió un elemento más a la mezcla que posibilitó la Gran Guerra.

Si bien el Mediterráneo seguía siendo de gran importancia para los británicos, por cuanto proporcionaba un acceso al vital canal de Suez, el Atlántico, especialmente alrededor de las islas británicas, era cuestión de vida o muerte, y ahora Alemania podía desplegar un número igual de acorazados en sus aguas. Churchill y sus consejeros navales, por tanto, decidieron a principios de 1912 mejorar la correlación de fuerzas, trasladando los acorazados de sus bases en el Mediterráneo hasta Gibraltar, en su entrada desde el Atlántico, y dejar tan solo una escuadra de cruceros rápidos estacionada en Malta. Lo que significaba, aunque estas implicaciones no fueron captadas de inmediato, que Francia sería entonces la principal responsable de la seguridad del Mediterráneo frente a las amenazas de las flotas italiana y Austríaca, y posiblemente, si las cosas salían mal, también la del Imperio otomano. Para ello, los franceses estarían obligados a llevar más barcos al Mediterráneo desde sus puertos atlánticos, lo cual hicieron enseguida, y que, en consecuencia, podían esperar razonablemente que Gran Bretaña garantizara la seguridad de la costa atlántica francesa y protegiera las rutas vitales de transporte del canal de la Mancha. Como señalara Churchill en su memorándum a Grey en agosto de 1912, los franceses tendrían que concentrarse en el Mediterráneo a causa de sus colonias en el norte de África, aun cuando la armada británica no existiese; pero el hecho de que los británicos hubiesen retirado sus acorazados dejó a los franceses en una posición moral fuerte en caso de que sobreviniera la guerra. Instó a Grey a considerar «qué arma tan tremenda poseería Francia para forzar nuestra intervención, si pudiera decir: “Siguiendo el consejo y la disposición de vuestras autoridades navales, hemos dejado indefensas nuestras costas septentrionales”». Y concluía, con toda la razón: «Todo el que conozca los hechos se dará cuenta de que tenemos las obligaciones de una alianza sin contar con sus ventajas, y sobre todo sin unas definiciones precisas»[93].

Una alianza y unas definiciones precisas era, naturalmente, lo que quería Paul Cambon, el embajador francés en Londres, así como su gobierno; y justamente lo que Grey y el gobierno británico preferían evitar. Las conversaciones entre los ejércitos de Francia y Gran Bretaña ya habían alentado a los franceses a pensar que podían contar con apoyo militar terrestre por parte de Gran Bretaña, por mucho que Grey insistiera en que tenía las manos libres. Las conversaciones navales también se habían prolongado de manera poco entusiasta y poco fructífera durante algunos años, pero en julio de 1912 el gabinete británico las dotó de más significado, al autorizar formalmente su continuación. Hacia el final de 1913, la armada británica y la francesa habían llegado a varios acuerdos de cooperación en caso de guerra. La primera guardaría el punto más angosto del canal de la Mancha, el estrecho de Dover; y el resto de las misiones las compartirían. En el Mediterráneo, los franceses patrullarían la mitad occidental, mientras que los británicos, con su flota en Malta, guardarían el extremo oriental. Las dos armadas también colaborarían contra Alemania en extremo Oriente. Se elaboraron minuciosos planes operativos, sobre todo para el canal de la Mancha[94].

Cambon presionó asimismo a Grey para que este se pronunciase por escrito acerca de la cooperación entre Gran Bretaña y Francia si una de las dos temiese ser atacada. Aseguró a Grey que no estaba pidiendo una alianza ni un acuerdo que estipulara que ambos países iban a actuar conjuntamente en la práctica, sino solo una confirmación de que se consultarían. Grey, que hubiera preferido con mucho dejar las cosas como estaban, reconoció que tenía que hacer algo para transmitir confianza a los franceses o se arriesgaba a romper la entente. En noviembre de 1912, con la aprobación de su consejo de ministros, intercambió cartas con Cambon. En la suya, Grey se refirió a las conversaciones entre los expertos militares y navales británicos y franceses, y recalcó que estas no constituían una promesa de tomar medidas. Pero concedió que en una crisis podía ser esencial que cada potencia supiese si podía contar con que las fuerzas armadas de la otra acudirían en su ayuda, y que tendría sentido, en tales circunstancias, tomar en cuenta los planes ya trazados. «Estoy de acuerdo —escribió— con que, si cualquiera de los dos gobiernos tuviese motivos graves para esperar un ataque gratuito de una tercera potencia, o algo pusiese en peligro la paz general, debe consultar de inmediato al otro acerca de una posible acción conjunta para prevenir la agresión y preservar la paz, y de ser así, qué medidas estarían dispuestos a adoptar en común»[95].

Grey y su primer ministro Asquith siguieron insistiendo, justo hasta el inicio de la guerra, en que Gran Bretaña estaba por completo libre de obligaciones con respecto a Francia. Esto era técnicamente cierto, pero no era toda la verdad. Las conversaciones militares y navales habían llevado a las fuerzas británicas y francesas a hacer preparativos que presuponían la participación del otro si estallaba la guerra. Como lord Esher, cortesano, experto en defensa y excelente operativo encubierto, escribiera a un amigo en 1913: «Claro que no existe ningún tratado o convención, pero no me explico cómo vamos a salir con honor de los compromisos del estado mayor. Todo esto me parece de lo más sospechoso»[96]. La década de conversaciones navales y militares, la cooperación diplomática y la aceptación de la entente cordiale por parte del público en ambos países, crearon una red de lazos que serían difíciles de ignorar cuando llegara la próxima crisis. Como recordara Cambon a Grey cuando este dijo que no existía ningún acuerdo formal entre Francia y Gran Bretaña: «No había más que una entente moral, que, sin embargo, podía transformarse en una entente formal si los dos gobiernos lo deseaban, cuando se presentara la ocasión»[97].

El propio Grey siguió, como siempre, enviando señales contradictorias a los franceses. En abril de 1914 decidió demostrar la importancia que concedía a la relación con Francia emprendiendo su primer viaje oficial al extranjero (tras haber sido ministro de Asuntos Exteriores durante nueve años), para acompañar a Jorge V a París. Ni el ministro ni el rey gustaban de viajar al extranjero. Grey además estaba deprimido porque se acababa de enterar de que estaba perdiendo la vista. Planeaba ir ese mismo verano a ver a un especialista en Alemania[98]. Los británicos, sin embargo, quedaron complacidos con el clima, que fue agradable y templado, y con la calurosa bienvenida francesa. Grey incluso logró sostener una conversación con Poincaré, que no hablaba inglés. «El Espíritu Santo ha descendido sobre sir Edward Grey —dijo Paul Cambon— ¡y ahora habla francés!»[99]. Aunque Grey aseguró a los embajadores de Austria y Alemania que había pasado la mayor parte del tiempo visitando lugares turísticos y que no había habido «nada agresivo» en sus intercambios con los franceses[100], en realidad cedió a la presión de estos y accedió a iniciar conversaciones navales con los rusos. Al aparecer comentarios y preguntas en la prensa, Grey aprovechó la oportunidad para posponer los diálogos hasta agosto. Aunque ni entonces ni después se llegó a un acuerdo naval con los rusos, los alemanes se alarmaron ante la posibilidad de unos ataques coordinados desde el Báltico y el Atlántico, y se convencieron más que nunca de que Alemania estaba cercada[101].

Lo que hacía aún más peligrosa la división de Europa era la creciente intensidad de la carrera armamentista. Aunque ninguna potencia excepto Italia libró guerra alguna entre 1908 y 1914, sus presupuestos de defensa en conjunto se incrementaron en un cincuenta por ciento. (Estados Unidos también estaba aumentando sus gastos militares, pero a una escala mucho menor)[102]. Entre 1912 y 1914 las guerras balcánicas contribuyeron a disparar otra ronda de subidas presupuestarias, pues los propios países balcánicos y las potencias reforzaron sus fuerzas armadas e invirtieron en armas sumamente perfeccionadas, así como en las otras nuevas —los submarinos, las ametralladoras, los aviones— que las maravillas de la ciencia y la tecnología europeas estaban produciendo. Entre las grandes potencias, sobresalían Alemania y Rusia: el presupuesto de defensa de Alemania se disparó desde ochenta y ocho millones de libras esterlinas en 1911 a casi ciento dieciocho en 1913; mientras que el de Rusia pasó de setenta y cuatro a casi ciento once en el mismo periodo[103]. A los ministros de finanzas y a otros funcionarios les preocupaba que el presupuesto fuese demasiado alto, que se acelerase demasiado rápido y que resultara insostenible, generando al final inestabilidad en la población. Pero los estadistas y los generales cada vez los fueron dejando más al margen, presas de una angustia mayor: la de quedarse atrás en un mundo de enemigos que no cesaban de acrecentar sus fuerzas. Los servicios de inteligencia del ejército en Viena informaron a principios de 1914: «Grecia se está triplicando, Serbia se está duplicando, Rumanía y finalmente hasta Bulgaria y Montenegro están reforzando significativamente sus ejércitos»[104]. El Imperio austrohúngaro respondió con un nuevo decreto que aumentaba el tamaño de sus fuerzas armadas (aunque a mucha menor escala que Alemania o Rusia). Los decretos militares y navales alemanes, la ley francesa de los tres años, el gran programa ruso y los incrementos del presupuesto naval británico fueron también reacciones a las amenazas que se veían venir, pero los otros países no lo percibieron así. Y por lo general los grupos de presión y la prensa, a veces respaldados por los fabricantes de armas, enarbolaban el fantasma de la nación en peligro. Tirpitz, siempre creativo a la hora de recabar más recursos para su armada, ideó un motivo más para la nueva ley naval de 1912: el de que Alemania no debía desperdiciar sus anteriores inversiones. «Si no contamos con una defensa adecuada contra un ataque inglés, nuestra política tendrá siempre que mostrar consideración hacia Gran Bretaña y nuestros sacrificios habrán sido en vano»[105].

Los liberales y la izquierda, así como el movimiento pacifista, atacaron por entonces la carrera armamentista y a sus «mercaderes de la muerte»; carrera que después de la Gran Guerra sería señalada como uno de los principales factores, tal vez el decisivo, desencadenantes de la catástrofe. Fue una opinión que tuvo particular resonancia en las décadas de 1920 y 1930 en Estados Unidos, donde había crecido el desencanto hacia la participación estadounidense en la guerra. En 1934, el senador Gerald Nye, de Dakota del Norte, presidió un comité especial del senado para investigar el papel de los fabricantes de armamento en la gestación de la Gran Guerra, y prometió demostrar «que la guerra y la preparación para ella no tienen relación con el honor nacional ni con la defensa nacional, sino con el enriquecimiento de unos pocos». El comité entrevistó a docenas de testigos, pero, como cabía esperarse, no logró presentar pruebas. La Gran Guerra no tuvo una única causa, sino que fue provocada por una combinación de factores y, en última instancia, de decisiones humanas. Lo que hizo la carrera armamentista fue elevar el nivel de las tensiones en Europa y presionar a los líderes para que apretaran el gatillo antes que el enemigo.

En retrospectiva, resulta irónico que aquellos que tenían en sus manos las decisiones tendieran a considerar la preparación militar como un sano elemento disuasorio. En 1913, el embajador británico en París tuvo una audiencia con Jorge V: «Sugiero al rey que la mejor garantía de paz entre las grandes potencias es que todas se teman entre sí»[106]. Y el honor, como lo llamaban por entonces las naciones (hoy en día diríamos prestigio), formaba parte de tales cálculos. Las grandes potencias eran tan conscientes de su estatus como de sus intereses, y estos podían verse perjudicados por una excesiva disposición a hacer concesiones o por dar una imagen tímida. Los acontecimientos de la década que antecedió a 1914 parecían demostrar que la disuasión funcionaba, ya fuesen Gran Bretaña y Francia obligando a Alemania a echarse atrás en Marruecos, o la movilización de Rusia presionando al Imperio austrohúngaro a dejar en paz a Serbia durante las guerras balcánicas. Una expresión inglesa muy utilizada por aquellos días entró en la lengua alemana como der Bluff [bluf, farol]. Pero ¿qué se hace cuando alguien descubre que uno va de farol?

La carrera armamentista anterior a la guerra puso de relieve la importancia de la oportunidad: si la guerra venía, era mejor combatir mientras se tuviese ventaja. Con unas pocas excepciones —Italia, Rumanía o tal vez el Imperio otomano—, los países europeos sabían contra quién lucharían en caso de una guerra, y, gracias a sus espías, usualmente tenían una idea bastante precisa de la cantidad de fuerzas enemigas y sus planes. Los alemanes, por ejemplo, estaban muy al tanto del crecimiento y la modernización de las fuerzas armadas rusas y de su construcción de ferrocarriles. El estado mayor alemán calculaba que para 1917 ya no serían capaces de luchar contra Rusia y ganar: la movilización del muy incrementado ejército ruso tardaba solo tres días más que la del de Alemania (a menos que Alemania acometiese importantes y costosas obras ferroviarias en el este)[107]. En una sombría conversación con el banquero Max Warburg, el káiser estimó que la guerra con Rusia llegaría enseguida, en 1916. «Presa de sus angustias, el káiser consideraba incluso si no sería mejor atacar primero en lugar de esperar»[108]. Mirando hacia el oeste, los alemanes conocieron también las actuales deficiencias de Francia, tales como su carencia de artillería pesada, aun antes de las críticas públicas que pronunciara un senador francés en julio de 1914. Finalmente, los alemanes temían que el Imperio austrohúngaro no pudiera sobrevivir por mucho tiempo. Todas estas consideraciones alentaron a los líderes alemanes a pensar que, si habían de luchar, 1914 era un buen momento. (Los militares japoneses hicieron un cálculo similar cuando contemplaron la posibilidad de ir a la guerra contra Estados Unidos en 1941). Mientras los alemanes sentían que el tiempo se les escapaba entre las manos, tanto los rusos como los franceses pensaban que las cosas marchaban a su favor, y los franceses en particular sentían que podían darse el lujo de esperar[109]. El Imperio austrohúngaro no era tan optimista. En marzo de 1914, Conrad, el jefe del estado mayor de la monarquía dual, le preguntó a un colega si «deberíamos esperar a que Francia y Rusia estén listas para invadirnos conjuntamente, o si sería más deseable zanjar el conflicto inevitable antes»[110].

Demasiados europeos, especialmente aquellos que, como Conrad, ocupaban puestos cruciales en las altas esferas de los ejércitos y los gobiernos, estaban ya aguardando el advenimiento de la guerra. El general ruso Brusílov se apresuró a ir con su esposa a su balneario alemán en el verano de 1914: «Yo estaba absolutamente seguro de que estallaría una guerra mundial en 1915. Decidimos por tanto no posponer nuestra cura y descansar, regresando así a casa para las maniobras»[111]. Aunque la confianza en el poder de la ofensiva seguía haciendo que muchos confiaran en que cualquier guerra sería breve, hombres como Bethmann y Moltke contemplaban esta perspectiva con profundo pesimismo. En abril de 1913, en tanto Rusia y el Imperio austrohúngaro se enfrentaban mutuamente tras la primera guerra balcánica, Bethmann le advirtió al Reichstag: «Nadie puede imaginar las dimensiones de una conflagración mundial, de la miseria y destrucción que traería a las naciones»[112]. Sin embargo, tanto él como Moltke se sentían cada vez más impotentes para impedirla. Grey, por otra parte, seguía creyendo en la víspera de la Gran Guerra que el conocimiento de que una guerra general sería una catástrofe para todos los implicados debería volver más cautelosos a los estadistas europeos. «¿No fue acaso esto lo que hizo, en estos difíciles años desde 1905 hasta ahora, que las grandes potencias evitaran forzar cualquier postura hasta el punto de una guerra?»[113].

Ahora que la probabilidad de la guerra parecía mayor, se volvió más acuciante que nunca encontrar nuevos aliados. Las fuerzas terrestres de los dos sistemas de alianzas estaban tan equilibradas que incluso un país pequeño como Grecia a Bélgica podría inclinar la balanza. Aunque los griegos tuvieron el buen tino de no comprometerse, el káiser confiaba en que su rey, que pertenecía a la familia Hohenzollern, haría lo correcto cuando llegara la ocasión. Bélgica era otra historia. Todas las bravatas con que Guillermo había intentado ganarse a su rey no habían tenido más efecto que fortalecer la decisión de los belgas de defender como mejor pudieran su neutralidad. En 1913 Bélgica implantó el servicio militar obligatorio e incrementó el tamaño de su ejército, reorganizándolo además para potenciar su gran fortaleza de Lieja, próxima a la frontera alemana, lo que demostraba a las claras cuál de los países que garantizaban la neutralidad de Bélgica era el que más probablemente la violaría. Pero los estrategas militares alemanes siguieron sin tomar en cuenta la posible resistencia de los «soldados de chocolate».

Las otras piezas clave por capturar se hallaban en los Balcanes. El Imperio otomano parecía inclinarse por Alemania. Guillermo también puso sus esperanzas en Rumanía, otro país con un gobernante Hohenzollern. El rey Carlos tenía además un acuerdo secreto con Alemania y el Imperio austrohúngaro. Tal vez la alianza dual debió haber desconfiado más del hecho de que nunca hubiera querido reconocerlo públicamente. Carlos, a quien Berchtold describió como un «funcionario público perspicaz y prudente», no estaba dispuesto a ir en contra de su propia opinión pública, la cual era cada vez más hostil a la monarquía dual, por el modo en que los húngaros trataban a los rumanos bajo su dominio. Tisza, el primer ministro húngaro, se dio cuenta del problema e intentó apaciguar a los nacionalistas rumanos, que estaban concentrados principalmente en Transilvania, ofreciéndoles autonomía en campos como la religión y la educación; pero esto no era suficiente para los rumanos de dentro de Hungría, y las negociaciones cesaron en febrero de 1914. Rusia, mientras tanto, se dispuso a mostrarse amistosa. El zar visitó Rumanía en junio de 1914 y se habló de un compromiso entre una de sus hijas y el heredero al trono rumano. Sazónov, que acompañaba a la comitiva imperial, viajó hasta la frontera entre Rumanía y el Imperio austrohúngaro, y en un acto de provocación se adentró unos kilómetros en Transilvania.

Aunque dijo que tenía que andar con pies de plomo entre Bulgaria y Rumanía, ya que estos países se odiaban encarnizadamente a raíz de la segunda guerra balcánica, Berchtold intentó atraer también a Bulgaria a la triple alianza[114]. Pese a que encontró una fuerte oposición en Guillermo, que detestaba a Fernando el Zorro, rey de Bulgaria, Berchtold finalmente convenció al gobierno alemán de que ofreciera a Bulgaria un préstamo sustancial en junio de 1914. Los esfuerzos de Berchtold también sirvieron para empujar a Rumanía a los brazos de la entente; pero, a pesar de las muchas señales de advertencia, continuó confiando en Carlos hasta la víspera de la Gran Guerra. Conrad, sin embargo, ordenó a su estado mayor a finales de 1913 que preparase planes contra Rumanía. Asimismo, pidió a Moltke más tropas para compensar la probable enemistad de este país. Moltke, como siempre, evitó cautamente prometer nada, pero era probable que Alemania llegase a tener trece o catorce divisiones en el este. El peor de los casos, estimaba Conrad, sería que las fuerzas combinadas de Alemania y el Imperio austrohúngaro (que podían desplegar unas cuarenta y ocho divisiones) tuviesen que enfrentarse a las noventa divisiones rusas, junto a las dieciséis y media de Rumanía y Serbia, y las cinco de Montenegro; un balance total de ciento veintiocho a favor de la triple entente y unas sesenta y dos para la alianza dual. Este pronóstico sería el que habría de cumplirse[115].

En aquel último periodo de la paz, las distintas partes continuaban intentando superar sus diferencias. En Rusia, Alemania y el Imperio austrohúngaro había quienes abogaban por una alianza entre las tres monarquías conservadoras. En febrero de 1914, el conservador e ministro ruso del Interior, Piotr Durnovo, presentó al zar un largo memorándum en el que urgía a Rusia a mantenerse al margen de las disputas entre Francia y Alemania o esta y Gran Bretaña. Rusia tenía mucho que ganar manteniéndose en buenos términos con Alemania, y podía perderlo todo. Una guerra europea estremecería a la sociedad rusa aún más que una contra Japón. Si Rusia perdía, predijo Durnovo, sufriría «una revolución social en su manifestación más extrema»[116]. En el Imperio austrohúngaro, el barón Stephen von Burián, un viejo amigo de Tisza al que el primer ministro húngaro había asignado la misión de vigilar cómo iban las cosas en Viena, propuso la posibilidad de un entendimiento en Europa y sobre los estrechos otomanos con Rusia. No había hecho ningún progreso en junio de 1914, pero se mantenía optimista[117].

El más significativo de todos los intentos en aras de la distensión, y el que tuvo más posibilidades de alejar a Europa de la guerra, tuvo lugar entre Alemania y Gran Bretaña. En el verano de 1913, con una pasmosa desconsideración hacia su más antiguo aliado, los británicos ofrecieron a Alemania las colonias africanas de Portugal, queriendo con ello satisfacer los anhelos imperiales alemanes. Los términos de la liquidación del imperio portugués estaban ya formulados, pero aún sin firmar, en el verano de 1914. Gran Bretaña y Alemania también llegaron a un acuerdo respecto al ferrocarril Berlín-Bagdad: la primera ya no se opondría a su construcción, y los alemanes acordaron respetar el control británico del área sur de Bagdad, incluyendo el litoral. Estos avances eran alentadores, pero la clave para una mejora de las relaciones era, como siempre, la carrera armamentista naval.

A comienzos de 1912, en tanto los alemanes preparaban un nuevo decreto naval, los británicos sugirieron entablar un diálogo. Para estos, el crecimiento naval de Alemania representaba una amenaza inaceptable para sus aguas territoriales; y para el gobierno de Asquith, la perspectiva de intentar obtener la aprobación del parlamento a la subida del presupuesto naval resultaba poco halagüeña. Sir Ernest Cassel, un destacado financiero británico con buenos contactos en Alemania, visitó Berlín a finales de enero de 1912, con la aprobación del consejo de ministros, para sondear a los alemanes con vistas a algún posible acuerdo. Cassel fue a ver a su buen amigo, el magnate naviero Albert Ballin, quien también quería terminar con la carrera armamentista naval, y sostuvo reuniones con Bethmann y el káiser, a quien le presentó un breve memorándum con tres puntos clave. El primero y más importante era que Alemania debía aceptar que la superioridad naval de Gran Bretaña resultaba esencial para el imperio insular, y que el programa alemán debía por tanto ser detenido o recortado. El segundo, que a cambio de ello Gran Bretaña haría lo posible por ayudar a Alemania a conseguir colonias. Y el tercero, que ambos países debían prometer no tomar parte en planes o alianzas mutuamente agresivos. Bethmann, informó Cassel, quedó complacido, y Guillermo encantado «de un modo casi infantil»[118]. Los alemanes sugirieron que los británicos enviasen a uno de sus ministros a Berlín para iniciar conversaciones.

El 5 de febrero de 1912 el gabinete británico eligió a Richard Haldane, el ministro de la Guerra, como emisario. Haldane, un abogado regordete y autosuficiente, se había enamorado de Alemania y de la filosofía alemana en su juventud, y hablaba el idioma con una fluidez impresionante. (Esto sería un punto en su contra durante la Gran Guerra). Pertenecía a la línea dura del gabinete y era íntimo de Grey, con quien compartía una casa. Oficialmente se divulgó que Haldane estaba estudiando la educación alemana, pero el verdadero propósito de su viaje era sondear a los alemanes y proponer que ambas partes llegaran a un acuerdo. Churchill o el propio Grey estarían dispuestos a ir a Berlín para concretarlo. Haldane sostuvo dos días de conversaciones con Bethmann, el káiser y Tirpitz. Tirpitz le pareció difícil, el káiser amistoso —Guillermo le regaló un busto de bronce de sí mismo— y Bethmann sincero en sus deseos de paz[119].

Pronto se hizo evidente que ambas partes estaban, en verdad, muy distanciadas. Los británicos querían poner fin a la carrera armamentista naval; los alemanes esperaban garantías de que Gran Bretaña permanecería neutral en cualquier guerra en el continente. Esto, naturalmente, hubiera dejado a Alemania en libertad para vérselas con Rusia y Francia. Lo más que estaba dispuesta a hacer Alemania era ralentizar su ritmo de construcción de barcos si contaba con esa garantía; mientras que lo más que Gran Bretaña accedía a prometer era que permanecería neutral si algún país atacaba a Alemania y esta era por tanto la parte inocente. Guillermo se encolerizó ante lo que interpretó como una insolencia británica: «Como káiser en nombre del imperio alemán, y como comandante en jefe en nombre de mis fuerzas armadas, debo rechazar semejante criterio por ser incompatible con nuestro honor»[120]. Aunque las negociaciones continuaron tras el regreso de Haldane a Londres, era evidente que no iban a llegar a ninguna parte[121]. El 12 de marzo el káiser aprobó la nueva ley naval, después de que la emperatriz, que odiaba profundamente a los británicos, le dijera que dejase de ser tan servil con Gran Bretaña. Tirpitz, que se había opuesto decididamente a las negociaciones desde el principio, besó la mano de la emperatriz y le dio las gracias en nombre del pueblo alemán[122]. Bethmann, que no había sido consultado, intentó presentar su renuncia, pero Guillermo lo acusó airadamente de ser un cobarde y se negó a aceptarla. Bethmann permaneció lealmente en su puesto. Más tarde diría con tristeza que él podría haber logrado un trato con Gran Bretaña, solo con que Guillermo no hubiese interferido[123].

Cuando Churchill presentó sus estimaciones navales para 1912-1913 al parlamento, poco después del fracaso de la misión de Haldane, dijo abiertamente que solo Alemania rivalizaba en construcción de barcos con Gran Bretaña, y que esta debía mantener una ventaja decisiva. Como gesto de buena voluntad, e intentando mantener el presupuesto bajo control, Churchill propuso también un periodo de tregua naval, en el que ambos bandos se tomaran un respiro en la construcción de buques de guerra. Fue una oferta que se repetiría en los dos años siguientes. Al parecer, lo motivaba el deseo de apaciguar a aquellos miembros de su partido que se oponían al gran incremento del presupuesto de defensa, así como la comprensión de que una tregua naval en aquel momento detendría el equilibrio de poder a favor de Gran Bretaña. La propuesta fue rechazada categóricamente por los líderes de Alemania y atacada por los conservadores en Gran Bretaña. El único país donde tuvo una acogida calurosa fue en Estados Unidos: el nuevo presidente, Woodrow Wilson, se entusiasmó con ella, y la cámara de representantes convocó una conferencia internacional para discutir un alto en la construcción naval. En 1914, Wilson envió a su colaborador más cercano, el pequeño y enigmático coronel Edward House, a las capitales de Europa para ver si Estados Unidos podía hacer campaña a favor de un acuerdo de desarme naval. House informó en mayo desde Berlín: «La situación es extraordinaria. De un militarismo completamente enloquecido. A menos que alguien, actuando en tu nombre, consiga promover un entendimiento diferente, algún día sobrevendrá un cataclismo espantoso»[124].

El secretario de Estado de Wilson, William Jennings Bryan, envió también una carta a otros gobiernos proponiendo que la tercera de las conferencias internacionales de La Haya a favor de la paz, iniciadas en 1899, tuviera lugar en otoño de 1915, y ya en 1914 varios países habían comenzado a prepararse para ella[125]. El movimiento internacional por la paz también permanecía activo. El 2 de agosto una conferencia de paz internacional, respaldada por el filántropo estadounidense Andrew Carnegie, debía tener lugar en la ciudad alemana de Constanza, y la unión interparlamentaria planeaba reunirse durante ese mismo mes en Estocolmo. En tanto muchos pacifistas seguían confiando en que la guerra era cada vez más imposible, una veterana se sentía llena de pesimismo. Bertha von Suttner escribió en su diario: «Nada más que suspicacias mutuas, acusaciones y campañas desestabilizadoras. Bueno, le sienta bien ese coro al crescendo de los cañones, los aeroplanos realizando bombardeos de prueba y los ministerios de la Guerra siempre pidiendo más»[126]. Suttner murió una semana antes de que Francisco Fernando fuera asesinado en Sarajevo.

A medida que se aproximaba aquel fatal acontecimiento, Europa era una extraña combinación de intranquilidad y complacencia. Jaurès, el gran socialista francés, lo señaló con claridad: «Europa ha padecido tantas crisis durante tantos años, se ha visto peligrosamente puesta a prueba tantas veces sin que estalle una guerra, que ha dejado de creer en el peligro y contempla el desarrollo del interminable conflicto en los Balcanes con atención reducida y moderada inquietud»[127]. Los estadistas habían logrado arreglárselas otras veces. Habían resistido las exhortaciones de sus propios generales a que atacasen en primer lugar. ¿Por qué no iban a volver a hacerlo?