V
ACORAZADOS:
LA RIVALIDAD NAVAL ANGLO-ALEMANA
E n agosto de 1902 tuvo lugar otra grandiosa revista naval en las aguas protegidas que separan el puerto de Plymouth, en la costa sur de Inglaterra, y la isla de Wight, en Spithead; se celebraba la coronación de Eduardo VII, quien había sufrido un repentino ataque de apendicitis a comienzos del verano, debido a lo cual se pospuso la investidura, así como todas las demás celebraciones. Como consecuencia, la mayor parte de los navíos se vieron obligados a partir, tanto los de las armadas extranjeras (excepto los de Japón, nuevo aliado de Gran Bretaña), como los de las escuadras de la armada británica destacadas en ultramar. No obstante, como informara con orgullo The Times, esta revista naval, aunque más limitada, constituyó un convincente despliegue del poderío naval británico. Todos los buques presentes en Spithead estaban ya en servicio activo, y todos los que pertenecían a la flota se encontraban en sus puestos para proteger las aguas nacionales de Gran Bretaña. «Puede que el despliegue sea menos espléndido que la maravillosa expresión de nuestro poder naval exhibido en estas mismas aguas hace cinco años, pero, aun así, será una clara demostración de este poder para quienes recuerdan que en estos momentos tenemos muchos más barcos en servicio en bases en el extranjero que entonces, y que no hemos sacado ni uno solo de los buques de la reserva». Y continuaba advirtiendo The Times: «Algunos de nuestros rivales han trabajado febrilmente en este periodo y continúan aumentando progresivamente sus esfuerzos». Era preciso que supieran que Gran Bretaña se mantenía alerta, vigilante y dispuesta a emplear los fondos necesarios para preservar su soberanía marítima[1].
Pese a que The Times no mencionaba a los rivales de Gran Bretaña, quedarían pocas dudas para los lectores de que Alemania avanzaba rápidamente con la intención de disputarles la primacía. Aunque los británicos contaban todavía a Francia y Rusia entre sus enemigos potenciales, tanto entre las élites gobernantes como entre el público general cobraba fuerza la preocupación por sus vecinos del mar del Norte. En 1896, un popular folleto, Made in Germany, del periodista E. E. Williams, ofrecía una perspectiva inquietante: «Surge un enorme estado mercantil que amenaza nuestra prosperidad y compite con nosotros por el comercio mundial»[2]. Miren a su alrededor, decía a sus lectores. «Los juguetes y las muñecas, así como los libros de cuentos que nuestros hijos maltratan en los jardines de infancia, están hechos en Alemania: más aún, el material de su periódico (patriótico) favorito procede también de allí, aunque no nos guste». Desde los adornos chinos hasta el atizador de la chimenea, la mayor parte de los enseres domésticos probablemente estuvieron hechos en Alemania. Y lo que es peor: «A medianoche su esposa llega a casa tras ver una ópera hecha en Alemania e interpretada aquí por unos cantantes, un director y unos músicos formados en Alemania, con la ayuda de instrumentos y partituras hechos en Alemania»[3].
[5] En los años anteriores a 1914, los países europeos entablaron por tierra y por mar una carrera armamentista cada vez más intensa y costosa. De la mano de las nuevas tecnologías llegaron buques de guerra más rápidos y fuertes, entre ellos los poderosos acorazados. Aquí Guillermo II, su tío Eduardo VII y el presidente Émile Loubet juegan una partida de póquer de alto riesgo mientras que las potencias emergentes de Japón y Estados Unidos comienzan a sumarse.
Un nuevo elemento se hacía sentir en la política de Europa y sus relaciones internacionales: la opinión pública. Esta ejercería presiones inéditas sobre los líderes europeos, limitando su libertad de acción. Gracias a la expansión de la democracia y de los nuevos medios de comunicación de masas, así como a la reducción del analfabetismo, las personas no solo estaban mejor informadas, sino que se sentían más conectadas entre sí y con sus países. (En la actualidad, nosotros nos enfrentamos a nuestra propia revolución en el modo en que obtenemos información y nos relacionamos con el mundo a través de Internet, y con la multiplicación de los medios sociales). En el mundo anterior a 1914, el ferrocarril, el telégrafo y más tarde el teléfono y la radio transmitían las noticias nacionales e internacionales con inusitada rapidez. Los corresponsales extranjeros se convirtieron en profesionales respetables, y los periódicos se inclinaban cada vez más por emplear a sus propios compatriotas en vez de apoyarse en los locales. Durante el desayuno, rusos, estadounidenses, alemanes o británicos podían leer sobre los más recientes logros o desastres de sus respectivos países y formarse su propio criterio, que podían trasladar a sus gobiernos. A algunos, especialmente a los miembros de las antiguas élites gobernantes, el cambio les pareció detestable. El jefe de la oficina de prensa del ministerio de Asuntos Exteriores alemán afirmó que las relaciones internacionales ya no estaban en manos de «reducidos círculos de personas distinguidas y de diplomáticos». «La opinión pública de los países ha adquirido un grado de influencia en las decisiones políticas que antes era impensable»[4]. La mera existencia de una oficina de prensa alemana demostraba que los gobiernos comprendían la necesidad de manipular y utilizar a la opinión pública interna y externa mediante el control de la información suministrada a los periodistas, presionando a los dueños de los periódicos para que adoptaran una línea favorable a sus intereses o simplemente sobornándolos. El gobierno alemán trató de comprar apoyo en la prensa británica, pero como solo logró subsidiar un periódico pequeño y de poca importancia, sus esfuerzos apenas sirvieron para aumentar las suspicacias de Gran Bretaña con respecto a Alemania[5].
En 1897, The Daily Mail, diario de amplia circulación perteneciente a lord Northcliffe, publicó una serie de reportajes en los que instaba a sus lectores a «observar muy de cerca a Alemania durante los próximos diez años». La amenaza alemana, el orgullo británico, las apelaciones al patriotismo y la demanda de contar con una fuerza naval más poderosa fueron temas recurrentes en los periódicos de Northcliffe (entre los que, en 1908, estaban The Daily Mirror, así como los más elitistas The Observer y The Times)[6], y también en otros rotativos como The Daily Express y el izquierdista Clarion. Para los editores, no se trataba tanto de crear una opinión pública como de decirle al público lo que deseaba escuchar; sin embargo, las campañas de prensa y los artículos alarmistas de hombres como Williams tuvieron el efecto de exaltar las emociones del pueblo y convertir el patriotismo en un nacionalismo patriotero[7]. Salisbury se lamentaba de que era como «llevar a cuestas un enorme manicomio»[8].
A comienzos del siglo XX, las relaciones entre Gran Bretaña y Alemania eran peores que nunca desde que Alemania irrumpiera en el mapa de Europa. El fracaso de las conversaciones entre Chamberlain y el embajador alemán en Londres, los exabruptos públicos y privados del káiser, el bien publicitado sentimiento antibritánico y probóer de la población alemana, incluso la intrascendente polémica sobre el supuesto insulto de Chamberlain al ejército prusiano, crearon un rescoldo de desconfianza y resentimiento tanto en Gran Bretaña como en Alemania. A comienzos de 1990, Valentine Chirol, corresponsal de The Times en Berlín hasta 1896, escribía a un amigo: «En mi opinión, Alemania es esencialmente más hostil que Francia o Rusia, pero aún no está lista […]. A nosotros nos mira como a una alcachofa a la que hay que ir deshojando»[9]. Encima, los estadistas británicos sospechaban, no sin razón, que a Berlín le gustaría ver a Gran Bretaña arrastrada a un conflicto con Francia y Rusia, e incluso que haría todo lo posible por estimularlo. En 1898, cuando Francia y Gran Bretaña casi se enzarzan en una guerra por sus reclamaciones enfrentadas sobre África, Guillermo II afirmó que, al hacer su máximo esfuerzo por aplacar la situación, se sentía como un transeúnte queriendo apagar un fuego con un balde de agua. Por su parte, Thomas Sanderson, subsecretario permanente del ministerio de Asuntos Exteriores británico, comentó que el káiser semejaba a alguien «corriendo con cerillas en las manos y rayándolas sobre barriles de pólvora»[10].
Aunque ya desde la década de 1890 había preocupación en Gran Bretaña por el posible impacto de una Alemania nueva y poderosa en la correlación de fuerzas marítimas[11], fueron las leyes navales de Tirpitz de 1898 y 1900 las que marcaron un notable incremento de la inquietud británica con respecto a Alemania. Si bien el objetivo subyacente no estaba claro todavía, en el otoño de 1902 lord Selborne, como primer lord del almirantazgo y homólogo británico de Tirpitz, les comunicó a sus colegas del gabinete: «La armada alemana está muy bien estructurada con miras a una nueva guerra con nosotros»[12]. En 1903, el respetable funcionario Erskine Childers escribió su única novela, una historia apasionante de espionaje y aventuras, en la que advertía a sus conciudadanos sobre los peligros de una invasión alemana. El enigma de las arenas fue un éxito inmediato, y aún se reedita. (Acabada la Gran Guerra, Childers se sumó a los rebeldes irlandeses y fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento británico. Su hijo ascendió a la presidencia de Irlanda en 1973). La prensa británica empezó a publicar artículos en los que se sugería un ataque preventivo contra la flota alemana.
Gracias a su geografía, Gran Bretaña en general había contemplado con ecuanimidad el crecimiento de fuerzas terrestres poderosas en el continente; pero no podía hacer lo mismo cuando del mar se trataba, porque la armada británica, además de un escudo, era un medio de extender su poderío y su salvavidas ante el mundo. Los niños aprendían en la escuela cómo en el siglo XVI la armada británica había vencido a la española (con cierta ayuda del mal tiempo y de la incompetencia del enemigo), y cómo a principios del siglo XIX había contribuido a la derrota de Napoleón. Con su armada, Gran Bretaña había derrotado a los franceses en la contienda de alcance mundial que fue la guerra de los Siete Años, y con ella había obtenido el control sobre un imperio que se extendía desde la India hasta Quebec. Y necesitaba de la armada para proteger ese imperio, así como su enorme red informal de comercio e inversiones que se extendía por todo el planeta.
Esta política contaba con el respaldo, no solo de las élites gobernantes, sino también de una buena parte del pueblo británico. En todo el espectro político y social, los británicos se enorgullecían de su armada y de su condición de doble potencia. En 1902, en la revista que se llevó a cabo durante la coronación, los más de cien barcos destinados a excursiones fueron alquilados por grupos que iban desde la agencia de viajes Thomas Cook e Hijos hasta el oficialista club de Cambridge y Oxford, o la sociedad cooperativa de empleados públicos. Se estima que en 1909, cuando la armada organizó una jornada especial de espectáculos en Londres, el número de espectadores fue de cuatro millones[13]. Lo que nunca fueron capaces de entender Tirpitz, Guillermo II y los suyos, entusiasmados como estaban con poseer una gran armada alemana capaz de desafiar a la británica, fue la importancia vital de la Royal Navy para los británicos; y esa incapacidad les saldría muy cara a ellos y a Europa.
«El imperio flota sobre la Royal Navy», dijo el almirante Jacky Fisher, y al menos esta vez no exageraba[14]. Muchos eran conscientes de que Gran Bretaña debía su continua prosperidad y estabilidad a su armada. El éxito mismo de Gran Bretaña, como primera potencia industrializada del siglo XIX, era también su talón de Aquiles. La prolongada salud de la economía británica dependía de su habilidad para traer materias primas de otros países y realizar sus exportaciones y, si Gran Bretaña no controlaba los mares, ¿no estaría siempre a merced de quienes lo hicieran? Además, ya en 1900 el país dependía de las importaciones para alimentar a su creciente población. De hecho, aproximadamente el cincuenta y ocho por ciento de las calorías que consumían los británicos procedía de otros países, y, tal como se encargaría de demostrar la Segunda Guerra Mundial, no había manera de sustituirlas aumentando la producción nacional[15].
En 1890, mucho antes de que el emperador Guillermo II y Tirpitz echaran a andar el nuevo programa de construcciones navales, el United Services Institute de Londres abrió un debate que puso de relieve otra preocupación: ¿Estaba la Royal Navy en condiciones de proteger el comercio británico? ¿Disponía, por ejemplo, de suficientes cruceros veloces como para patrullar las rutas comerciales clave del mundo o vigilar las flotas enemigas en tiempo de guerra y atacar su comercio? Hacia mediados de la década de 1890, la liga naval recién creada exigía ostentosamente que se dedicasen más fondos a la armada[16]. En 1902 The Daily Mail, de hecho el más popular de los nuevos periódicos de circulación masiva, encontró con qué preocuparse hasta en la gran revista naval organizada con motivo de la coronación:
«Para un ojo poco aguzado, esta gran flota que reposa pacíficamente, anclada en el histórico puerto, constituye el mayor espectáculo de poderío; pero la genuina sabiduría nos exige ver más allá de la superficie y valorar cuánto le falta para estar a la altura del propósito que le dio aliento. Lo que no puede menos que impresionar al observador es su marcada debilidad en comparación con la flota que se reunió en 1897 para el jubileo de la desaparecida reina. Sin duda, nuestras escuadras son más fuertes que entonces […] pero no se puede perder de vista que, en el tiempo transcurrido, se ha desarrollado una poderosa flota en el mar del Norte, a la que es preciso tener en cuenta para ponderar la correlación de fuerzas»[17].
Como apuntó Selborne, uno de los más competentes jefes del almirantazgo del periodo anterior a la guerra: «Lo que está en juego para nosotros no puede compararse con ninguna otra potencia. Para nosotros, la derrota en una contienda marítima equivaldría a un desastre de magnitudes casi desconocidas en la historia; podría significar la destrucción de nuestra marina mercante, la paralización de nuestras industrias, la escasez de alimentos, la invasión y la fragmentación del imperio»[18].
¿Qué pasaría con la sociedad si se interrumpiera el suministro de alimentos que llegaba por vía marítima? Se suponía que la escasez, quizá incluso el hambre, afectaría primero a los pobres. En las dos décadas anteriores a 1914, muchos miembros de las clases dominantes, tanto militares como civiles, vislumbraban el panorama desalentador de una Gran Bretaña asediada por extensos disturbios, y hasta quizá por una revolución. En una reunión efectuada en el United Services Institute a finales de la década de 1890, un general del ejército se preguntaba si realmente creían que las clases más altas estarían a salvo en tiempo de guerra. «Desde el extremo este de Londres, las masas se encaminarían al extremo oeste, saquearían nuestras casas, robarían el pan de nuestros hijos diciendo “si hemos de morir de hambre, es de justicia que muramos juntos”»[19]. Muy pronto sería imposible librar una guerra, escribió en 1902 el director de la inteligencia naval, el príncipe Louis de Battenberg (abuelo del duque de Edimburgo): «El pánico de los habitantes del Reino Unido, generado por la desorganización del comercio marítimo en las primeras etapas de la guerra, podría ser suficiente para barrer a cualquier gobierno empeñado en llevar la guerra hasta el final»[20].
La hambruna, o el temor a la hambruna, pesaba cada vez más sobre los planes de guerra de la armada, al tiempo que calaba en la conciencia pública[21]. Hacia finales del siglo XIX, personas y agrupaciones influyentes hacían campaña para obligar al gobierno a tomar medidas de protección y acumulación de suministros alimentarios. En 1902, un elenco que más bien se asemejaba al de Los doce días de navidad —con sus cinco marqueses, siete generales, nueve duques, veintiocho condes, cuarenta y seis almirantes y ciento seis parlamentarios— se reunió para formar una asociación que promoviera una investigación oficial sobre los suministros alimentarios en tiempo de guerra. (Lograron que una comisión real admitiera la existencia de un problema, pero sin hacer recomendaciones reseñables).
Resulta significativo que entre los miembros de esa asociación hubiera unos cuantos líderes sindicales, quizá en un esfuerzo cada vez más importante y controvertido por captar al conjunto de las organizaciones. Nadie cuestionaba la firmeza de la clase obrera, «su patriotismo, su coraje o su capacidad de resistencia —señalaba el manifiesto de la asociación—, pero, con una población constantemente acosada por el hambre, surgiría una situación de peligro, y de prolongarse no sería posible evitar un desastre, ni siquiera posponerlo por mucho tiempo»[22]. Desde luego que, desde antes de 1914, ya muchos miembros de las clases media y alta británicas dudaban de la lealtad y fiabilidad de la clase trabajadora. Los estudios realizados por grandes reformadores sociales victorianos como Charles Booth habían revelado las miserables condiciones en las que vivían muchos pobres, así como las consecuencias para su salud, y peor aún para su compromiso con la sociedad. ¿Estarían dispuestos los más desfavorecidos a combatir en defensa de Gran Bretaña? ¿Y estarían en condiciones de hacerlo? Aunque Gran Bretaña carecía de un ejército de reemplazo, las revelaciones sobre la cifra de voluntarios que no reunían las condiciones físicas exigidas por el ejército durante la guerra de los Bóers aumentaban las preocupaciones en círculos oficialistas sobre la cantidad de personas disponibles para defender a Gran Bretaña en un conflicto de grandes proporciones.
Pero había otras señales alarmantes de que con el paso del tiempo la sociedad británica se fragmentaba aún más. La cuestión irlandesa había cobrado fuerza nuevamente; los nacionalistas irlandeses presionaban en favor de un gobierno autónomo, e incluso de la independencia. Los sindicatos crecían, y ya en 1900 sus afiliados sumaban dos millones (cifra que se duplicaría en 1914), concentrados en áreas cruciales para la economía británica como la minería y los muelles; las huelgas eran más prolongadas y con frecuencia violentas, y, tras la ampliación del derecho al sufragio, el poder político parecía estar ahora al alcance de los obreros y sus seguidores de la clase media. Tras las elecciones de 1906, había un partido laborista oficial con veintinueve escaños en la cámara de los comunes. El popular novelista William Le Queux publicó una novela muy popular, La invasión de 1910, en la que describía la invasión de Gran Bretaña por Alemania mientras los socialistas se manifestaban en favor de la paz y la muchedumbre gritaba «paren la guerra» por las calles de Londres. The Daily Mail publicó el libro por entregas, y envió hombres por todo Londres vestidos con uniformes azul prusia y cascos puntiagudos portando pancartas donde lo anunciaban. (A insistencia de Northcliffe, Le Queux aceptó cambiar la ruta de la supuesta invasión alemana, con el objeto de captar el mayor número posible de lectores)[23].
El gobierno conservador, al igual que el liberal que lo sustituyó a finales de 1905, se encontró en la incómoda pero familiar situación de tener que equilibrar las necesidades de defensa y las fiscales. En general, había consenso en que Alemania era una amenaza cada vez mayor y en que la armada tenía que ser lo suficientemente poderosa como para hacer frente a esta situación, así como a la amenaza más prolongada que representaban Francia y Rusia. (El ejército británico recibió aproximadamente la mitad de lo que se destinó a la armada). No obstante, los avances experimentados en materia tecnológica, a saber, blindados más resistentes, mejores motores y armas de mayor volumen, también eran costosos. En los quince años que mediaron entre 1889 y 1904 se duplicó el coste de los acorazados —los pesos pesados entre los buques de guerra—, y el de los cruceros más rápidos y ligeros se quintuplicó. Además, la extensión de su imperio le imponía a Gran Bretaña el estacionamiento de fuerzas por todo el mundo. En las dos décadas que precedieron a 1914, el gasto general de defensa absorbió casi el cuarenta por ciento del presupuesto británico, proporción superior a la de cualquier otra potencia, y los impuestos individuales también fueron mucho más elevados[24].
Al mismo tiempo, aumentaban los gastos del gobierno en programas sociales. Al gobierno británico, como a otros de Europa, le preocupaba el descontento interno, y consideraba que podía atemperarlo con medidas tales como la concesión de seguros de desempleo o de pensiones para los ancianos. Por otra parte, en el nuevo gobierno liberal de 1905 había radicales como David Lloyd George, para quien los gastos en bienestar social no solo eran una precaución acertada, sino también una obligación moral. ¿Podía la economía británica afrontar a la vez la construcción de nuevos barcos de guerra y las pensiones? Sucesivos ministros de Hacienda temían que esto no fuera posible. La subida de los impuestos por parte del gobierno podía ser motivo de descontento, especialmente entre las clases más pobres. El ministro de Hacienda del gobierno conservador, C. T. Ritchie, lo explicó de esta manera: «Uno de los mayores peligros que temo es que, en una época mala, con un gran desempleo y quizá una subida importante del precio del pan, el aumento del impuesto sobre la renta en un chelín dé lugar a revueltas»[25].
Los gobiernos que se sucedieron antes de 1914 trataron de encontrar un punto intermedio entre el aumento de los impuestos y el recorte de los gastos de defensa, recurriendo al ahorro y a la eficiencia. En 1904 se creó una nueva comisión de defensa imperial para coordinar la planificación de la defensa y, si era posible, los presupuestos; se introdujeron reformas imprescindibles en el ejército después de la guerra de los Bóers y la armada entró en la modernidad. Puede que su ministro, Selborne, no fuera el más inteligente de los hombres; su cuñada Cecil (él estaba casado con una de las hijas de lord Salisbury) decía de él: «Willy posee lo que podría calificarse de un sentido del humor británico primitivo […] sencillo, campechano e inagotable pese a la repetición»[26]. No obstante, era un hombre lleno de energía, consagrado a la mejora de la armada y, más importante aún, dispuesto a respaldar a los reformistas, en particular al almirante John Fisher.
Jacky Fisher, como siempre se le llamó, pasó por la historia de la armada británica y por los años de preguerra como una girándula fuera de control, lanzando chispas en todas direcciones, haciendo que unos curiosos se dispersasen alarmados y otros gritasen de admiración. De hecho, sacudió a la armada británica de arriba abajo en los años que precedieron a la Gran Guerra, bombardeando a sus superiores civiles con demandas hasta que cedían, y aplastando a quienes se le oponían dentro de la propia armada. Fisher se expresaba libremente en su propio lenguaje inimitable: sus enemigos eran «zorrillos», «chulos», «fósiles» o «conejos asustados». Era un hombre duro, obstinado y en buena medida inmune a las críticas, algo nada sorprendente en alguien de origen relativamente modesto que se había abierto paso solo en la armada, desde chiquillo. Tenía también una extremada confianza en sí mismo. Una vez Eduardo VII se quejó de que Fisher no analizaba los diferentes ángulos de un problema, y el almirante le respondió: «¿Para qué perder mi tiempo analizando los diferentes ángulos si ya sé cuál es el bueno?»[27].
Fisher podía ser encantador, y hasta hacer reír a la reina Victoria, tarea nada sencilla, así que con frecuencia era invitado a visitarla en Osborne, en la isla de Wight. La joven gran duquesa Olga de Rusia le escribió en una ocasión: «Creo, mi querido almirante, que sería capaz de ir caminando hasta Gran Bretaña solo para bailar otro vals con usted»[28]. Por otro lado, si se enojaba podía ser peligroso, y hasta vengativo. De él dijo el destacado periodista Alfred Gardiner: «Se ríe, hace bromas, se expresa con gran genialidad, pero, más allá de estas características externas del hombre de mar, están sus tres cualidades de guerrero, “cruel, despiadado e implacable”, y sus tres divisas de batalla, “pega primero, pega fuerte y sigue pegando”»[29]. Fisher no buscaba el combate con sus opositores políticos ni con los países enemigos; pero si se presentaba, creía firmemente en la guerra total. Para Fisher, como para muchos otros en la armada británica, el gran héroe era Horatio Nelson, vencedor en la batalla naval contra Napoleón. De hecho, Fisher, tras ser designado en 1904 primer lord del mar (jefe de operaciones de la armada), dilató su toma de posesión hasta el 21 de octubre, aniversario de la muerte de su héroe en la batalla de Trafalgar; y con frecuencia citaba a Nelson cuando dijo: «Hay que ser un estúpido para combatir a un enemigo en proporción de diez a uno cuando puede hacerse de cien a uno»[30].
El heredero de Nelson nació en 1841 en Ceilán, país en el que su padre fue primero capitán del ejército y luego fallido cultivador de té. Según el propio Fisher, sus padres, a los que apenas conoció, eran muy apuestos: «Mi fealdad es uno de esos enigmas de la fisiología imposible de descifrar»[31]. Y es cierto que en su rostro había algo extrañamente inescrutable, e incluso salvaje. «Sus ojos redondos —decía Gardiner—, con pupilas curiosamente pequeñas, su boca grande, de labios carnosos y con las comisuras irremediablemente caídas, su mandíbula proyectada en sonriente desafío al mundo… todo apunta a un hombre que no pide cuartel ni lo da». Durante años corrieron rumores de que Fisher era en parte malayo, lo que, en opinión del agregado naval alemán, explicaba por qué era tan astuto y tenía tan pocos escrúpulos[32].
Para Fisher, Dios y la patria eran los principales objetos de fe; creía que lo justo y correcto era que Gran Bretaña dominara el mundo. Dios había protegido a su país igual que a las legendarias tribus perdidas de Israel, que un día regresarían triunfantes. En una ocasión dijo: «¿Sabes que existen cinco llaves para el mundo? El estrecho de Dover, el estrecho de Gibraltar, el canal de Suez, el estrecho de Malaca y el cabo de Buena Esperanza. Y nosotros las tenemos todas. ¿No somos acaso las tribus perdidas?»[33]. Su lectura favorita era la Biblia, en particular el Antiguo Testamento, con sus numerosas batallas, y siempre que podía iba a escuchar sermones. En cierta ocasión, a un visitante que llamó a su puerta un domingo por la mañana le dijeron: «El capitán fue a la capilla de Berkeley». «¿Y por la tarde estará aquí?», preguntó el visitante. «No, dijo que iba a escuchar al canónigo Liddon en San Pablo». «¿Y por la noche?». «Por la noche irá al templo de Spurgeon»[34].
Fisher amaba también a su esposa y a su familia, y le gustaba bailar; pero su pasión era la armada, y en su nombre libró una guerra contra la ineficiencia, la holgazanería y el obstruccionismo. Se le sabía capaz de echar del trabajo sin miramientos a los subordinados incompetentes. Uno de ellos dijo: «Sus asistentes nunca estábamos seguros de que al día siguiente tendríamos aún nuestro empleo»[35]. Al convertirse en primer lord del mar recibió un enorme expediente, relativo a una disputa con el ministerio de la Guerra sobre quién debía pagar las ostras de unos habitantes de las Highlands que se habían echado a perder por el agua salada cuando la armada las empujó hasta la playa; él se limitó a echar al fuego el expediente en su despacho[36]. Fisher tomó la decisión de tener un telégrafo inalámbrico sobre el almirantazgo en Whitehall, pero la oficina postal puso objeciones; así que un día aparecieron seis marineros, treparon a la cúpula e instalaron el equipamiento necesario[37].
Alguien como Fisher tenía por fuerza que resultar controvertido, dentro de la armada y entre sus seguidores. Se le acusaba de favoritismo, y de llegar demasiado lejos y demasiado rápido con sus reformas. Pero lo cierto es que se necesitaba un cambio. Es posible que Churchill no dijera aquello de que las tradiciones de la Royal Navy eran «el ron, la sodomía y el látigo»; pero lo cierto eso no estaba muy alejado de la realidad. Durante largos años de paz, la armada se había vuelto displicente y retrógrada, y se aferraba a los viejos esquemas porque así se hacían las cosas en los tiempos del almirante Nelson. La disciplina era cruel; el gato de nueve colas, como llamaban al látigo de los castigos, podía abrir la espalda de un hombre con unos pocos golpes. En 1854, durante su primer día en la armada, el joven Fisher, de solo trece años, se desmayó al ver azotar a ocho hombres[38]. (Esta práctica fue abolida definitivamente en 1879). Los marineros comunes continuaron durmiendo en hamacas y comiendo su dieta básica de galletas duras (a veces con gorgojos) y carne inidentificable (y con los dedos). Era preciso revisar y actualizar toda la instrucción; después de todo, no tenía demasiado sentido pasar mucho tiempo navegando cuando prácticamente todos los barcos eran de vapor. Los estudios, incluso para los oficiales, se consideraban un mal necesario, y solo se impartían conocimientos básicos. Los jóvenes oficiales carecían de una formación adecuada, y ni siquiera se les estimulaba a interesarse por cuestiones tan mundanas como las prácticas de tiro, y mucho menos por la táctica y la estrategia. En realidad, según recordaba el almirante de sus primeros días en servicio, «el polo y las carreras de ponis eran más importantes que las prácticas de tiro». A la mayoría de altos oficiales no les gustaban las armas, porque el humo ensuciaba la pintura de los barcos[39]. La armada carecía de una academia para enseñar el arte de la guerra, y mucho menos las relaciones internacionales o la política. En general, sus principales comandantes no se molestaban con planes de guerra, aunque se les daba bien dirigir sus barcos en revistas navales o en maniobras complicadas (olvidemos que, en uno de los escándalos mayúsculos de la era victoriana, el almirante sir George Tryon condujo su barco insignia, el Victoria, directamente contra el costado del Camperdown, que se hundió junto a sus trescientos cincuenta y ocho hombres).
Las reformas de Fisher en la armada se iniciaron antes de que él mismo fuera primer lord del mar. Realmente, como comandante en jefe en el Mediterráneo y luego segundo lord del mar había hecho mucho por mejorar la formación naval, e incluso sentó las bases de una verdadera academia de guerra; había insistido en las prácticas de tiro constantes, y había promovido y estimulado a un grupo de jóvenes oficiales de talento. A sus superiores les había dicho: «¡La elevada edad media de nuestros almirantes es algo atroz! ¡Dentro de unos años estarán gotosos y con botellas de agua caliente!»[40]. Después de 1904, cuando accedió a la más alta posición de mando de la armada, emprendió cambios aún más profundos. «¡No se puede perder el tiempo! —le escribió a un amigo reformista—. ¡No hay lugar para sentimentalismos ni susceptibilidades, ni piedad para nadie!»[41]. A pesar de las protestas de sus oficiales, Fisher desechó sin compasión más de ciento cincuenta barcos obsoletos, redujo personal en los astilleros y los reorganizó para hacerlos más eficientes (y económicos) y garantizó que la preterida flota de la reserva naval contara con sus propios núcleos básicos de tripulantes a bordo, de manera que pudieran ocupar rápidamente su lugar en el mar en caso de una crisis. Su reorganización más audaz consistió en traer de regreso a una buena parte de la armada desde posiciones lejanas, y concentrar sus barcos, especialmente los más modernos, cerca de las islas británicas. Además, reunió a las escuadras dispersas, de manera que hubiese una gran flota oriental estacionada en Singapur, otra en el cabo de Buena Esperanza, otra en el Mediterráneo y otras dos, la atlántica y la del canal de la Mancha, muy cerca de Inglaterra. Esta redistribución de la armada se traducía en que, de ser necesario, podría emplear tres cuartas partes de su fuerza contra Alemania; y, siguiendo el principio de Nelson según el cual «el campo de batalla debe ser el campo de entrenamiento», la flota atlántica y la del canal de la Mancha convirtieron en práctica habitual la realización de largos ejercicios en el mar del Norte.
Tan pronto como asumió el cargo de primer lord del mar, Fisher creó un grupo encargado de trabajar en la mayor de sus innovaciones, un nuevo superacorazado. (También diseñó un nuevo crucero de guerra pesado, el Invencible). La idea de contar con un buque de guerra que combinara velocidad, buen blindaje y artillería pesada de largo alcance ya existía, entre otras cosas porque el avance de la tecnología lo hacía posible. Por ejemplo, las nuevas máquinas de turbina eran capaces de desplazar por el agua más peso y a mayor velocidad. (En 1904, Cunard decidió colocar turbinas en sus nuevos Lusitania y Mauritania, los mayores buques de pasajeros de la época). En 1903, un italiano diseñador de barcos publicó un artículo con el bosquejo de un diseño que describía como «un acorazado idóneo para la Royal Navy»; entretanto, era conocido que las armadas japonesa, alemana, estadounidense y rusa también contemplaban la posibilidad de construir un nuevo superacorazado[42]. La contundente victoria japonesa sobre la armada rusa en el estrecho de Tsushima, en mayo de 1905, pareció demostrar que el futuro de las contiendas navales estaba en los acorazados más veloces, en los nuevos proyectiles con carga explosiva más poderosa y en los cañones capaces de dispararlos. (La flota japonesa utilizó cañones de 12 pulgadas, o 30, 5 centímetros; las medidas se refieren a la boca, lo que significa que lanzaban proyectiles verdaderamente grandes)[43]. Aunque Fisher fue criticado en ocasiones por llevar la carrera armamentista naval a un nuevo nivel, con la construcción de barcos ante los cuales cualquier otro parecía obsoleto, es difícil concebir cómo podría haberse evitado semejante avance.
La comisión Fisher hizo su trabajo con gran celeridad, y el 2 de octubre de 1905 se dispuso la quilla de lo que sería el HMS Dreadnought, cuya botadura oficial por el rey se realizó en febrero de 1906, en presencia de una enorme y entusiasta multitud; y hacia finales de año el barco ya estaba listo para entrar en servicio. Dreadnought, el primero de una serie de acorazados de nuevo cuño, era el Mohamed Alí de los mares: voluminoso, rápido y letal. Los mayores acorazados producidos hasta la fecha eran de catorce mil toneladas aproximadamente, mientras que el Dreadnought pesaba dieciocho mil; la mayor velocidad a vapor alcanzada hasta entonces había sido de dieciocho nudos, en tanto que el Dreadnought podía superar los veintiuno con su motor de turbina (hecho por Charles Parsons, el que había escandalizado a la armada con la exhibición de su Turbinia durante la revista naval del jubileo de diamante). Fisher consideraba que, para garantizar la protección, la velocidad era más importante que el blindaje, aunque el Dreadnought tenía bastante blindaje —unas cinco mil toneladas por encima y por debajo de su línea de flotación— y, al igual que Mohamed Alí, era capaz de golpear con fuerza, con diez cañones de 12 pulgadas y baterías de cañones más pequeños; y, como los cañones estaban montados sobre torretas, tanto este nuevo acorazado como sus sucesores tenían la posibilidad de disparar en derredor. Como indicó en 1905 el anuario de referencia sobre barcos de guerra mundiales, el Jane’s Fighting Ships: «No es exagerado decir que, dada su velocidad, su poder de fuego, su alcance y el efecto aplastante de la concentración de fuerzas de sus proyectiles pesados, el valor del Dreadnought para el combate fácilmente duplica, y probablemente triplica, el de la mayor parte de los barcos existentes»[44].
Aunque al parecer el impulso inmediato para la construcción de los acorazados y los cruceros pesados fue el temor al poderío combinado de las armadas rusa y francesa, lo cierto es que los planificadores navales británicos tenían cada vez más la percepción de que la armada alemana sería su principal enemigo en el futuro[45]. De hecho, las relaciones con Francia y Rusia empezaban a mejorar, pero con Alemania continuaban empeorando, y los estrategas británicos asumieron que, independientemente de la política oficial alemana, la flota de este país estaba diseñada para actuar en el mar del Norte. Ejemplo de ello era que había limitado el radio del crucero y hacinado a los tripulantes en sus dependencias, lo cual supondría un problema en caso de viajes largos. Tampoco ayudó que en una carta dirigida a su primo segundo el zar, el káiser tuviera el poco cuidado de firmar como Almirante del Atlántico[46]. Ciertamente, a Fisher no le cabía la menor duda. Como dijo en 1906, cuando la carrera armamentista naval con Alemania estaba en su apogeo: «Nuestro único enemigo probable es Alemania. Alemania mantiene toda su flota concentrada siempre a pocas horas de distancia de Gran Bretaña; por lo tanto, nosotros debemos mantener una flota el doble de poderosa concentrada a pocas horas de distancia de Alemania»[47]. A partir de 1907, los planes de guerra del almirantazgo se concentraron casi completamente en la posibilidad de una contienda naval con Alemania en los mares que rodean a Gran Bretaña. Algo en lo que coincidió la comisión de defensa imperial, creada para coordinar la estrategia británica y asesorar al primer ministro, que en 1910 apuntó: «Para evitar exponer a nuestras flotas al riesgo de sufrir derrotas por separado, se deberán posponer las acciones navales en aguas remotas hasta que se logre despejar la situación en las nuestras, lo que nos permitirá disponer de una fuerza naval adecuada para tales acciones»[48].
Con el propósito de aliviar la carga financiera que significaba la armada, el gobierno británico volvió sus ojos a los países miembros de su imperio; así que nuevos barcos fueron botados con «vino colonial», y con nombres tipo Indostán o Buena Esperanza[49]. Los dominios autónomos «blancos» de Canadá, Australia, Nueva Zelanda y, más tarde, Sudáfrica se mantuvieron extrañamente indiferentes[50]. En 1902, aportaron colectivamente unas 150 000 libras esterlinas, cifra que después de considerables presiones del gobierno británico apenas ascendió a 328 000 en los años siguientes[51]. Canadá, el principal dominio, no aportó absolutamente nada, argumentando que no tenía enemigos cerca. Sobre esto diría Fisher: «Es un pueblo antipatriótico y codicioso que se mantiene junto a nosotros solo por los beneficios que le reporta»[52]. Solo la intensificación de la carrera armamentista naval con Alemania lograría cambiar la forma de pensar de los países subordinados al imperio. En 1909, Nueva Zelanda y Australia empezaron a producir sus propios acorazados; y en 1910 Canadá comenzó cautelosamente a crear su propia armada, adquiriendo dos cruceros británicos.
En la propia Gran Bretaña, otra parte clave del gobierno, el ministerio de Asuntos Exteriores, empezaba a compartir el criterio de la armada acerca de la amenaza alemana. Mientras la generación mayor, que había crecido en los días del espléndido aislamiento, todavía albergaba la esperanza de mantener relaciones, si no amistosas, al menos civilizadas con todas las demás potencias, la generación más joven era cada vez más antialemana. Sanderson, subsecretario permanente de Asuntos Exteriores entre 1894 y 1906, le escribió en 1902 a sir Frank Lascelles, embajador británico en Berlín, que observaba una preocupante tendencia entre sus colegas a pensar mal de los alemanes: «Existe antipatía hacia ellos, así como la percepción de que están dispuestos y ansiosos por jugarnos una mala pasada. Este estado de cosas resulta inconveniente, por cuanto existe un buen número de razones para que nuestros dos países trabajen cordialmente unidos»[53]. Algunas de las nuevas estrellas en ascenso, como Francis Bertie, futuro embajador en París de 1905 a 1918; Charles Hardinge, subsecretario permanente de Asuntos Exteriores de 1906 a 1910; o Arthur Nicolson, embajador en Rusia en el mismo periodo y más tarde subsecretario permanente (y padre de Harold Nicolson); veían a Alemania con profunda suspicacia. Hardinge expresó una idea compartida por muchos cuando, en 1904, refiriéndose a Alemania, le escribió a Louis Mallet, futuro embajador ante el Imperio otomano: «Nunca ha hecho nada por nosotros más que desangrarnos; es falsa y avariciosa, y es nuestro verdadero enemigo político y comercial»[54]. La tendencia fue marginar a quienes, una década antes de 1914, no compartían el prevaleciente pensamiento antialemán.
Aunque resulte paradójico, el hombre que con mayor fuerza manifestó las preocupaciones del ministerio de Asuntos Exteriores con respecto a Alemania era parcialmente alemán y estaba casado con una alemana. Su admiración por los grandes historiadores de ese país, su amor por la música —tocaba muy bien el piano y tenía talento como compositor amateur—, su ligero acento alemán y, según algunos, su enorme capacidad de trabajo, hacían de Eyre Crowe un espécimen algo extraño en un ministerio de Asuntos Exteriores cuyo personal procedía en gran medida, hasta aquel momento, de la clase alta británica. Crowe, hijo de un cónsul británico y una mujer alemana, creció en Alemania en un mundo de clase media alta con elevada educación, semejante a aquel del que procedía Tirpitz. Sus padres habían conocido al desafortunado emperador Federico Guillermo y a su esposa inglesa, la princesa Victoria, y compartido las esperanzas liberales de estos respecto a Alemania. Crowe sentía un profundo afecto por Alemania y su cultura, pero detestaba lo que percibía como el triunfo del prusianismo, con su autoritarismo y su énfasis en los valores militares. Al mismo tiempo, era muy crítico con lo que consideraba «el espíritu errático, dominante y a menudo abiertamente agresivo» que, en su opinión, animaba la vida pública alemana. Alemania buscaba un lugar en el mundo a la medida de su nuevo poderío, algo que Crowe comprendía y con lo que simpatizaba; pero rechazaba con fuerza la manera en que los líderes alemanes exigían a otras potencias que le cedieran colonias, amenazando su poderío militar. Como le comentó a su madre, en una carta fechada en 1896, Alemania se había acostumbrado a pensar que podía maltratar a Gran Bretaña «golpeándola como a un burro muerto; pero el animal regresa a la vida, esta vez con características de león, y eso es lo que tiene un poco confundidos a esos caballeros»[55]. En el ministerio de Asuntos Exteriores, Crowe asumió la misión de instar a sus superiores a mantenerse firmes ante lo que calificaba de chantaje alemán.
En el día de año nuevo de 1907, Crowe, recién nombrado al frente de la dirección del ministerio de Asuntos Exteriores encargada de la atención a Alemania y los otros estados de Europa occidental, le presentó a su ministro, sir Edward Grey, lo que sería su más famoso memorándum; el cual, por sus poderosos argumentos, su comprensión de la historia y su esfuerzo por entender las motivaciones alemanas, es comparable al documento conocido como «el largo telegrama» de George Kennan, enviado por este a Washington al comienzo de la guerra fría, en que explicaba el origen de la conducta soviética y la política de contención. Crowe, al igual que Kennan más tarde, argumentaba que su país se enfrentaba a un oponente que siempre trataría de sacar ventaja, a menos que se le mantuviera bajo control: «Al ceder a las amenazas del chantajista, este se enriquece, y además la experiencia ha demostrado que, aunque la víctima pueda lograr con ello una temporada de paz, lo cierto es que, tras periodos cada vez más breves de amistosa tolerancia, se repetirán las molestias y las exigencias cada vez mayores. Por lo general, se logra arruinar el negocio del chantajista cuando desde la primera vez se asume una posición decidida contra sus exigencias y se decide afrontar todos los riesgos de una situación posiblemente desagradable, en lugar de avanzar por el camino interminable de las concesiones. Pero, en ausencia de esta determinación, lo más probable es que las relaciones entre las dos partes empeoren progresivamente»[56].
Crowe explicaba que la política exterior y de defensa de Gran Bretaña estaba determinada por la geografía, tanto por su posición en la periferia europea como por su posesión de un enorme imperio en ultramar. Era casi «una ley de la naturaleza» que los británicos favorecieran una correlación de fuerzas capaz de evitar que una sola potencia obtuviera el control del continente[57]. Gran Bretaña tampoco podía conceder el control de los mares a otra potencia sin poner en peligro su existencia misma. La política alemana de fortalecimiento de su armada podría ser parte de una estrategia general de desafío a la posición británica en el mundo, o el resultado de «un arte de gobernar ambiguo, confuso y poco práctico, incapaz de percibir su propia desviación»[58]. Aunque desde el punto de vista británico daba lo mismo, pues Gran Bretaña tenía que hacer frente en cualquier caso al desafío naval alemán; eso sí, con firmeza pero con calma. (Cuarenta años más tarde, Kennan ofrecía un consejo similar con respecto a la Unión Soviética). Crowe escribió: «Nada tiene más posibilidades de producirle a Alemania la impresión de lo absurdo e impracticable que es para ella empeñarse en una sucesión sin fin de costosos programas navales, que la convicción, basada en la demostración visible, de que, por cada barco de Alemania, Gran Bretaña producirá dos, lo que mantendría inevitablemente el actual predominio relativo británico»[59].
Una vez que los británicos construyeron su primer acorazado, Tirpitz, el káiser y sus seguidores se vieron ante una clara disyuntiva: renunciar a la carrera armamentista naval y tratar de recomponer las relaciones con Gran Bretaña, o responder intentando mantener la carrera y construyendo su propio equivalente de los acorazados. Eligiendo la segunda opción, Alemania tendría que hacer frente a elevadísimos costes: los materiales y la tecnologías nuevos, el mantenimiento y las reparaciones más sofisticados, y las tripulaciones más numerosas, todo lo cual duplicaba la suma de los buques de guerra ya existentes. Además, sería preciso reconstruir los muelles para que pudieran maniobrar barcos mayores; por su parte, el canal de Kiel, que les permitía construir sus buques en los protegidos astilleros de la costa báltica y llevarlos sin peligro después a los puertos alemanes en el mar del Norte, requeriría una ampliación y más calado[60]. Por otra parte, el dinero absorbido por la armada dejaría de estar a disposición del ejército, que se enfrentaba a una amenaza creciente desde Rusia. La decisión sobre el camino a seguir no podía posponerse por mucho tiempo, o Gran Bretaña aumentaría demasiado su ventaja.
A comienzos de 1905, meses antes de que se colocara la quilla del Dreadnought, el agregado naval alemán en Londres informaba a Berlín de que los británicos planeaban un nuevo tipo de acorazado, más poderoso que cualquiera de los existentes[61]. En marzo de 1905, Selborne presentó en el parlamento las estimaciones de gastos de la armada para el siguiente año, donde se incluía un nuevo acorazado pero sin detalles, y, aunque mencionó la comisión Fisher, dijo que no serviría en absoluto al bien común que se hiciera público su informe. Ese verano Tirpitz se retiró, como le gustaba hacer, a su casa de la Selva Negra, y allí, entre pinos y abetos, sostuvo consultas con algunos de sus asesores más cercanos. En otoño ya había tomado la decisión: Alemania construiría acorazados y cruceros de combate comparables a los nuevos producidos por Gran Bretaña. Según las observaciones de Holger Herwig, destacado cronista de la carrera armamentista naval alemana: «¡Mucho nos dice de las características del proceso de toma de decisiones en la Alemania de Guillermo II, el que el desafío británico se aceptara sin consultar al primer ministro, los ministerios de Asuntos Exteriores y de Hacienda, ni a los dos organismos directamente responsables de la planificación naval estratégica, el estado mayor del almirantazgo y la flota de alta mar!»[62]. Tirpitz presentó un nuevo proyecto de ley naval que preveía el aumento de gastos —un treinta y cinco por ciento por encima de la ley naval de 1900— para cubrir el coste de los acorazados, así como de seis nuevos cruceros. Alemania construiría dos acorazados y un crucero pesado cada año.
Desde luego, no todos los alemanes compartían los temores ni aceptaban la necesidad de una armada costosa y de gran envergadura. Incluso dentro de la propia armada había quejas de que el empeño de Tirpitz por producir más y más barcos equivalía a una reducción de los fondos destinados a personal y entrenamiento[63]. En el Reichstag, algunos diputados del centro y de la izquierda, pero también de la derecha, criticaron el aumento del déficit, causado en parte por el presupuesto naval. El primer ministro Bülow ya estaba intentado tapar los agujeros por donde se escapaba el presupuesto alemán, y preparándose para tratar con un Reichstag poco dispuesto a elevar los impuestos; pero cuando el nuevo proyecto de ley naval, la Novelle, llegaba al cuerpo legislativo, estalló por casualidad una crisis importante a propósito de marruecos, con temores de guerra, por lo que se aprobó por amplio margen en mayo de 1906[64]. No obstante, Bülow se preocupaba cada vez más por la crisis financiera que se cernía sobre Alemania, y por sus propias dificultades para lidiar con el Reichstag. Entretanto, los gastos navales no parecían tener fin, por lo que en 1907 le preguntó directamente a Tirpitz: «¿Cuándo cree usted que habrá avanzado lo suficiente con su flota como para que […] la insoportable situación política encuentre alivio?»[65]. El cronograma de Tirpitz para salir de la zona de peligro (el punto en que Alemania se hubiera hecho discretamente con una armada con la suficiente fuerza como para presionar a Gran Bretaña) se escurría cada vez más hacia el futuro.
En cuanto al káiser y a Tirpitz, la responsabilidad de llevar la carrera armamentista naval a otro nivel radicaba en lo que Guillermo llamaba «la completamente loca política de acorazados de sir J. Fisher y Su Majestad». Los alemanes se inclinaban a creer que Eduardo VII estaba empeñado en tender un cerco alrededor de Alemania. En opinión de Tirpitz, los británicos habían cometido un error al construir acorazados y cruceros pesados, y estaban molestos por eso: «Y el enojo aumentará cuando vean que les seguimos los pasos de cerca»[66]. Pero esto no menguó la ansiedad de los líderes alemanes respecto al futuro inmediato. La zona de peligro de Tirpitz no hacía más que ampliarse, y los británicos no daban señales por el momento de querer llegar a un acuerdo con Alemania. «No hay aliados a la vista», le dijo con sorna Holstein a Bülow[67]. ¿Quién sabía lo que podrían hacer los británicos? ¿Acaso su propia historia no demostraba que eran hipócritas, taimados y crueles? El temor a un Copenhague, a un ataque británico sorpresa como el de 1807, cuando la armada británica cañoneó Copenhague y tomó la flota danesa, nunca se alejó de la cabeza de los líderes alemanes desde el comienzo de la carrera armamentista naval. En vísperas de la navidad de 1904, cuando el conflicto bélico entre Rusia y Japón causaba tensiones internacionales, Bülow le dijo a sir Frank Lascelles, embajador británico en Berlín, que el gobierno alemán había tenido serios temores de que Gran Bretaña, aliada de Japón, atacara a Alemania, que le había estado suministrando considerable apoyo a Rusia. Afortunadamente, el embajador alemán en Londres, convocado a consultas en Berlín, se las había arreglado para persuadir a sus superiores, incluso al káiser —sumamente preocupado a la sazón— de que los británicos no tenían la intención de iniciar una guerra[68]. Semejantes temores se habían abierto paso en la sociedad alemana y provocado un estallido de pánico. A comienzos de 1907, en el puerto de Kiel, en el Báltico, los padres mantenían a sus hijos en casa, sin ir a la escuela, porque habían escuchado que Fisher llegaría muy pronto. También en esa primavera, Lascelles le escribió al ministro británico de Asuntos Exteriores, sir Edward Grey, lo siguiente: «Anteayer Berlín perdió absolutamente la cabeza. Se produjo una caída de seis puntos en la bolsa de valores alemana, y cundía la impresión de que estaba a punto de estallar la guerra entre Gran Bretaña y Alemania»[69]. La idea de eliminar a la flota alemana mediante una acción sorpresa pasó por la mente de algunos en Gran Bretaña, particularmente de Fisher, quien la sugirió un par de veces. «¡Por Dios, Fisher, usted tiene que estar loco!», le dijo el rey, y la idea no prosperó[70].
Pero en círculos militares y civiles cercanos al káiser la posibilidad de un conflicto bélico con Gran Bretaña se discutía cada vez más, dándolo por hecho; y si la guerra se acercaba, era importante acelerar los preparativos de Alemania, así como enfrentarse a los alemanes «antipatriotas», como los socialdemócratas, que se resistían a aumentar los gastos de defensa y abogaban por una política de amistad con las demás potencias europeas. La liga naval alemana hizo advertencias más estruendosas sobre el peligro inminente y demandó más gastos navales, al punto de atacar a su patrocinador, Tirpitz, por no actuar con suficiente celeridad. En realidad, algunas figuras prominentes de la derecha pensaban que sería posible matar dos pájaros de un tiro: el gobierno debía provocar a la izquierda y a los liberales moderados presentando en el Reichstag un presupuesto mucho más abultado para la armada, más incluso de lo que deseaba el propio Tirpitz. Así, si los diputados lo rechazaban, el káiser tendría una oportunidad excelente para disolver el cuerpo legislativo y tratar de lograr una mayoría nacionalista más favorable, o tal vez, incluso, de llevar a cabo el golpe de estado del que habló en su día, librándose de inconvenientes tales como la libertad de prensa, el sufragio universal masculino, las elecciones y hasta el propio Reichstag. A finales de 1905, mientras preparaba su Novelle, aumentó la preocupación de Tirpitz respecto a que su queridísima armada sirviera de «ariete» para abrirle el paso a cambios políticos y constitucionales en Alemania. Él no ponía objeciones al aplastamiento de la izquierda, pero temía que el intento no fraguara sin graves traumas internos y que Gran Bretaña se terminara percatando así de la rápida expansión de la armada alemana[71].
En 1908, a medida que volvían a crecer las tensiones en Europa debido a la crisis de Bosnia, aumentaba el escepticismo de Bülow acerca del valor de la armada de Tirpitz y del aislamiento alemán en el viejo continente. De manera que le preguntó si, considerándolo «serenamente y con confianza, podía pensarse en un ataque inglés» contra Alemania[72]. Tirpitz, que afirmaría más tarde que se sintió abandonado, respondió que era improbable que Gran Bretaña atacara en ese momento, y que, por lo tanto, la política más conveniente para Alemania era seguir fortaleciendo su armada: «Cada barco que sumemos a nuestra flota de guerra incrementa el riesgo para Gran Bretaña en caso de ataque». Descartó incluso los avisos del conde Paul Metternich, embajador alemán en Londres, de que era justamente el programa naval alemán lo que alejaba a Gran Bretaña. La principal razón de la hostilidad británica era la rivalidad económica con Alemania, y eso no iba a desaparecer[73]. Retroceder daría lugar a serios problemas políticos en el país: «Si debilitamos la ley naval, que ya peligra gravemente debido a toda esta situación —le escribió en 1909 a uno de sus leales asistentes—, no sé adónde irá a parar todo esto»[74]. El argumento definitivo de Tirpitz para mantener la carrera armamentista naval fue el mismo que utilizó repetidamente para justificar la continuación de programas o de guerras: Alemania ya ha empleado tantos recursos que retroceder ahora equivaldría a dar por inútiles todos los sacrificios realizados. Y en 1910 escribió: «Si la flota británica lograra mantenerse a perpetuidad tan fuerte como para que un ataque contra Alemania no le comportara riesgo alguno, entonces el desarrollo naval alemán habría sido un error histórico»[75].
En marzo de 1908, Tirpitz logró la aprobación por el Reichstag de una nueva ley naval suplementaria, la segunda Novelle, que acortaba la vida de los navíos en uso por la armada alemana, acelerando así el ritmo de reemplazo (los navíos más pequeños podían ser reemplazados además por otros mayores). De manera que, en lugar de tres nuevos buques de guerra al año, el ritmo se elevó a cuatro durante los siguientes cuatro años, bajando después a tres por año, y así para siempre; al menos, eso deseaba Tirpitz. El Reichstag volvió a aprobar un programa naval que no iba a controlar. En 1914, Alemania habría contado con el equivalente a veintiún acorazados, lo cual habría reducido considerablemente la diferencia entre Alemania y Gran Bretaña; si esta no hubiera optado por hacer lo mismo[76]. Tirpitz le aseguró al emperador que el incremento alemán no tendría consecuencias: «He estructurado la Novelle como deseaba Su Majestad, para que, tanto nacional como internacionalmente, parezca lo más pequeña e inofensiva posible»[77]. Guillermo II le envió un extenso mensaje personal a lord Tweedmouth, primer lord del almirantazgo, en el que, con el propósito de tranquilizarlo, le decía: «La ley naval alemana no va dirigida contra Gran Bretaña, ni constituye un “desafío a la supremacía británica en el mar”, que se mantendrá incontestable durante muchas generaciones futuras»[78]. Pero no agradó a Eduardo VII, ni a la mayoría de sus compatriotas, lo que consideró una extraordinaria injerencia de su sobrino al dirigirle una misiva a un ministro británico[79].
Por su parte, Bülow, que tenía la nada envidiable tarea de conseguir los fondos para llevar adelante el nuevo programa de construcciones de Tirpitz, estaba empezando a pensar que Alemania no podía permitirse el lujo de mantener el ejército más fuerte y la segunda mayor armada de Europa. «No podemos debilitar el ejército —escribió en 1908—, porque nuestro destino se decidirá en tierra»[80]. Su gobierno se enfrentaba a una grave crisis financiera; la deuda nacional alemana casi se había duplicado también desde 1900, y no resultaba fácil aumentar los ingresos. Aproximadamente el noventa por ciento de los gastos del gobierno central se concentraba en el ejército y la armada, y en los doce años que mediaron entre 1896 y 1908, debido en gran parte al naval, el gasto total militar se había duplicado, y continuaría elevándose en el futuro previsible. Cuando Bülow trató de analizar el problema del control de los gastos navales, uno de los miembros del séquito de Guillermo II le rogó no hacerlo, porque eso «entristecería mucho» al káiser[81]. Durante 1908, Bülow se esforzó en la elaboración de un plan de reformas tributarias con posibilidades de ser aprobado por el Reichstag, pero su propuesta de elevar los impuestos sobre la herencia provocó indignación en la derecha, y los nuevos impuestos sobre el consumo despertaron una reacción similar en la izquierda. Finalmente, en julio de 1909, sin lograr la solución del problema, Bülow le presentó su renuncia a Guillermo II. Tirpitz logró imponerse, porque, a fin de cuentas, contaba con el apoyo del káiser.
Los británicos, entretanto, se habían percatado del acelerado ritmo de las construcciones navales alemanas. Tal como esperaba Tirpitz, inicialmente no reaccionaron a su primera Novelle de 1906. De hecho, en diciembre de 1907 el almirantazgo había propuesto disminuir el ritmo de construcción de acorazados, de manera que en el periodo 1908-1909 solo se construiría un acorazado y un crucero pesado. Este comportamiento se ajustaba también al deseo del gobierno liberal, que había prometido ahorrar e invertir en programas sociales. Pero en el verano de 1908 comenzó a ganar terreno la preocupación, tanto entre la opinión pública como en círculos gubernamentales, por la presencia de la flota alemana en el Atlántico. ¿Qué significaba esto? Un artículo anónimo titulado «The German Peril». [El peligro alemán], publicado en julio por la prestigiosa Quarterly Review, advertía de que la invasión era probable, si Alemania y Gran Bretaña se enzarzaban en un conflicto. «Sus oficiales navales han examinado con sondas nuestros puertos, realizando esquemas y estudiado cada detalle de nuestras costas». Según su autor (J. L. Garvin, editor del periódico dominical The Observer), unos cincuenta mil alemanes, disfrazados de camareros, se encontraban ya en Gran Bretaña listos para entrar en acción tan pronto recibieran la señal correspondiente. Poco después de publicado el artículo, el famoso aviador alemán conde Zeppelin voló a Suiza en su nuevo dirigible. En este punto, Garvin, ya en The Observer con su nombre, se lanzó a hacer nuevas predicciones acerca de la amenaza que se cernía sobre Inglaterra[82].
En agosto de ese año, Eduardo VII hizo una visita a su sobrino Guillermo II en la pequeña y pintoresca ciudad de Kronberg. Aunque el rey iba preparado con un documento del gobierno británico que resumía su preocupación por los gastos navales de Alemania, consideró más prudente no sacarle el tema, ya que, en su opinión, «podría estropear el feliz efecto de la conversación que habían sostenido». Después del almuerzo, todavía animado, el káiser invitó a sir Charles Hardinge, ministro permanente de Asuntos Exteriores, a fumarse un puro en su compañía. Los dos hombres se sentaron sobre una mesa de billar, uno al lado del otro. Guillermo II afirmó que, en su opinión, las relaciones entre Gran Bretaña y Alemania eran bastante buenas. Según escribió en su memorándum sobre la conversación, Hardinge se permitió discrepar: «No era posible ocultar la genuina aprensión que se sentía en Gran Bretaña acerca de los motivos e intenciones subyacentes a la construcción de una gran flota alemana», y advirtió de que, si el programa alemán continuaba su curso, el gobierno británico se vería obligado a solicitar a su parlamento la aprobación de un amplio programa de construcciones navales, algo a lo que, sin duda, el cuerpo legislativo accedería. En opinión de Hardinge, sería un escenario muy desafortunado: «No podía haber dudas de que esta rivalidad naval entre los dos países ensombrecería sus relaciones, y en apenas unos años podría derivar en una situación extremadamente crítica, en caso de producirse un conflicto grave, incluso apenas uno trivial, entre las dos naciones».
Guillermo respondió de forma tajante, y faltando a la verdad, que no había razón alguna para la aprensión británica, que el programa alemán de construcciones navales no era nuevo y que la proporción relativa de las flotas alemana y británica se mantenía inalterada. (Según la melodramática comunicación enviada a Bülow, sus palabras a Hardinge fueron: «Eso no es más que una tontería. ¿Quién ha estado tomándole el pelo?»). Además, añadió Guillermo, para Alemania completar su programa de construcciones navales se había convertido en una cuestión de honor nacional. «No es posible aceptar un debate sobre este tema con un gobierno extranjero. Tal propuesta sería contraria a la dignidad nacional y, si el gobierno lo aceptara, generaría problemas internos. Prefiero la guerra antes que someterme a semejante dictado». Hardinge se mantuvo firme, y alegó que se limitaba a sugerir que ambos gobiernos deberían mantener un intercambio amistoso, y que no se trataba en absoluto de un dictado.
Hardinge discutió igualmente la afirmación del káiser de que en 1909 Gran Bretaña tendría tres veces más navíos que Alemania. «Le dije que me resultada incomprensible cómo Su Majestad había llegado a determinar tales cifras sobre el poderío relativo de las dos armadas en 1909, en cuanto a buques de guerra, y no podía menos que asumir que los sesenta y dos navíos de guerra de primera clase de la flota británica a que hacía referencia incluían a todos los buques obsoletos que se podía encontrar flotando en los puertos británicos a la espera de ser vendidos como chatarra». En su versión de la conversación, Guillermo afirmó que había puesto a Hardinge en su sitio: «Yo también soy almirante de la flota británica y lo sé perfectamente, mucho mejor que usted, que no es más que un civil y no sabe nada al respecto». Llegados a este punto, el káiser solicitó a un asistente un resumen de la fuerza naval publicado anualmente por el almirantazgo alemán, en el que se observaba que las cifras alemanas se ajustaban a la realidad. Hardinge dijo escuetamente que el káiser le había facilitado una copia «para mi propia tranquilidad y convencimiento», y que él le había dicho a Guillermo que no deseaba más que poder dar las cifras por buenas.
Tal como era de esperar, la versión de Guillermo es bastante diferente: Hardinge «quedó estupefacto», y sir Frank Lascelles, embajador británico en Alemania, quien, según Guillermo, aceptaba sin reparos las cifras, “tuvo dificultades para contener la risa”. De conformidad con lo expresado por el káiser a Bülow, la conversación terminó cuando Hardinge le preguntó afligido: «¿No podrían ustedes detener la construcción de barcos, o construir menos?». A lo que Guillermo respondió: «Entonces combatiremos, porque se trata de una cuestión de honor y de dignidad nacional». En ese momento miró directamente al rostro de Hardinge, y este enrojeció, hizo una pronunciada reverencia y pidió ser excusado por sus «manifestaciones irreflexivas». El káiser estaba encantado consigo mismo. «¿Acaso no le respondí a sir Charles como se merecía?». No le resultó fácil a Bülow dar crédito a este relato, y sus sospechas se vieron confirmadas por los colegas presentes en la conversación, quienes afirmaron que había resultado bastante cordial. Hardinge había sido franco pero respetuoso, y el káiser había mantenido la compostura.
Es lamentable, aunque no sorprendente, que la conversación no propiciase un mejor entendimiento entre Gran Bretaña y Alemania. Las advertencias de Hardinge, en el sentido de que, si Alemania mantenía el ritmo de sus construcciones navales, su gobierno se vería obligado por la opinión pública a emprender «un amplio contraprograma de construcciones navales», fueron ignoradas. En realidad, según Bülow, Guillermo salió de las reuniones de Kronberg convencido de que había persuadido a sus visitantes británicos de que la posición alemana era correcta. Más aún, Moltke, jefe del estado mayor de su ejército, le había dado garantías de que Alemania estaba militarmente preparada, por lo que no había razón para que fuera cautelosa o bajara el ritmo de sus construcciones navales. Guillermo le aseguró a Bülow: «¡Lo único que funciona con los ingleses es la franqueza; la más cruda y despiadada franqueza es el mejor método para tratar con ellos!»[83].
En realidad, las suspicacias de los británicos eran cada vez mayores; y se vieron incrementadas por algo que, de hecho, no fue más que un movimiento inocente de la armada alemana en apoyo de sus astilleros. En el verano de 1908, Schichau, gran armador de buques de Danzig, solicitó el adelanto de un contrato para la construcción de uno de los mayores buques de guerra programados para el año siguiente, para no tener que despedir a sus trabajadores cualificados, con el consiguiente daño para toda la economía del astillero. (Cuando, después de 1945, tanto Danzig como Gdansk quedaron como parte de Polonia, los talleres de Schichau pasaron a formar parte del astillero Lenin, y posteriormente, en la década de 1980, fueron la sede del movimiento Solidaridad). La armada alemana se lo concedió, pero, aunque la fecha de finalización del acorazado siguió siendo la misma, la decisión causó una inopinada alarma en Gran Bretaña. Ese otoño, el agregado naval británico en Berlín informaba a su gobierno de la construcción de un acorazado adicional, y Gran Bretaña sacó la conclusión, correcta pero basada en una información errónea, de que los alemanes habían acelerado el ritmo de sus construcciones navales[84].
En esta etapa se produjo uno de esos incidentes lamentables que marcarían las relaciones entre Gran Bretaña y Alemania en los años anteriores a 1914. El 28 de octubre, The Daily Telegraph publicó una supuesta entrevista con el káiser, que en realidad era una versión periodística de las conversaciones que se habían producido el año anterior entre Guillermo II y un hacendado inglés, el coronel Edward Stuart-Wortley, quien había cedido su casa al káiser durante un viaje privado. En el transcurso de varias conversaciones, o eso parece, Guillermo manifestó cuánto había deseado siempre unas buenas relaciones entre Alemania y Gran Bretaña, y que los británicos no apreciaban lo que había hecho por ellos, y también criticó la reciente amistad de Gran Bretaña con Francia. El káiser afirmó que la alianza británica con Japón era otro gran error; e hizo una velada referencia al «peligro amarillo», diciendo que, «por más que se me malinterprete, yo he construido mi flota para respaldarlos». Stuart-Wortley se creyó todos estos argumentos, y pensó que, si los británicos pudieran leer las verdaderas opiniones de Guillermo en lugar de las afirmaciones falaces de la malintencionada prensa antialemana, las relaciones entre ambos países mejorarían de la noche a la mañana. En septiembre de 1908, Stuart-Wortley entregó las notas de su conversación a un periodista de The Daily Telegraph, que las redactó en forma de entrevista y le envió el resultado a Guillermo para que le diera su aprobación.
Por una vez, Guillermo se comportó como es debido y le remitió la «entrevista» a su jefe de gobierno; pero fuese porque Bülow estaba muy ocupado, como dijo más tarde, o porque, como buen cortesano, según afirmaron sus enemigos, prefirió no incomodar a su señor, lo cierto es que apenas hojeó el documento y lo despachó al ministerio de Asuntos Exteriores, solicitando su opinión. Nuevamente la «entrevista» pasó sin el debido escrutinio, en lo que constituye otro ejemplo del caos en el que trabajaba el gobierno alemán, puesto que, conociendo las indiscreciones a que era propenso el káiser, alguien debió haber examinado el documento con cuidado. En más de una ocasión, las autoridades alemanas se habían visto en la necesidad de recurrir a sus influencias, e incluso de abonar considerables sumas de dinero, a fin de borrar sus exabruptos potencialmente embarazosos[85]. Lo cierto es que el documento llegó hasta las páginas de The Daily Telegraph, con Guillermo II profundamente esperanzado con ganarse la voluntad de los británicos[86].
Para ser alguien que se preciaba ante sus funcionarios de comprender mejor a los británicos, Guillermo se equivocó tanto en la forma —entre acusatoria y autocompasiva— como en el fondo. Se quejaba de que los británicos «están locos, locos, locos como liebres de marzo». ¿Cómo era posible que no comprendieran que Guillermo era su amigo y que lo único que deseaba era coexistir con ellos en paz y amistad? «Mis acciones deberían hablar por sí solas; pero no las perciben, sino que les hacen caso a quienes las malinterpretan y distorsionan, y esto es para mí un insulto personal y una ofensa»[87]. Después de extenderse en esto, Guillermo pasaba a la crucial ayuda que había dado a Gran Bretaña durante la guerra de los Bóers, y señalaba, no sin algo de razón, que él había impedido que otras potencias europeas intervinieran en esa guerra en contra de Gran Bretaña. Más aún, había diseñado con sus propias manos un plan de campaña para las fuerzas británicas, que su propio estado mayor había examinado antes de remitirlo al gobierno británico. Y continuaba diciendo que estaba asombrado de que los británicos pudieran pensar que la armada alemana iba dirigida contra ellos cuando estaba claro que Alemania la necesitaba para garantizar el crecimiento de su imperio y su comercio. Gran Bretaña encontraría motivo de satisfacción en la armada alemana cuando percibiera que Japón no era su amigo, mientras que él, Guillermo, y su país sí lo eran.
En cualquier otro momento, los británicos no habrían prestado demasiada atención a las palabras de Guillermo, pero su publicación coincidió con el inicio de una fase inquietante de la carrera armamentista naval, tras un verano de inquietud pública ante una posible invasión alemana. En esos momentos, además, tenía lugar una grave crisis en los Balcanes por la situación de Bosnia, y algunos temían que las tensiones entre Francia y Alemania por marruecos derivaran en un conflicto bélico. Mientras que muchos tomaron aquella entrevista solo como una prueba más de la inestabilidad emocional del káiser, Crowe hizo de inmediato un análisis para el ministerio de Asuntos Exteriores en el que concluía que se trataba de un intento alemán acordado para adormecer a la opinión pública británica, y los que apoyaban el fortalecimiento de la armada clamaron por incrementar los gastos ahí. Sir Edward Grey, ministro de Asuntos Exteriores, hizo todo lo posible para contener las emociones, y le escribió a un amigo en carta privada: «El emperador alemán me agota; es como un acorazado a todo vapor pero sin timón, y un día se estrellará y provocará una catástrofe»[88].
La catástrofe estuvo a punto de producirse en esta ocasión, pero en Alemania, y casi acaba con el káiser. Alguien de su círculo íntimo escribió que «un estado de confusión primero, y de desesperación e indignación después se apoderó de todos»[89]. Los alemanes estaban consternados e indignados de que su gobernante hubiera hecho el tonto una vez más. Tanto conservadores como nacionalistas repudiaron sus profesiones de amistad hacia los británicos, mientras que los liberales y la izquierda sentían que ya era hora de que el káiser y su régimen quedaran bajo control parlamentario. Resultó inquietante que el ministro de la Guerra prusiano fuese uno de los pocos funcionarios que le ofreció su respaldo enérgico. El general Karl von Einem le dijo al káiser que el ejército se mantenía leal y, de ser necesario, podría enfrentarse al Reichstag. Bülow, por su parte, hizo una tímida defensa de su señor en el parlamento; y Guillermo, que andaba en su usual ronda de visitas y cacerías de otoño, cayó en una profunda depresión. Tuvo que haber sido desconcertante para los invitados que le acompañaban verle alternar ataques de llanto con arranques de furia[90]. Como indicó uno de ellos: «Al ver así a Guillermo II, tuve la sensación de estar ante un hombre que percibía con asombro, por primera vez en su vida, el mundo real»[91]. Por su parte, Einem sentía que algo se había quebrado en su señor y que Guillermo había perdido para siempre la confianza en sí mismo[92]. Aunque la tormenta pasó y Guillermo II se mantuvo en el trono, tanto él como la monarquía habían quedado notablemente debilitados. El emperador nunca perdonó a Bülow por lo que consideró una traición, y el asunto se convirtió en un argumento más para prescindir de su primer ministro.
En Gran Bretaña, el artículo de The Daily Telegraph se incorporó a un apasionado debate que había en el gobierno liberal. Los liberales, que habían ganado las elecciones con la promesa de emprender reformas económicas y sociales, especialmente en lo tocante a las pensiones de vejez, se encontraron con que, debido a la carrera armamentista naval, sus gastos aumentaban en vez de disminuir; pero tampoco podían ignorar lo que parecía una grave amenaza de Alemania, ni la creciente preocupación popular. El almirantazgo, abandonado su modesto programa de 1907, había llegado a la conclusión de que necesitaba como mínimo seis nuevos acorazados. En diciembre de 1908, el primer lord Reginald McKenna llevó la propuesta al gabinete, donde el nuevo primer ministro, Herbert Asquith, se mostró partidario, pero debía enfrentarse a posturas muy divididas.
La oposición más fuerte al brusco incremento del presupuesto naval fue la de «los economistas», encabezados por los dos políticos más controvertidos e interesantes de la Gran Bretaña moderna: David Lloyd George, radical de modesto origen galés, hizo causa común con el aristócrata británico rebelde Winston Churchill, para oponerse a lo que ambos percibían como un gasto innecesario que pondría en peligro las reformas sociales deseables. En caso de aprobarse, Lloyd George, como ministro de Hacienda, se vería obligado a encontrar treinta y ocho millones de libras esterlinas para los acorazados, así que le dijo a Asquith que los liberales estaban perdiendo terreno en todo el país por no enfrentarse a «los enormes gastos en armamento provocados por la imprudencia de nuestros predecesores». Lloyd George advirtió a su líder de las posibles consecuencias: «Cuando se anuncien los treinta y ocho millones de libras esterlinas que requiere la armada, el descontento de estos buenos liberales desembocará en una auténtica sedición, y este parlamento ya no servirá para nada»[93].
La oposición conservadora, una buena parte de la prensa y organismos como la liga naval y la comisión de defensa de la cámara de comercio de Londres tomaron cartas en el asunto, al igual que los fabricantes de armamento, afectados por la depresión económica de 1908, cuando los astilleros se vieron obligados a despedir a ingenieros y trabajadores. En un folleto de los conservadores podía leerse: «Nuestra armada y nuestros empleados podrían fenecer juntos, lo que sucederá muy pronto si no se saca del poder a este gobierno»[94]. El rey hizo saber que quería ocho acorazados, deseo muy a tono con la opinión pública. «Ocho queremos y no vamos a esperar», fue la consigna popular acuñada por un parlamentario de la bancada conservadora.
En febrero de 1909, Asquith se las arregló para alcanzar un compromiso aceptable para el gabinete: en el siguiente año fiscal, Gran Bretaña iniciaría la construcción de cuatro, a los que seguirían otros cuatro en la primavera de 1910, si su necesidad se hacía patente. (Al final, los cuatro acorazados adicionales se construyeron después de que los aliados de Alemania —Italia y el Imperio austrohúngaro— dieran luz verde a sus propios programas). Los liberales aceptaron, y el gobierno pudo derrotar fácilmente una moción de censura que presentaron los conservadores con el argumento de que su política no garantizaba la seguridad del imperio. La campaña mediática fue perdiendo fuerza poco a poco, y la atención pública se concentró en el presupuesto presentado a comienzos de abril de 1909 por Lloyd George. En su discurso, este se expresó como un radical, pero un radical preocupado por la posición de Gran Bretaña en el mundo. El presupuesto estaba diseñado para reunir fondos con el fin de mejorar la vida de los británicos pobres, para hacer la guerra «a la pobreza y la miseria»; pero no era su intención descuidar la defensa del país: «Semejante acto de irreflexión, en las actuales circunstancias de tensión entre las naciones, no sería liberalismo, sino locura. No es nuestro propósito poner en peligro la supremacía naval, de crucial importancia no solo para nuestra propia existencia, sino, en nuestra opinión, también para los intereses vitales de la civilización occidental». Para hacer frente a las reformas sociales y a la defensa, el ministro propuso aumentar los antiguos impuestos, desde el del alcohol hasta el de la herencia, e imponer algunos nuevos sobre la tierra. Los ricos, incluida la aristocracia agraria, se quejaron amargamente; el «presupuesto del pueblo», como se le empezaba a denominar, implicaba una revolución para la sociedad británica, así que amenazaron con despedir a los trabajadores de las haciendas, y el duque de Buccleuch anunció que tendría que cancelar su suscripción anual, por valor de una guinea, al club local de fútbol. Lloyd George, amante de las buenas peleas, no se arredró, sino al contrario. Dijo que los ricos habían abogado por los acorazados y ahora no querían pagar, y que, a fin de cuentas, ¿para qué servía la aristocracia? «Cuesta tanto mantener a un duque con todos sus atributos como a dos acorazados, y los dos infunden terror, solo que los acorazados duran más»[95].
En noviembre de 1909, como tal vez deseaba Lloyd George, la cámara de los lores rechazó su presupuesto, acción sin precedentes en esta instancia legislativa en lo tocante a asignaciones de fondos. Asquith disolvió el parlamento, e hizo de este tema el centro de las elecciones de enero de 1910, en las que su gobierno salió victorioso, aunque con una mayoría exigua; y en abril los lores tuvieron la sabiduría de aprobar el presupuesto. Al año siguiente, después de una prolongada tormenta política, la cámara de los lores aceptó el proyecto de ley parlamentaria que puso fin definitivamente a su dominio. A diferencia de Alemania, Gran Bretaña logró remontar su crisis financiera y mantener un estricto control parlamentario sobre sus asuntos; también ganó la carrera armamentista naval: al estallar la Gran Guerra, mientras que Alemania tenía trece acorazados, Gran Bretaña contaba con veinte, así como con una ventaja decisiva en todas las demás categorías de navíos.
La carrera armamentista naval es la clave para comprender la creciente hostilidad entre Gran Bretaña y Alemania. La rivalidad comercial, la competencia por las colonias y el nacionalismo de la opinión pública también desempeñaron su papel, pero estos factores ya estaban presentes de manera total o parcial en las relaciones de Gran Bretaña con Francia, Rusia y Estados Unidos. En ninguno de estos casos, empero, condujeron a la profundización de las suspicacias y temores que marcaron las relaciones entre Gran Bretaña y Alemania en los años previos a 1914; las cosas podrían haber sido fácilmente de otro modo. Antes de 1914, Alemania y Gran Bretaña habían sido sus mejores socios comerciales respectivos (un ejemplo incómodo para quienes piensan que, cuanto mayor es el comercio entre las naciones, menor es la posibilidad de que lleguen a enfrentarse). Sus intereses estratégicos pudieron haberse combinado limpiamente, con Alemania como la mayor potencia terrestre europea y Gran Bretaña como la mayor potencia marítima.
Pero el fortalecimiento de la armada alemana no pudo menos que despertar inquietud en Gran Bretaña. Los alemanes podrían haber deseado contar con una flota de alta mar, como a menudo decían, para proteger su comercio allende los mares y sus colonias, y porque una gran armada era símbolo de una gran potencia, como lo son hoy las armas nucleares. Los británicos habrían podido vivir con eso, como lo hicieron con el creciente poderío naval ruso, estadounidense o japonés; lo que no podían aceptar eran las consecuencias de carácter geográfico: daba igual que la flota alemana estuviera en el Báltico o en los puertos de su costa del mar del Norte, en cualquier caso estaba concentrada cerca de las islas británicas, y en 1914, con la ampliación del canal de Kiel (terminado en junio de ese mismo año), los buques alemanes estaban en condiciones de evitar pasos más arriesgados al mar del Norte a través de Dinamarca, Suecia y Noruega.
Lejos de obligar a Gran Bretaña a mostrarse amistosa, como planeaba Tirpitz, la carrera armamentista naval abrió un profundo abismo entre Alemania y Gran Bretaña, y condujo a la radicalización de la élite y del pueblo de un país contra el otro. Un efecto igual de importante fue que persuadió a Gran Bretaña de la necesidad de hacerse con nuevos aliados para contrarrestar la amenaza germana. Bülow acertaba cuando, después de la Gran Guerra, le escribió a Tirpitz que, incluso cuando Alemania había sido arrastrada a la guerra por «nuestro torpe manejo del problema de los Balcanes […] queda la duda de si Francia, y especialmente Rusia, habrían permitido que se llegara a la guerra de no haber estado tan enardecida la opinión pública en Gran Bretaña, precisamente por la construcción de nuestros grandes navíos»[96].
¿Qué habría sucedido si una parte de los recursos dedicados a la armada se hubieran entregado al ejército? Y si se hubieran fortalecido con hombres y armas las tropas terrestres alemanas en 1914, ¿habría triunfado entonces su ataque contra Francia ese verano, como estuvo a punto de ocurrir? ¿Qué habría significado esto para la Gran Guerra y para Europa? La carrera armamentista naval también plantea el tema de la importancia de los individuos en la historia. Pues, ciertamente, la carrera naval no habría sido posible sin la capacidad económica, productiva y tecnológica de cada país para sostenerla, ni habría podido continuar sin el apoyo del pueblo; pero la verdad es que no habría empezado siquiera de no ser por la determinación y el empuje de Tirpitz y la disposición del káiser, así como por las facultades concedidas a este por la imperfecta constitución alemana para darle el máximo apoyo. Cuando Tirpitz fue nombrado ministro de la Marina, se produjo un fuerte movimiento entre las élites gobernantes en favor de una armada poderosa, pero todavía sin un respaldo popular fuerte: la convergencia entre estos dos factores se iría produciendo después, a la medida en que fue creciendo la armada.
Debido a la carrera armamentista naval, se fueron perdiendo las opciones para el mantenimiento de una paz duradera en Europa, en tanto el camino hacia la guerra se mostraba con mayor nitidez. La primera iniciativa de política exterior significativa de Gran Bretaña como resultado de dicha carrera —el paso hacia la recomposición de sus relaciones con Francia— fue defensiva; pero no es difícil ver retrospectivamente cuánto inclinó la balanza en favor de la contienda. También se puede observar en los diez años anteriores a 1914 con cuánta frecuencia y facilidad la posibilidad de la guerra, incluso de una guerra general, apareció en el debate común a lo largo y ancho de Europa.