IX
¿EN QUÉ PENSABAN?
ESPERANZAS, MIEDOS,
IDEAS Y PRESUPOSICIONES
A comienzos de la década de 1930, el conde Harry Kessler, hijo de una beldad anglo-irlandesa y un rico banquero alemán al que Guillermo I le otorgó un título hereditario, escribió un libro en el que analizó retrospectivamente la Europa de su juventud, anterior a la Gran Guerra:
«Algo grandioso, la vieja Europa, cosmopolita y predominantemente agraria y feudal, el mundo de las bellas mujeres, los reyes galantes y las combinaciones dinásticas; la Europa del siglo XVIII y la santa alianza envejecía y se debilitaba, fenecía, y algo nuevo, joven, vigoroso e incomprensible se insinuaba. Lo sentíamos en nuestros miembros como una helada o una primavera; lo primero con un dolor sordo, lo segundo con intensa alegría»[1].
Kessler gozaba de una posición única para observar las esperanzas y los temores, y para tomar nota del pensamiento europeo en aquellos años previos a 1914. Había nacido en 1868 y alcanzado la mayoría de edad en el último cuarto de siglo; y aún estaba en la flor de la vida cuando estalló la Gran Guerra (falleció en 1937, cuando otra se aproximaba a Europa). Educado en una escuela privada británica y un colegio preuniversitario alemán, con familia en Gran Bretaña, Alemania y Francia, noble alemán y esnob que anhelaba ser intelectual y artista, y homosexual que amaba tanto a las mujeres hermosas como a los hombres, se movía con soltura entre las clases sociales, políticas, sexuales y nacionales. Sus diarios, que mantuvo durante toda su vida, están llenos de referencias a almuerzos, encuentros para tomar el té, cenas, cócteles, salidas con Auguste Rodin, Pierre Bonnard, Hugo Hofmannsthal, Vaslav Nijinski, Sergéi Diáguilev, Isadora Duncan, George Bernard Shaw, Friedrich Nietzsche, Rainer Maria Rilke o Gustave Mahler, y cuando no está en los estudios de los artistas, el ballet o el teatro, se le puede encontrar en los bailes de la corte de Berlín o en los clubes de caballeros de Londres; ayuda a redactar el argumento y el libreto de El caballero de la rosa, de Richard Strauss, y con Theobald von Bethmann Hollweg, sucesor del primer ministro Bülow, conversa sobre las relaciones de Alemania con Gran Bretaña.
[9] El incidente de Zabern de 1913 comenzó cuando un oficial alemán en un pequeño pueblo de Alsacia se refirió a los civiles del lugar de un modo despectivo que detonó las protestas populares. Las autoridades militares reaccionaron de forma exagerada, efectuando una redada contra directores de periódicos locales y arrestando a civiles con pretextos endebles. Si bien las autoridades civiles alemanas se preocuparon por poner coto a los militares, estos cerraron filas y se negaron a retractarse. Fue para muchas personas, dentro y fuera de Alemania, un ejemplo escalofriante de que el ejército alemán se veía a sí mismo libre del control civil.
Kessler se movía en círculos muy especiales; por lo tanto, lo que allí veía y oía no era necesariamente representativo de los europeos en general. (Como entonces no existían las encuestas, solo se puede tener una idea aproximada de la situación). Pero las personas que se dedican a pensar en una sociedad e intentan dar cuenta de ella suelen tener una sensibilidad especial que les permite percibir lo que está latente antes de que se manifieste de manera abierta. En el periodo anterior a 1914, y de un modo más insistente, los artistas, los intelectuales y los científicos se cuestionaban los postulados vigentes sobre la racionalidad y la realidad. Era una época de intensa experimentación en los círculos considerados entonces de vanguardia, pero cuyas ideas formarían parte de la corriente general en los decenios siguientes. El cubismo de Picasso y Braque; los intentos de los futuristas italianos, como Balla, por captar el movimiento; el estilo expresivo y fluido de la danza de Isadora Duncan; los ballets marcadamente eróticos coreografiados por Diáguilev y ejecutados por Nijinski; o las novelas de Marcel Proust: todos estos, a su manera, eran actos de rebelión. Muchos integrantes de la nueva generación de artistas sostenían que el arte no estaba para preservar los valores de la sociedad, sino que debía ser impactante y liberador. Gustave Klimt, y los pintores más jóvenes a los que él sacó de la oficialista asociación de artistas austriacos, cuestionaban la idea vigente de que el arte debía ser realista. Uno de los objetivos de la secesión vienesa fue justamente no mostrar el mundo tal cual era, sino ir más allá de la superficie y penetrar en la vida del instinto y la emoción[2]. El compositor vienés Arnold Schoenberg, con sus reglas sobre la armonía y el orden, se liberó de las formas aceptadas de la música europea para crear obras disonantes y perturbadoras. «Por fortuna, toda teoría termina donde empiezan los instintos del hombre»[3].
Las instituciones y valores añejos sufrían el embate de nuevas formas y actitudes; su mundo cambiaba, quizá a excesiva velocidad, y tenían que tratar de hallarle sentido. ¿Qué pensaban? Esta es una pregunta que suele aparecer a propósito de los europeos que fueron a la guerra en 1914. Las ideas que influyeron en sus opiniones sobre el mundo, lo que aceptaban sin discusión (lo que el historiador James Joll ha denominado las «suposiciones tácitas»), lo que cambiaba y lo que se mantenía inmutable, todo formaba parte sustancial del contexto en que la guerra, incluso una guerra europea generalizada, constituía una de las opciones posibles en 1914. Desde luego, no todos los europeos pensaban y sentían lo mismo; las diferencias eran enormes entre clases, países y regiones; y muchas personas, al igual que hoy, eran como los padres del escritor Stefan Zweig, que se tomaban la vida como venía, sin detenerse a pensar demasiado en la dirección que lleva el mundo. Con una mirada retrospectiva a los años anteriores a 1914, asistimos al nacimiento de nuestro mundo moderno; pero hay que detectar también la persistencia y la fuerza de las viejas formas de pensar y de ser. Por ejemplo, había millones de europeos que aún vivían en las mismas comunidades rurales que sus antepasados, llevando la misma vida que ellos. La jerarquía y el lugar de cada cual en ella, el respeto por la autoridad y la fe en Dios todavía determinaban la vida de los europeos. De hecho, sin la permanencia de semejantes valores sería harto difícil imaginar cómo tantos pudieron estar dispuestos a ir a la guerra en 1914.
Al cabo, las decisiones que llevaron a Europa a la guerra —o que no lograron conjurarla— fueron tomadas por un grupo de hombres increíblemente reducido; y estos hombres —pocas mujeres desempeñaron algún papel— procedían en general, aunque no todos, de las clases altas, fuese de la aristocracia agraria o de la plutocracia urbana; e incluso quienes procedían de la clase media, como los hermanos Cambon, eran proclives a asimilar sus valores y compartir sus criterios. La clase que conformaba las élites dominantes, civiles o militares, así como sus esperanzas y temores, es una de las claves de comprensión. Otra es su crianza y su educación. Y una tercera, el mundo más amplio que les rodeaba. Sus ideas y actitudes se habían establecido durante su juventud, veinte o treinta años antes; pero eran conscientes de cómo evolucionaban sus sociedades y de las nuevas ideas que se respiraban. Eran capaces de cambiar sus opiniones de la misma forma que lo hacen hoy en día los líderes demócratas en temas como el matrimonio entre personas del mismo sexo.
Algo que Kessler también recogió en sus diarios fue el sentimiento prevaleciente entre las élites de artistas, intelectuales y políticos de que Europa cambiaba rápidamente, y no siempre de acuerdo con sus gustos. A menudo los líderes europeos se inquietaban por sus propias sociedades. La industrialización, las revoluciones científica y tecnológica, el desarrollo de las nuevas ideas y actitudes conmocionaban a las sociedades de toda Europa y ponían en tela de juicio antiguas prácticas y valores establecidos. Europa era un continente al mismo tiempo poderoso y atribulado. Todas las grandes potencias debieron afrontar graves y prolongadas crisis políticas antes de la guerra: en Gran Bretaña, la cuestión irlandesa; en Francia, el caso Dreyfus; en Alemania, las contradicciones entre la corona y el parlamento; en el Imperio austrohúngaro, el conflicto entre las nacionalidades; y en Rusia, la cuasi revolución. En ocasiones se consideraba la guerra como una vía para superar las divisiones y las antipatías, y quizá lo fuera. En 1914, en todas las naciones combatientes se hablaba de la nación en armas, la unión sagrada donde las divisiones en clases, regiones, grupos étnicos o religiosos quedaran atrás y la nación se aglutinara bajo un espíritu de unidad y sacrificio.
Kessler formó parte de una generación que vivió en uno de los periodos más grandiosos y cambiantes de la historia social humana. Cuando tenía poco más de treinta años y asistió a la exposición de París de 1900 (que le pareció una «terrible mezcolanza inarticulada»)[4], Europa era ya muy diferente de la que conoció en su juventud. La población, el comercio y las ciudades habían crecido; la ciencia desentrañaba un misterio tras otro; y había más fábricas, más kilómetros de vías férreas, más líneas de telégrafo, más escuelas; había más dinero para gastar y más en qué gastarlo: el novedoso cine, los automóviles, los teléfonos, la electricidad y la bicicleta, así como los muebles y las ropas producidos masivamente. Los barcos eran más rápidos, y en el verano de 1900 ascendió al cielo el primer zepelín. En 1906, se realizó el primer vuelo de un aeroplano en Europa. El lema de los nuevos juegos olímpicos hubiera podido valer para Europa: «Citius, altius, fortius». [Más rápido, más alto, más fuerte].
Aunque solo en parte. Con frecuencia, una mirada a la Europa de aquel último decenio de paz nos transporta a un largo verano dorado de otra época más inocente. En realidad, la preeminencia de Europa y el aserto de que la civilización europea era la más avanzada de la historia de la humanidad estaban siempre cuestionados desde fuera y socavados desde dentro. De hecho, Nueva York competía con Londres y París como centro financiero; Estados Unidos y Japón se abrían paso a través de los mercados europeos y del poder del viejo continente en todo el mundo; y tanto en China como a lo largo y ancho de los grandes imperios occidentales cobraban auge las nuevas fuerzas nacionalistas.
Por lo demás, los cambios como los que se experimentaban en Europa tienen su precio. La transformación económica provocó enormes tensiones, y los repetidos altibajos crearon dudas sobre la estabilidad y el futuro del capitalismo. (No solamente en Viena se identificó a los judíos con el capitalismo; la inestabilidad económica alimentó la llama del antisemitismo en toda Europa)[5]. Durante los últimos dos decenios del siglo XIX, los precios de los productos agrícolas se mantuvieron aquí deprimidos (en parte debido a la competencia del nuevo mundo), y los efectos de tal depresión devastaron a las comunidades agrícolas, llevando a los pequeños terratenientes a la bancarrota y a los campesinos a la penuria. Aunque las poblaciones urbanas se beneficiaron de la reducción de los precios de los alimentos, todos los países europeos experimentaron caídas en sus ciclos empresariales, o estancamiento y contracción en determinadas industrias. En el Imperio austrohúngaro, por ejemplo, un viernes negro puso fin en 1873 a la especulación desenfrenada, y miles de empresas grandes y pequeñas, entre ellas bancos, compañías de seguros y fábricas, fueron a la quiebra. Y, a diferencia de nuestra época, la mayoría de los países carecía de mecanismos de protección para ayudar a los desempleados, a las personas sin seguros y a los desafortunados que, por lo general, aunque no siempre, procedían de las clases bajas.
Pese a que en el transcurso del siglo XIX las condiciones de trabajo habían experimentado una gran mejoría en los países de Europa occidental, en los del este la situación todavía era lamentable, puesto que la revolución industrial estaba más reciente. Incluso en países desarrollados como Gran Bretaña y Alemania, los salarios eran aún bajos y las jornadas laborales largas, en comparación con nuestros días. A partir de 1900, cuando los precios empezaron a subir, la situación de las clases trabajadoras fue cada vez más sofocante; y, lo que quizá tenía la misma importancia, se sentían excluidas del poder y subvaloradas como personas[6]. La enorme cantidad de emigrantes que abandonaban Europa puede ser un indicio de la insatisfacción con respecto a las estructuras sociales y políticas prevalecientes, pero también de la aspiración a unas oportunidades mejores. De 1900 a 1914, aproximadamente un cinco por ciento de la población de Gran Bretaña emigró, y el grueso lo formaban trabajadores sin cualificación[7]. Otros optaron por quedarse y luchar, y en toda Europa, en los años anteriores a 1914, se registró un marcado aumento de la participación en los sindicatos y en las huelgas. Este incremento de las tensiones sociales y del descontento laboral preocupaba enormemente a las élites militares y políticas; pues, aunque se lograra conjurar la revolución, ¿podría una clase trabajadora enajenada producir buenos ciudadanos o, lo que era quizá más importante, buenos soldados? ¿Estarían dispuestos siquiera a defender a su país? Por otro lado, este temor podía hacer que la guerra pareciera algo deseable, ya que podía servir para apelar al patriotismo o como excusa para aplastar a los elementos rebeldes de la sociedad.
Las antiguas clases altas, cuya riqueza procedía en gran medida de la propiedad de la tierra, desconfiaban enormemente del mundo nuevo y, no sin razón, temían perder el control sobre el poder, y ver su modo de vida condenado a desaparecer. En Francia, la revolución ya había destruido una gran parte del estatus y el poder de la rancia aristocracia agraria, pero en toda Europa la aristocracia urbana y terrateniente se veía amenazada por la caída de los precios de la tierra y de los productos agrícolas, y en el nuevo mundo urbanizado se veían cuestionados sus valores. Francisco Fernando y numerosos conservadores austriacos culpaban a los judíos del fin de la antigua sociedad jerárquica, que se había fundamentado en sólidos principios cristianos[8]. Los cuerpos de oficiales de Austria y Alemania parecían víctimas del pesimismo respecto al futuro de su forma de vida[9], lo cual muy bien pudo haber tenido influencia en la disposición de los generales para ir a la guerra en 1914. El ministro prusiano de la Guerra, el general Erich von Falkenhayn, dijo el 4 de agosto, cuando la guerra se extendía: «Aunque perezcamos, habrá estado bien»[10].
Durante los últimos decenios de paz en Europa, las clases altas lucharon con determinación en la retaguardia; y, aunque la movilidad social aumentaba gracias a los cambios socioeconómicos, el linaje todavía era importante. Incluso en Londres, donde la sociedad siempre había estado más abierta al talento y a la riqueza, el distinguido ingeniero de minas estadounidense y futuro presidente Herbert Hoover calificó la estratificación de la sociedad británica como «una constante maravilla y una lástima»[11]. No obstante, en toda Europa los nuevos ricos de la industria y las finanzas se abrían paso hacia los círculos de las clases altas, a menudo adquiriendo títulos o casando a sus hijos con miembros de la aristocracia, transacción en la que se ofrecía riqueza a cambio de linaje y posición social. Aun así, en casi todas las potencias europeas todavía predominaban en 1914 los miembros de la antigua clase alta en los niveles superiores de la política, la burocracia, el ejército y la iglesia. Además, sus viejos valores demostraron una sorprendente flexibilidad, y de hecho penetraron en los miembros de la clase media emergente, que a su vez aspiraban a hacerse caballeros mediante la adquisición de títulos y la adhesión a las mismas normas de comportamiento honorable.
Intangible, pero aún muy valioso, el honor era —o al menos así lo creían las clases altas— algo que se adquiría por nacimiento: los caballeros tenían su honor y las clases bajas no. Desde las postrimerías del siglo XIX, cuando Europa experimentó sus acelerados cambios sociales, el honor pasó a ser tanto un atributo al que las viejas clases terratenientes podían asirse con creciente determinación, como algo que las distinguía de las nuevas clases medias, recién incorporadas a la prosperidad; y seguía siendo, en cuanto a las ambiciones sociales, el sello de un estatus mejor y más distinguido. El honor podía perderse por un comportamiento indigno (aunque la definición de «indigno» siempre resultó algo ambigua); o por la incapacidad de defenderlo con la vida misma si era necesario, con un suicidio o un duelo (lo que a veces era lo mismo). Cuando el coronel Alfred Redl, oficial de inteligencia del Imperio austrohúngaro, fue descubierto vendiendo planes militares ultrasecretos de su país a los rusos, la primera reacción de Conrad fue que a Redl debía dársele un revólver para que hiciera lo que debía. Se le dejó a solas y, en efecto, se voló la tapa de los sesos.
En la Europa del siglo XIX, los duelos por cuestiones de honor no solo perduraron, sino que aumentaron, por ejemplo, entre los estudiantes universitarios alemanes y austrohúngaros. Para entonces, los duelos estaban ya tan saturados de reglas y rituales que fue preciso redactar instrucciones acerca de cuestiones técnicas tales como la elección de las armas, habitualmente espadas o pistolas, y el lugar del encuentro; incluso, algo más complicado, quién tenía la prerrogativa del desafío (el honor quedaba comprometido cuando el desafiante no era digno de enfrentarse en duelo) y por qué razones (por hacer trampas en las cartas u observaciones ofensivas, por ejemplo; o, como se decía en una guía austriaca, simplemente por mirar a alguien mientras hacía restallar una fusta)[12]. El equivalente más cercano lo tenemos hoy en día son las bandas callejeras, en que el menor signo de falta de respeto puede llevar a la muerte.
A pesar de que los duelos fueron declarados ilegales en la mayor parte de los países europeos, las autoridades hacían la vista gorda y los tribunales se lo pensaban antes de emitir un fallo condenatorio. De hecho, a veces también se batían en duelo hombres que ocupaban puestos de poder, como el conde István Tisza, primer ministro húngaro de 1903 a 1905, y de 1913 a 1918. En Budapest había escuelas de esgrima especiales para quienes necesitaban una preparación de urgencia[13]. El político francés Georges Clemenceau, primer ministro entre 1906 y 1909, y también en los últimos días de la Gran Guerra, se enfrentó en duelo con sus opositores políticos una docena de veces, e incluso ya de anciano practicaba esgrima cada mañana.
El caso Dreyfus generó su propia ola de duelos. También en el medio artístico se aceptaba, como demostró el joven Marcel Proust al desafiar a un crítico de su obra; y Claude Debussy fue retado por el escritor belga Maurice Maeterlinck por no haberle dado un papel a su amante en la ópera Pelléas y Mélisande, cuyo libreto había escrito[14]. En Alemania, Kessler desafió a un burócrata que le responsabilizó del escándalo causado por una muestra de dibujos de Rodin donde aparecían jóvenes desnudos. El único país europeo en el que dejaron de aceptarse los duelos como algo propio de caballeros fue en Gran Bretaña. Pero, como le gustaba decir al káiser, Gran Bretaña era un país de comerciantes.
El honor y su guardaespaldas, el duelo, se tomaban especialmente en serio en los ejércitos de la Europa continental. Como apuntaba un manual del ejército austriaco en 1889: «La interpretación estricta del honor militar ennoblece al cuerpo de oficiales y le otorga en conjunto la condición de caballero». (El entusiasmo de finales del siglo XIX por la Edad Media era otra manera de eludir el mundo moderno). En el ejército francés, los oficiales podían ser despedidos por rechazar un desafío y, aunque en toda Europa abundaban las campañas en contra de los duelos, lo cierto es que no hacían mella en las autoridades militares. En 1913, Falkenhayn protestó ante el primer ministro alemán en estos términos: «Las raíces del duelo son parte de nuestro código de honor y se fortalecen en él. Para nuestro cuerpo de oficiales, este código de honor es un tesoro insustituible»[15]. De hecho, en la medida en que crecía la preocupación entre los altos mandos por el debilitamiento de su oficialidad, debido al ingreso de los hijos de la burguesía, los duelos y los códigos de honor cobraron mayor importancia como forma de inculcar los valores rectos[16].
Como muchos de los hombres responsables de las relaciones internacionales en Europa procedían de la clase alta (y a menudo eran parientes entre sí), no es de extrañar que también ellos emplearan el lenguaje del honor y la vergüenza. (Aún hoy lo usamos de vez en cuando, aunque nos refiramos más a menudo al prestigio o la influencia de una nación). En 1909, cuando Rusia cedió ante la crisis motivada por Bosnia-Herzegovina, un general ruso escribió en su diario: «¡Vergüenza! ¡Vergüenza! ¡Mejor sería morir!»[17]. En 1911, durante una entrevista con el recién nombrado embajador ruso en Bulgaria, el zar subrayó que hasta 1917 Rusia no estaría lista del todo para una guerra, y añadió: «Aunque si los intereses vitales de Rusia y su honor estuvieran en juego y fuera absolutamente necesario, podríamos aceptar un desafío en 1915»[18]. Desafortunadamente para Europa, con frecuencia el significado de «honor» y «ofensa» para los países se determinaba tan subjetivamente como para las personas. La causa podía parecer trivial, afirmó el general Friedrich von Bernhardi, conocido autor de temas militares, pero la defensa del honor de una nación justificaba una guerra: «La máxima consumación para un estado o nación es utilizar todo su poderío en preservar su independencia, su honor y su reputación»[19]. El historiador conservador Treitschke, que tanto influyera sobre la generación que detentaba el poder en 1914, llegó a emplear la terminología propia del duelo: «Si se ofende a la bandera de un estado, es deber de ese estado exigir una reparación; y si no se le ofrece, debe declarar la guerra, aun cuando la causa pueda parecer trivial: porque el estado no puede escatimar esfuerzos a la hora de preservar el respeto que ha de disfrutar entre sus pares»[20].
Había algo casi desesperado en el énfasis que se hacía en el honor, tanto individual como nacional, y que reflejaba el temor a que el éxito material de Europa, tan evidente en las nuevas ciudades, en los ferrocarriles o en los almacenes, derivara en una sociedad más vulgar y egoísta, más ordinaria. ¿No existía acaso un vacío espiritual que la religión establecida parecía incapaz de llenar? El asco ante el mundo moderno, y ante lo que el destacado poeta alemán Stefan George denominó «los años miserables de la inmundicia y la frivolidad», hicieron que algunos intelectuales acogieran la guerra como una posibilidad de purificación social. El alemán Walther Rathenau, en quien se daba la combinación poco usual de industrial de éxito e intelectual prominente, publicó en 1912 una Crítica de la época, en la que expresaba sus preocupaciones por el impacto de la industrialización y la pérdida de los ideales y la cultura. Justo antes de la Gran Guerra, le escribió a un amigo: «Nuestro tiempo es uno de los más aciagos, entre los numerosos periodos de transición: glaciaciones, catástrofes»[21]. No obstante, Rathenau era una especie de optimista, que creía que finalmente el mundo lograría recuperar los valores espirituales, culturales y morales que perdía en las primeras etapas del capitalismo y la industrialización[22]. Su compatriota Friedrich Nietzsche, mayor que él, no tuvo esa esperanza: «Durante largo tiempo toda nuestra cultura europea se ha movido en medio de una tensión tormentosa, que aumenta de un decenio a otro, como si avanzara hacia una catástrofe; agitada, violenta, desenfrenada como un río que puja por llegar a su fin»[23].
Nietzsche, quien a la muy temprana edad de veinticuatro años ya era profesor en Basilea, era brillante y complicado, y ciertamente tenía razón; solo que resulta difícil, si no imposible, determinar exactamente en qué tenía razón, puesto que fue un escritor prolífico, que se contradecía con frecuencia. Lo que le impulsaba era la convicción de que la civilización occidental había tomado el mal camino, concretamente desde hacía dos mil años, y de que la mayor parte de las ideas y prácticas que la dominaban eran completamente erróneas. A su juicio, la humanidad estaba condenada al fracaso, a menos que rompiera con todo y empezara a pensar de nuevo con claridad y a sentir con intensidad[24]. Entre sus objetos de crítica estaban el positivismo, el convencionalismo burgués, el cristianismo (su padre había sido pastor protestante) y todas las demás religiones establecidas; probablemente toda organización. Se oponía al capitalismo y a la sociedad industrial moderna, así como al «vulgo» que esta producía. Nietzsche les decía a sus lectores que los seres humanos habían olvidado que la vida no era ordenada ni convencional, sino decisiva y peligrosa, y que para alcanzar las cumbres del nuevo despertar de la espiritualidad era preciso abrirse paso más allá de los límites de la moral convencional y la religión. En una de sus célebres frases proclamó: «Dios ha muerto». (Seguramente, una de las razones por las que el pensamiento de Nietzsche resultaba tan atractivo era por la eficacia con que empleaba los aforismos y las frases emblemáticas, como lo haría el filósofo Jacques Derrida posteriormente). Aquellos que abrazasen el desafío lanzado por Nietzsche serían superhombres. En el siguiente siglo, una «nueva parte de la vida» conduciría a la humanidad a mayores alturas, «incluida la cruel destrucción de todo lo que sea degenerado y parasitario». La vida, dijo, es «apropiación, daño, conquista de lo extraño y débil, supresión, severidad»[25]. Los jóvenes nacionalistas serbios que llevaron a cabo el asesinato del archiduque Francisco Fernando, precipitando así la Gran Guerra, estaban profundamente influidos por el pensamiento de Nietzsche.
Su obra, pese a toda su incoherencia y su complejidad, resultaba fascinante para una generación más joven, que sentía deseos de rebelarse pero no estaba segura de contra qué. Kessler, ferviente admirador y fiel amigo suyo, escribió en 1893: «Probablemente no haya hoy día en Alemania un hombre de entre veinte y treinta años, con una educación aceptable, que no le deba en parte a Nietzsche su visión del mundo, o que no esté más o menos influenciado por él»[26]. No es de extrañar que en Alemania un periódico conservador abogara por la prohibición de su obra. Parte del atractivo de Nietzsche residía en que su trabajo se prestaba a múltiples interpretaciones, con lo que cada cual hizo la suya, incluidos los socialistas, los vegetarianos, las feministas, y más tarde los fascistas. Nietzsche ya no estaba presente para explicarse: había perdido la razón en 1889, y falleció en 1900, el año de la exposición de París.
Esta suponía un homenaje a la razón y al progreso; pero Nietzsche y sus admiradores hablaban de las otras fuerzas que se agitaban en Europa: la fascinación por lo irracional, por las emociones, por lo sobrenatural. Las personas, cada vez más numerosas, que consideraban que a la vida de finales del siglo XIX le faltaba algo, no necesitaban ir a la iglesia para entrar en contacto con el mundo espiritual, pues había otras formas alternativas. Así, se hicieron populares las sesiones en que se movían los muebles, las mesas repetían el sonido (con manos invisibles y supuestamente astrales) del toque efectuado sobre ellas, aparecían de pronto luces extrañas, y los muertos se comunicaban con los vivos a través de los tableros de ouija o los médiums. Hasta Conan Doyle, creador del más célebre de todos los detectives científicos, Sherlock Holmes, demostró gran interés por lo que se denominó espiritismo. Y aunque Doyle se mantuvo en su fe cristiana, otros fueron atraídos por la teosofía, más ecuménica. La fundadora de este movimiento, la rusa madame Helena Blavatsky, prima del infinitamente más prosaico Sergéi Witte, afirmó encontrarse en comunicación con maestros ancestrales de algún lugar del Tíbet, o quizá del éter. Ella y sus discípulos entremezclaron elementos de religiones orientales, como la reencarnación, con el misticismo occidental, para hablar de un mundo espiritual invisible que constituía la verdadera realidad. Según su prédica, las razas y culturas se alternaban en ciclos de ascenso y caída, y nada se podía hacer para cambiarlo. Uno de sus seguidores fue el general Helmuth von Moltke, jefe del estado mayor alemán desde 1905, que contemplaba con triste resignación la perspectiva de una guerra generalizada.
Puede que Dios hubiera muerto y que fuese menor la asistencia a la iglesia, pero los europeos estaban profundamente interesados en lo espiritual. Las conferencias de Henri Bergson, el filósofo gentil, en el Collège de France, en París, se llenaban de estudiantes y miembros de la sociedad de moda. Bergson cuestionaba el postulado positivista de que todo es medible y explicable. El ser interior, sus emociones, sus recuerdos propios, su inconsciente, en otras palabras, su esencia espiritual, existía fuera del tiempo y el espacio, y más allá del alcance reduccionista de la ciencia. (En una de esas coincidencias imposibles de inventar, Bergson contrajo matrimonio con una prima de la madre de Proust)[27]. Antes de la Gran Guerra, la influencia de Bergson se puso de manifiesto de diversas maneras, un tanto curiosas. El ejército francés tomó sus ideas sobre el ánimo o impulso vital —el élan vital— para argumentar que lo más importante en los soldados era el espíritu y no las armas. Al inicio de su carrera de intelectual prominente, Henri Massis dijo que Bergson había liberado a su generación «de la negación sistemática y del escepticismo doctrinario del pasado»[28]. En 1911, Massis y sus amigos encabezaron una protesta contra el estamento académico, al que acusaron de pedantería y de fomentar una «ciencia hueca» mientras relegaban la educación espiritual de sus estudiantes[29].
En su Palais des Beaux-Arts, la exposición de 1900 celebraba en gran medida las artes de antaño (una pequeña sala se dedicó a exponer obras de artistas contemporáneos franceses, y solo había un cuadro de Gustave Klimt en la exposición dedicada al arte austrohúngaro); pero fuera de allí, en París, Berlín, Moscú y Viena, los jóvenes artistas e intelectuales cuestionaban las formas, las reglas, los valores tradicionales y la idea misma de que existiese algo llamado «realidad». En la grandiosa obra de Proust En busca del tiempo perdido, la memoria es en sí misma parcial y falible, y lo que el narrador había considerado certezas sobre sí mismo y sobre los otros cambia reiteradamente.
El movimiento moderno fue tanto una revuelta como un intento de establecer nuevas formas de pensamiento y percepción, y causó inquietud entre los miembros de la generación previa. Queriendo detener esta ola, el papa Pío X hizo en 1910 que sus sacerdotes tomaran juramento contra el arte moderno. Una parte de dicho juramento decía: «Rechazo absolutamente la interpretación hereje de que los dogmas evolucionan y cambian de un significado a otro distinto del sostenido antes por la iglesia».
Es difícil calcular cuántos europeos cayeron bajo el influjo de esta profusión de ideas. Lo cierto es que los más audaces de la generación más joven sentían cada vez más hartazgo y desdén por los valores y reglas de sus mayores. Algunos se dejaban llevar por la fascinación de un mundo pagano que les parecía más libre y más a tono con la naturaleza que el suyo. El nudismo, el culto al sol, las vestimentas que imitaban las batas de trabajo sueltas y los zuecos de madera de los campesinos, el amor libre, el vegetarianismo, las comunas y hasta los barrios ajardinados, constituían una reacción contra la civilización industrial moderna. En Alemania, miles de jóvenes, hombres y mujeres, se convirtieron en Wandervogel [aves migratorias], que se iban al campo a pie o en bicicleta[30]. Aunque muchos de la generación anterior, especialmente los miembros de las élites tradicionales, también tenían sus dudas respecto al mundo moderno, la actitud de los jóvenes les inquietaba, como les inquietaba la clase trabajadora; y a menudo por idéntico motivo. ¿Estarían dispuestos a combatir si se les convocaba? O peor aún, ¿se rebelarían contra sus propios gobernantes? Pese a que tales preocupaciones pesaban en la mente de los estrategas militares de toda Europa, esta en particular resultó infundada, pues en cuanto estalló la Gran Guerra tanto los jóvenes como los trabajadores se apresuraron a alistarse.
Es sorprendente cuántos temores se agitaban en la sociedad europea en el periodo anterior a 1914. En una inquietante comparación con nuestros tiempos, podría decirse que prevalecía una profunda ansiedad por la existencia de terroristas, es decir, de enemigos implacables de la sociedad occidental que vivían anónimamente en su seno. Al igual que sucedió con Al Qaeda tras las atrocidades del 11 de septiembre de 2001, nadie conocía el número de terroristas, ni la fuerza y extensión de sus redes; solo se sabía que parecían golpear a conciencia y que las posibilidades de la policía de atraparlos eran limitadas. En la última parte del siglo XIX y la primera del XX, se registró un incremento del terrorismo en toda Europa, especialmente en Francia, Rusia, España y Estados Unidos; con frecuencia inspirado por el anarquismo, que veía en todas las formas de organización política y social un instrumento de opresión, o sencillamente por el nihilismo: los terroristas provocaban explosiones, lanzaban bombas, apuñalaban o tiroteaban, a menudo con resultados espectaculares. Entre 1890 y 1914 lograron asesinar, entre otros, al presidente francés Sardi Carnot, a dos primeros ministros de España —Antonio Cánovas en 1897, y José Canalejas en 1912—, al rey Humberto de Italia, al presidente McKinley de Estados Unidos (cuyo verdugo se inspiró en el asesinato de Humberto), a la emperatriz Isabel de Austria, al estadista ruso Stolipin y al gran duque Sergéi, tío del zar. Sus víctimas no eran únicamente individuos poderosos e importantes: las bombas lanzadas al patio de butacas durante una presentación de Guillermo Tell en Barcelona causaron la muerte de veintinueve personas, y una bomba lanzada contra el rey Alfonso XIII de España el día de su boda no alcanzó al soberano, pero mató a treinta y seis asistentes. Las acciones terroristas condujeron a las autoridades a tomar medidas represivas, en ocasiones severas, que durante algún tiempo solo sirvieron para generar más violencia.
A principios de la década de 1890, París padeció dos años de ataques terroristas. Después de que varios anarquistas fueran sancionados por su participación en una manifestación que culminó en disturbios, sendas bombas volaron en pedazos las residencias del juez y el fiscal del juicio. El ejecutor de la acción fue entregado por un camarero que sospechó de él; más tarde, una bomba estalló en el café donde trabajaba. Seis policías perdieron la vida mientras trataban de desactivar una bomba colocada en las oficinas de una compañía minera contra la que se llevaba a cabo una enconada huelga. Un anarquista lanzó una bomba contra el café Terminus, según dijo, para cobrárselas a «los buenos pequeñoburgueses» satisfechos con el estado de cosas; otro lanzó una bomba contra el pleno del parlamento francés en protesta por un mundo injusto que dejaba morir de hambre a su familia. Durante algún tiempo, la gente se abstuvo de acudir a lugares públicos por temor a los terroristas: nadie sabía dónde asestarían su próximo golpe[31].
A estos temores se sumaba el hecho de que los terroristas fuesen tan absolutos en su condena de la sociedad que parecía imposible entenderlos. Cuando los capturaban, a menudo se negaban a dar explicaciones sobre sus actos. El asesino de McKinley se limitó a decir: «He cumplido con mi deber»[32]. Otras veces escogían sus blancos al azar, lo que resultaba aterrador. El obrero italiano desempleado que causó la muerte de Isabel de Austria afirmó: «Soy anarquista por convicción. Vine a Ginebra a asesinar a un soberano para dar un ejemplo a quienes sufren y a quienes no hacen nada por mejorar su posición social. No me importaba quién fuera el soberano a quien debía asesinar»[33]. Otro anarquista, que terminó su cena en una cafetería de París y luego, tranquilamente, asesinó a otro comensal, se limitó a decir: «Al matar al primer burgués que me encuentre no estoy matando a un inocente»[34]. Pero, al igual que en el caso de Al Qaeda, para cuando comenzó la guerra el terrorismo ya había perdido buena parte de su apoyo, incluso en los círculos revolucionarios e izquierdistas, debido a la creciente desaprobación de sus métodos; el temor de la sociedad europea, sin embargo, no se disipó tan fácilmente.
Pero había además otro temor, más insidioso aún: el de que los terroristas tuvieran razón y la sociedad occidental minada por la corrupción estuviera en decadencia y fuese a ser arrojada al basurero de la historia. O que hubiera llegado el momento de revitalizar la nación y prepararla para luchar por su propia supervivencia, lo cual conducía a la glorificación de las virtudes de los militares y de la guerra misma. François Coppée, ferviente nacionalista francés, conocido a menudo como el poeta de los humildes, se lamentaba ante un británico en París de que «los franceses están degenerando, se están volviendo demasiado materialistas, cada vez más dominados por el afán de lujo y de placeres, hasta el punto de ser incapaces de entregarse a las grandes causas que han constituido la gloria histórica del carácter francés»[35]. En Gran Bretaña, donde siempre se había hecho hincapié en una educación clásica, se establecía fácilmente la analogía con la decadencia de Roma, incluso con la predilección del mundo antiguo por los «vicios pocos viriles». En 1905, un joven conservador publicó un panfleto que fue muy bien recibido, titulado Decadencia y caída del imperio británico, y algunos de cuyos capítulos rezaban: «El predominio de la vida urbana sobre la rural y su devastador efecto sobre la fe y la salud del pueblo británico», «Impuestos excesivos y extravagancias locales», o «Incapacidad de los británicos para defenderse a sí mismos y a su imperio»[36]. En su manual Escultismo para muchachos, el general Robert Baden-Powell, fundador de los Boy Scouts, se refería con frecuencia a la necesidad de los británicos de evitar el destino de aquel gran imperio primigenio, advirtiéndoles a sus jóvenes lectores: «Una de las causas de la caída de Roma fue que los soldados se apartaron del ideal de fuerza física cultivado por sus ancestros»[37]. El entusiasmo por diversos deportes, que cobraba auge a comienzos de siglo, reflejaba entre otras cosas la disponibilidad de mayor tiempo libre gracias a la reducción del horario laboral; pero sus defensores lo veían también como una vía para revertir la decadencia nacional y preparar a los jóvenes para el combate. El Almanach des sports aprobaba el fútbol en estos términos, cuando este nuevo deporte entró en Francia procedente de Gran Bretaña, en torno a 1900: «Una verdadera guerrita, con la disciplina necesaria y el modo de acostumbrar a los participantes a los golpes y al peligro»[38].
Se temía que la prosperidad y el progreso estuviesen dañando a la especie humana y disminuyendo la capacidad de los jóvenes para la guerra. En opinión de algunos especialistas en medicina, la velocidad de los cambios —o, más exactamente, la velocidad en sí misma: la de los automóviles, las bicicletas, los trenes y los aviones— resultaba perturbadora para el sistema nervioso de los seres humanos. «La neurosis nos espera», escribía un médico francés en 1910. «Nunca antes este monstruo había causado tantas víctimas; lo cierto es que la acumulación de defectos ancestrales o los estímulos de nuestra civilización, mortales para la mayoría, nos precipitan hacia un ocio y un temor debilitadores»[39]. En 1892, Max Nordau, médico hijo de un rabino ortodoxo de Budapest, obtuvo mucho éxito con la publicación de un documento crítico en el que manifestaba preocupaciones similares contra el deteriorado arte moderno, y contra el mundo moderno en general. Degeneración, traducido a varios idiomas y comercializado en toda Europa, atacaba con energía el materialismo, la avaricia, la búsqueda incesante del placer y la pérdida del apego a la moral tradicional, tendentes a la «lascivia desenfrenada» que estaba destruyendo la civilización. Afirmaba Nordau que la sociedad europea «avanza hacia su ruina definitiva porque está demasiado desgastada y flácida para acometer grandes empeños»[40]. La imaginería sexual resulta interesante, y no era nada inhabitual en una época en que los comentaristas lamentaban a menudo la falta de virilidad de sus propias naciones.
En el mundo moderno los hombres eran cada vez más débiles —al menos, eso es lo que se temía— y hasta afeminados, y no se les daba el merecido valor a las cualidades ni a la fuerza masculinas. En opinión del mariscal de campo sir Garnet Wolseley, comandante en jefe británico entre 1895 y 1900, era una mala señal que en aquel momento la sociedad británica tuviera en tal alta estima a los bailarines clásicos y a los cantantes de ópera[41]. El alemán Wilhelm Balck, una autoridad en temas militares, autor de uno de los manuales más importantes sobre táctica, sostenía que el hombre moderno estaba perdiendo su fuerza física tanto como su «fanatismo y entusiasmo religioso y nacional de otros tiempos —y advertía—: Una mejora sostenida del nivel de vida tiende a aumentar el instinto de conservación y a disminuir el espíritu de sacrificio»[42]. Tanto en Alemania como en Gran Bretaña existía preocupación entre los militares por las lamentables condiciones físicas de sus reclutas. Un estudio realizado después de la guerra de los Bóers impresionó a la opinión pública británica al conocerse que el sesenta por ciento de los voluntarios habían sido rechazados por falta de aptitud[43].
Además, existía la percepción de que la homosexualidad aumentaba, sobre todo entre las clases altas, lo cual seguramente debilitaría a la familia, uno de los pilares fundamentales de todo estado fuerte. ¿Acaso los homosexuales podían ser leales a la nación? Maximilien Harden, el periodista que destruyó al amigo íntimo del káiser Philip Eulenburg, escribía que los homosexuales tenían tendencia a reunirse y formar camarillas cuyas lealtades, como las de los anarquistas o los masones, parecían trascender fronteras. En cierto modo, semejantes temores explican la razón por la que los escándalos relacionados con ellos, como el de Oscar Wilde, provocaran una indignación y una inquietud tan extendidas. En su periódico, Harden empleaba palabras como «poco viril», «débil» y «enfermizo» para describir a Eulenburg y a sus amistades. Un destacado psiquiatra alemán, el doctor Emil Kraepelin, a quien Harden citaba como una autoridad en la materia, añadía a la lista de características de los homosexuales que eran personas sugestionables, poco fiables, embusteras, jactanciosas y celosas. «No cabe la menor duda —aseguraba Kraepelin—, de que las tendencias sexuales invertidas se desarrollan a partir de una personalidad enfermiza y degenerada»[44].
Por otro lado, la mujer parecía reafirmarse en su fortaleza y personalidad al tiempo que abandonaba sus roles tradicionales de esposa y madre. Con toda seguridad, el cuadro de Edvard Munch del año 1894, originalmente titulado Amor y dolor, pero más conocido como Vampira, podría interpretarse como la expresión de un temor generalizado hacia la mujer capaz de succionar la vida de un hombre. En Gran Bretaña, las sufragistas militantes, una poderosa minoría que abogaba por el derecho femenino al voto, alimentaban semejantes enfoques con su declaración de guerra a los hombres. En 1906, una de sus líderes afirmó: «Lograremos una gran rebelión de las mujeres contra la subordinación de sus cuerpos y sus mentes a los hombres»[45]. Era justamente esta la razón por la que los conservadores se oponían a leyes más liberales respecto al divorcio y los anticonceptivos libres. Un médico que escribió un libro muy aclamado dirigido a las madres, en el que asesoraba sobre el control de la natalidad, fue encontrado culpable de «conducta infame en el desempeño de su profesión» por un consejo de pares[46].
Otro indicador alarmante de que la virilidad estaba flaqueando, al menos en ciertos países, fue el descenso de la fertilidad. En Francia, la tasa de natalidad cayó abruptamente de 25, 3 nacidos vivos por 1000 en la década de 1870, a 19, 9 en la de 1910[47]. Aunque la tasa de natalidad de su vecina Alemania descendió levemente en el mismo periodo, aún se mantenía significativamente elevada; esto equivalía, en la práctica, a que habría más alemanes disponibles cada año para el servicio militar. En Francia, esta diferencia era objeto de debate público y de preocupación en los años previos a 1914[48]. Justo antes de la guerra, el prominente intelectual alemán Alfred Kerr declaró a un periodista del rotativo Le Figaro que lo lamentable de la civilización francesa era su decadencia. «Un pueblo cuyos hombres no quieren ser soldados y cuyas mujeres se resisten a tener hijos es un pueblo con la vitalidad embotada, condenado a ser dominado por una raza más fresca y joven. ¡Acuérdense de Grecia y del imperio romano! Es ley de la historia que las sociedades más antiguas cedan el paso a las nuevas; esta es la condición de la regeneración perpetua de la humanidad. Más tarde llegará nuestro turno, y la brutal regla se nos aplicará a nosotros. Será entonces el momento del reino de los asiáticos, o quizá de los negros, quién sabe»[49].
La disminución de la fertilidad dio lugar a otra preocupación acerca del futuro de la sociedad europea, a saber, que la reproducción estuviese teniendo lugar entre las personas equivocadas. Las clases alta y media temían a la clase obrera como fuerza política, pero también tenían la suspicacia de que los pobres eran más susceptibles a vicios como el alcoholismo y la promiscuidad, así como a defectos mentales que transmitían a sus hijos, con el consiguiente debilitamiento de la raza. Para los racistas había aún otro motivo de inquietud, y era que el número de las personas que ellos consideraban inferiores, como los judíos y los irlandeses, se multiplicaban, en tanto que el de las clases o grupos étnicos «correctos» menguaban. Quizá no fuese una coincidencia que en Gran Bretaña la cruzada moral por el reforzamiento de la familia y sus valores (¿le suena al lector?), ganara en intensidad en la medida en que cobraba auge la carrera armamentista naval con Alemania. En 1911, el consejo nacional para la moral pública hizo un llamamiento a los británicos para que se tomaran en serio su responsabilidad a la hora de educar a los jóvenes en el respeto a la institución del matrimonio y la procreación de hijos sanos. Los firmantes, incluidos ocho miembros del consejo, varios obispos, destacados teólogos e intelectuales, así como dos rectores de Cambridge, afirmaban que esta era una manera de «hacer frente a la desmoralización que socava los cimientos de nuestro bienestar nacional»[50]. En los años que precedieron a 1914, el movimiento eugenésico, que abogaba por la reproducción y el cultivo de seres humanos como si fueran ganado o vegetales, encontró también considerable respaldo entre las élites políticas e intelectuales. En 1912 se celebró en Londres la primera conferencia internacional sobre eugenesia, entre cuyos patrocinadores honorarios se encontraban Winston Churchill, a la sazón primer lord del almirantazgo, Alexander Graham Bell y Charles W. Eliot, presidente emérito de la universidad de Harvard[51]. Desde tales puntos de vista, la guerra parecía deseable: una forma digna de luchar contra el destino o una fórmula para revitalizar a la sociedad.
El peligro para Europa estaba en que muchos habían llegado a aceptarla como algo inevitable. En 1914, en vísperas de la guerra, Oswald Spengler concluyó su gran obra, La decadencia de Occidente, en la que exponía que las civilizaciones tenían ciclos de vida naturales y que el mundo occidental había llegado a su ocaso. Bajo tal preocupación por la degeneración y la decadencia subyacían en buena parte unos postulados, ampliamente compartidos, derivados de la teoría de la evolución de Darwin. Aunque este científico se refería a la evolución de las especies, a lo largo de miles de años y en el mundo natural, numerosos intelectuales del siglo XIX pensaron que tales ideas podían aplicarse igualmente a las sociedades. La utilización de Darwin en este contexto se ajustaba convenientemente a las opiniones sobre el progreso y la ciencia prevalecientes en ese siglo. Los darwinistas sociales, como se les conoció, creían que podían explicar tanto el surgimiento como la desaparición de las distintas sociedades con la ayuda de conceptos como el de selección natural. (Herbert Spencer, una de las figuras clave del darwinismo social, prefirió llamarle «la supervivencia del más fuerte»). Y, en un salto sin fundamento científico, que vendría a reforzar las teorías raciales, los darwinistas sociales generalmente aceptaban que los seres humanos no eran una especie única, sino una variedad de especies a las que, de manera confusa e intercambiable, denominaban razas o naciones. La confusión se acentuaba aún más, porque no siempre quedaba claro si lo que así se describía era un tipo de pueblo o una entidad política, como por ejemplo un estado. Otra dificultad surgía al tratar de determinar qué naciones estaban ascendiendo en la escala evolutiva y cuáles se hallaban condenadas a la extinción. ¿Y existía acaso alguna forma de invertir el sentido del trayecto? Los darwinistas sociales sostenían que sí, que las naciones podían y debían sobreponerse a esta situación, y si no lo lograban quizá fuese porque merecían su destino. Después de todo, el propio Darwin había añadido a su obra El origen de las especies el subtítulo de La selección natural o la supervivencia de los más aptos.
Semejantes ideas estaban muy en boga en los años previos a 1914, e incluso quienes nunca habían leído a Darwin ni a Spencer aceptaban sin cuestionamiento que la lucha era parte esencial de la evolución de la sociedad humana. No es de extrañar que el darwinismo social encontrara eco en los militares, ya que parecía justificar, y hasta dignificar, la importancia de su misión. Pero también influyó en el pensamiento de los civiles: desde escritores como Zola, hasta líderes políticos como Salisbury o empresarios como Rathenau. Lo cierto es que podía abrirle camino al pesimismo, en cuanto a que no era posible que una sociedad más débil evitara su extinción; pero también a una especie de optimismo lúgubre, ya que, mientras hubiera posibilidad de luchar, habría esperanza. Por lo tanto, a nadie sorprendió que, durante las crisis de preguerra y en el mismo año de 1914, los que tenían la capacidad de decidir optasen generalmente por la lucha. Tal como afirmó el general austriaco Conrad, cuyos escritos acusan una fuerte influencia del darwinismo social: «Un pueblo que depone las armas sella su destino»[52]. Un ejemplo de hasta qué punto calaron tales actitudes fue el de un joven capitán británico que, desde las trincheras de la Gran Guerra, escribió: «Es cierto que cualquier organismo vivo que deja de luchar por su existencia está condenado a su destrucción»[53].
Otra cosa que logró el darwinismo social fue reforzar una idea mucho más antigua, como la manifestada, entre otros, por Hobbes, de que las relaciones internacionales no eran más que una interminable carrera entre las naciones por tomar la delantera; carrera en la que la guerra era no únicamente algo que cabía esperar, sino incluso desear. Un artículo publicado en el Journal of the Royal United Services Institute en 1898 se preguntaba: «¿No es acaso la guerra el gran plan de la naturaleza mediante el cual los estados degenerados, débiles o de algún modo nocivos son eliminados del concierto de las naciones civilizadas en beneficio de aquellos más vigorosos, vitales y de influencia más benéfica? Indudablemente, así es»[54]. Y no solo la naturaleza se beneficiaba de la guerra, sino también cada una de las naciones. «Durante los periodos de paz prolongados todos los intereses personales y mezquinos se abren paso por la fuerza», afirmaba Bernhardi en su controvertido e influyente libro Alemania y la próxima guerra, publicado justo antes de la Gran Guerra. «El egoísmo y la intriga siembran el descontrol, y el lujo destruye el idealismo»[55]. En una analogía habitual, se comparaba a la guerra con el tónico que se le da a un paciente, o con la operación necesaria para amputar un tejido necrosado. El futurista italiano y futuro fascista Filippo Tommaso Marinetti afirmaba que «la guerra es la única sanación del mundo»[56]. Lo que transpiran los diarios de Kessler, entre muchas otras cosas, es la aceptación de la guerra como posibilidad; una y otra vez, en tiempos de crisis, los amigos y conocidos de Kessler hablan de la perspectiva de que estallen las hostilidades, a menudo con total naturalidad.
Era inevitable que quienes detentaban posiciones de poder en los países europeos estuvieran influenciados por las corrientes intelectuales de su época; pero además tenían que hacer frente a algo que desconocieron los estadistas anteriores, como por ejemplo Metternich: la opinión pública. La índole de la política a lo largo y ancho de Europa cambiaba al mismo tiempo que la sociedad, en tanto la ampliación del sufragio abría espacio en el escenario político a nuevas clases y alimentaba nuevos movimientos. Los viejos partidos liberales que defendían el libre mercado, el imperio de la ley y los derechos humanos perdían terreno ante los partidos socialistas, en la izquierda del espectro político, y los partidos nacionalistas, cada vez más chovinistas, en la derecha. Una nueva generación de políticos se alejaba de las instituciones parlamentarias establecidas y apelaba a los temores y prejuicios populares; este populismo incluía con frecuencia el antisemitismo, especialmente entre los partidos nacionalistas. El antiguo odio hacia los judíos por haber matado a Cristo se actualizaba ahora presentándolos como extraños, por religión o por ascendencia, y ajenos a los pueblos de los territorios francés, austriaco o ruso[57]. En Viena, el político en ascenso Karl Lueger se percató de que podía movilizar a las clases más bajas apelando a sus temores al cambio y al capitalismo, a su resentimiento contra la clase media más próspera y a su odio hacia los judíos, que se interponía entre los dos primeros; y lo hizo con tanto éxito que en 1897 alcanzó el puesto de alcalde, pese a la oposición de Francisco José, y continuó siendo popular y ocupando su cargo hasta su deceso en 1910. Su habilidad como organizador político impresionó al joven Adolf Hitler, que se había trasladado a Viena en 1907[58]. El odio y el temor entre las personas se proyectaron también hacia otras sociedades, e incluso hacia el interior de la propia, contribuyendo a crear un clima propicio para la guerra.
Gracias entre otras cosas a los nuevos medios de difusión, la nación adquiría ahora su propia personalidad vibrante; recuérdese a John Bull, Marianne o el Tío Sam. Aunque, para la mayoría de los europeos, identificarse con una nación en lugar de con una región o una ciudad era algo relativamente nuevo, muchos trataron de recuperar el tiempo perdido. Para los nacionalistas, la nación era mayor y más importante que los seres humanos individuales que la componían. A diferencia de sus integrantes, la nación era eterna, o casi eterna. Una de las presuposiciones clave del nacionalismo de finales del siglo XIX era que durante siglos había existido algo llamado nación francesa o nación italiana, cuyos miembros se diferenciaban de sus vecinos por sus valores y sus prácticas comunes, por lo general mejores que las de los otros. «Desde el momento de su irrupción en la historia, los alemanes dieron muestras de ser un pueblo civilizado de primer orden», apuntaba Bernhardi[59]. (En Europa, solamente el Imperio austrohúngaro y el Imperio otomano dejaron de desarrollar sentimientos nacionalistas, por razones obvias, pues ya albergaban demasiados, distintos y contradictorios). Aunque el patrón general era idéntico —los miembros de una nación se identificaban por su lengua o religión, y se vinculaban por su historia—, los contenidos de cada nacionalismo cambiaban inevitablemente. Los británicos tenían una estación de trenes llamada Waterloo, mientras que los franceses contaban con Austerlitz. En la última parte del siglo, los gobiernos de Rusia aplicaron la política de rusificar a las numerosas minorías nacionales; por ejemplo, obligaban a los estudiantes polacos o finlandeses a estudiar en ruso y a asistir a los servicios de la iglesia ortodoxa. Y el nacionalismo ruso no solo incluía el pasado de la propia Rusia, sino también, cada vez más, el paneslavismo, que otorgaba a Rusia el liderazgo natural de todos los eslavos. El nuevo nacionalismo no auguraba nada bueno para las minorías, ni en el plano lingüístico ni en el religioso. ¿Podrían alguna vez los polacoparlantes ser verdaderamente alemanes? ¿Y los judíos[60]?
No es posible afirmar que todos los nacionalistas fueran racistas; aunque había quienes consideraban las naciones especies tan distintas como lo son los perros y los gatos. Muchos profesores y aficionados entusiastas emprendieron investigaciones, midiendo cráneos y penes para hacer listas de características raciales, o examinando esqueletos para establecer clasificaciones científicas que proporcionaran un ranking de razas. Desde luego, tales clasificaciones dependían de la nacionalidad de sus autores. En Alemania, Ludwig Woltmann, médico y antropólogo social, desarrolló complicadas teorías para demostrar que los alemanes eran básicamente teutones, mientras que los franceses eran celtas, es decir, de una raza inferior. Woltmann estaba convencido de que los grandes éxitos obtenidos por Francia en el pasado se debían únicamente a las raíces teutonas de los franceses, antes de que la cepa celta la penetrara y debilitara. Este científico pasó largas temporadas en Francia, analizando las estatuas de eminentes franceses del pasado en busca de sus características teutonas[61].
Las ideas sobre las que se asentó el desarrollo del nacionalismo en toda Europa debían mucho a la obra de los historiadores que, como Treitschke, crearon las historias nacionales de referencia, promovidas por ligas patrióticas, como las asociaciones de veteranos en Alemania, la Ligue des Patriotes en Francia y la National Service League en Gran Bretaña. En toda Europa se celebraban las glorias nacionales del pasado y los triunfos del presente con festivales y conmemoraciones. Un distinguido soldado británico comentaría: «Aprendimos a creer que los ingleses eran la sal de la tierra, y Gran Bretaña el primer país del mundo, el más grandioso. Nuestra confianza en su poderío y nuestro convencimiento de que no había en el mundo potencia alguna capaz de vencerla se convirtieron en una idea fija que nada podía borrar, ni ningún pesimismo hacer desaparecer»[62]. En 1905 los británicos celebraron el centenario de Trafalgar, mientras que en 1912 los rusos conmemoraron el de su gran victoria contra Napoleón en Borodino. Pero al año siguiente los alemanes los sobrepasaron a los dos con una formidable celebración de la batalla de Leipzig de 1813, que incluyó el desfile de unos doscientos setenta y cinco mil gimnastas. Asimismo, el nacionalismo era promovido por ansiosos voluntarios: líderes políticos, maestros, burócratas y escritores. Se calcula que en Alemania la mayor parte de las novelas para adolescentes escritas antes de la Gran Guerra se referían al grandioso pasado militar de la nación, desde la victoria de las tribus germanas sobre un ejército romano hasta las guerras de unificación[63]. El popular novelista británico G. A. Henty, autor de más de ochenta libros de aventuras excitantes (daba igual que sus héroes estuvieran con Clive en la India, o con Wolfe en Quebec: sus tramas mostraban invariablemente el triunfo del valeroso muchacho británico), tenía muy claro su propósito: «Inculcar el patriotismo a través de mis libros ha sido uno de mis principales objetivos y, hasta donde me es posible saberlo, no he fracasado en el empeño»[64].
Se consideraba especialmente importante la educación como método de inculcarles a los jóvenes las ideas adecuadas, porque se temía que se apropiaran fácilmente de las inadecuadas. Un manual para escuelas francesas, revisado justo antes de la Gran Guerra, resaltaba —como razones para el patriotismo francés— la belleza de Francia, las glorias de la civilización francesa y las ideas de justicia y humanidad que la revolución había aportado al mundo. A los niños franceses se les enseñaba que «la guerra no es probable, pero sí posible; es esta la razón por la que Francia se mantiene armada y siempre dispuesta a defenderse»[65]. En 1897, el ochenta por ciento de los candidatos al diploma superior francés de enseñanza media, el baccalauréat, manifestaba que el objetivo de la historia era esencialmente patriótico. Este criterio no se circunscribía a Francia; la historia que se enseñaba en los países de toda Europa se centraba cada vez más en la nación, en demostrar sus raíces profundas, su antigüedad y las glorias cosechadas. En 1905, la nueva junta de educación de Gran Bretaña publicó unas «sugerencias» para maestros que recomendaban el empleo de poemas patrióticos para la enseñanza adecuada de la historia británica (para ser justos, se sugería que se incluyeran no solo los logros de la guerra, sino también los de la paz)[66]. En Alemania, donde la enseñanza de la historia equivalía generalmente a la historia prusiana, un destacado educador les dijo a los maestros que su objetivo debía ser desarrollar «un espíritu patriótico y monárquico», y hacer que los jóvenes tomaran conciencia de que tenían que estar preparados para defender a Alemania de sus numerosos enemigos. «Defender el honor, la libertad y el derecho; ofrendar la vida, la salud y la propiedad en el altar de la patria ha sido siempre motivo de regocijo para los jóvenes alemanes»[67].
A partir de aquí, las naciones necesitaban el apoyo entusiasta de sus miembros para perdurar. Estas, según muchos nacionalistas, eran como los organismos en la naturaleza: luchaban por la supervivencia y la evolución, y, al igual que los organismos, requerían alimentos y un hábitat seguro y adecuado[68]. Bernhardi argumentaba que, aunque había leyes universales que regían el ascenso y la caída de todas las naciones y sus estados, «no podemos olvidar que los estados son personalidades dotadas de diversos atributos humanos, que tienen un carácter peculiar y con frecuencia muy marcado, y que estas cualidades subjetivas constituyen factores distintivos en su desarrollo como un todo»[69]. De manera que algunas personas podían hasta interpretar las leyes inmutables a su gusto. Además, naciones como Alemania, con «el mayor poder físico, mental, moral, material y político», debían prevalecer, lo cual solo podía ser beneficioso para la humanidad en su conjunto. En su opinión, lo que Alemania necesitaba era más espacio y, si fuera preciso, debía recurrir a la fuerza para obtenerlo. (Más tarde, los nazis harían de esta idea del Lebensraum «espacio vital» uno de sus objetivos clave). «Sin guerra —insistía—, las razas inferiores o decadentes podrían fácilmente sofocar el crecimiento de elementos nuevos saludables, de lo que se seguiría la decadencia universal»[70]. En opinión de nacionalistas como Bernhardi —y se podrían aportar citas similares de escritores británicos y franceses—, las necesidades de una nación podían justificar una agresión por sí solas.
Además, el imperialismo se percibía cada vez más como una expresión del poderío y la vitalidad de una nación, así como una inversión para el futuro; y, desde luego, como una vía de expansión para obtener el espacio deseado. Como señaló Tirpitz en 1895, cuando soñaba con una gran armada alemana y con un imperio: «En mi opinión, Alemania perderá rápidamente en el próximo siglo su posición de gran potencia, a menos que seamos capaces de fomentar nuestros intereses marítimos generales enérgica, sistemática e inaplazablemente, en buena medida; también porque esta nueva y grandiosa tarea nacional, así como los beneficios económicos subsiguientes, supondrían un poderoso lenitivo, en perjuicio de los socialdemócratas, instruidos o no»[71]. (Sin tener en cuenta que la mayoría de las nuevas colonias no se sostenían por sí mismas, y que pocos europeos deseaban mudarse a África o Asia cuando podían hacerlo a Norteamérica, Sudamérica o Australia). Las escuelas británicas celebraban el día del imperio. «Sacábamos banderas del Reino Unido —recordaba un inglés perteneciente a la clase obrera—, llenábamos las aulas con banderas de las colonias y mirábamos con orgullo a los niños que señalaban aquellas enormes áreas dibujadas en rojo en el mapa del mundo, diciendo: “Esta, esta y esta nos pertenecen”»[72].
Aunque en 1901 Salisbury se lamentaba de la «actual pasión por el imperialismo, como una especie de “zona atmosférica” venenosa en la que hemos penetrado»[73], posteriormente se percataría, al igual que otros estadistas, de que en lo relativo a las colonias la opinión pública era volátil y exigente. Por ejemplo, Bülow se quedó atrapado en su disputa con Gran Bretaña por Samoa a comienzos de siglo, cuando se vio obligado a rechazar una generosa oferta de compensación de Chamberlain en otro lugar, por temor a la reacción de la opinión pública alemana, y a la igualmente importante reacción del káiser[74]. Aunque es cierto que al estallar la Gran Guerra la mayoría de las disputas coloniales en África y extremo Oriente ya estaban resueltas, quedaba la posibilidad de un conflicto por China —donde en 1911 una revolución había dado lugar a un gobierno republicano inestable— y, más cerca de Europa, la de otro por el Imperio otomano. Además, las hostilidades desatadas entre Gran Bretaña y Alemania en África y el Pacífico sur, o entre Francia y Alemania por Marruecos, continuaron aumentando la antipatía entre los respectivos pueblos europeos. En las celebraciones por el quincuagésimo quinto cumpleaños del káiser, en enero de 1914, el primer ministro alemán Bethmann Hollweg le dijo a Jules Cambon, el embajador francés en Berlín:
«Durante cuarenta años Francia ha seguido una política pretenciosa y ha logrado forjarse un imperio inmenso en el mundo; está por todas partes. En el mismo periodo, Alemania ha optado por no seguir su ejemplo y permanecer inactiva. Hoy necesita su lugar bajo el sol […]. La población de Alemania crece, día a día, a pasos agigantados; su armada, su comercio y su industria alcanzan un desarrollo sin paralelo […] está obligada a expandirse de una manera u otra. Lo cierto es que todavía no ha encontrado el “lugar bajo el sol” que le corresponde»[75].
Según la concepción de los darwinistas sociales, estas rivalidades nacionales eran lógicas. Como expresara Kurt Riezler, avezado periodista alemán que llegó a ser asesor cercano de Bethmann Hollweg: «La enemistad eterna y absoluta es en esencia inherente a las relaciones entre los pueblos»[76]. Al dar rienda suelta a la carrera armamentista naval, Tirpitz estaba convencido de que el conflicto entre la decadente potencia británica y la naciente potencia alemana era inevitable. En 1904, August Niemann, reconocida autoridad alemana en temas bélicos, escribió: «Durante siglos, casi todas las guerras han tenido por objeto defender los intereses de Gran Bretaña y casi todas han sido promovidas por Gran Bretaña»[77]. El nacionalismo no era simplemente una cuestión de orgullo por la propia nación, sino que para definirse necesitaba oponerse a otra, y se alimentaba de los temores del resto. En toda Europa, las relaciones entre Alemania y Rusia, Hungría y Rumanía, Austria y Serbia, o Gran Bretaña y Francia estaban mediatizadas, y a menudo incluso envenenadas, por temores raciales y nacionales respectivos. Cuando en 1908 una tormenta destruyó el dirigible del conde Zeppelin, los británicos sospecharon que buena parte del entusiasmo patriótico alemán y la celeridad con que su opinión pública recaudó fondos para reemplazarlo iban contra Gran Bretaña[78]. No es difícil encontrar también ejemplos de hostilidad por parte británica; por ejemplo, en el ministerio de Asuntos Exteriores, donde aumentaba el número de funcionarios que, como Eyre Crowe, veían a Alemania con inquietud y suspicacia. En 1904 Francis Bertie, el embajador británico en Roma, le escribió a un amigo del ministerio de Asuntos Exteriores: «Tu carta del día 2 transpira desconfianza hacia Alemania, y tienes razón. Ese país no ha hecho más que desangrarnos; es falso y ambicioso, y constituye nuestro auténtico enemigo comercial y político»[79]. Aunque hasta el estallido mismo de la guerra en 1914 hubo siempre británicos y alemanes que hablaban de valores compartidos, y hasta de una herencia teutónica común, sus voces fueron sofocadas por la creciente hostilidad que prevalecía en todos los niveles de la sociedad, cuya consecuencia fue limitar las opciones de los líderes de ambos países, que cedieron víctimas de sus propios cambios de opinión y de las presiones de la opinión pública. Por ejemplo, en 1912 se frustró un esfuerzo serio para reducir paulatinamente la carrera armamentista naval, por culpa de las suspicacias acumuladas y del estado de la opinión pública de ambos países.
La antipatía mutua entre Alemania y Francia era aún mayor que entre Alemania y Gran Bretaña, e igual de complicada. Ambos encontraban en el otro cosas dignas de admiración: para los alemanes la civilización francesa, para los franceses la eficiencia y la modernidad alemanas[80]. Pero los alemanes temían, no sin razón, que Francia fuera a la guerra para recuperar Alsacia y Lorena. Los estrategas alemanes consideraban a Francia su principal enemigo, y antes de la Gran Guerra los periódicos alemanes prestaban más atención a Francia que a ningún otro país europeo. Por otra parte, los alemanes podían hallar consuelo, y lo hacían, en su apreciación de que la tercera república era corrupta e incompetente, y en la de que Francia misma estaba fragmentada[81]. Con frecuencia, los que se ocupaban del tema francés hacían hincapié en la frivolidad e inmoralidad francesas (pero sin dejar de informar a sus lectores, al mismo tiempo, sobre dónde encontrar ambas cosas si viajaban a París)[82]. Los franceses, por su parte, tenían la percepción de que Alemania aventajaba a Francia económica y demográficamente, pero se decían a sí mismos que los alemanes carecían de imaginación y pensaban con rigidez. En una novela de 1877, Los quinientos millones de la Begún, el popular escritor Julio Verne hace que un médico francés (que ha dedicado su vida a hacer el bien) y un científico alemán se repartan una gran fortuna de una antepasada india común. (En el momento de recibir la noticia, el alemán está escribiendo un documento titulado «¿Por qué todos los franceses padecen, en mayor o menor medida, una degeneración hereditaria?»). Los dos deciden construir una nueva ciudad en Estados Unidos. El francés elige un lugar cerca del mar, en Oregón, para construir una ciudad que el príncipe Carlos aprobaría, basada en la «ausencia de desigualdad, paz con los vecinos, buena administración, sabiduría de sus habitantes y exuberante prosperidad». El alemán decide construir su ciudad de acero en Wyoming, cerca de una mina, y desde su torre de observación empuja a sus trabajadores sin piedad a extraer minerales, fundirlos y producir armas, alimentándolos únicamente con «verduras marchitas, montones de queso rancio, pedazos de embutido ahumado y alimentos de lata»[83].
Los intelectuales franceses estaban fascinados con Prusia, y en particular con el prusianismo. Se sugería que quizá el aburrido y plano paisaje de Prusia, así como su atmósfera gris, habían hecho del prusiano un pueblo adusto y codicioso. Un sociólogo francés argumentaba que un pueblo que durante siglos se había movido por todo el norte de Europa carecía de raíces, por lo que podía ser fácilmente manipulado por sus gobernantes[84]. El periodista del diario Le Figaro Georges Bourdon, que en 1913 realizó una serie de entrevistas en Alemania, o al menos eso afirmaba, para poner fin a la «insensata carrera armamentista, así como a la desconfianza e inquietud a nivel internacional», no logró simpatizar con los prusianos, ni confiar en esa gente «naturalmente arrogante y jactanciosa». «Fue una raza pobre y desafortunada, a la que la necesidad obligó a llevar una vida de arduo trabajo y que solo recientemente ha alcanzado cierto grado de prosperidad, y eso por la fuerza, de manera que cree en la fuerza y nunca abandona su actitud desafiante»[85].
En ambos países se desarrollaron estereotipos acerca del otro poco halagadores y amenazantes, debidos, en parte, a una gran diversidad de publicaciones, desde libros de texto hasta novelas populares. Llama la atención el hecho de que en ambos países era frecuente representar a Alemania como un hombre vestido de uniforme (aunque los franceses lo representaban con la imagen, en parte cómica y en parte inquietante, de un soldado tosco con gran mostacho), mientras que a Francia se la representaba como una mujer (que para los alemanes podía aparecer desamparada, voluptuosa, o las dos cosas a la vez)[86]. En Francia, quizá como efecto de la entente cordial, lo que antes era le vice anglais [el vicio inglés] era ahora le vice allemande [el vicio alemán]: estudios académicos franceses pretendían demostrar que la homosexualidad era más probable entre los alemanes que entre los franceses. Uno de tales estudios ofrecía como prueba el que todos los homosexuales amaban a Wagner[87].
En Europa había también muchos que rechazaban el nuevo fervor nacionalista. Salisbury detestaba lo que tachó de «patrioterismo», y J. A. Hobson, importante intelectual y periodista liberal, atacó «esa mala interpretación del patriotismo, que transforma el amor hacia la propia nación en odio hacia otra y en fiero frenesí por destruir a sus habitantes»[88]. La preocupación por el efecto del nacionalismo en la guerra llegó de donde menos se esperaba. En 1890, el anciano Helmuth von Moltke, que había planificado y supervisado las victorias de Alemania en sus guerras de unificación, aseguró ante el Reichstag que había llegado a su fin la época de las «guerras de gabinete», es decir, las guerras decididas por gobernantes con unos fines limitados, y añadió: «La guerra actual será entre pueblos, y cualquier gobierno prudente se lo pensará dos veces antes de lanzarse a una de tal naturaleza, cuyas consecuencias son incalculables». Dijo además que para las grandes potencias sería difícil poner fin a semejante guerra, o admitir su derrota: «¡Señores, una guerra así podría durar siete años o treinta, y que Dios proteja a quien encienda la llama en Europa, a quien se atreva a incendiar el polvorín!»[89].
Moltke falleció al año siguiente, sin ver el surgimiento del nacionalismo ni la escalada de tensiones en Europa, ni el aumento de la retórica, las expectativas de que cada crisis pudiera derivar en guerra ni los temores a los ataques, a los espías y —aunque el término no se había inventado aún— a los quintacolumnistas que aguardaban dentro de cada sociedad para hacer su jugada. Tampoco vivió para ver el modo en que la opinión pública aceptaba y hasta acogía con agrado la perspectiva de la guerra, ni la forma en que los civiles adoptaban los valores de su mundo.
El militarismo puede significar dos cosas: una es que los militares ocupen la cúspide de la sociedad, generalmente fuera del alcance de la crítica; y la otra, más amplia, que los valores preconizados por el ejército, tales como el orden, la disciplina, el autosacrificio y la obediencia, penetren en la sociedad civil e influyan en ella. Tras la Gran Guerra, el militarismo fue una de las principales fuerzas que impulsaron a Europa hacia el conflicto; y Alemania, o más bien el militarismo prusiano, como se le conocía entonces, fue motivo especial de oprobio, y con razón. Tanto Guillermo II como el ejército prusiano, núcleo del ejército alemán a partir de 1871, insistieron siempre en que el ejército respondiera solamente ante el káiser y en que estuviera por encima de la crítica de los civiles. Además, creyeron firmemente, y muchos civiles alemanes con ellos, que el ejército era la expresión más noble y elevada de la nación alemana.
Pero el militarismo era un fenómeno más generalizado por toda Europa, y en todas las sociedades. En Gran Bretaña, los niños pequeños vestían trajes de marinero, y en el continente era frecuente ver a niños en las escuelas con sus pequeños uniformes; en los institutos y en las universidades había cuerpos de cadetes; y los jefes de estado —excepto en la Francia republicana— portaban normalmente uniforme militar. Es raro encontrar fotos de Francisco José, Nicolás II o Guillermo II en traje de civil; y con sus funcionarios, muchos de los cuales habían pasado el servicio militar en regimientos de élite, ocurría otro tanto. La primera vez en que Bethmann Hollweg asistió al Reichstag como primer ministro lo hizo vistiendo uniforme de mayor[90]. Un siglo después, los únicos líderes políticos que aparecerían cotidianamente de uniforme serían militares dictadores como Sadam Husein y Muammar el Gadafi.
En aquella época, la responsabilidad por el militarismo era comúnmente atribuida por los liberales y por la izquierda al capitalismo, que, según se afirmaba, estaba empeñado en un esfuerzo supremo por el control del mundo. En su resolución final, la segunda internacional socialista decía en su congreso de Stuttgart, en 1907, que «como regla general, las guerras entre los estados capitalistas surgen de su rivalidad por los mercados mundiales, pero también por la conquista de otros nuevos, con el consiguiente proceso de sometimiento de territorios y pueblos extranjeros»[91]. Las clases dominantes enarbolaban el nacionalismo para desviar la atención de los trabajadores de sus propios intereses. Los capitalistas alimentaban la carrera armamentista y los capitalistas obtenían sus beneficios.
La idea de que las tensiones en Europa se debían a la rivalidad económica persistió mucho después de la Gran Guerra, pero no hay evidencia para sustentarla. En los años previos a 1914 aumentaron el comercio y las inversiones entre países como Gran Bretaña y Alemania, que estaban a punto de entrar en guerra. Si bien es cierto que algunas industrias se beneficiaron con la carrera armamentista, lo cierto es que les venía tan bien la tensión como la guerra misma, y a veces aún mejor, puesto que a menudo comerciaban a la vez con las diferentes partes. Antes de la Gran Guerra, la firma alemana Krupp mejoró la calidad de las fortalezas belgas, al tiempo que desarrollaba artillería pesada para que el ejército alemán la utilizara contra ellas. La firma británica Vickers concedió licencias a firmas alemanas para la producción de la ametralladora Maxim, y utilizó una licencia de la Krupp para producir detonantes[92]. Generalmente, los banqueros y los empresarios involucrados en las importaciones y las exportaciones no veían con entusiasmo la perspectiva de una gran guerra, que acarrearía aumentos de impuestos, perturbaciones en el comercio, grandes pérdidas y puede que incluso la bancarrota[93]. El importante industrial alemán Hugo Stinnes alertó a sus compatriotas contra la guerra, afirmando que el verdadero poder de Alemania era económico y no militar: «Permitan tres o cuatro años más de desarrollo pacífico y Alemania será el amo económico indiscutible de Europa». Él mismo, en los años inmediatamente anteriores a la guerra, adquirió propiedades en empresas francesas, así como en la explotación de mineral de hierro, y estableció una nueva compañía minera en el norte de Gran Bretaña[94].
Al igual que sucedía con el imperialismo o el liberalismo, la reacción de los europeos al militarismo y a los militares dependía del país en que vivieran y de su situación en el escenario político. En general, antes de la guerra los dos viejos imperios ruso y austrohúngaro eran probablemente los más militaristas entre las potencias del viejo continente. En el Imperio austrohúngaro, el ejército, con su cuerpo de oficiales germanoparlantes en su mayoría, era el símbolo del régimen, y por lo mismo el blanco de las suspicacias de los nacionalistas, cada vez más activos dentro del imperio. Las organizaciones civiles que promovían la preparación y los valores militares eran de tendencia nacionalista; por ejemplo, el movimiento gimnástico de Sokol, en el Imperio austrohúngaro, solo admitía eslavos[95]. En Rusia, la clase política emergente veía en el ejército un brazo del régimen absolutista, cuyos oficiales procedían de un pequeño segmento de la sociedad. La opinión pública y los intelectuales de Rusia no se enorgullecían de las conquistas coloniales ni de los pasados triunfos militares, porque tales cuestiones, al parecer, tenían poco que ver con ellos. En 1905, cuando el conflicto bélico ruso-japonés aún no había terminado, el novelista Aleksander Kuprin tuvo gran éxito con su novela El duelo, donde presentaba a los oficiales del ejército como borrachos, disolutos, venales, holgazanes, aburridos y brutales, entre otras cosas; y no parece que exagerara[96]. En los últimos años previos a la Gran Guerra, el zar y su gobierno tomaron medidas para fortalecer el espíritu marcial entre los jóvenes civiles, haciendo que los ejercicios físicos y las prácticas militares fueran obligatorias en las escuelas, así como promoviendo las agrupaciones juveniles. En 1911 Baden-Powell visitó Rusia para inspeccionarlas. Aunque la opinión pública tenía tendencia a ver con suspicacia cualquier iniciativa emanada del gobierno, esta gozó de cierto apoyo popular y se crearon algunas organizaciones, si bien nunca llegó a participar más que una pequeña parte de la juventud rusa[97].
El militarismo y los militares provocaron también la división política de los europeos: los izquierdistas no los aprobaban, en tanto que los conservadores los admiraban. En la mayor parte de los países, las clases altas enviaban a sus hijos a que se hicieran oficiales, mientras que para las clases trabajadoras el servicio militar suponía una carga. Aunque lo cierto es que esta línea divisoria nunca fue nítida: muchos elementos de clase media, como por ejemplo los empresarios y los comerciantes, por ejemplo, se molestaban porque sus impuestos sirvieran para sostener a un ejército de holgazanes y su costoso equipamiento, mientras que otros aspiraban a los valores y el estilo de los oficiales. En Alemania, ser oficial de la reserva era indicativo de estatus social, incluso entre profesionales. Mientras tanto, los judíos, los izquierdistas, los miembros de la clase baja, o los hombres que se habían casado mal, apenas tenían oportunidad de ser seleccionados. Los oficiales de la reserva que en las elecciones votaban de manera contraria a lo esperado, o que asumían posiciones consideradas radicales, eran despedidos sumariamente[98].
El nacionalismo creciente aumentó la importancia de los militares, en tanto defensores de la nación y, en el caso de Alemania, como sus creadores. Según le dijo un mayor alemán al periodista francés Bourdon en 1913: «Tal o cual país puede poseer un ejército, pero Alemania es un ejército que posee un país; es por ello que todo acontecimiento de la vida pública tiene una incidencia en la vida militar; cualquier emoción, grata o no, hace que el pueblo vuelva sus ojos al ejército instintivamente»[99]. Y, por mucho que disgustara a los socialistas, en toda Europa, a las clases trabajadoras les entusiasmaba, y salían a las calles a aplaudir a las bandas y marchas militares o para celebrar los triunfos del pasado. En Gran Bretaña, los fabricantes de cigarrillos aprovecharon los sentimientos populares y las cajetillas llevaban cromos de generales y almirantes famosos. Los fabricantes de un conocido producto cárnico tuvieron mucho éxito con sus anuncios durante la guerra de los Bóers, en los que la cabalgata del comandante en jefe británico, lord Roberts, por el estado libre de Orange formaba la palabra Bovril[100].
Desde luego, los maestros de escuela, los escritores, los generales o los políticos que exhortaban a los jóvenes a enorgullecerse de las grandes victorias militares del pasado, que les instaban en sus discursos y en sus escritos a ser obedientes y buenos patriotas y a estar siempre dispuestos a sacrificarse por el bien de su nación, o que estimulaban a los muchachos a imitar a los soldados y a los marineros de su país, y a las muchachas a prepararse para cuidarlos, no tenían idea de que estaban ayudando a preparar psicológicamente a toda una generación para la Gran Guerra. Para ellos, inculcar los valores militares no era sino parte de un esfuerzo por contrarrestar los nocivos efectos del mundo moderno e impedir la decadencia de la nación. El general sir Ian Hamilton, observador británico de la guerra ruso-japonesa, regresó al país muy preocupado por el auge de Japón y de su marcialidad. Este país, por fortuna, era un aliado, por lo que Gran Bretaña disponía de tiempo para promover en sus hijos un espíritu similar. «Desde la guardería y sus juguetes, hasta la escuela dominical y el cuerpo de cadetes, es preciso llevarle a la próxima generación de muchachos y muchachas británicos toda la influencia del afecto, la lealtad, la tradición y la educación, de manera que se inculque en sus jóvenes mentes un sentimiento de respeto y admiración por el espíritu patriótico de sus antepasados»[101]. En general, los deportes de equipo, tan reverenciados en los internados de la Gran Bretaña victoriana, se consideraban buenos porque fomentaban los hábitos saludables y, mejor aún, exaltaban el trabajo en grupo y la lealtad. Uno de los poemas más célebres de su tiempo, «Vitai Lampada». [Pasando la antorcha de la vida], de Henry Newbolt, comienza con un juego de cricket en que el bateador sabe que las esperanzas del equipo dependen de él. «¡Juega, juega! ¡Haz tu juego!», le dice su capitán. El siguiente verso lleva al lector a las arenas del desierto de Sudán, «teñidas de rojo», donde una fuerza británica está a punto de ser aniquilada. Pero la voz de un niño los arenga: «¡Juega, juega! ¡Haz tu juego!».
En los años previos a 1914, en particular en Gran Bretaña y Alemania, proliferaron entusiastas asociaciones de voluntarios de carácter militar, como las ligas de la armada, que sugieren que el militarismo no solo venía desde arriba, sino también desde la base. En Alemania, donde gracias al reclutamiento se disponía de una gran cantidad de hombres con experiencia militar, cerca de un quince por ciento de la población masculina adulta pertenecía a asociaciones de veteranos. Estas asociaciones, que eran en gran medida agrupaciones sociales, hacían funerales con honores militares para sus miembros y celebraciones con ocasión de eventos nacionales, como el cumpleaños del káiser o los aniversarios de las batallas célebres[102]. Los británicos defensores de la preparación militar reclamaban la expansión del ejército con reclutas o con voluntarios. En 1904, el héroe de la guerra de los Bóers lord Roberts de Kandahar, a quien el pueblo británico llamaba cariñosamente Bobs, renunció a su cargo de comandante en jefe para dedicarse a la National Service League, que abogaba por el entrenamiento de todos los hombres físicamente aptos para que, aunque no prestaran servicio fuera, al menos estuvieran en condiciones de defender las islas británicas. En 1906 Roberts colaboró además con Le Queux en su novela alarmista La invasión de 1910, y en 1907 publicó su propio superventas Un pueblo en armas, que abogaba por el servicio nacional, no solo por su importancia para la defensa, sino también como instrumento para superar la fragmentación social. La Liga, que en 1909 tenía registrados a treinta y cinco mil miembros, contaba principalmente con el apoyo de los conservadores, pues los liberales y los izquierdistas desconfiaban de los militares y rechazaban la idea del servicio militar obligatorio.
En ambos países, la preocupación por los jóvenes y su supuesta pérdida de valores alimentaba el militarismo, al considerarse que solo un modo de vida sano y una abundante dosis de disciplina podían ponerlos en el buen camino. En Gran Bretaña, organizaciones como la Lads Drill Association [Asociación de instrucción militar para jóvenes] y la Boys and Church Lads Brigade [Brigada de muchachos y jóvenes de la iglesia] trataron de llegar a los chicos de las clases más bajas de las zonas urbanas. La más famosa de estas organizaciones, la de los Boy Scouts [Exploradores], fundada en 1908 por otro héroe de la guerra de los Bóers, Baden-Powell, logró tener cien mil miembros en solo dos años y publicar su propia revista semanal. Según el propio Baden-Powell, lo que deseaba era transformar a niños y jóvenes británicos sin profesión ni oficio, de «miserables especímenes pálidos, encorvados y enclenques fumadores empedernidos» en sanos y enérgicos patriotas[103]. En un principio, también dio entrada a las chicas en su movimiento, pero esto generó una protesta pública; una carta dirigida al semanario conservador The Spectator se quejaba de que los jóvenes, tanto los chicos como las chicas, regresaban de las excursiones por el campo en un «estado de excitación muy indeseable». En consecuencia, Baden-Powell y su hermana crearon rápidamente las Girl Guides [Guías], uno de cuyos objetivos era la preparación de las jóvenes para que «estuvieran en condiciones de cumplir tareas prácticas en caso de invasión»[104]. Dos oficiales alemanes que también habían acumulado experiencia en África, en concreto en la brutal represión alemana de los herero, en el África sudoccidental alemana, crearon los Pfadfinder, similares a los Boy Scouts pero con «espíritu alemán». A los Pfadfinder se les exhortaba a ser leales al káiser y a su ejército, que se mantenía armado y siempre listo para defender el país. Los militares ocupaban cargos en su comité ejecutivo, y a menudo a nivel local[105].
En un principio, los militares y los conservadores alemanes se opusieron a la extensión de la instrucción a la sociedad, por cuanto podía crear en la población la peligrosa y radical idea de que el ejército pertenecía al pueblo. Pese a que había servicio militar obligatorio, no todos los candidatos eran llamados a filas, con el objeto de poder seleccionar reclutas de fiar, y no socialistas ni liberales[106]. El éxito de las agrupaciones juveniles organizadas por el partido socialdemócrata en los años anteriores a la guerra tuvo una gran influencia en el cambio de la mentalidad conservadora. En 1911, el káiser emitió un decreto sobre la juventud, llamando a un esfuerzo mancomunado para salvar a los jóvenes alemanes del mundo moderno, y educarlos como patriotas. Durante largo tiempo, uno de sus generales favoritos, Colmar Freiherr von der Goltz, destacado teórico militar de ideas conservadoras, había tratado de vencer la resistencia del ejército a proporcionarles entrenamiento a los jóvenes, pero ahora el káiser le daba su beneplácito a la creación de una liga de jóvenes alemanes, para prepararlos físicamente y entrenarlos en la obediencia, así como educarlos en el glorioso pasado prusiano «y que sean capaces de reconocer que el servicio a la Patria constituye el mayor honor para un alemán». En 1914, la liga decía contar con setecientos cincuenta mil miembros, incluidos los jóvenes de otras organizaciones juveniles similares, entre los que, desde luego, no estaban los socialistas[107].
En Francia, semejantes organizaciones nunca resultaron atractivas a las masas, atrapadas en las divisiones políticas internas de aquella sociedad. Por otra parte, en este país había una fuerte tradición anticastrense, que se remontaba a los días de la revolución francesa, cuando se consideró inicialmente al ejército un instrumento del antiguo régimen, y los gobernantes posteriores, como Napoleón y su sobrino Napoleón III, también se habían apoyado en el ejército para mantenerse en el poder. Pero con la revolución habían surgido también las milicias ciudadanas, a partir de la idea del «pueblo en armas», para defenderse de las fuerzas de la reacción; milicias que la derecha y muchos liberales de la clase media veían con profunda desconfianza. El resultado de la guerra franco-prusiana había añadido experiencias encontradas, puesto que los ciudadanos más radicales de París se habían constituido en una comuna junto con la guardia nacional, y el gobierno les había hecho la guerra con sus propias fuerzas.
Cierto es que, en medio del impacto por la derrota de 1870-1871, se debatió mucho en todo el espectro político acerca de cómo preparar a los franceses para la defensa de su país. En 1882, el gobierno decretó que todas las escuelas debían crear sus organizaciones de instrucción, los llamados bataillons scolaires; y, aunque al principio se produjo una explosión de actividad y hasta un gran desfile en París, la idea nunca arraigó en el resto del país, por lo que el gobierno discretamente abandonó el programa. En 1889, el abortado golpe de estado del general Boulanger les recordó a los buenos republicanos que el entrenamiento militar, especialmente el de la gente equivocada, podía tener consecuencias funestas. Asimismo, a partir de 1871 surgieron desde la base una serie de sociedades de gimnasia y tiro con una clara inspiración militar. (Un periódico conservador se permitió observar que no quedaba claro si el hacer ejercicios con armas y dar volteretas servirían para proteger a Francia de sus enemigos). La mayoría de las sociedades se terminaron convirtiendo en clubes sociales, donde sus miembros podían exhibirse en uniformes bien ceñidos. La sociedad en general quedó atrapada también en la política interna francesa, por lo que en los pueblos el sacerdote organizaba una carrera y el maestro anticlerical organizaba otra[108].
En la tercera república, el ejército no disfrutó nunca del prestigio del ejército alemán o la armada británica, y el caso Dreyfus le perjudicó aún más. De cualquier manera, la sociedad francesa estaba profundamente dividida acerca del tipo de ejército que deseaba tener. La izquierda hablaba de una milicia popular destinada únicamente a la autodefensa, mientras que la derecha abogaba por un ejército profesional con todas las de la ley. Para los republicanos, el cuerpo de oficiales era un nido de conservadores y aristócratas (categorías que solían solaparse) con criterios intensamente antirrepublicanos; el caso Dreyfus les dio la oportunidad de emprender una purga, desmovilizar a los oficiales sospechosos y promover a los aparentemente de fiar. Con frecuencia ser católico, y especialmente haberse educado con los jesuitas, parecía suficiente mácula, por lo que los oficiales más despiertos se inscribían de inmediato en logias masónicas anticatólicas[109]. En 1904 estalló un escándalo mayúsculo, cuando se supo que el ministro radical de la Guerra había persuadido a ciertos masones para que elaboraran una lista negra secreta de unos veinticinco mil oficiales sospechosos de ser católicos y antirrepublicanos. No es de extrañar que la moral del ejército cayera aún más; y tampoco ayudó a las relaciones de los cuerpos armados con el pueblo el que el gobierno los empleara cada vez más a menudo para sofocar huelgas y manifestaciones izquierdistas[110]. En los años que precedieron al comienzo de la guerra de 1914, se produjo un renacer del nacionalismo francés, pero también se revitalizó el antimilitarismo. Cada año, en el momento en que marchaban los reclutas para cumplir su servicio militar, las estaciones ferroviarias se convertían en escenarios de protestas, donde los nuevos soldados se unían con frecuencia a los manifestantes para entonar canciones revolucionarias como «La Internacional». La disciplina del ejército se resintió; los oficiales tenían que vérselas con el alcoholismo, con insistentes actos de insubordinación y hasta con motines[111]. En los años inmediatamente anteriores a 1914, el gobierno, quizá consciente de que las cosas habían ido demasiado lejos y de que el ejército francés no estaba en condiciones de defender Francia, trató de reorganizarlo y transformarlo. Pero ya era demasiado tarde.
El káiser, desde Alemania, había disfrutado observando las tribulaciones de los franceses. «¿Acaso es posible una alianza con los franceses? —le preguntó a Nicolás cuando el zar visitó Berlín en 1913—. ¿No ves que el francés ya no es capaz de actuar como soldado?»[112]. Pero hasta en Alemania las relaciones entre la sociedad y lo militar, y particularmente el ejército, atravesaban de cuando en cuando periodos de tirantez. La extensión del sufragio y el crecimiento de los partidos centristas y del socialdemócrata contribuyeron a poner en tela de juicio la privilegiada posición del ejército en la sociedad alemana. Pese al disgusto del káiser y su corte, el Reichstag insistió en revisar el presupuesto militar y cuestionar las políticas castrenses. En 1906, un estafador atrevido hizo algo tal vez peor, al poner en ridículo al ejército. Wilhelm Voigt, un delincuente de poca monta y de limitado atractivo, adquirió en Berlín una selección heterogénea de uniformes de oficial usados; y, vestido con lo que todos describieron como un uniforme muy gastado y poco convincente, tomó el mando de una pequeña unidad de soldados, que le siguieron obedientes hasta la ciudad cercana de Köpenick, donde se encaminó al ayuntamiento, arrestó a los oficiales superiores y se apropió de una considerable suma de dinero. Aunque finalmente fue detenido y enviado a prisión, Voigt se convirtió en una especie de héroe popular. Obras de teatro y posteriormente hasta una película representaron su hazaña, y su imagen en cera se sumó a las de las demás celebridades del museo de Madame Tussaud, en Londres. El mismo Voigt hizo una pequeña fortuna contando por Europa y Estados Unidos la historia del capitán de Köpenick. Pese a que no pocos en la propia Alemania y en países hostiles como Francia deploraron el episodio como ejemplo del servilismo de los alemanes ante la vista de un uniforme, a otros les pareció encantadoramente subversivo para con el ejército alemán[113].
En 1913 se produjo en Alsacia un incidente mucho más grave, que puso de relieve tanto la posición privilegiada de los militares en Alemania como la capacidad del káiser para protegerla. Un joven teniente destinado en la pintoresca ciudad medieval de Zabern (actualmente Saverne, en Francia), cerca de Estrasburgo, dio pie al suceso cuando empleó un epíteto ofensivo para describir a la población local, y luego, al producirse las protestas, su superior agravó la situación arrestando a civiles, a veces a punta de bayoneta, por delitos como el de reírse de los soldados. Además, las tropas alemanas pusieron patas arriba las oficinas del periódico local que había informado sobre el episodio. Las autoridades civiles de la región se escandalizaron por aquella violación de la ley, y el gobierno de Berlín se alarmó por la posible repercusión en las relaciones con la población local y con Francia. Aunque en aquellos momentos buena parte de la prensa alemana fue sumamente crítica con el comportamiento de los militares, y se pidieron explicaciones en el Reichstag, el alto mando militar y el káiser cerraron filas y se negaron a admitir que los oficiales estacionados en Zabern hubieran actuado mal o que se debiera tomar alguna medida disciplinaria contra ellos. (En realidad, al regimiento perpetrador de las ofensas se le retiró de Alsacia, y al oficial responsable de los arrestos se le sometió a consejo de guerra, aunque discretamente). El príncipe heredero, una pobre imitación de su padre, envió un descabellado telegrama en el que lamentaba la «insolencia» de la población local y manifestaba su esperanza de que se le diera una lección. (En una caricatura berlinesa aparecía el káiser preguntándose: «Quisiera saber dónde ha adquirido este muchacho el hábito de telegrafiar»)[114]. El primer ministro Bethmann Hollweg, que estaba convencido de que los soldados estacionados en Zabern habían infringido la ley y que había instado al káiser a que los disciplinara, terminó optando por su lealtad a la corona, y a principios de diciembre de 1913 se presentó ante el Reichstag defendiendo la autoridad del ejército para hacer lo que quisiera con los suyos. Pese a que el cuerpo legislativo reaccionó presentando una moción de censura contra el gobierno, que fue aprobada por amplia mayoría, gracias a la endeble constitución alemana Bethmann Hollweg pudo continuar en el cargo como si nada hubiera ocurrido[115]. En Alemania era evidente el clamor por afirmar el control civil sobre el ejército, cosa que se hubiera podido llevar a cabo. Sin embargo, siete meses después, los líderes alemanes tuvieron que tomar decisiones en medio de una grave crisis europea y con un ejército que se consideraba a sí mismo autónomo.
El término «militarismo» era reciente —al parecer se había empleado por vez primera en la década de 1860—, y su efecto en la sociedad europea de las décadas siguientes tuvo que ver tanto con el nacionalismo como con el darwinismo social, en tanto reflejo de los temores contemporáneos sobre la degeneración de la especie y de la fuerte influencia de las ideas premodernas acerca del honor. Desde antes de 1914, los europeos habían estado preparándose psicológicamente para la guerra, y semejante perspectiva les parecía a algunos emocionante. La vida se había vuelto más fácil, especialmente para las clases media y baja, pero no necesariamente más interesante. Aunque el público seguía con interés las lejanas guerras coloniales, estas no satisfacían plenamente los anhelos de grandes hazañas y de gloria. La expansión de la alfabetización y de los nuevos medios de difusión de masas —periódicos, novelas históricas y de misterio, literatura barata o películas del oeste— mostraban otros mundos más excitantes. Los liberales antibelicistas veían desconcertados que la guerra se percibía como algo glamouroso. Como señalara un británico: «La prolongada inmunización ante la realidad de la guerra ha obnubilado nuestra imaginación. Nuestra atracción por las emociones desmerece en nada a la de las razas latinas. Nuestras vidas son aburridas, y una victoria es algo que hasta el más mezquino de nosotros es capaz de comprender»[116]. Las generaciones más jóvenes se preguntaban, como a veces lo hacen en la actualidad, si estarían a la altura de un gran conflicto. En Alemania, los jóvenes que habían cumplido su servicio militar se sentían inferiores a sus mayores, que habían combatido en las guerras de la unificación, y añoraban la oportunidad de probarse a sí mismos[117].
El futurista Marinetti no era en modo alguno el único artista que anhelaba la destrucción por medios violentos de la confortable sociedad burguesa, así como el final de lo que alguien llamó «la paz odiosa y decadente»[118]. Otro italiano, el poeta Gabriele d’Annunzio, causó un profundo impacto entre los jóvenes de toda Europa con su exaltación del poder, del heroísmo y de la violencia[119]. Durante la guerra italiana contra Turquía en 1912, D’Annunzio se jactó ante Kessler del efecto de sus poemas nacionalistas, calificándolos de «tormenta de fuego y sangre que asola al pueblo italiano»[120]. En Gran Bretaña, Rupert Brooke, uno de los poetas más prometedores de la joven generación, ambicionaba «algún tipo de convulsión social»; y el escritor católico Hilaire Belloc escribió: «¡Cuánto añoro la Gran Guerra que barrerá Europa como una escoba, haciendo saltar a los reyes como granos de café en una tostadora!»[121]. El joven nacionalista francés Ernest Psichari, verdadero héroe para una gran parte de sus coetáneos por sus hazañas en las colonias francesas de África, atacó el pacifismo y lo que consideraba la decadencia de Francia en su libro La llamada de las armas, publicado en 1913. Recurriendo a imágenes religiosas, como solían hacer los nacionalistas en este periodo, Psichari dijo que esperaba con ilusión «la gran cosecha de la Fuerza, hacia la que nos impulsa una especie de armonía inefable que nos cautiva»[122]. El poeta cayó muerto en agosto siguiente.