III

«¡POBRE DEL PAÍS QUE TENGA
A UN NIÑO POR REY!».
GUILLERMO II Y ALEMANIA

«C asi me parte el corazón —le escribió la reina Victoria en la primavera de 1859 a su tío Leopoldo, el rey de Bélgica—, no haber presenciado el bautizo de nuestro primer nieto ¡No creo haber sufrido jamás decepción tan amarga como esta! ¡Y encima es una ocasión tan gratificante para ambas naciones, y estrecha tanto los lazos entre ellas, que me resulta peculiarmente humillante!»[1]. Aquel niño nacido en Prusia, e hijo de su primogénita, Victoria, era el futuro Guillermo II de Alemania, y las esperanzas que la orgullosa abuela tenía puestas en él y en la futura amistad entre sus pueblos prometían hacerse realidad.

Una alianza anglo-germana tenía mucho sentido. Alemania era una gran potencia terrestre, y Gran Bretaña una gran potencia marítima. Los intereses de Alemania se hallaban fundamentalmente en Europa; los de Gran Bretaña, en ultramar. Hasta la década de 1890, mientras estuvo bajo el control de Bismarck, Alemania se contentó con ser una potencia continental, y de esa forma ambos países no rivalizaban por la hegemonía imperial. También contribuyó el hecho de que tuvieran en Francia un enemigo común, y que compartieran el mismo temor a las ambiciones francesas. Después de todo, Prusia y Gran Bretaña habían luchado codo a codo para derrotar a Napoleón. Cuando Prusia, bajo el competente liderazgo de Bismarck, unificó los estados alemanes para conformar la nueva Alemania en 1870, Gran Bretaña se limitó a observar desde una apacible neutralidad. El gran intelectual Thomas Carlyle (autor de una elogiosa biografía de Federico el Grande) expresaba la opinión de muchos de sus colegas cuando manifestó: «El que esa noble, paciente, piadosa y sólida Alemania haya quedado finalmente soldada en una sola nación, y sea la reina del continente, en lugar de esa vaporosa, jactanciosa, gesticulante, pendenciera, inestable e hipersensible Francia, me parece el acontecimiento público más esperanzador de mi época»[2]. La creciente prosperidad de Alemania, que constituiría más adelante una fuente de preocupación en los círculos ingleses de preguerra, fue acogida inicialmente como una buena noticia, dado el auge del comercio entre ambos países.

[3] Otto von Bismarck, el Canciller de Hierro, fue un consumado estadista prusiano que, mediante una mezcla de hábil diplomacia y fuerza, provocó la creación de Alemania en 1871. En las décadas subsiguientes hizo de Alemania el centro de la política europea, enfrentando a una nación con otra y asegurándose de que Francia, el enconado enemigo de Alemania, permaneciera aislada. A Guillermo II, quien se convirtió en káiser en 1888, le incomodaba el dominio de Bismarck y, en 1890, lo destituyó, con lo cual la política exterior de Alemania fue a caer en unas manos mucho menos expertas.

Las semejanzas entre alemanes e ingleses demostraban que los dos pueblos formaban parte de la raza teutónica, que compartían los mismos valores de sensatez y sobriedad, y que tal vez siempre había sido así. Algunos historiadores argumentaron que ambas ramas —la continental y la insular— habían resistido ferozmente al imperio romano, y que a lo largo de los siglos habían creado instituciones políticas y sociales sólidas y autóctonas. La religión, todavía un factor de mucho peso en el siglo XIX, era otro punto de unión, al menos para quienes se hallaban entre la mayoría protestante de cada país. Además, en ambos países las élites eran en buena medida protestantes[3].

Cada uno encontraba mucho de admirable en el otro. Los británicos admiraban la cultura y la ciencia alemanas. Las universidades y escuelas técnicas alemanas se convirtieron en modelos para los educadores británicos. Los estudiantes de esta nacionalidad de materias tales como la medicina tenían que aprender alemán para poder leer los últimos trabajos científicos. Los alemanes dominaban disciplinas importantes, como los estudios bíblicos y la arqueología; y la historia alemana, con su énfasis en el trabajo de archivo, la acumulación de datos y el uso de pruebas, daba la impresión de mostrar el pasado «tal como fue en realidad». Por su parte, los alemanes admiraban la literatura inglesa, especialmente a Shakespeare, así como el modo de vida británico. Aún durante la Gran Guerra, el Cecilienhof de Potsdam, construido para el príncipe heredero, tomó como modelo una casa inglesa estilo Tudor. Sus estantes, hasta el día de hoy, están llenos de obras de autores ingleses populares, desde P. G. Wodehouse hasta Dornford Yates.

A nivel personal, existían muchos vínculos, desde matrimonios hasta asociaciones de negocios en las ciudades del otro país. Robert Graves, el más inglés de los poetas, era de madre alemana. Eyre Crowe, más tarde famoso en el ministerio de Asuntos Exteriores como un firme opositor de Alemania, era hijo de una pareja mixta en Alemania y fue educado casi por completo en alemán. En un peldaño más alto de la escala social, mujeres inglesas como Evelyn Stapleton-Bretherton, natural de Sussex, se casó con el príncipe Blücher, un descendiente del gran mariscal prusiano, y Daisy Cornwallis-West, galesa del norte, llegó a ser princesa de Pless al casarse con uno de los hombres más ricos, y de una de las familias más antiguas, de Alemania. En lo alto de la escala, estaban las propias familias reales. La reina Victoria descendía de dos familias reales alemanas, los Hannover y, por parte de madre, los Sajonia-Coburgo. Ella luego se casó con un primo de la rama Sajonia-Coburgo, el príncipe Alberto. Entre los dos estaban emparentados con prácticamente todas las familias gobernantes de Alemania (además de con la mayoría de la del resto de Europa). En 1858, cuando su hija se casó con el futuro heredero del trono prusiano, pareció que se había añadido otra hebra importante a la red que conectaba a británicos y alemanes.

¿Cómo pudieron torcerse tanto las cosas? Los analistas políticos tal vez digan que el hecho de que Alemania y Gran Bretaña se hallasen en bandos contrarios en la Gran Guerra era inevitable, una consecuencia del conflicto entre una potencia global que veía desvanecerse su ventaja y el auge de un rival emergente. Se dice que estas transiciones rara vez tienen lugar de manera pacífica. La potencia hegemónica suele ser arrogante, suele predicar al resto del mundo cómo administrar sus asuntos, y suele ser insensible a los temores y preocupaciones de las potencias menores. Este tipo de potencia, como lo era Gran Bretaña por entonces, y como lo es hoy Estados Unidos, se resiste inevitablemente a admitir los indicios de su propia mortalidad, y la nueva potencia está impaciente por hacerse con una buena porción de lo que haya disponible, sean colonias, comercio, recursos o influencia.

En el siglo XIX, Gran Bretaña poseía el mayor imperio del mundo y dominaba los mares y el comercio internacional. De un modo acaso comprensible, no demostraba la menor simpatía por las aspiraciones y preocupaciones de las demás naciones. Winston Churchill, que siempre fue un estadista con un fuerte sentido histórico, escribió poco antes de la Gran Guerra:

«En tanto que otras naciones poderosas se han visto paralizadas por la barbarie y las guerras intestinas, nosotros nos hemos adueñado de una parte totalmente desproporcionada de la riqueza y del comercio del mundo. Tenemos todo el territorio que podríamos desear, y nuestro derecho a disfrutar sin intromisión alguna de estas vastas y espléndidas posesiones, adquiridas principalmente con violencia, preservadas fundamentalmente por la fuerza, a menudo parece menos razonable a los ojos de los demás que a los nuestros».

Por otra parte, Gran Bretaña irritaba a las demás potencias europeas con su inquebrantable fe en la superioridad, por ejemplo, de sus instituciones y de su política sobre las del continente, con su reticencia a adherirse al concierto de Europa, y con su calculado modo de intervenir en los conflictos solo cuando vislumbraba alguna ganancia para sí. En su escalada colonial, los estadistas británicos tendían a asegurar que solo se apropiaban de nuevos territorios en aras de asegurar los que ya poseían, o tal vez en un gesto de benevolencia hacia los pueblos sometidos, mientras que la única motivación de las otras naciones era la codicia.

Alemania, en cambio, mostraba las inseguridades y ambiciones propias de una potencia mundial emergente. Era sensible a las críticas y le preocupaba constantemente no ser tomada lo bastante en serio. Era un país grande en el corazón de Europa, y económica y militarmente más fuerte, y también más dinámico, que sus grandes vecinos: Francia, Rusia y el Imperio austrohúngaro. No obstante, en sus momentos más sombríos se sentía constreñida. Su comercio se expandía por todo el mundo, compitiendo cada vez más con el de Gran Bretaña; pero esto no era suficiente. Carecía de colonias, que, junto a las concomitantes bases navales, las explotaciones de carbón y los servicios de telégrafo, constituían los rasgos distintivos de una potencia global. Además, cada vez que intentaba incorporar territorios de ultramar, en África o en el Pacífico sur, Gran Bretaña invariablemente ponía alguna objeción. De modo que, cuando el nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Bernhard von Bülow, pronunció su vehemente discurso en el Reichstag en 1897, en el que decía que Alemania reclamaba su lugar bajo el sol, fue muy bien recibido por sus compatriotas.

Gran Bretaña, al igual que muchas otras potencias dominantes antes y después, era consciente de que el mundo estaba cambiando y de que se enfrentaba a nuevos desafíos. Su imperio era demasiado grande y demasiado disperso; lo que daba pie a que los imperialistas patrios argumentaran la necesidad de incorporar todavía más territorios para proteger los que ya tenían, así como las cruciales rutas marítimas y telegráficas. Su producción industrial, aunque seguía siendo grande, lo era ahora en una proporción menor con respecto al total mundial, debido a que unas potencias nuevas como Alemania y Estados Unidos le estaban dando alcance, y otras viejas como Japón y Rusia se estaban incorporando aceleradamente a la era industrial. Y haber sido los primeros puede acarrear problemas a la larga. La infraestructura industrial británica era antigua y no se estaba renovando con la suficiente celeridad. Su sistema educativo formaba a excesivos clasicistas y a demasiado pocos ingenieros y científicos.

No obstante, sigue en pie la pregunta: ¿por qué llegó a ser Alemania el principal enemigo de Gran Bretaña cuando otros pudieron fácilmente haberlo sido? Alemania, después de todo, no era más que uno de los distintos peligros que amenazaban la hegemonía británica. Otras potencias aspiraban a su lugar bajo el sol. En los años anteriores a 1914, pudo haber habido guerras por conflictos coloniales entre Gran Bretaña y Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, o Gran Bretaña y Rusia; en todos los casos faltó poco para que estallaran. Pero estas relaciones potencialmente peligrosas se supieron manejar y las principales fuentes de conflictos fueron eliminadas. (Hoy en día hemos de confiar en que Estados Unidos y China sean igualmente sensatos y lo logren también).

Lo cierto es que hubo tensiones en las relaciones entre Gran Bretaña y Alemania a lo largo de los años, una tendencia a sospechar de los motivos del otro y una predisposición a sentirse mutuamente ofendidos. El telegrama a Kruger en 1896, en que el káiser felicitó de manera precipitada al presidente del pequeño estado independiente de Transvaal a raíz de la victoria afrikáner contra la incursión de Jameson, provocó airadas reacciones en Gran Bretaña. «El emperador alemán ha dado un paso muy grave —dijo The Times—, que solo puede ser interpretado como hostil a este país»[4]. Salisbury se hallaba asistiendo a una cena cuando recibió la noticia, y, según se dice, le comentó a una de las hijas de la reina Victoria, que tenía a su lado: «¡Qué atrevimiento, señora, qué atrevimiento!»[5]. La opinión pública británica se encolerizó. Guillermo había sido nombrado recientemente coronel honorario de los dragones reales; parece ser que los demás oficiales de este cuerpo destrozaron su retrato y arrojaron los trozos al fuego[6]. Paul Hatzfeldt, el embajador alemán en Londres, escribió a Berlín: «Era tal la exaltación general —de esto no tengo duda alguna— que, si el gobierno hubiera perdido la cabeza, o deseado por cualquier pretexto iniciar una guerra, hubiera tenido todo el apoyo del público»[7]. En vísperas de la Gran Guerra, sir Edward Goschen, el embajador en Berlín, le dijo a un colega que, en su opinión, el telegrama a Kruger había sido el comienzo de la división entre Gran Bretaña y Alemania[8].

Aun cuando se llegó a algunos acuerdos, el proceso dejó una estela de rencor y desconfianza. Cuando Gran Bretaña creó dificultades en 1898 en las negociaciones acerca de las colonias portuguesas, el káiser escribió un airado memorándum: «¡La conducta de lord Salisbury es del todo jesuítica, monstruosa e insolente!»[9]. Los británicos, por su parte, se ofendieron profundamente por el modo en que los alemanes aprovechaban la preocupación de Gran Bretaña por el deterioro de la situación en el sur de África para obligarla a sentarse a la mesa de negociaciones. Salisbury, que no compartía el entusiasmo de Chamberlain por una alianza en toda regla con Alemania, le dijo al embajador alemán: «Pedís demasiado por vuestra amistad»[10].

Al año siguiente, Alemania amenazó con retirar a su embajador en Londres cuando Salisbury se negó a ceder ante las exigencias alemanas sobre el archipiélago de Samoa. Impetuosamente, el káiser le envió a su abuela una carta extraordinariamente descortés, en la que criticaba a su primer ministro: «Este modo de tratar los intereses y sentimientos de Alemania ha causado en el pueblo el efecto de una descarga eléctrica, y ha suscitado la impresión de que a lord Salisbury no le agradamos más que Portugal, Chile o la Patagonia». Y añadía una amenaza: «Si se sigue tolerando que el gobierno de lord Salisbury mantenga este tipo de actitud prepotente hacia los intereses alemanes, me temo que habrá una fuente perpetua de incomprensión y recriminaciones entre los dos países, lo que a la larga puede engendrar animosidad»[11]. La vieja reina, tras consultar con Salisbury, replicó con suma dureza: «El tono en que escribís sobre lord Salisbury solo puedo atribuirlo a una temporal irritación por vuestra parte, pues de otro modo no creo que hubierais escrito de semejante modo, y dudo que alguna vez un soberano le haya escrito en tales términos a otro soberano, tanto menos a su propia abuela, respecto a su primer ministro»[12].

La guerra de los Bóers generó nuevas tensiones. El gobierno alemán tuvo, en realidad, un papel positivo, al rechazar incorporarse a una coalición de potencias para obligar a Gran Bretaña a firmar la paz con las dos repúblicas Bóers. Alemania no recibió todo el crédito que pudo haber cosechado, en parte debido al tono condescendiente y prepotente que Bülow y otros adoptaron para con Gran Bretaña. Como dijera después Friedrich von Holstein, el encargado virtual de las relaciones exteriores de Alemania: «Al actuar de manera amistosa y expresarnos de manera hostil, nos hemos caído por el hueco entre dos sillas». [Por «nos» entiéndase «Bülow»].[13]

Por lo demás, el hecho de que el público alemán, desde la emperatriz hacia abajo, apoyase mayoritariamente a los Bóers confirmaba la impresión en Gran Bretaña de que Alemania trabajaba activamente en pos de su derrota. Circulaban rumores de que algunos oficiales alemanes se estaban enrolando en los ejércitos Bóers, cuando en realidad el káiser les había prohibido participar. En los primeros meses de la guerra, Gran Bretaña capturó tres vapores postales alemanes, sospechando —erróneamente, como más tarde se vio— que transportaban material de guerra para los Bóers. (En uno de ellos, según el diplomático alemán Eckardstein, lo más peligroso que había eran cajas de queso suizo). Al demorarse los británicos en liberar los barcos, el gobierno alemán acusó a Gran Bretaña de violar el derecho internacional, en tono amenazador. Bülow, que deseaba de momento mantener la comunicación con Chamberlain, le escribió al entonces canciller Gottfried Hohenlohe: «La gravedad y la profundidad de la desafortunada antipatía de Alemania hacia Gran Bretaña constituye un gran peligro para nosotros. Si el público británico se percatara con claridad del sentimiento antibritánico que prevalece hoy en Alemania, tendría lugar un gran vuelco en su concepción de las relaciones entre Gran Bretaña y Alemania»[14]. De hecho, el público británico estaba al tanto de aquel sentimiento germano, ya que la prensa británica daba cuenta de él minuciosamente. El Atheneum Club de Londres tenía una muestra especial de historietas y artículos antibritánicos publicados en Alemania[15].

Aunque resulta difícil medirlo en una época anterior a las encuestas de opinión, el sentir de la élite de cada país, tanto en los ministerios de Asuntos Exteriores como en los parlamentos, o entre los militares, se estaba volviendo mutuamente hostil a comienzos del siglo XX[16]. Y había un nuevo factor, desconcertante para muchos en los círculos del gobierno: el de la creciente importancia de la opinión pública. «La mala voluntad hacia nosotros es menor en las altas esferas de la sociedad, quizá también entre las clases bajas de la población, la masa de trabajadores —escribió en 1903 a Berlín el conde Paul Metternich, quien sucedió a Hatzfeldt como embajador alemán en Londres—. Pero, de todos los que hay en el medio, y que trabajan con la mente y la pluma, la gran mayoría nos son hostiles»[17]. La clamorosa demanda popular de que el gobierno alemán hiciese algo respecto a Gran Bretaña, o de que el gobierno británico plantara cara a Alemania, no solo presionaba a quienes decidían la política exterior, sino que limitaba la posibilidad de colaboración entre los dos países.

La de Samoa, por ejemplo, era una crisis que no debió existir, ya que no había grandes intereses nacionales en juego. Sin embargo, resultó innecesariamente difícil de resolver por culpa de la agitación pública, sobre todo en Alemania. «Pues aun cuando la gran mayoría de nuestros políticos tabernarios no sabía si Samoa era un pez, un ave o una reina extranjera —dijo Eckardstein—, todos se desgañitaban gritando que, fuese lo que fuese, era alemana y debía seguir siendo por siempre alemana»[18]. De repente la prensa alemana descubrió que Samoa era esencial para el prestigio y la seguridad nacionales[19].

Pero la opinión pública suele ser voluble. Piénsese en el súbito cambio que tuvo lugar en Estados Unidos en 1972, cuando el presidente Nixon viajó a Pekín y China dejó de ser un enconado enemigo para convertirse en un nuevo amigo. Cuando la reina Victoria sufrió su última enfermedad mortal, el káiser corrió a su lado, a pesar de que aún seguía la guerra de los Bóers, y su gobierno temía un recibimiento hostil hacia él en Gran Bretaña. Él la sostuvo en brazos en sus últimos momentos, durante dos horas y media, y posteriormente afirmó haber ayudado a su tío, el nuevo rey Eduardo VII, a colocarla en su ataúd. La reina, recordaría más tarde el káiser, estaba «tan pequeña… y tan liviana»[20]. The Daily Mail llamó a Guillermo «un amigo en la adversidad», y The Times dijo que merecía «un sitio perdurable en sus recuerdos y afectos». The Telegraph recordó a sus lectores que Guillermo era medio inglés: «Nunca hemos dejado de enorgullecernos en secreto de que la personalidad más impresionante y dotada que haya subido a un trono europeo desde Federico el Grande sea en buena medida de nuestra misma sangre». En un almuerzo antes de su partida, Guillermo abogó por la amistad: «Deberíamos formar una alianza anglo-germana, vosotros cuidaríais de los mares, mientras que nosotros nos haríamos responsables de la tierra; con una alianza así ni un ratón podría moverse en Europa sin nuestro permiso»[21].

La competencia económica; una relación tormentosa, hecha de mutuas suspicacias y franca hostilidad ocasional; la presión de la opinión pública: todo esto contribuye a explicar por qué los deseos del káiser no se materializaron, y por qué Alemania y Gran Bretaña tomaron caminos divergentes antes de 1914. Pero si Alemania y el Imperio austrohúngaro hubieran vuelto a ser enemigos (como lo fueron hasta 1866), o si hubiese estallado una guerra entre Gran Bretaña y Francia, hubiera sido igualmente sencillo achacarlo a la influencia de factores similares. De modo que, una vez puestas sobre la mesa todas las cartas, la pregunta sigue en pie. ¿Por qué llegaron Alemania y Gran Bretaña a semejante antagonismo?

Parte de la explicación se halla en el modo de gobierno de Alemania, que confería demasiado poder al complejo y desconcertante personaje que se sentó en su cúspide desde 1888 hasta 1918, cuando se vio obligado a abdicar. La propaganda de los aliados culpaba a Guillermo II de haber iniciado la Gran Guerra, y de hecho los aliados victoriosos en París consideraron en algún momento la posibilidad de llevarlo ante los tribunales. Aquello era probablemente injusto: Guillermo nunca deseó una guerra europea generalizada, y en la crisis de 1914, así como en las anteriores, su inclinación fue preservar la paz. El conde Lerchenfeld, el perspicaz representante de Baviera en Berlín antes de la Gran Guerra, creía en sus buenas intenciones: «El káiser Guillermo erró, pero no pecó»; solo que su lenguaje violento y sus indignantes declaraciones causaban en los observadores una impresión equivocada[22]. No obstante, contribuyó decisivamente a tomar las medidas que dividieron a Europa en dos bandos hostiles fuertemente armados. Cuando decidió construir una armada para desafiar el poder marítimo inglés, creó una escisión entre Alemania y Gran Bretaña, y de ahí derivó buena parte de lo que aconteció después. Además, la errática conducta de Guillermo, sus entusiasmos cambiantes y su propensión a hablar demasiado sin pararse a pensar, contribuyeron a crear la imagen de una Alemania peligrosa, de un estado inconformista que no acataba las reglas del juego internacional, y que estaba decidido a dominar el mundo.

Emperador de los alemanes, rey de Prusia, el primero entre los demás monarcas alemanes, descendiente del gran rey guerrero Federico el Grande y nieto de su tocayo Guillermo I, en cuyo reinado nació Alemania como país, Guillermo II quería dominar la escena mundial, no solo la alemana. En privado era impaciente e inquieto, de rasgos animados y expresiones rápidamente cambiantes. «Conversar con él —dijo el barón Beyens, embajador belga en Berlín antes de la Gran Guerra—, implica hacer el papel de oyente, darle tiempo para desarrollar vivazmente sus ideas, y de vez en cuando aventurar algún comentario, que su rápida mente, revoloteando de un tema a otro, atrapa con avidez»[23]. Cuando algo lo divertía Guillermo se reía estruendosamente, y cuando se enojaba sus ojos destellaban «como el acero».

Era apuesto, rubio, de piel suave y lozana y ojos grises. En público representaba muy bien su papel de gobernante, con sus uniformes militares, sus ostentosos anillos y brazaletes y su porte erguido de soldado. Como Federico el Grande y como su abuelo, solía vociferar órdenes y garabatear comentarios lacónicos y a menudo groseros —«pescado podrido», «basura», «estupideces»— en los documentos. Sus rasgos componían una severa máscara, y su mirada era fría; el célebre bigote de puntas agresivas era emparejado todas las mañanas por su barbero personal. «Nos preguntamos —decía Beyens—, con un poco de angustia, si el hombre que acabamos de ver está realmente convencido de lo que dice, o si es el más impresionante actor que ha aparecido en el escenario político de nuestro tiempo»[24].

Guillermo era un actor, un actor que en secreto dudaba de si estaría o no a la altura del papel que había de desempeñar. El veterano embajador francés en Berlín, Jules Cambon, tenía la impresión de que «S. M. tenía que hacer un gran esfuerzo, un esfuerzo inmenso, por mantener la actitud severa y digna que se espera de un soberano, y que era un gran alivio para él, al concluir la parte oficial de la audiencia, poder relajarse y entregarse a una conversación agradable, e incluso jocosa, que parecía corresponderse mucho más con la verdadera naturaleza de S. M.»[25]. En opinión de Albert Hopman, un asesor naval que usualmente tendía a la adulación, Guillermo tenía «una inclinación un tanto femenina en su carácter, pues carecía de lógica, de formalidad y de verdadera solidez interior masculina»[26]. Walther Rathenau, industrial alemán sumamente inteligente y perspicaz, se maravilló del contraste entre su personalidad en público y en privado en su primer encuentro con el káiser. Vio a un hombre que se esforzaba por mostrar un vigoroso dominio que no le era connatural: «Una naturaleza dirigida contra sí misma, de modo inconsciente. Muchos otros han visto esto: menesterosidad, suavidad, anhelo de compañía, una naturaleza infantil violentada, todo esto era palpable por detrás de las proezas atléticas, la alta tensión y la actividad retumbante»[27].

También en esto se parecía Guillermo a Federico el Grande. Ambos hombres tenían un lado gentil, sensible e intelectual que se sintieron obligados a reprimir a causa de sus circunstancias. Aunque Guillermo carecía del gusto exquisito de Federico, le encantaba diseñar edificios (más bien feos y pomposos). En sus últimos años se apasionó por la arqueología, y arrastraba durante semanas a su infortunada corte hasta Corfú, donde tenía una excavación. Por otra parte, no le gustaban ni el arte ni la literatura modernos. «Vaya serpiente he criado en mi seno», exclamó tras el estreno en Berlín de la Salomé de Richard Strauss[28]. El gusto del káiser se decantaba más por la música alta y estridente[29].

Guillermo era inteligente, poseía una excelente memoria y le gustaba estar al corriente de las nuevas ideas. «Uno no puede evitar asombrarse una y otra vez —escribió un sufrido oficial a su servicio—, de la extraordinaria atención que el emperador prodiga a todas las tendencias modernas del progreso. Hoy es el radio, mañana serán las excavaciones en Babilonia, y pasado mañana tal vez discurra sobre una investigación científica libre y desprejuiciada»[30]. Asimismo era un buen cristiano, y cuando estaba de humor pronunciaba sermones llenos, como dijo Hopman, «de misticismo y crasa ortodoxia»[31]. Guillermo tenía una tendencia, bastante descontrolada por ser él quien era, a saberlo todo. Instruyó a su tío Eduardo sobre cómo debían los británicos llevar adelante la guerra de los Bóers, y le envió bocetos de acorazados a su ministerio de la Marina. (También le dio muchos consejos no solicitados a la marina británica)[32]. Pretendía enseñar su oficio a los directores de orquesta y a los pintores. Como cruelmente dijera Eduardo, Guillermo era «el más brillante fracasado de la historia»[33].

No le gustaba que lo contradijeran y hacía todo lo posible por evitar a quienes podían disentir con él o darle alguna mala noticia. Como le dijo a Holstein en 1891 el diplomático Alfred von Kiderlen-Waechter: «Él simplemente se convence a sí mismo de una opinión […]. Cualquiera que esté a favor es citado como una autoridad; cualquiera que disienta de ella “está siendo embaucado”»[34]. En su mayor parte, los que integraban la corte de Guillermo y sus consejeros oficiales más cercanos aprendieron a seguirle la corriente a su señor. «Cuanto más ascendemos, estas intrigas y este servilismo se vuelven naturalmente peores —dijo el conde Robert Zedlitz-Trützschler, durante siete años responsable de la casa imperial—, pues es en la cumbre donde uno abriga los mayores temores y esperanzas. Todo el que se halla en la inmediata cercanía del emperador se convierte, a todos los efectos, en su esclavo»[35].

También sus sirvientes tenían que mantener entretenido a su señor y soportar sus bromas. A lo largo de toda su vida, el sentido del humor de Guillermo siguió siendo el de un adolescente. Se burlaba de las peculiaridades físicas: por ejemplo, de la cabeza calva del representante del estado de Baden en Berlín[36]. En sus cruceros veraniegos por el mar del Norte, Guillermo obligaba a los demás pasajeros a salir a hacer gimnasia matutina, y encontraba muy divertido empujarlos por detrás o cortarles los tirantes. Apretaba demasiado, y a propósito, al saludar con su fuerte mano derecha y sus cortantes anillos, daba codazos a la gente o les tiraba de las orejas[37]. Cuando le atizó al gran duque Vladímir de Rusia un «resonante golpe» con su bastón de mariscal de campo, lo hizo, naturalmente, dijo Zedlitz, a modo de broma. «Nadie pudo dejar de advertir que este tipo de nonchalance distaba de complacer a estos personajes reales e imperiales, y no puedo sino temer que el emperador haya disgustado gravemente a no pocas cabezas coronadas con tales jugueteos, que difícilmente podrían ser de su agrado»[38]. De hecho, el rey de Bulgaria, un país que Alemania esperaba convertir en su aliado, cierta vez abandonó Berlín «lívido de odio», después de que el káiser le diera un cachete en el trasero en público.

Aunque era mojigato en presencia de mujeres, cuando se hallaba entre hombres a Guillermo le encantaban los cuentos groseros y las payasadas, y ver robustos soldados vestidos de mujer le parecía el colmo de la comedia. «He hecho de enano —dijo Kiderlen tras una salida con Guillermo—, y apagué las luces para gran deleite del káiser. En una cantinela improvisada, C. y yo hicimos de mellizos chinos; íbamos unidos por una enorme salchicha». En 1908, el jefe de su gabinete militar murió de un infarto mientras bailaba vestido con un tutú y un sombrero de plumas[39].

Siempre ha habido rumores de que Guillermo era homosexual, debidos en parte a su gran amistad con Philip Eulenburg, que lo era; pero esto no parece probable. En su juventud tuvo varios romances con mujeres, y al parecer sentía devoción por su esposa, la duquesa alemana Augusta Victoria, o Dona, como la llamaban. Sin embargo, al morir ella, después de la Gran Guerra, él volvió a casarse enseguida. Dona era sumamente antibritánica, extremadamente conservadora y rígidamente protestante; por ejemplo, no toleraba católicos entre sus allegados. Tampoco permitía que se presentase en la corte nadie que estuviese mínimamente implicado en algún escándalo. Berlín se acostumbró a ver a la comitiva real abandonar los teatros cada vez que Dona creía detectar algo indecente en el escenario. Beyens, el embajador belga en Berlín, hizo esta cruel pero precisa observación: «Su gran objetivo es que la vida familiar en las residencias reales sea tan acogedora y hogareña como la de un humilde hacendado prusiano»[40]. Y a pesar de los esfuerzos de Guillermo por volverla más elegante, escogiéndole sus ropas y cubriéndola de joyas caras y ostentosas, ella misma parecía siempre la esposa de un hacendado prusiano. Según comentara cruelmente un observador, cuando ella se ponía un vestido dorado con una faja roja para asistir a un baile de la corte, «parecía un petardo de feria»[41]. Dona adoraba a Guillermo y le dio siete hijos, pero no conseguía entretenerlo. Para eso él tenía sus cruceros y sus partidas de caza con su séquito masculino. No parece que se diera cuenta de que a Eulenburg, y posiblemente a otros miembros de su círculo, no le interesaban mucho las mujeres, de modo que fue una auténtica conmoción para él cuando se convirtió en escándalo público.

El káiser, como demuestra claramente el caso de Eulenburg, no era nada perspicaz en materia psicológica. Tampoco se le daba bien comprender el punto de vista de los demás. El propio Eulenburg, posiblemente el amigo más íntimo del káiser, y alguien que lo quería por sus propios valores, escribió en 1903: «S. M. ve y juzga todas las cosas y a todos los hombres únicamente desde su perspectiva personal. Ha perdido completamente la objetividad, y la subjetividad cabalga en un corcel que da bocados y coces»[42]. Siempre fue propenso a sentirse agraviado, pero con frecuencia él mismo insultaba a los demás. Alemania era en teoría una federación de principados, siendo Guillermo el primero entre iguales; pero tan condescendiente y avasallador se mostraba con los demás gobernantes que la mayoría de ellos procuraban evitarlo.

Guillermo prefería, con mucho, hablar a escuchar. En los primeros doce años de su reinado pronunció cuatrocientos discursos oficiales y otros tantos no oficiales[43]. Toda la corte sentía angustia, decía Lerchenfeld, cuando el káiser se disponía a pronunciar un discurso, porque nunca sabían lo que iba a decir[44]. Y, de hecho, a menudo decía cosas sumamente tontas o tendenciosas. Le gustaba afirmar que «aplastaría», «destruiría» o «aniquilaría» a quienes se interpusieran en su camino o en el de Alemania. Al inaugurar un monumento militar en Fráncfort durante el primer año de su reinado, declaró que no renunciaría a ningún territorio que sus ancestros hubiesen conquistado: «Antes dejaríamos nuestros dieciocho cuerpos de ejército y nuestros cuarenta y dos millones de habitantes en el campo de batalla que renunciar a una sola piedra»[45]. Acaso su discurso más notorio sea el que pronunció en 1900 para despedir a la expedición alemana enviada a sofocar el levantamiento de los bóxers. Habrían de enfrentarse a un enemigo salvaje y no podían mostrar debilidad. «¡Cualquiera que caiga en vuestras manos ha de caer bajo vuestra espada!». En una sentencia que quedó fijada en la mente de los alemanes, exhortó a los soldados a ser como los hunos de antaño: «Deberéis hacer que China os recuerde durante mil años, y que ningún chino, tenga o no los ojos rasgados, se atreva a mirar de frente a un alemán»[46].

Aunque admiraba la rudeza en otros y él mismo aspiraba a ella, Guillermo era emocionalmente frágil. Le atormentaban «las dudas y los autorreproches», dijo Wilhelm Schön, uno de sus diplomáticos. Su séquito se preocupaba constantemente por su estado nervioso, su tendencia a exaltarse y sus violentos arranques de cólera[47]. Cuando se enfrentaba a situaciones —a menudo creadas por él mismo— que no podía manejar, muchas veces se derrumbaba y hablaba de abdicar; a veces hasta de suicidarse. «En momentos como esos —decía Schön—, se requerían todos los poderes de persuasión de la emperatriz para resucitar su coraje e inducirlo a continuar desempeñando su cargo, prometiendo hacerlo mejor»[48]. ¿Tenía acaso —se preguntaba un agregado militar austriaco en Berlín—, como suele decirse, un tornillo suelto? Muchos de quienes trabajaban con él compartían este temor. En 1903, Eulenburg viajaba en uno de los habituales cruceros del káiser por el mar del Norte. Era una época en que Guillermo normalmente estaba tranquilo, relajado y jugando a las cartas con su fiel séquito; pero se había vuelto cada vez más temperamental. «Es difícil de manejar y complicado en todos los aspectos», le escribió desesperado Eulenburg a Bülow. Guillermo cambiaba de opinión en un momento, y sin embargo nunca dejaba de insistir en que tenía la razón. «Pálido, despotricando descompuesto —proseguía Eulenburg—, mirando nerviosamente a su alrededor y soltando mentira tras mentira, me causó una impresión tan terrible que aún no logro reponerme»[49].

Para comprender a Guillermo es necesario remontarse a su niñez; en realidad, tal vez hasta a su mismo nacimiento. Y tanto en su época como después se ha dedicado muchísimo tiempo a esta tarea. Su madre, Vicky, tenía solo dieciocho años al darlo a luz, y su parto fue terriblemente prolongado y difícil. Es posible que el recién nacido sufriera de asfixia temporal, y acaso algún daño cerebral. Una vez seguros de que Guillermo estaba vivo, los médicos se preocuparon por la joven madre, que se hallaba en un estado lastimoso. Hasta horas más tarde no se percataron de que el brazo izquierdo del bebé estaba desencajado[50]. Este brazo nunca creció como debía, pese a toda una panoplia de tratamientos, que iban desde aplicarle descargas eléctricas hasta atarle alrededor un esqueleto de liebre. Los trajes y uniformes de Guillermo estaban cortados cuidadosamente para disimularle el defecto, pero este resultaba engorroso para un hombre a quien todos, incluido él mismo, querían ver como una gallarda figura militar a caballo.

Su madre, quien le confesó a la reina Victoria que al principio no les prestaba mucha atención a sus hijos (que llegarían a ser ocho), compensaría luego con creces esta desatención, supervisando cada detalle de su educación. Su madre la previno: «A menudo pienso que un celo excesivo, una vigilancia demasiado constante, conduce en el futuro a los mismos peligros que se desea evitar»[51]. La vieja reina tenía razón. A Guillermo le desagradaba su tutor, un hombre rígido y sin gracia que intentó darle una educación progresista. Sus padres, el príncipe heredero y la princesa, soñaban con convertir Alemania en una monarquía constitucional en toda regla y en un estado participativo moderno. Vicky no contribuyó a ello, dejando bien claro que Alemania le parecía inferior a Gran Bretaña en muchísimos aspectos. Esto se oponía a la retrógrada y conservadora corte prusiana y, en primer lugar, a Guillermo I y su extremadamente poderoso ministro, Bismarck. Aunque el joven Guillermo tuvo una intensa y a menudo amorosa relación con su madre, con el tiempo llegaría a acumular resentimiento contra ella. Lo mismo podría decirse de su relación con Gran Bretaña.

Para consternación de su madre, Guillermo gravitaba precisamente hacia aquellos elementos de la sociedad prusiana que ella más detestaba: los aristócratas terratenientes, o junkers, con su visión reaccionaria y su suspicacia por el mundo moderno; los militares, con sus cerrados valores jerárquicos; y la corte profundamente conservadora de Guillermo I. El joven príncipe admiraba muchísimo a su abuelo, el monarca que había cubierto de gloria a los Hohenzollern, al unificar Alemania bajo su gobierno. Asimismo, supo sacar partido de las diferencias entre Guillermo I y sus padres. De joven, cuando no quería acompañar a su padre en algún viaje, lograba que su abuelo interviniese. Mientras que el príncipe heredero, a instancias de Bismarck, era excluido de toda participación en asuntos de gobierno, a Guillermo se le permitía ir en misiones diplomáticas, y en 1886 fue encomendado al ministerio de Asuntos Exteriores para que ganase experiencia, algo que a su padre nunca le fue permitido. En un raro momento de reflexión, Guillermo le contó al hijo de Bismarck que su buena relación con su abuelo, el rey, «desagradaba» a su padre: «Él no se hallaba bajo la autoridad de su padre, no recibía ni un céntimo de su padre; como todo derivaba del cabeza de familia, él era independiente de su padre»[52].

Al cumplir dieciocho años, Guillermo se incorporó a un regimiento de élite donde, como afirmaría más tarde, se sintió de inmediato como en casa. «Había vivido años de enorme temor viendo que no se valoraba mi naturaleza, asistiendo a cómo se ridiculizaba todo aquello que era para mí lo más alto y sagrado: Prusia, el ejército y todos los gratificantes deberes que encontré por primera vez en este cuerpo de oficiales, y que me han proporcionado júbilo, felicidad y satisfacción en este mundo»[53]. Le encantaba el ejército, le encantaba la compañía de los demás oficiales (llenó su casa de ellos), y le encantaba especialmente que algún día todo eso fuera a ser suyo. Aquel día llegó mucho antes de lo que nadie esperaba.

El viejo rey Guillermo murió en marzo de 1888. Su hijo, quien estaba ya gravemente enfermo de cáncer de garganta, lo siguió tres meses después. Este momento es uno de los grandes puntos de inflexión de la historia moderna. ¿Qué hubiera pasado si Federico, con el apoyo de su esposa Vicky, hubiera gobernado Alemania, digamos, durante las dos décadas siguientes? ¿Se habrían alejado resueltamente del gobierno absolutista hacia una verdadera monarquía constitucional? ¿Habrían logrado imponer un control civil firme sobre el ejército? ¿Habría tomado Alemania un camino diferente en política internacional, tal vez hacia una mayor amistad, o incluso una alianza, con Gran Bretaña? Con Guillermo II, Alemania tuvo otro tipo de gobernante y un destino diferente.

El ascenso de Guillermo al trono no habría importado tanto si él hubiese sido, como su abuela, su tío y su primo, el gobernante hereditario de Gran Bretaña. Si bien estos poseían una influencia a menudo considerable, no tenían el poder de Guillermo. Este, por ejemplo, podía nombrar a los ministros que quisiese, dirigir el ejército y conformar la política exterior de Alemania. Allí donde los gobernantes británicos tenían que lidiar con un primer ministro y un gabinete, que a su vez respondían ante un poderoso parlamento, Guillermo designaba y destituía a su antojo a sus cancilleres y ministros. Aunque estaba obligado a pedir financiación al Reichstag, él, o en la práctica sus ministros, por lo general lograban obtener lo que necesitaban. Es cierto que quienes lo rodeaban aprendieron a manejarlo (Eulenburg, antes de caer en desgracia, era particularmente hábil para ello), y que no siempre lo mantenían plenamente informado acerca de algunos temas sensibles. No obstante, él podía y solía interferir para decretar políticas y nombramientos.

Tampoco habría importado si Guillermo hubiese sido, como por ejemplo su pariente lejano el príncipe Guillermo de Wied, el rey de Albania. Pero era el gobernante de uno de los países más poderosos del mundo. Como dijo Zedlitz después de uno de los colapsos nerviosos de Guillermo: «Es un niño y siempre lo será; pero un niño que tiene el poder de hacerlo todo difícil o imposible». Y llegó a citar el Eclesiastés: «¡Pobre del país que tenga a un niño por rey!»[54]. Y Alemania era, además de poderosa, complicada; lo que resultaba peligroso en manos de alguien como Guillermo. Era casi como regalarle un potente automóvil al Sapo del clásico infantil El viento en los sauces. (Curiosamente, Guillermo detestó los automóviles cuando aparecieron por primera vez, y alegó que asustaban a los caballos; pero tan pronto como poseyó uno se convirtió, según Bülow, en «un automovilista fanático»)[55].

Con la unificación de los estados alemanes en el Reich en 1871, Alemania llegó a ser el país más poblado de Europa al oeste de Rusia, lo que representaba una ventaja en el número de potenciales reclutas para sus fuerzas armadas. Además, el ejército alemán tenía fama de ser el mejor entrenado y con mejores oficiales de todo el mundo. Para 1911, había en Alemania sesenta y cinco millones de habitantes, mientras que Francia tenía treinta y nueve, y Gran Bretaña cuarenta. (Rusia contaba con ciento sesenta millones, una de las razones por las que constituía un aliado tan valioso para Francia). Se estaba convirtiendo rápidamente en la economía más dinámica de Europa. En 1880, Gran Bretaña era el principal país exportador, con el veintitrés por ciento del comercio mundial, mientras que Alemania poseía el diez por ciento. Hacia 1913, Alemania pugnaba por alcanzar a Gran Bretaña: ya contaba con el trece por ciento del comercio mundial, mientras que Gran Bretaña había descendido hasta el diecisiete por ciento. Logró alcanzar a Gran Bretaña en producción siderúrgica en 1893, y en 1913 era el principal exportador mundial de maquinaria.

Con la industrialización surgieron los sindicatos, los movimientos obreros y las huelgas; incluso en Alemania, donde los beneficios sociales eran mayores que en casi todos los demás países. En 1896-1897 estalló una huelga importante en el gran puerto de Hamburgo, y desde entonces no dejó de haber huelgas periódicas en distintas partes del país, hasta el comienzo mismo de la guerra. En la mayoría de los casos los objetivos eran económicos, pero estos se fueron politizando cada vez más, pretendiendo lograr cambios en la sociedad alemana. El número de afiliados a los sindicatos creció significativamente, de menos de dos millones en 1900 a tres millones en 1914. Aún más preocupante para las clases gobernantes alemanas fue la aparición de un poderoso partido socialista. En 1912 el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) era el mayor partido del Reichstag, con casi un tercio de los escaños y del voto popular.

Alemania no era la única en sentir las presiones provocadas por estas transformaciones aceleradas pero su sistema político estaba particularmente mal equipado para bregar con ellas. Bismarck, pese a ser un gran estadista, había creado un sistema y una constitución endebles, que solo funcionaron cuando él estuvo al mando, y ni siquiera siempre. En teoría, según la constitución, Alemania era una federación compuesta por dieciocho estados diferentes. Tenía un parlamento federal, el Reichstag, elegido mediante sufragio universal masculino, con la responsabilidad de aprobar presupuestos federales. Disponía además de un consejo federal, el Bundesrat, compuesto por representantes de los estados, con el derecho de supervisar aspectos cruciales de la política exterior y del ejército y la armada. Pero una cosa era la teoría y otra la práctica. Aquel consejo nunca adquirió importancia; Bismarck no tuvo jamás la menor intención de compartir el poder, ni el suyo ni el de Prusia. Acumulaba en su persona los cargos de canciller alemán y de ministro-presidente prusiano, práctica que continuó hasta el final de la Gran Guerra. También era ministro de Asuntos Exteriores, y dirigía los asuntos extranjeros mayormente desde el ministerio de Asuntos Exteriores prusiano. Con estas competencias, en parte coincidentes, nunca quedaba claro sobre quién recaía realmente la responsabilidad.

Pero Bismarck y sus sucesores no lograron administrar Alemania enteramente a su antojo; al pasar los años tuvieron que lidiar con un Reichstag capaz de aducir, con razón, que representaba la voluntad del pueblo alemán, y que podía suponer un formidable obstáculo para las políticas gubernamentales si amenazaba con vetar la aprobación del presupuesto. Las décadas transcurridas entre 1871 y 1914 estuvieron marcadas por una serie de crisis políticas y ocasionales puntos muertos, y tanto Bismarck como Guillermo I y sus consejeros contemplaron la posibilidad de abolir la constitución y retornar al absolutismo. «Burros», «idiotas», «perros»: así solía llamar Guillermo a los miembros del Reichstag, y también le gustaba decir que les iba a enseñar quién era el que mandaba de verdad en Alemania[56].

Además del revuelo político que hubiera causado, resulta muy dudoso que semejante paso le hubiese dado a Alemania un gobierno más coherente y unificado. Bismarck y sus sucesores no creían en la negociación ni el acuerdo de políticas en el marco de un gabinete, ni al parecer tampoco en una coordinación elemental entre las diferentes ramas del gobierno. Así pues, por ejemplo, el ministerio de Asuntos Exteriores no estaba al tanto de los planes del ejército, y viceversa. Y lo cierto es que las cosas empeoraron en lugar de mejorar cuando Guillermo II llegó al trono, pues intentó ejercer un control directo sobre el ejército y la armada a través de sus propios gabinetes de consejeros, e insistió en que los ministros alemanes despacharan directamente con él. El resultado fue que hubo todavía menos coordinación y más desinformación que antes.

La nueva federación fue también como un jinete débil intentando maniobrar sobre un caballo fuerte. Prusia, que constituía el sesenta y cinco por ciento del territorio nacional, y el sesenta y dos por ciento de su población, eclipsaba y dominaba a todos los demás miembros, desde el reino de Baviera, en el sur, hasta la ciudad-estado de Hamburgo, en el norte. Y Prusia, con una asamblea legislativa estatal dominada por los conservadores, gracias a una restringida franquicia y a un sistema de votación cuidadosamente administrado, continuó siendo un contrapeso fuertemente conservador dentro de una Alemania que veía crecer la fuerza de los moderados, los liberales y los socialistas, incluso dentro de la misma Prusia. Por otra parte, las familias prusianas de la nobleza terrateniente ocupaban una posición privilegiada en la sociedad y dominaban las instituciones alemanas, especialmente el ejército y el ministerio de Asuntos Exteriores. Sus valores —lealtad, piedad, deber, devoción a la familia, respeto a la tradición y al orden establecido, y agudo sentido del honor— eran en cierto sentido admirables, pero también conservadores, cuando no reaccionarios, y resultaban cada vez más anacrónicos en la Alemania moderna[57].

Las personas más cercanas a Guillermo provenían de aquel mundo y compartían muchos de sus valores. Sin embargo, en los primeros años de su reinado, Guillermo se preocupó, tal vez a instancias de su madre, por mejorar la suerte de las clases más pobres de la sociedad. Esto lo llevó a un enfrentamiento con su canciller, Bismarck. Allí donde Guillermo quería mejorar las condiciones de trabajo, Bismarck deseaba aplastar el floreciente movimiento socialista. En 1890 el canciller perdió el control del Reichstag e hizo todo lo que pudo por generar una crisis política, buscando así un pretexto para acabar con él y derogar la constitución. Guillermo I acaso le habría dejado llevar a cabo semejante plan, pero su nieto no tenía intenciones de pasar por ahí. La intransigencia de Bismarck alarmaba cada vez más al nuevo káiser, y este no estaba dispuesto a dejarse aconsejar por él (ni en realidad por nadie). La confrontación final se produjo en marzo de 1890, cuando el káiser criticó a Bismarck por no mantenerlo debidamente informado ni de los asuntos exteriores ni de los nacionales, y dejó claro quién tenía la última palabra en Alemania. Bismarck dimitió y se mudó de Berlín a su propiedad campestre, donde vivió en un rencoroso retiro hasta su muerte.

Guillermo era ya dueño de sus actos, y el amo de Alemania. Su concepto de lo que significaba ser el rey de Alemania era, como cabría esperar, bastante fatuo. Como dijo en un discurso pronunciado en Königsberg poco después de su ascenso al trono: «Nosotros los Hohenzollern recibimos nuestra corona solo del Cielo, y de los deberes que conlleva solo ante el Cielo hemos de responder»[58]. No tenía intenciones, como demostró la diputa con Bismarck, de delegar sus responsabilidades en su canciller ni en un gabinete. De hecho, incrementó el número de oficiales que debían informarle a él directamente, y estableció un estado mayor real para la supervisión del ejército. El problema estaba en que él aspiraba al poder y la gloria, y al reconocimiento, pero sin esforzarse. «Verá usted —dice la Rata sobre el Sapo en El viento en los sauces—, insiste en conducir él mismo, y es absolutamente inepto. Bastaría con que contratase a un animal decente, estable y bien entrenado, le pagara un buen sueldo y lo dejara todo en sus manos, y las cosas irían bien. Pero no, está convencido de que es un conductor nato, y nadie puede enseñarle nada. Y luego pasa lo que pasa».

Guillermo era perezoso e incapaz de concentrarse en nada por mucho tiempo. Bismarck lo comparaba con un globo: «Si no lo agarras con fuerza por la cuerda, nunca se sabe adónde llegará»[59]. Aunque solía quejarse de exceso de trabajo, Guillermo redujo significativamente el horario de entrevistas con los jefes militares, el canciller y los ministros, que su abuelo había mantenido fielmente. Algunos ministros solo lo veían una o dos veces al año. Muchos se quejaban incluso de que el káiser no prestaba atención y protestaba si sus informes eran demasiado extensos[60]. Se negaba a leer los periódicos, y apartaba con irritación los documentos largos. Aunque insistía en hacerse cargo de las maniobras anuales de su nueva armada, perdía la paciencia al saber que debía consultar con sus oficiales y decidir los detalles. «¡Al infierno con todo! Soy el Supremo Señor de la Guerra. Yo no decido: yo ordeno»[61].

También pasó más de la mitad del tiempo de su reinado fuera de Berlín y de su palacio en la vecina Potsdam. A Guillermo el Inquieto, como lo describiera su primo el rey Jorge V de Gran Bretaña, le gustaba viajar, puede que en parte, como sospechaba un miembro de su corte, para escapar de la agobiante mentalidad doméstica de su esposa[62]. Solía irse a sus otros palacios (tenía docenas de ellos), visitar los pabellones de caza de sus amigos e irse de crucero en alguno de sus yates. Sus ministros tenían que viajar todos los días hasta dondequiera que estuviese, y ni siquiera así lograban verlo siempre, porque «Guillermo el Súbito» era famoso por sus cambios de planes en el último minuto. Sus súbditos decían en son de broma que los alemanes ya no cantaban «Salve el Conquistador», sino «Salve tú que vas en el expreso»[63].

Los alemanes hacían no pocos chistes acerca de su gobernante. Siempre que el semanario satírico Simplicissimus llevaba alguna caricatura poco halagüeña de Guillermo en la cubierta, este se enfurecía contra el editor y el dibujante, pero lo único que conseguía era incrementar su circulación. Cuando construyó una avenida de la Victoria en Berlín, en 1901, y la adornó con estatuas gigantes y cursis, los berlineses la bautizaron enseguida como el Callejón de los Muñecos. Pero, por más que el káiser fuese el hazmerreír, no siempre resultaba gracioso. Un joven clasicista, Ludwig Quidde, publicó en 1894 un panfleto sobre Calígula, en el que pintaba al emperador romano acometiendo frenéticamente una tarea tras otra «en un rapto de impaciencia nerviosa», y hablaba de su «hambre de triunfos militares» y de su «fantástica idea» de conquistar el mar. «La teatralidad —decía—, es un ingrediente de la demencia imperial»[64]. El panfleto vendió doscientas cincuenta mil ejemplares en los años previos a 1914.

De entre todas sus responsabilidades, la que más enorgullecía a Guillermo era la relacionada con las fuerzas armadas. Según la constitución alemana (que se jactaba de no haber leído[65]), él era el comandante supremo de las fuerzas armadas alemanas; los oficiales le juraban lealtad a él y no a Alemania. «Estamos hechos el uno para el otro —le dijo Guillermo al ejército en uno de sus primeros actos tras ser nombrado káiser—, nacimos el uno para el otro, y permaneceremos unidos indisolublemente, sea la voluntad de Dios enviarnos la calma o la tormenta»[66]. Él y sus ministros consiguieron oponerse a todos los intentos del Reichstag de examinar los asuntos militares, y tendían a tratar con suspicacia a los políticos electos y a buena parte del público en general. Guillermo les dijo en una ocasión a los reclutas que debían recordar que algún día él podría llamarlos para mantener el orden en el país: «Con las recientes revueltas socialistas, es totalmente posible que yo os ordene disparar contra vuestros propios familiares, hermanos e incluso padres»[67].

Guillermo adoraba a «Mi Ejército», y prefería con mucho a los soldados antes que a los civiles. Cada vez que podía, les asignaba puestos gubernamentales y diplomáticos. Le encantaba cabalgar a la cabeza en los desfiles y recibir el saludo. Le encantaba participar en las competiciones militares, lo que implicaba que su valor como ejercicio de entrenamiento era mínimo, pues él siempre tenía que ganar. Algunas veces mandaba pararlo todo para transferir fuerzas de un bando al otro (por lo general el suyo)[68]. Se ocupaba mucho del uniforme (efectuó treinta y siete cambios en los uniformes militares entre 1888 y 1904), y él mismo se dejaba ver casi siempre con atuendo militar. Asimismo, procuraba mantener a su amado ejército a salvo de las corruptoras influencias del mundo moderno. Una de sus ordenanzas decía: «Por la presente, se solicita a los caballeros del ejército y la marina no bailar tango ni bailes de salón en uniforme, así como evitar a aquellas familias que ejecuten dichas danzas»[69].

La constitución también otorgaba a Guillermo considerables facultades en asuntos exteriores: podía nombrar y destituir diplomáticos y firmar tratados. El ministerio de Asuntos Exteriores, en la Wilhelm Strasse, y el cuerpo diplomático no le despertaban el mismo afecto que el ejército. Los diplomáticos eran unos «cerdos» holgazanes, que siempre estaban poniendo obstáculos. «Le diré algo —le soltó una vez a un alto funcionario—, vosotros los diplomáticos sois unos mentirosos de mierda y la Wilhelmstrasse apesta»[70]. Con todo, Guillermo se creía un maestro de la diplomacia, e insistía en tratar directamente con los demás monarcas, a menudo con consecuencias desafortunadas. Lamentablemente, no tenía ninguna política clara más allá del vago deseo de que Alemania llegase a ser importante (y a serlo él mismo), y también, en lo posible, el de evitar la guerra. «Él era pacífico —dijo Lerchenfeld, el delegado bávaro en Berlín—, quería estar en buenos términos con todas las potencias, y a lo largo de los años ha intentado aliarse con los rusos, los ingleses, los italianos, los estadounidenses y hasta con los franceses»[71].

Cuando Guillermo destituyó a Bismarck, la revista satírica inglesa Punch publicó una caricatura llamada «Dropping the Pilot». [Deshaciéndose del piloto]. El propio Guillermo le dijo con tono triunfante en un telegrama al gran duque de Sajonia-Weimar: «El puesto de oficial de guardia de la nave del estado ha recaído en mí […]. Adelante a todo vapor»[72]. Por desgracia, justo eso era lo que estaba a punto de hacer, y con una armada de verdad.