XV

1911: EL AÑO DE LAS DISCORDIAS.
OTRA VEZ MARRUECOS

E l 1 de julio de 1911, el Panther, una lanchita bombardera alemana con «dos cañones de juguete», como dijera despectivamente el káiser, atracó junto al puerto de Agadir, en la costa atlántica de Marruecos[1]. Pequeño, polvoriento y silencioso, Agadir, que estaba cerrado al comercio extranjero, había escapado hasta ese momento a los intereses de los imperialistas occidentales. Se rumoreaba que había yacimientos minerales tierra adentro, en el macizo del Atlas; pero solo un puñado de firmas, alguna de ellas alemana, habían emprendido exploraciones. Había algo de pesca —las sardinas de la zona tenían fama de deliciosas— y unos pocos cultivos aquí y allá, en los sitios con suficiente agua. Un representante alemán en la localidad informó de que las ovejas y las cabras parecían flacas y poco saludables. «Ciertamente, no era un área que ofreciese gran cosa a los granjeros alemanes. Para colmo, el clima era insoportable»[2].

El gobierno alemán afirmaba haber enviado el Panther a Agadir, así como el mucho más imponente crucero ligero Berlin, que llegó a los pocos días, para proteger a los ciudadanos alemanes del sur de Marruecos. Con el descuido de los detalles y la proclividad a parecer culpable que caracterizó a todos los implicados en el incidente, el ministro alemán de Asuntos Exteriores solo informó a posteriori a las demás potencias con intereses en Marruecos, lo que tuvo el efecto de disgustarlas más aún. Los alemanes tampoco explicaron satisfactoriamente para qué necesitaban enviar barcos a Agadir. El ministerio de Asuntos Exteriores solo se avino a obtener apoyo para su queja —la de que los intereses y los súbditos alemanes se hallaban en peligro en el sur de Marruecos— un par de semanas antes de que el Panther llegara a las costas de Agadir, pidiéndoles a doce compañías alemanas que firmasen una petición (que la mayoría de ellas ni se molestó en leer) solicitando la intervención alemana. Cuando el canciller alemán, Bethmann, presentó esta historia ante el Reichstag, fue recibido con risas. Tampoco había ningún ciudadano alemán en el propio Agadir. El representante local de los intereses de Warburg, que se encontraba a unos cien kilómetros al norte, echó a andar hacia el sur el 1 de julio. Tras un duro viaje a caballo por senderos pedregosos, llegó a Agadir el día 4, y agitó inútilmente los brazos para llamar la atención del Panther y el Berlin. El único representante de los alemanes amenazado en el sur de Marruecos fue finalmente detectado y recogido al día siguiente[3].

En Alemania, sobre todo entre la derecha, la reacción a la noticia de la que dio en llamarse «la primavera del Panther» fue de aprobación, de alivio ante el fin de la «humillación», y de júbilo al ver que Alemania entraba en acción finalmente. Tras sus anteriores reveses en Marruecos y en la consecución de colonias en general, con el temor de verse rodeada en Europa por las potencias de la entente, Alemania estaba haciéndose respetar. «El soñador alemán despierta después de veinte años, como la bella durmiente», decía un periódico[4]. Las demás potencias, Francia en particular, pero también Gran Bretaña, no lo veían así, sino como un nuevo conflicto colonial que perturbaba la paz de Europa y como otra amenaza para la estabilidad internacional. La crisis también llegó en un momento en que los gobiernos de Europa se hallaban ya absortos en problemas internos. En 1911, las economías de todo el continente estaban entrando en recesión. Los precios subían por encima de los salarios, algo que afectaba duramente a las clases más pobres. Las clases trabajadoras aumentaban su militancia: en 1910, por ejemplo, Gran Bretaña tuvo 531 huelgas, con unos 385 000 trabajadores implicados; en 1911 hubo casi el doble de huelgas, con 831 000 trabajadores. En España y Portugal, las huelgas y la violencia estaban llevando a grandes zonas del territorio rural al borde de la guerra civil[5].

Esta súbita maniobra de Alemania, como todos reconocieron en aquel momento, pretendía mucho más que salvaguardar el destino de un solitario alemán en el sur de Marruecos o los derechos de las prospecciones mineras. Constituía un peligro para la hegemonía de Francia en Marruecos y para la estabilidad de la triple entente. El gobierno francés tenía que decidir cuánto se atrevería a conceder a Alemania y si se hallaba en situación de oponerse, sobre todo militarmente. Británicos y rusos en la triple entente, y austrohúngaros e italianos en la triple alianza, tenían que sopesar, por una parte, su necesidad de apoyar a sus aliados, y por la otra, el verse arrastrados a una remota contienda colonial en la que no tenían verdaderos intereses. Y sin embargo, una vez más, tal como ocurrió en la primera crisis marroquí de 1904-1905, y en la crisis bosnia de 1908-1909, se empezó a hablar de guerra en las capitales de Europa. William Taft, el sucesor de Roosevelt en la presidencia, se alarmó tanto que ofreció los servicios de Estados Unidos como mediador.

[15] Italia, la menor de las grandes potencias, compartía la ambición general por las colonias. Cuando, en 1911, el Imperio otomano parecía a punto de desmoronarse, el gobierno italiano decidió hacerse con las provincias otomanas de Trípoli y Cirenaica, en la costa sur del Mediterráneo. Aunque esta viñeta muestra a los soldados otomanos derrotados y a un triunfante oficial italiano capturando un estandarte verde, símbolo del profeta Mahoma, los italianos en realidad tendrían que enfrentarse a una fuerte resistencia durante años. Esta acción de Italia alentó a las naciones balcánicas a atacar al Imperio otomano al año siguiente.

De hecho, Alemania tenía sólidos argumentos contra Francia en lo tocante a Marruecos y, de haber manejado mejor las cosas, hubiera ganado una considerable simpatía e incluso el apoyo de las demás potencias firmantes del tratado de Algeciras en 1906, que establecía un régimen internacional para Marruecos. Desde entonces, los sucesivos gobiernos franceses y los funcionarios del Quai d’Orsay habían desacatado abiertamente el espíritu de aquel tratado y sus disposiciones, al intentar establecer su hegemonía política y económica sobre el país y su irresponsable sultán. Alemania había estado dispuesta en principio a aceptar que Francia tenía algo equivalente a un protectorado sobre la mayor parte de Marruecos, siempre que las compañías alemanas gozasen de los mismos derechos a explotar económicamente el país que las francesas. En febrero de 1909, en el apogeo de la crisis de Bosnia, Alemania y Francia habían firmado, de hecho, un acuerdo a tales efectos. En Berlín, Jules, hermano menor del embajador francés Paul Cambon, trabajaba sin descanso por mejorar las relaciones económicas y políticas entre ambos países: algo que, según aducía de manera profética —aunque a la larga en vano—, era lo mejor tanto para los dos como para Europa.

Aquella efímera promesa, por desgracia para el futuro, no se cumpliría en aquella ocasión. Francia y Alemania intentaron, infructuosamente, lograr un acuerdo sobre las fronteras entre el Congo francés, al norte del río Congo, y la colonia alemana de Camerún, en África occidental, y las propuestas de crear empresas conjuntas en el Imperio otomano nunca prosperaron. En Marruecos, los funcionarios franceses actuaban con creciente prepotencia. En 1908, cuando el débil sultán Abdelaziz fue depuesto por su hermano Abdelhafid, los franceses se apresuraron a maniatar al nuevo gobernante con préstamos y acuerdos. Por más que alguien experimentado como Jules Cambon advirtiera de que aquello solo podía generar conflictos con Alemania, el Quai d’Orsay persistió despreocupadamente en su línea de acción. Allí predominaban cada vez más los jóvenes inteligentes y seguros de sí mismos; muchos, de hecho, formados en la nueva escuela de ciencias políticas, intensamente antialemanes y con la ambición de que Francia jugase un papel más importante en Europa y levantase un imperio más grande que el del pasado. El Imperio otomano, según ellos, iba camino de desaparecer, así como el Imperio austrohúngaro, y Francia debía estar presta a recoger su parte de los despojos. Con una nueva colonia francesa en Marruecos, además de la ya existente en Argelia, Francia tendría su equivalente a la India británica, su propia joya de la corona. Los nuevos hombres del Quai d’Orsay contaban con el apoyo de la prensa nacionalista francesa, a la que a menudo filtraban información confidencial, y con el de fuertes grupos de presión, en particular el lobby colonial. Una serie de ministros débiles y mal preparados propició el que los funcionarios del Quai d’Orsay pudieran trazar su propio camino sin demasiadas interferencias[6].

En marzo de 1911, en uno de los frecuentes cambios de gabinete de la tercera república, Jean Cruppi, otro que no sabía casi nada sobre sus nuevas responsabilidades, ocupó el cargo de ministro de Asuntos Exteriores durante cuatro meses y en ese breve periodo, siguiendo los consejos de sus funcionarios, logró estropear bastante las relaciones franco-alemanas. Uno de sus primeros actos fue romper un acuerdo con Alemania y construir ferrocarriles en Marruecos. Luego pasó a bloquear la cooperación económica en otras áreas, y además obligó a Abdelhafid a renunciar a sus derechos de gobernante independiente poniéndose bajo la protección de Francia (por usar esta ambigua expresión imperialista). Con el pretexto de desórdenes en el país, Cruppi ordenó a las tropas francesas ocupar la capital, Fez. (Los franceses convencieron al sultán para que solicitara su ayuda tres semanas después de haber llegado). Los españoles, cada vez más preocupados, con razón, porque Francia parecía abocada a controlar el país entero, se apresuraron a enviar tropas hacia su propia zona de influencia, a lo largo de la costa mediterránea de Marruecos. Los marroquíes protestaron todo lo que pudieron, igual que las otras potencias. Los franceses prometieron retirarse de Fez y del campo circundante, pero fueron encontrando sucesivas razones para no hacerlo.

En Alemania, la opinión pública, que diez años antes no se preocupaba gran cosa por las colonias, se hallaba ahora convencida de su importancia[7]. El gobierno alemán, que ya estaba considerablemente presionado por su propio lobby colonial y por las compañías alemanas con intereses en Marruecos, pensaba que tenía mucho que ganar manteniéndose firme. La posición internacional de Alemania se había deteriorado con el surgimiento de la triple entente, y sus dos vecinos, Francia y Rusia, estaban reforzando sus ejércitos. Aunque las conversaciones navales con Gran Bretaña continuaban, se hallaban tan lejos de producir acuerdos concretos como cuando empezaron en 1908, tras la crisis en Bosnia. Dentro de Alemania era cada vez mayor la oposición, desde los dos extremos del espectro político, al presupuesto para la armada del káiser, y a los gobiernos les era cada vez más difícil financiarse. Las divisiones políticas entre la derecha y la izquierda se habían agravado, y la propia monarquía, como demostró a las claras el incidente de The Daily Telegraph, estaba perdiendo popularidad. Para el nuevo canciller alemán, Bethmann Hollweg, y sus colegas, era grande la tentación de una buena crisis internacional que uniese a todos los alemanes en apoyo de su gobierno[8]. Según Bülow, su sucesor anhelaba un triunfo espectacular como el que disfrutaron Alemania y el Imperio austrohúngaro con la anexión de Bosnia. Bülow, que llegó a odiar y despreciar a Bethmann por su debilidad, afirmaba también que este, al asumir su cargo, dijo patéticamente: «Pronto le cogeré el tranquillo a la política exterior»[9].

Toda la carrera de Bethmann había sido como funcionario público en Prusia y luego en Alemania, sin apenas experiencia directa en asuntos exteriores. Había ascendido rápidamente, ayudado por sus recursos propios y su inteligencia, y gracias a sus fuertes conexiones familiares que llegaban hasta el mismo káiser. Cuando Guillermo era más que un tímido niño de ocho años, mató su primer ciervo en la finca de Bethmann Hollweg en Hohenfinow, al este de Berlín, y a partir de entonces visitaría a menudo este sitio. Ya en 1905, Bethmann era un ministro prusiano del Interior sorprendentemente joven; en 1907 fue nombrado para ese mismo cargo, pero en toda Alemania; y en 1909, canciller. Albert Ballin, un destacado empresario de Hamburgo y amigo del anterior canciller, lo llamaba «la venganza de Bülow», y decía que Bethmann poseía «todas esas cualidades que honran a un hombre pero destruyen a un estadista»[10]. No era un comentario amable, pero tampoco enteramente falso.

En apariencia, Bethmann, que era alto e imponente, daba muy bien la imagen de fuerte estadista prusiano. Su abuela había exclamado, cuando era niño: «¿Qué será de Theobald? ¡Es tan feo!». Pero llegó a ser un adulto distinguido, con su rostro alargado, con barba y bigotes grises[11]. Pero, tras aquella fachada se ocultaba un ser frágil, que había sufrido de niño terribles cefaleas y que siempre estaba preocupado por su salud. Era profundamente pesimista por naturaleza, y le atormentaban las dudas acerca de sí mismo y del futuro de su clase y su país. Se cuenta que no plantó árboles en Hohenfinow cuando la heredó porque esperaba que Rusia la arrasara antes de que pudiesen crecer. En cada una de sus promociones, se preguntaba si los dioses lo castigarían por tratar de llegar más lejos de lo que era capaz. Al ser nombrado ministro prusiano del Interior, afirmó que «cada día experimentaba dolorosa-mente la disparidad entre mi capacidad y mi deber»[12]. Su tendencia, agravada desde la adolescencia, a la melancolía, la introspección y la misantropía, nunca lo abandonó del todo. Aunque era un hombre inteligente y culto, y con sólidos principios morales, también le costaba trabajo tomar decisiones. «Tengo buenos propósitos —le escribió a un amigo íntimo cuando era aún estudiante—, y me propongo ponerlos en práctica»[13]. Pero con buenos propósitos no bastaba, y amigos y enemigos comentaban su tendencia a dejarlo todo para más tarde. La esposa de Bülow informó de que madame Bethmann le había confesado que deseaba que Theobald no hubiese aceptado el puesto de canciller. «Siempre está tan indeciso, tan vacilante, tan propenso a preocuparse por bagatelas, que, verdaderamente, por momentos no sabe lo que está haciendo. Nos reímos en familia de todo esto»[14].

Hasta un hombre más decidido que Bethmann hubiera encontrado conflictivo el puesto de canciller. Los problemas inherentes en el sistema gubernamental alemán estaban, en todo caso, peor que antes. El káiser, sus diversos séquitos y sus ministros favoritos actuaban por su lado, y con frecuencia en pos de objetivos contrarios a los del canciller. El Reichstag estaba cada vez más polarizado, y los socialdemócratas iban ganando más escaños casi con cada elección. El sistema tributario necesitaba desesperadamente una reforma que produjera las rentas destinadas a las fuerzas armadas y a los programas sociales del gobierno. En el contexto general de la sociedad alemana, las viejas clases conservadoras cubrían denodadamente su retirada, salvaguardando sus poderes y su posición, mientras que la clase media y la trabajadora luchaban por ganar peso. Bethmann intentó hacer frente a las demandas que le llegaban de todas direcciones: del káiser, de sus propios colegas y del Reichstag. En su contra, obraban el auge del partido socialdemócrata, sobre todo a partir de 1913, gracias al cual tuvo más problemas que Bülow con el Reichstag, así como el no gozar de una relación estrecha con su difícil señor. Le resultaba más difícil que a su predecesor manejar al impetuoso káiser, lo cual condujo a repetidas dificultades y tensiones[15].

Bülow decía maliciosamente que Bethmann cumplía sus funciones, «no como un pura sangre ni un caballo de saltos, sino como un buen caballo de tiro, avanzando lento y seguro, porque no hay obstáculos a la vista»[16]. Este comentario contenía una pulla contra los orígenes de Bethmann, no tan nobles como los de los anteriores cancilleres de Alemania, aunque había hecho un buen matrimonio, con la hija de una vieja y aristocrática familia vecina. Los Bethmann Hollweg habían comenzado siendo prósperos banqueros en Fráncfort en el siglo XVIII y, generación a generación, habían llegado a terratenientes de clase alta. El abuelo de Bethmann era un distinguido jurista y académico, a quien Guillermo I había concedido un título nobiliario; su propio padre había utilizado su considerable fortuna para comprar Hohenfinow y de este modo convertirse, por estilo, ya que no por cuna, en un junker prusiano. Bajo la administración del viejo Bethmann, Hohenfinow llegó a ser una finca próspera, con unos mil quinientos habitantes. El futuro canciller creció en una gran mansión del siglo XVII y fue educado por preceptores privados hasta que entró en un internado cuya misión era preparar a los hijos de la nobleza para servir al gobierno como soldados o funcionarios. Bethmann absorbió muchos de los prejuicios de su clase; por ejemplo, su antipatía por el comercio o por los judíos. «Sabes que no soy de sangre noble —le explicó a un condiscípulo—, pero cuando todas las funciones vitales externas se mueven en un círculo privilegiado es imprudente y falso dar siquiera un paso fuera de la raya»[17].

Aunque Bethmann, como su padre, a menudo encontraba ridículos a los intransigentes prusianos de su propio mundo, sus ideas siguieron siendo firmemente conservadoras. Le desagradaban muchas cosas del mundo moderno, entre ellas su materialismo; pero trataba de tender puentes entre los valores tradicionales y los nuevos. Fue durante su adolescencia cuando tuvo lugar la unificación de Alemania, y desde entonces y para siempre fue ferviente nacionalista. En 1877, cuando un fanático intentó asesinar al káiser Guillermo I, Bethmann expresó en una carta a un amigo íntimo su consternación: «No puedo creer que nuestro amado pueblo alemán sea incapaz de constituir un único Volk y un único estado». Deploraba las divisiones en la política alemana y a los «despreciables socialistas y liberales, con doctrinas poco claras»[18]. Como funcionario y estadista trabajó por la unidad y la paz social, esperando ganarse la lealtad al estado de las clases más pobres mediante tímidas sus reformas y la mejora de condiciones de vida.

En política exterior, Bethmann se apoyaba en unos principios básicos muy simples: la paz era preferible a la guerra, pero, si la diplomacia fracasaba, Alemania debía estar preparada para luchar para defender sus intereses y su honor. Alemania, dijo Bethmann al káiser en el verano de 1911 ante el agravamiento de la segunda crisis marroquí, no podía permitirse el lujo de echarse atrás, porque «nuestro crédito en el mundo sufrirá intolerablemente, no solo para esta, sino para todas las futuras acciones diplomáticas»[19]. En aquel invierno, antes de que el Panther zarpase rumbo a Agadir, Harry Kessler tuvo una larga conversación con Bethmann durante una cena en Berlín. El canciller se mostró moderadamente optimista respecto al panorama internacional: le parecía que las relaciones de Alemania con Rusia estaban mejorando. De hecho, había algunas pruebas: Nicolás había visitado a Guillermo en Potsdam el año anterior y ambos países habían llegado a un acuerdo acerca de los ferrocarriles en el Imperio otomano, eliminando así una fuente de tensiones; los alemanes habían prometido también que no se sumarían a nuevas maniobras agresivas por parte del Imperio austrohúngaro en los Balcanes[20]. Y bien pudiera ser, le dijo Bethmann a Kessler, que Gran Bretaña se decidiese a adoptar un talante más razonable con respecto Alemania. Rusia seguía siendo un peligro para los británicos, en la India y en otras zonas, y esto a la larga solo podía beneficiar a Alemania: «Seguramente han de sentirse incómodos, y entonces acudirán a nosotros. Con eso cuento»[21]. Bethmann, a diferencia de muchos de sus compatriotas, no odiaba a Gran Bretaña (de hecho, envió a su hijo a Oxford), pero veía su entente con Francia y Rusia como una amenaza para Alemania y esperaba poder deshacerla. Durante la crisis marroquí, Rathenau, un distinguido y serio empresario alemán, cenó con Bethmann en su finca de Hohenfinow. El canciller estaba seguro de que Alemania había actuado acertadamente al enfrentarse a Francia: «La cuestión de Marruecos sirve para unir más a Gran Bretaña con Francia, y debe por tanto ser “liquidada”». Mas se sentía deprimido y preocupado por la perspectiva de una guerra. «Se lo digo confidencialmente —le dijo a Rathenau mientras lo acompañaba a su coche—, es un poco para darnos tono. No podemos ceder demasiado»[22].

Bethmann, de hecho, había dudado si enviar el Panther en su misión, pero se había dejado convencer por el ministerio de Asuntos Exteriores y su voluntarioso ministro, Alfred von Kiderlen-Waechter[23]. Bethmann dejaba habitualmente en sus manos la política exterior y Kiderlen se hallaba en la mejor disposición para hacerse cargo. Grande, rubio y brutalmente franco, con la cara marcada por cicatrices de duelos, Kiderlen no le tenía miedo a nadie, ni siquiera al káiser, ni a nada, y tampoco a la guerra. Era asimismo conocido por su ingenio, su sarcasmo, sus indiscreciones y su mala educación. Cuando corrió el rumor de que sería destinado a Londres como embajador, se dice que Grey exclamó: «¡Más acorazados y los malos modales de Kiderlen: eso sería demasiado!»[24]. Inicialmente Kiderlen había sido uno de los favoritos del káiser, quien gustaba de sus chistes y anécdotas atrevidas; pero, cosa típica en él, había ido demasiado lejos, y sus comentarios descorteses sobre su señor le habían traído consecuencias. Como castigo, lo había mandado a que languideciera en Rumanía como embajador de Alemania. La emperatriz, entre sus otros enemigos, también desaprobaba su estilo de vida; Kiderlen vivió declaradamente durante años con una viuda que le atendía la casa. Cuando Bülow quiso hablarle del tema, le replicó sin el menor tacto: «Excelencia, si yo sometiera a su inspección el corpus delicti creo que le sería difícil suponer alguna relación ilícita entre yo y semejante vieja gorda»[25].

El káiser al principio se opuso al deseo de Bethmann de traer de vuelta a Kiderlen a Berlín como ministro de Asuntos Exteriores, pero terminó por ceder, diciendo tan solo que su canciller descubriría que tenía un piojo en el abrigo. Kiderlen no mostraba gratitud ni respeto alguno por Bethmann, a quien llamaba «la lombriz» (regenwurm), y Bethmann por su parte vio que tenía que lidiar con un hombre testarudo y hermético, a quien apodó «el mulo» (dickkopf)[26]. Uno de los motivos por los que la política exterior alemana parecía a menudo tan errática e incoherente mientras estuvo en manos de Kiderlen fue porque este se negaba a comunicarse con sus embajadores en el extranjero, y con sus subordinados o sus colegas. Bethmann contaba a sus amigos que cierta vez tuvo que emborrachar al ministro para averiguar lo que se traía entre manos[27]. Puede que ni el propio Kiderlen lo supiera. Como deplorara un veterano general del ministerio de la Guerra, durante el apogeo de la crisis marroquí, el envío del Panther era totalmente ilustrativo de las incoherencias en la política exterior alemana.

«No se analizó en lo más mínimo lo que podría suceder después, ni cómo enfrentarse a todas estas posibilidades; se dice que la orden tomó forma en pocas horas, en una sola tarde, sin un conocimiento preciso de las condiciones locales, ni del fondeadero ni de nada. No en balde, ahora estamos más o menos sin saber qué hacer ante las dificultades políticas resultantes»[28].

Al crear esta crisis, parece que Kiderlen pretendió obligar a los franceses a negociar en serio en relación con Marruecos y, al igual que Bethmann, esperaba poder separar a Gran Bretaña de la triple entente. Kiderlen no dejó claro desde el principio, ni para sus colegas ni para los franceses, qué compensación tenía en mente para su país, ya fuese en Marruecos o en otro lugar, lo cual tal vez fuera una táctica deliberada[29]. Como suponía, no sin cierta razón, que los franceses no estaban dispuestos a combatir, optó por adoptar una postura agresiva y farolera[30].

A Jules Cambon, que tantos esfuerzos había hecho por un mejor entendimiento entre su país y Alemania, le resultó extremadamente difícil negociar con Kiderlen. Los dos hombres se hallaban en Berlín hablando sobre Marruecos en junio, cuando Kiderlen de repente se tomó seis semanas de vacaciones para irse a un balneario. Cambon lo visitó allí a finales de mes para sugerirle que Francia tal vez estuviera dispuesta a ofrecer algún tipo de compensación. Kiderlen, que ya había enviado el Panther, solo dijo: «Tráiganos algo de París»[31]. Sus conversaciones con Cambon se reanudaron el 8 de julio, después de hacerse público la llegada del Panther, con una discusión sobre la posición de Alemania en Marruecos y la posibilidad de una compensación en algún lugar de África. Una semana más tarde, Cambon le preguntó a quemarropa qué quería exactamente Alemania; Kiderlen pidió un mapa de África y señaló la totalidad del Congo francés. Cambon, según contó más tarde Kiderlen, «casi se cae de espaldas». Esta exigencia trascendió, generando en Francia y Gran Bretaña la preocupación de que Alemania pretendiese forjar un vasto imperio en toda África, para terminar absorbiendo el inmenso Congo belga y las colonias portuguesas de Angola y Mozambique[32]. En realidad, ni Kiderlen ni Bethmann tenían interés alguno en África; lo que querían era demostrar que a Alemania no se la podía ignorar[33].

A la que tampoco se podía ignorar, y esto haría más difícil a la larga el final de la crisis, era a la opinión pública de la propia Alemania. Kiderlen, que alentó al lobby colonial y a la liga pangermánica a adoptar una línea dura con el objeto de amedrentar a los franceses, se encontró con que había despertado algo difícil de contener. Jules Cambon comentó, una vez pasada la crisis: «Es falso que Alemania sea una nación pacífica con un gobierno belicoso: es exactamente lo contrario»[34]. Bebel, el líder de los socialdemócratas, se hallaba tan preocupado por el estado de crispación de la opinión pública alemana que le pidió al cónsul británico en Zúrich que previniese a Londres: «Parece inevitable un desenlace horrible»[35]. Por toda Europa, en aquellos últimos años de paz, desde Rusia —donde la Duma participaba cada vez más en los asuntos exteriores y militares— hasta Gran Bretaña —donde había una larga tradición de mantener informada a la opinión pública—, los gobiernos iban descubriendo que su capacidad de maniobra se veía cada vez más restringida por las emociones y las expectativas de sus pueblos.

En Francia, donde la reacción a las acciones de Alemania era de ira y consternación, la crisis llegaba en un mal momento. A finales de mayo, un accidente durante un espectáculo aéreo le costó la vida al ministro de la Guerra e hirió gravemente al primer ministro. Pese a todos sus esfuerzos por continuar, el gobierno cayó un mes más tarde y el nuevo prestó juramento el 27 de junio, cuatro días antes de que el Panther llegara a Agadir. El nuevo ministro de Asuntos Exteriores no tenía absolutamente ninguna experiencia en la materia. El primer ministro, Joseph Caillaux, un hombre rico con una reputación turbia y casado escandalosamente con una mujer divorciada, trató de ocuparse de ellos en persona. Caillaux tenía una gran virtud: era un hombre realista. Al estallar la crisis, consultó a Joffre, que acababa de ser nombrado jefe del estado mayor, sobre las posibilidades de Francia en una guerra y este le dijo que no eran buenas; así, Caillaux decidió que Francia no tenía otra opción que negociar, y le dio instrucciones a Jules Cambon, que llevaba meses deseando zanjar la cuestión de Marruecos, para que cooperara con Kiderlen[36]. Al igual que los alemanes, los franceses iban a encontrarse con que su propia prensa y su opinión pública ponían trabas a sus negociaciones[37]. Los funcionarios del ministerio de Asuntos Exteriores en el Quai d’Orsay también se opusieron furiosamente, e hicieron todo lo posible por obstaculizar a Cambon. «No saben lo que quieren —dijo Cambon a un colega de confianza—, se dedican a fastidiar mis planes, excitando a la prensa y jugando con fuego»[38]. Cambon se vio obligado en aquel verano a utilizar al agregado militar francés en Berlín para enviar sus informes a Caillaux por medio del ministerio de la Guerra[39]. Como consecuencia de estas dificultades, el propio Caillaux inició negociaciones secretas a través de la embajada alemana en París, algo que más tarde le valdría ser acusado de traidor[40].

Para complicar la postura de Francia frente a Alemania, su aliada, Rusia, dejó bien claro que no le interesaba verse arrastrada a una guerra a causa de Marruecos. Izvolski, que había sido designado embajador de Rusia en París, les recordó a los franceses la tibieza que habían mostrado a la hora de respaldar a su país durante la crisis bosnia tres años atrás. «Rusia, naturalmente —dijo Izvolski—, permanece fiel a su alianza, pero le sería difícil lograr que su opinión pública aceptase una guerra por culpa de Marruecos». Y los rusos no dejaron demasiado claro si acudirían en ayuda de Francia en caso de que esta fuese atacada. El ejército de Rusia, afirmaba Izvolski, necesitaría prepararse por lo menos durante dos años antes de combatir. El zar entregó al embajador francés en San Petersburgo un mensaje contradictorio: él cumpliría su palabra con Francia si fuera necesario, pero sería sensato por parte de los franceses llegar a un acuerdo con Alemania[41].

Gran Bretaña, el otro aliado clave de Francia, adoptó inicialmente la postura de que Francia y Alemania debían dirimir solas sus asuntos, sin intervención externa. Además del descontento sindical, el gobierno tenía otras preocupaciones internas: la coronación de Jorge V en aquel mes de junio; nuevos conflictos a causa de la autonomía irlandesa; manifestaciones cada vez mayores, y a veces violentas, de sufragistas en favor del voto femenino; y la culminación de la pugna entre la cámara de los comunes y la cámara de los lores a causa de las reformas parlamentarias. En el escenario internacional, Gran Bretaña se enfrentaba a problemas con los otros dos miembros de la entente. «Qué difícil resulta colaborar con los franceses —dijo un miembro del ministerio de Asuntos Exteriores—; al parecer nunca actúan de forma directa»[42]. Y las relaciones de Gran Bretaña con Rusia estaban otra vez en declive, sobre todo en Persia, donde ambos países seguían compitiendo por ganar influencia[43].

Las relaciones con Alemania, en cambio, habían ido mejorando un poco, pese al punto muerto en cuanto a la carrera armamentista naval. En aquel mes de mayo, antes de que empezara la crisis, el káiser visitó Londres para la inauguración de un monumento dedicado a su abuela, y la visita al parecer resultó positiva (aunque en el último momento se quejó en voz alta de Gran Bretaña ante Louis Battenberg, un príncipe alemán que era también veterano almirante británico)[44]. En el Imperio otomano había empresas financieras alemanas y británicas que cooperaban en ferrocarriles y otros proyectos[45]. Miembros radicales y moderados del gabinete, y sus partidarios en el parlamento, se quejaban del alto presupuesto de la armada y presionaban a Grey para que mejorase las relaciones con Alemania, exigiendo entre otras cosas que se crease un comité del gabinete para supervisar la política exterior, sobre todo en lo relativo a Alemania[46].

Al propio Grey le gustaba la idea de que Gran Bretaña sirviese de árbitro entre las potencias, como en el pasado, y no le preocupaba el que Alemania expandiese sus colonias en África. Exhortaba a los franceses a que fueran moderados, al tiempo que insinuaba a los alemanes que Gran Bretaña pudiera verse obligada a respaldar a Francia. Lo importante, les decía Grey a ambos países, era que los intereses británicos fuesen respetados en cualquier acuerdo nuevo sobre Marruecos. El ministerio de Asuntos Exteriores, ahora bajo la dirección de sir Arthur Nicolson, profundamente antialemán, y el francófilo embajador en París, tuvieron una visión más sombría desde el inicio: la crisis era una repetición del primer conflicto en Marruecos, y Grey debía apoyar decidida y visiblemente a los franceses o la entente estaría acabada. Grey y su primer ministro Asquith resistieron la presión, hasta que llegó a Londres a mediados de julio la noticia de que Alemania exigía la totalidad del Congo francés[47]. «Comenzamos a ver la luz», escribió Eyre Crowe, célebre por su profunda desconfianza hacia la política exterior alemana, en un memorándum del ministerio de Asuntos Exteriores:

«Alemania está jugándose el todo por el todo. Si se accede a sus demandas, en el Congo o en Marruecos, o en ambos —que es lo que, en mi opinión, intentará—, el resultado será definitivamente el sometimiento de Francia. Las condiciones exigidas son tales, que un país con una política exterior independiente jamás podría aceptarlas. Se trata, ante todo, de una demostración de fuerza. Ceder no implica una pérdida de interés o de prestigio. Implica una derrota, con todas sus consecuencias inevitables».

Nicolson se mostró de acuerdo: «Si Alemania ve la menor debilidad por nuestra parte, su presión sobre Francia se volvería intolerable para ese país, el cual tendrá entonces que luchar o rendirse. De ocurrir lo segundo, la hegemonía alemana quedaría sólidamente establecida, con todas sus consecuencias inmediatas y posteriores»[48]. El consejo de ministros aprobó un mensaje de Grey a los alemanes que decía que, por culpa del Panther, los británicos estaban ahora más preocupados por la crisis y se veían obligados a ponerse del lado de Francia. Los alemanes, y esto pudiera ser una pauta de la torpeza con que manejaron todo este asunto, no se molestaron en responder en más de dos semanas, lo que hizo que aumentaran las suspicacias de los británicos.

Fue un verano incómodo para Grey. Había sufrido otra tragedia personal hacía unos meses, cuando a su querido hermano George lo mató un león en África, y la crisis marroquí lo obligaba a permanecer en Londres, lejos de su remanso de Fallodon. El gabinete estaba dividido respecto a cuán firmes había que ser con Alemania y cuánto apoyo había que brindar a Francia. En el país, la oleada de huelgas proseguía y la ola de calor batía récords. (Por las noches, Churchill solía recoger a Grey y lo llevaba a bañarse en su club). El 21 de julio, tras un profundo debate, el consejo de ministros tomó la decisión de comunicarle a Alemania que Gran Bretaña no aceptaría ningún acuerdo relativo a Marruecos en el que no participase. Esa noche, Lloyd George habló durante una cena formal en la residencia oficial del alcalde de Londres. Afirmó que Gran Bretaña tradicionalmente había usado su influencia a favor de la libertad y la paz, pero:

«Si se nos impusiese una situación en la que la paz solo pudiera ser preservada renunciando a la posición magna e indulgente que Gran Bretaña ha conquistado tras siglos de heroísmo y de hazañas, una situación que permita que Gran Bretaña sea tratada, allí donde sus intereses se ven vitalmente afectados, como si no contara para nada en el conjunto de las naciones, entonces yo declaro de manera enérgica que la paz a tal precio sería una humillación intolerable para un país tan grandioso como el nuestro. El honor nacional no es una cuestión de partidos»[49].

El discurso en la mansión del alcalde causó sensación, en parte por provenir de un hombre conocido por su postura moderada sobre Alemania. El embajador alemán protestó porque el tono le había parecido beligerante.

En Alemania, el endurecimiento de la posición de Gran Bretaña estremeció a Kiderlen, que ya empezaba a encontrarse con dificultades: su aliado el Imperio austrohúngaro desaprobaba gentilmente la postura alemana. «Nos mantenemos fieles a Alemania en el este —dijo Aehrenthal a un confidente—, y siempre seremos leales a los deberes de nuestra alianza, pero no puedo seguir a Kiderlen hasta Agadir […] No podemos adoptar ninguna política de prestigio»[50]. El káiser, quien, pese a toda la ferocidad de sus comentarios y sus notas al margen, invariablemente se echaba atrás ante la perspectiva de una guerra, amenazaba con regresar de su crucero veraniego por Noruega. «Pues no puedo dejar que mi gobierno actúe de esta forma sin estar yo allí para supervisar las consecuencias y echar una mano. ¡Otra cosa sería inexcusable y haría que se me viera como a un simple gobernante parlamentario! Le roi s’amuse! [El rey se divierte] ¡Y mientras tanto, vamos camino de la movilización! ¡Esto no puede suceder mientras yo no esté allí!»[51]. El 17 de julio, el káiser hizo saber desde su yate que no deseaba una guerra, y a finales de mes ya se encontraba en Alemania.

A la luz de lo que vendría después, resulta desconcertante cuán desasosegada se hallaba Europa y cuán pronta a aceptar la posibilidad de una guerra por una mera disputa colonial, susceptible de zanjarse con relativa facilidad mediante algún acuerdo internacional. Ya a comienzos de agosto, el ejército británico estaba considerando si podría desplegar rápidamente una fuerza expedicionaria en el continente, y hubo consternación cuando el almirantazgo perdió la pista de la armada alemana durante veinticuatro horas[52]. Las autoridades militares británicas tomaron algunas medidas defensivas, como la de enviar soldados a custodiar los depósitos de armas[53]. Días después, en respuesta a la crisis, el comité de defensa imperial se reunió para examinar la posición estratégica de Gran Bretaña y sus planes de guerra, y Grey reveló a sus colegas del consejo de ministros las conversaciones del estado mayor del ejército británico con el del ejército francés. Circulaban rumores de que los alemanes pensaban enviar tropas de desembarco a Agadir, e incluso de que Guillermo había dado las órdenes preliminares para una movilización[54]. El 4 de septiembre, Henry Wilson, jefe de operaciones militares, se asustó tanto con los informes de los agregados militares británicos en Alemania y con la historia de que Alemania, estaba comprando reservas de trigo, que telefoneó al Café Royal, en Piccadilly, para advertir a Churchill y a Grey, que se encontraban cenando allí. Los tres hombres estuvieron discutiendo la situación en casa de Wilson hasta altas horas de la noche[55]. En Alemania, había serios debates acerca de una guerra preventiva, e incluso Bethmann pensaba al parecer que podía convenirle al pueblo alemán[56]. «La condenada historia de Marruecos empieza a ponerme de los nervios», escribió Moltke a su esposa, añadiendo:

«Si de este asunto salimos otra vez con el rabo entre las piernas, si no logramos presentar enérgicamente unas demandas que estemos dispuestos a imponer con la espada, entonces perderé toda esperanza en el futuro del Reich alemán. Y, en tal caso, me retiraré. Pero antes elevaré la moción de que nos deshagamos del ejército, colocándolos bajo un protectorado japonés; entonces podremos hacer dinero sin ser molestados, y volvernos completamente simples»[57].

El 1 de agosto, tras una reunión con el káiser en el puerto báltico de Swinemünde (que sufriría grandes daños bajo el bombardeo aliado en 1945), Kiderlen indicó que estaba dispuesto a anular su demanda de la totalidad del Congo francés y a llegar a un acuerdo con los franceses. La prensa nacionalista alemana gimió, calificando aquello de «humillación», «vergüenza» e «ignominia»[58]. «Deberían habernos ahorrado este momento de indecible vergüenza, de deshonor nacional —decía uno de los principales diarios conservadores—. ¿Se ha desvanecido el viejo espíritu prusiano, nos hemos convertido en una raza de mujeres, gobernados por los intereses de un puñado de mercaderes de raza extranjera?». Los extranjeros, afirmaba el diario, estaban llamando al emperador «Guillaume le timide, le valeureux poltron!». [Guillermo el tímido, el valeroso cobarde].[59] Por otro lado, eminentes empresarios liderados por Ballin abogaban por un acuerdo antes de que la situación económica de Alemania empeorase. A principios de septiembre, los temores a una guerra hicieron caer la bolsa de Berlín.

Kiderlen y Jules Cambon llegaron rápidamente a un acuerdo de principio: parte del África francesa para Alemania a cambio de que esta reconociese el dominio francés sobre Marruecos. Como tan a menudo ocurre con las negociaciones, luego se pasaron tres meses regateando en detalle, como las orillas de los ríos o unas diminutas aldeas en el interior de África de las que nadie sabía nada salvo los nativos, cuyos deseos, naturalmente, nadie les preguntó. Una pequeña franja de territorio conocida como Pico de Pato, en el norte de Camerún, resultó especialmente problemática. Kiderlen también causó cierto revuelo cuando decidió pasar unas vacaciones breves en el balneario francés de Chamonix con su amante, de quien se rumoreaba que era agente francesa. Aunque se proponía viajar de incógnito, fue recibido en la estación por el prefecto de la localidad y una guardia de honor. La prensa nacionalista francesa estaba furiosa; no por la amante, sino porque veían en la elección del lugar una falta de tacto. Kiderlen dejó allí a la mujer durante unas semanas, y en sus cartas a ella, que sin duda suponía que leerían los franceses, advertía de que Alemania podía verse obligada a luchar si no quedaba satisfecha en las negociaciones[60].

El tratado, que finalmente se firmó el 4 de noviembre, otorgaba a Francia el derecho a establecer un protectorado sobre Marruecos, con el compromiso de respetar los intereses económicos alemanes. A cambio, Alemania obtuvo doscientos sesenta mil kilómetros cuadrados en África central. Kiderlen y Cambon intercambiaron fotografías. «A mi terrible adversario y encantador amigo», decía la dedicatoria de Kiderlen; mientras que Cambon puso: «A mi encantador adversario y terrible amigo»[61]. En la estación ferroviaria de Lyon, un portero reconoció a Cambon. «¿No es usted el embajador en Berlín?». Cambon respondió que sí. «Usted y su hermano de Londres nos han hecho un gran servicio. Sin ustedes estaríamos en un buen lío»[62].

Pero, como más tarde diría Grey: «Las consecuencias de una crisis extranjera como esta no terminan con ella. Parece que sí, pero se mantienen latentes, para reaparecer más adelante»[63]. Las potencias tenían nuevas razones para desconfiar unas de otras, y tanto los personajes clave como la opinión pública estaban más cerca de aceptar la probabilidad de la guerra. Izvolski, ahora embajador de Rusia en Francia, escribió a su sucesor en San Petersburgo que el orden internacional se había debilitado gravemente en Europa: «No hay duda de que cada enfrentamiento local entre las potencias conducirá de seguro a una guerra general europea, en la que Rusia y todas y cada una de las potencias tendrá que participar. Con la ayuda de Dios, el inicio del conflicto puede retrasarse, pero debemos tener presente sin descanso que podría comenzar en cualquier momento, y sin descanso debemos prepararnos para ello»[64].

La entente cordial entre Gran Bretaña y Francia había sobrevivido, aun cuando todos pensaban que el otro se había comportado mal. Los franceses consideraban que los británicos podían haberlos apoyado más firmemente desde el principio; mientras que los británicos se hallaban molestos con Francia por su intransigencia en lo tocante al Congo y por haber tratado de apoderarse de la parte española de Marruecos[65]. El consejo de ministros británico seguía sintiéndose incómodo a causa de las conversaciones militares anglo-francesas. En noviembre tuvo dos reuniones tormentosas, en las que algunos moderados que se oponían a los compromisos militares con Francia amenazaron con dimitir. El propio Asquith estaba echándose atrás: como él mismo le escribió a Grey en septiembre, aquellas conversaciones eran «muy peligrosas» y «no hay que alentar a los franceses en las actuales circunstancias a hacer planes o suposiciones de esta índole»[66]. Aunque Grey abogaba enérgicamente por recibir carta blanca en los asuntos exteriores, se vio obligado por primera vez a aceptar cierto grado de control por parte del gabinete. Se acordó que no habría intercambio alguno entre el estado mayor británico y el francés que implicara un compromiso por parte de Gran Bretaña de intervenir militar o navalmente en una guerra, y si tales comunicaciones tuvieran lugar sería solo con la aprobación previa del gabinete. Sin embargo, las conversaciones militares continuaron y Henry Wilson siguió viajando a Francia y asegurando a sus homólogos franceses que Gran Bretaña los respaldaría. Y se iniciaron conversaciones navales, que en febrero de 1913 llevarían a un acuerdo de cooperación en el Mediterráneo y en las aguas que separan Gran Bretaña de Francia, concentrándose los franceses en el primero y los británicos en las segundas. Por más que los británicos se dijeran que no habían firmado ninguna alianza militar con los franceses, los lazos que unían a ambos países eran ahora más fuertes y numerosos.

En Francia, la firma del tratado con Alemania se vio como una victoria, tan grande, dijeron algunos, como la conquista de Argelia en 1830[67]. El gobierno de Caillaux, sin embargo, cayó, por culpa entre otras cosas de las revelaciones de sus contactos secretos con los alemanes; y quedó constituido otro dirigido por el nacionalista antialemán Raymond Poincaré. La crisis, que fue tomada como prueba de que Alemania estaba dispuesta a emplear la guerra para conseguir sus objetivos, tuvo también un profundo impacto en la opinión pública francesa y estimuló los preparativos de Francia para la guerra[68]. El agregado militar francés en Berlín alertaría luego de que el pueblo alemán albergaba sentimientos belicistas y un rencor intenso por lo que percibían como una derrota en Marruecos, y que no estaría dispuesto a transigir ni a aceptar compensación alguna en una futura crisis. En su opinión, la confrontación militar entre Francia y Alemania era inevitable. Tales informes influyeron enormemente en Stephen Pichon, quien fuera ministro de Asuntos Exteriores entre 1906 y 1911, y que volvió a ocupar el puesto en 1913; en Joffre; y en varios de sus generales más destacados[69].

En Alemania, el tratado fue visto como otra derrota, comparable a la de la primera crisis marroquí. Cuando Bethmann tuvo que defender el acuerdo en el Reichstag, recibió comentarios airados de la derecha: «una derrota, lo admitamos o no». Se vio al príncipe heredero aplaudiendo esta reacción desde la tribuna[70]. La emperatriz, que normalmente no interfería en la política, le reprochó a Kiderlen: «¿Siempre hemos de retirarnos ante los franceses y soportar su insolencia?»[71]. El propio káiser cargó con buena parte de la culpa. Un diario de derechas preguntaba: «¿Qué ha pasado con los Hohenzollern, de los que una vez emergieron un Gran Elector, un Federico Guillermo I, un Federico el Grande, un káiser Guillermo I?»[72]. Un político estadounidense que viajaba por Alemania escuchó a unos oficiales del ejército decir que el káiser les había dejado en ridículo en 1905 y en 1911, y que no lo iban a permitir más[73].

La perspectiva muy concreta de una guerra en el verano de 1911 había hecho ver a los alemanes que la posición estratégica de su país no era buena. La crisis sirvió también para confirmar la opinión de muchos de ellos de que estaban rodeados de enemigos[74]. Bien podía ser que tuvieran que librar una guerra en tres frentes, contra Francia y contra Rusia por tierra, y contra Gran Bretaña por mar; y no estaba nada claro que dispusiesen de los recursos necesarios para ello[75]. Cada vez había más dudas acerca de si la armada llegaría a ser finalmente capaz de enfrentarse a los británicos. Y la ampliación del canal de Kiel, que permitiría a los grandes acorazados entrar y salir sin peligro, para que Alemania tuviera presencia en el Báltico y en el mar del Norte, no estaría terminada hasta 1914. (El canal fue inaugurado el 24 de junio de 1914, cuatro días antes del asesinato en Sarajevo). Tirpitz, como en ocasiones anteriores, aprovechó la oportunidad de la crisis para exigir un nuevo decreto naval. Quería otros seis buques grandes en unos pocos años para añadir un tercer escuadrón en activo a la armada. Argumentaba que esto alinearía a la derecha y a la clase media en contra de la izquierda y «debilitaría a los partidos socialdemócratas y liberales de izquierda»[76]. Encontró resistencia por parte de muchos de sus propios almirantes, que argumentaban que anunciar que Alemania estaba construyendo más acorazados en un momento de tensión internacional podría llevar a una guerra con Gran Bretaña. Bethmann también se opuso a Tirpitz, aduciendo tanto el coste como los peligros. A la larga, no logró prevalecer frente al káiser, que lo llamó cobarde y le dijo que él sí que no tenía intenciones de dejarse intimidar por Gran Bretaña. «Le dije al canciller del Reich —se jactó Guillermo ante el jefe de su gabinete naval—, que recordase que yo soy sucesor del Gran Elector y de Federico el Grande, que jamás vacilaron en actuar cuando les pareció llegado el momento. También dije al canciller que debía contar con la providencia política, que se ocupará de que un pueblo con tantos cargos sobre su conciencia como el inglés se vea algún día humillado»[77].

El ejército, que a lo largo de los años había contemplado en silencio cómo se destinaban cada vez más recursos a la armada, formuló ahora sus propias demandas de crecimiento. Era una cuestión de «autoconservación», dijo Moltke[78]. El káiser accedió a un trato, en virtud del cual tanto el ejército como la armada tendrían sus nuevos decretos, aunque con algunos recortes. La opinión pública alemana y el Reichstag, que se habían resistido a incrementar estos presupuestos, estaban ahora dispuestos a aprobarlos. La nueva ley naval de 1912 prescribía tres nuevos acorazados y dos cruceros ligeros, mientras que, bajo la ley militar, el ejército en tiempo de paz se incrementaría durante los siguientes cinco años en unos treinta mil hombres, con cambios organizativos tales como el reforzamiento del sistema de transporte militar[79]. Como concesión a Bethmann, se le permitió reiniciar conversaciones con Gran Bretaña. Los británicos, comprensiblemente, las encararon con escepticismo.

La crisis marroquí dejó otra peligrosa secuela en la mente de los líderes europeos. También condujo directamente a una guerra entre Italia y el Imperio otomano en el otoño de 1911, que a su vez preparó el camino para las guerras balcánicas de 1912 y 1913. Italia, que había contemplado con envidia el reparto mundial de las colonias, decidió que había llegado el momento de aumentar su pequeña colección de territorios de ultramar. El Imperio otomano estaba débil, desgarrado por divisiones internas y rebeliones en Albania y Yemen, y las demás potencias se hallaban entretenidas con Marruecos. A lo largo de los años, Italia había logrado que Gran Bretaña, Francia, el Imperio austrohúngaro y Rusia se comprometiesen a reconocer que ella tenía intereses especiales en dos provincias otomanas en el norte de África: Cirenaica y Trípoli. (Hoy las conocemos como Libia). Si el estatus en el norte de África cambiaba, como claramente estaba a punto de suceder en Marruecos en 1911, entonces Italia tendría un buen pretexto para consolidar su influencia, de una forma o de otra, sobre Libia. Adquirir colonias también parecía mucho más fácil que cumplir el otro sueño de los nacionalistas italianos: arrebatar al Imperio austrohúngaro unas áreas italoparlantes como el gran puerto de Trieste y el Trentino; sueño que, por la debilidad de Italia, parecía todavía lejano, si no imposible[80]. El propio Imperio austrohúngaro estaba encantado de ver que Italia dirigía su atención hacia la costa sur del Mediterráneo y lejos de los Alpes y del Adriático[81].

Pero los anteriores intentos de Italia por construir un imperio habían fracasado espectacularmente. Los nacionalistas italianos guardaban rencor a Francia por haberse hecho con Túnez en 1881. La historia (tras derrotar a Cartago, Roma había convertido aquella región en un granero), la geografía (la costa de Túnez apuntaba directamente hacia la de Sicilia), y la emigración (había unos ciento treinta mil italianos viviendo en Túnez hacia el comienzo de la Gran Guerra), hacían allí un territorio italiano y no francés. Cierto que Italia había logrado establecer dos colonias pequeñas y atrasadas en Eritrea y Somalilandia, en el cuerno de África; pero sus intentos de tomar Etiopía habían acabado con una aplastante derrota a manos de los etíopes en Adua, en 1896. Fue una profunda humillación para Italia, que deseaba fervientemente desempeñar un papel en el escenario europeo y mundial.

Italia era una gran potencia más por cortesía que por su situación real. Se hallaba en todo, salvo en pobreza, por detrás de las otras. Su población era de solo treinta y cinco millones de habitantes; la de su vecino y rival, el Imperio austrohúngaro, alcanzaba los cincuenta millones. Y estaba disminuyendo aceleradamente a causa de la emigración (bajó en 873 000 habitantes solo en 1913)[82]. Su red ferroviaria estaba subdesarrollada; era menos industrial y más agrícola que las demás potencias occidentales; y su presupuesto militar era menor que el de todas las demás, incluida Rusia[83]. Era un país nuevo, en el que las distintas regiones y ciudades a menudo inspiraban, al igual que hoy, lealtades más fuertes que la de la propia nación. Había divisiones profundas: entre las nuevas clases trabajadoras y los empresarios; entre el norte y el sur; y entre la iglesia católica y el estado. La figura dominante en la política de los años previos a 1914 fue Giovanni Giolitti, un reformista liberal que intentaba modernizar la economía, la sociedad y la política italianas; pero entre las clases políticas primaba la sensación de que todo aquello era un poco improvisado y no demasiado efectivo. En las más altas esferas del gobierno, algunos funcionarios clave como los dirigentes militares y civiles simplemente no se comunicaban entre sí. Los jefes del estado mayor italiano, por ejemplo, no conocían los términos de la triple alianza, que quizá ellos mismos tendrían que defender con las armas alguna vez. En teoría, el rey estaba a cargo de los asuntos exteriores y del ejército; pero, en la práctica, Víctor Manuel III, que sucedió en 1900 a su padre asesinado, por lo general dejaba estar a sus ministros. Era un hombre pequeño y nervioso, que dedicaba toda su atención a su amada familia, comprendiendo en esta a esposa montenegrina, que era mucho mayor en tamaño que él, y su colección de sellos.

Los extranjeros iban a Italia por su clima y sus muchas bellezas, pero también se reían de ella. Consideraban a sus ciudadanos encantadores, caóticos, infantiles; pero no un pueblo digno de ser tomado en serio. En asuntos internacionales, las demás potencias, y hasta sus propios aliados de la triple alianza, tendían a tratar a Italia con desdén. Durante la crisis por la anexión de Bosnia, por ejemplo, las sugerencias de Italia de buscar un acuerdo fueron desoídas, y nadie pensó en ofrecerle compensación alguna en los Balcanes. (El espantoso terremoto de Messina hizo que 1908 fuese un año especialmente sombrío para Italia). Los diplomáticos italianos, que cada vez con mayor frecuencia provenían de familias aristocráticas del sur, daban la impresión a sus colegas extranjeros de ser hombres de la cultura —no siempre capaces de entablar negociaciones complicadas, sobre todo en temas relacionados con el comercio o a la economía—, y de impronta conservadora; como el embajador italiano que odiaba los automóviles y llegaba siempre en un carro de cuatro caballos a las reuniones en Viena con sus homólogos austrohúngaros. Aunque Italia ciertamente contaba con diplomáticos competentes, la pobreza del país obstruía su labor; a menudo, las embajadas carecían de equipamiento moderno básico, como unas máquinas de escribir[84].

Las relaciones exteriores de Italia estaban determinadas en parte por su propia debilidad y su posición estratégica. Tenía enemigos potenciales a ambos lados, tanto por tierra como por mar; su largo litoral era imposible de defender eficazmente, y la armada admitía no poder proteger todos los puertos importantes. Sus ejércitos estaban concentrados en el norte para interceptar ataques de Francia o del Imperio austrohúngaro, lo que le hizo comentar a un diputado que la cabeza de Italia estaba protegida por un casco de acero, mientras que su cuerpo se hallaba desnudo[85]. Los líderes italianos tendían, lógicamente, a ponerse nerviosos, a ver malas intenciones en todas partes y a suponer, menos razonablemente, que los enemigos de Italia eran irracionales y podían atacar súbitamente sin motivo alguno. A partir de 1900, los preparativos de Austria a lo largo de la frontera común exacerbaron los temores de Italia; 1911 trajo algún alivio, cuando Conrad fue retirado de su cargo; aunque resultó que por poco tiempo[86]. Mientras Europa se dividía en dos bloques de potencias, los sucesivos ministros italianos de Asuntos Exteriores intentaban desesperadamente maniobrar entre ambos. Como comentó un diputado ante el parlamento en 1907: «La lealtad inquebrantable a la triple alianza, la amistad sincera hacia Gran Bretaña y Francia y las relaciones cordiales con las demás potencias serán siempre las bases de nuestra política exterior»[87].

La política exterior y militar de Italia era cautelosa y defensiva por necesidad; lo cual no impedía que los nacionalistas italianos soñasen que podría ser diferente y que tal vez los extranjeros se estuvieran equivocando con Italia. Encontraban consuelo en el darwinismo social: los soldados italianos, debido a la vida dura que llevaban, tenían que ser más rudos que los decadentes franceses o los blandos austrohúngaros[88]. Más importante aún, los nacionalistas estaban decididos a demostrar que la unificación había creado un país que funcionaba y con el que tenía que contar el mundo. Los gobiernos italianos insistían en que Italia estuviese representada en todos los acontecimientos mundiales importantes; hasta enviaron a un puñado de soldados italianos a China para participar en la fuerza internacional que sofocó el levantamiento de los bóxers en 1900[89]. Y como las potencias mundiales en 1900 tenían imperios, Italia debía seguir levantando el suyo. La opinión pública italiana, que al igual que en otros países se iba haciendo más y más importante, con la difusión de los diarios y el auge de los grupos de presión, en general apoyaba el imperialismo. Ni siquiera los socialistas, cuya retórica era antiimperialista, estaban totalmente en contra.

Durante el verano de 1911, mientras la crisis marroquí se intensificaba, creció también la agitación nacionalista en Italia. La prensa, las sociedades colonialistas y nacionalistas, hablaban sin parar de Libia. Como también era el cincuenta aniversario de la última etapa —hasta ese momento— de la unificación de Italia, parecía un buen momento para hacer algo todavía más espectacular que construir el gigantesco monumento a Víctor Manuel en Roma. El ministro de Asuntos Exteriores, Antonino di San Giuliano, se hospedó casualmente en el mismo hotel que el segundo jefe del estado mayor de la marina y ambos discutieron la logística de la invasión. (El sutil y cínico San Giuliano, que al igual que muchos de sus colegas provenía de la aristocracia siciliana, estaba allí por motivos de salud; culpaba de sus muchas dolencias a su madre, por llevar una vida demasiado honesta)[90]. De regreso en Roma, San Giuliano le dijo a Giolitti que el mejor momento para enfrentarse a los otomanos en Libia era el otoño o la primavera. Los dos hombres decidieron que sería en septiembre, y no se tomaron la molestia de comunicárselo al ejército hasta el último momento[91].

En lo que se llamó la «política del estilete», Italia le mandó un imposible ultimátum al Imperio otomano el 28 de septiembre de 1911; y anunció que en cualquier caso procedería a ocupar las dos provincias de Libia, fuese cual fuese la respuesta. Los barcos italianos ya se preparaban para zarpar. Italia utilizó el pretexto de proteger sus intereses y a sus ciudadanos, con argumentos que solo pueden ser calificados de endebles. San Giuliano le dijo al embajador británico en Roma, por ejemplo, que los molinos de harina italianos de Trípoli estaban teniendo problemas para recibir grano por culpa de las maquinaciones de las autoridades otomanas[92]. La izquierda italiana convocó varias huelgas en protesta, pero, como informó a Londres el embajador británico: «incluso dentro del partido socialista las opiniones están divididas y la agitación es indecisa»[93].

La invasión italiana fue calificada en el Reichstag de «acto de piratería», y la opinión mundial se mostró mayoritariamente de acuerdo; sobre todo cuando la guerra se prolongó y los italianos recurrieron a métodos cada vez más brutales para aplastar la generalizada resistencia local[94]. La segunda internacional condenó a Italia, pero no mostró simpatía alguna por el Imperio otomano, que consideraba retrógrado e incivilizado[95]. Las demás grandes potencias no deseaban intervenir, por miedo a enemistarse con Italia y a que esta se acercara a sus adversarios. Grey, que tenía esperanzas de separar a Italia de la triple alianza, le dijo al embajador italiano que esperaba que «Italia manejase las cosas de modo que las consecuencias fuesen lo menos trascendentes y embarazosas posible». Cuando el embajador italiano preguntó qué se proponía hacer Gran Bretaña, Grey dijo estar hablando «desde el punto de vista de la no intervención»[96]. Aun cuando los italianos se apoderaron de Rodas y de las islas del Dodecaneso, cerca de la costa de Asia Menor, durante la primavera siguiente, las potencias no reaccionaron con firmeza. San Giuliano prometió entregar las islas cuando el último soldado otomano hubiese abandonado Libia; pero ese día no iba a llegar antes de 1914.

Los italianos pagaron muy cara su conquista, con un enorme déficit presupuestario y unos ocho mil soldados muertos o heridos en el primer año. Para los habitantes de Libia resultaría igualmente duro, entonces y después. Su resistencia siguió hasta la década de 1920, cuando el nuevo gobernante de Italia, Benito Mussolini, le puso fin del modo más brutal, al coste de por lo menos cincuenta mil libios muertos. El gobierno otomano había sido relativamente blando e ilustrado, pero bajo el dominio italiano, Libia, que también llegó a abarcar territorios en el interior, experimentó un retroceso. Las diferentes partes de la colonia, cada una con su propia historia y su cultura, jamás se fundieron en un solo país; cosa que Libia sigue pagando hoy en día, con rivalidades regionales y tribales. Europa también pagaría muy cara la agresión italiana. El acuerdo tácito entre las grandes potencias de preservar el Imperio otomano quedó en entredicho. Como le dijo el primer ministro rumano al embajador del Imperio austrohúngaro aquel otoño: «Dos inician la danza, pero al final se les unen muchos»[97]. El káiser Guillermo, que se hallaba en su pabellón de caza favorito en Rominten cuando los italianos entraron en acción, predijo que más países se aprovecharían entonces de la debilidad del Imperio otomano para retomar el asunto del control de los estrechos otomanos, o para buscar territorios en los Balcanes. El káiser temía que aquello significara «el comienzo de una guerra mundial, con todos sus terrores»[98]. La primera señal de que estaba en lo cierto llegó al año siguiente, cuando las naciones balcánicas unieron sus fuerzas contra el Imperio otomano.

Poco después de la navidad de 1911, sir Edward Goschen, el embajador británico en Berlín, informó a Londres de que había cenado con Bethmann. Los dos hombres hablaron amistosamente sobre los sucesos del año. El embajador le preguntó a Bethmann si había encontrado tiempo para tocar sus habituales sonatas de Beethoven antes de irse a la cama, como era su costumbre. «Mi querido amigo —le contestó Bethmann—, a usted y a mí nos gusta la música clásica, con sus armonías claras y simples; ¿cómo puedo tocar mi vieja y amada música con el aire lleno de disonancias modernas?». Goschen replicó: «Pero incluso los viejos compositores empleaban las disonancias antes de las armonías, para que estas sonasen aún mejor». Bethmann asintió, añadiendo que «tanto en la música moderna como en la actual atmósfera política predominan las disonancias»[99]. El año nuevo traería nuevas disonancias que crisparían los nervios europeos; esta vez en el interior de la propia Europa, en la primera de una serie de guerras balcánicas.