VII

EL OSO Y LA BALLENA:
RUSIA Y GRAN BRETAÑA

E n la noche del viernes 21 de octubre de 1904 había en el mar del Norte una luna casi llena, aunque cubierta en parte por la bruma. Unos cincuenta barcos de pesca de arrastre procedentes de Hull se dispersaban a lo largo de unos doce kilómetros en la zona de captura del banco Dogger, a medio camino entre el norte de Inglaterra y la costa de Alemania; no muy lejos, la flota rusa del Báltico se desplazaba rumbo al canal de la Mancha, en un viaje hacia extremo Oriente condenado al fracaso. Los barcos pesqueros tenían sus redes echadas, y sobre el puente, alumbrándose con luces de acetileno, sus tripulaciones se dedicaban a eviscerar la captura. Algo fuera de la rutina, que agradecían los pescadores. Estos se gastaban bromas y rieron al ver las luces de los acorazados y sus reflectores desplazándose por el agua. Había tanta luz que hasta podía distinguirse los rostros de los marineros rusos. «Llamé a todos los trabajadores a cubierta —afirmó el capitán Whelpton, patrón de uno de los pesqueros—, para que presenciaran lo que yo pensaba que iba a ser un espectáculo lumínico». De pronto se escuchó un toque de corneta, seguido del tableteo de la artillería y las ametralladoras. «¡Dios mío! —exclamó Whelpton—, ¡no son salvas, muchachos! ¡Al suelo, protéjanse!»[1]. Los barcos no tuvieron tiempo de recoger sus pesadas redes, así que se quedaron quietos en el mar mientras el tiroteo se prolongaba durante veinte minutos. La flota rusa prosiguió su viaje, dejando tras de sí dos hombres muertos, otros cuantos heridos y un barco pesquero hundido. Poco después, uno de los barcos rusos confundió a otro de la flota con un navío de guerra japonés y también abrió fuego. El episodio al completo indicaba la confusión y los equívocos que marcaron el esfuerzo bélico ruso.

La opinión pública británica se indignó con la flota rusa —«Borrachos, como siempre», apuntaba The Daily Mail—, así como el gobierno británico, que le exigió al ruso una disculpa y una indemnización por los daños causados. Al principio, los rusos se negaron a reconocer que su flota hubiera hecho nada malo, aduciendo que tenían buenas razones para sospechar que torpederas japonesas se habían abierto paso hacia aguas europeas con el fin de atacar a la flota rusa del Báltico. Lansdowne no aceptó esta explicación, y el 26 de octubre exigió que la flota rusa se recogiera en Vigo, en la costa atlántica española, hasta que el asunto quedara aclarado. «Si se le permite continuar viaje sin detenerse en Vigo —le dijo al embajador ruso—, posiblemente antes de terminar la semana estemos en guerra». Los rusos respondieron al día siguiente en tono beligerante, afirmando que tenían «pruebas irrefutables» de que los japoneses se preparaban para atacar su flota. En cualquier caso, añadió el almirante Rozhdestvenski, comandante de la flota rusa del Báltico, el ataque era responsabilidad de los pesqueros, por haberse cruzado en su ruta. Esa noche Lansdowne sintió que «había idénticas posibilidades de guerra que de paz»[2]. Aunque en esta ocasión se logró abortar la guerra, el episodio del banco Dogger quedó como otra de las frecuentes alarmas bélicas que se encendían en Europa. Además, empeoró, si cabe, las relaciones entre Gran Bretaña y Rusia; y para esta, fue también una simple muestra del desarrollo de su desastrosa guerra con Japón.

Rusia había entrado en guerra con Japón en extremo Oriente por una mezcla de ineptitud, optimismo infundado sobre sus propias capacidades y desprecio por los japoneses; esto último principalmente por motivos raciales. Las ambiciones rusas de construirse una esfera de influencia en Manchuria y Corea, y tal vez de asimilarlas finalmente al creciente imperio ruso, le había arrastrado a un conflicto con otras potencias europeas —especialmente la británica— y, lo que era aún más peligroso, con Japón: un país que se modernizaba a gran velocidad, convirtiéndose en un importante actor en la escena asiática. En 1844-1845, Japón había obtenido una victoria decisiva en su enfrentamiento bélico con el moribundo imperio chino, en parte por el control de Corea. Una vez alcanzada la paz, China reconoció la independencia de esta última, con lo que se preparó el terreno para la entrada de Japón. (En 1910, Corea pasaría a formar parte del imperio japonés). Asimismo, Japón tomó posesión de Taiwan y de algunas islas cercanas, y además obtuvo concesiones para la construcción de ferrocarriles y puertos en el territorio chino de Manchuria. Esto último fue la gota que colmó el vaso para Rusia, que encabezó una acción concertada con las otras potencias europeas para obligar a Japón a retirarse de Manchuria. Los japoneses se sintieron agraviados cuando Rusia, abruptamente, empezó a obtener sus propias concesiones allí; entre ellas, la que le permitía construir un ramal sureño del Transiberiano a través del norte de Manchuria, así como un ferrocarril norte-sur, y el arrendamiento de un territorio situado en su extremo sur que incluía los puertos de Prince Arthur (hoy Lushun) y Dairen (Dalian). China era demasiado débil para reaccionar a este movimiento en el interior de su territorio, pero las otras potencias mostraron inquietud ante la agresividad rusa. El levantamiento de los bóxers creó mayores tensiones, cuando Rusia la esgrimió como pretexto para enviar sus tropas a ocupar puntos clave a lo largo de la línea férrea norte-sur, que construía a través de Manchuria, desde Harbin (provincia de Heilongjiang) en el norte, hasta los territorios arrendados en el sur. Al estallar la guerra ruso-japonesa en 1904, Rusia quedó peligrosamente aislada, cuando hasta su aliada Francia declaró con firmeza que su compromiso se limitaba al territorio europeo.

[7] El oso ruso herido se vuelve contra su amo. El país estuvo al borde de la revolución en 1905, cuando sufrió una aplastante derrota militar en el lejano Oriente a manos de Japón. Aunque el régimen del zar Nicolás sobrevivió, e incluso hizo algunas reformas, otra guerra y una segunda revolución barrerían para siempre el viejo orden en 1917.

En la noche del 8 de febrero de 1904, unas torpederas japonesas lanzaron sin previo aviso un ataque contra buques rusos anclados en Port Arthur. (Resulta interesante observar que los seguidores occidentales de Japón admiraron su audacia al prescindir de la formalidad de una declaración de guerra). Una fuerza japonesa desembarcó al norte de Port Arthur para interceptar la línea férrea y atacar el puerto, mientras otra lo hizo en la cercana Corea, en Incheon (enclave que sería célebre siglo y medio después por el desembarco estadounidense durante la guerra de Corea), para avanzar rumbo norte hacia el río Yalu, en la frontera con Rusia. Pronto se hizo evidente la locura de provocar una guerra con Japón, cuando los suministros y refuerzos rusos debían llegar desde miles de kilómetros de distancia por el Transiberiano, que tenía una sola vía y cuya construcción no estaba finalizada. En los siguientes dieciocho meses, Rusia sufrió una cadena de derrotas. Port Arthur fue sitiado y la flota rusa de extremo Oriente quedó atrapada. Los intentos de romper el cerco por tierra y por mar no hicieron sino provocar más bajas rusas. Port Arthur se rindió en los primeros días de enero de 1905, cuando la mayor parte de la flota rusa del Pacífico yacía bajo el mar.

La noticia alcanzó a la flota del Báltico en Madagascar, cuando daba la vuelta al mundo para mitigar el sitio. (La flota se veía obligada a pasar por el extremo sur de África, porque los británicos no le permitían utilizar el canal de Suez). El almirante al mando decidió tratar de llegar al puerto de Vladivostok, en el Pacífico ruso. El 27 de mayo de 1905, cuando la flota entraba en el estrecho de Tsushima, entre Corea y Japón, los japoneses la estaban esperando. La batalla que siguió fue una de las victorias navales más contundentes que registra la historia. La flota rusa del Báltico fue aniquilada: más de cuatro mil hombres se ahogaron, y muchos más fueron capturados. Los japoneses apenas perdieron ciento dieciséis hombres y unas pocas lanchas torpederas.

Rusia se vio obligada a aceptar la oferta de mediación del presidente Theodore Roosevelt; también Japón, casi al límite de sus recursos, se mostró dispuesto a dialogar. En ese mes de agosto, representantes rusos y japoneses se reunieron en un astillero naval en Portsmouth (New Hampshire). Las motivaciones de Roosevelt eran varias: para empezar, realmente creía que Estados Unidos, por ser una de las naciones civilizadas del mundo, tenía la obligación moral de fomentar la paz; pero también disfrutaba de la oportunidad que se le brindaba a su país, y a sí mismo, de estar en el centro de los grandes acontecimientos. En cuanto a las partes beligerantes, al igual que muchos estadounidenses, él no veía con buenos ojos la autocracia rusa, y en un principio había simpatizado con Japón —una «incorporación deseable» al orden internacional—, al punto de admirar la forma en que este país había roto las hostilidades mediante su ataque sorpresa contra Rusia, saltándose la formalidad de declararle la guerra. Pero cuando Japón aplastó a Rusia, Roosevelt se sintió inquieto por la posición estadounidense en Asia, y preocupado por que los japoneses pudieran empezar a interesarse por China. Después de reunir a las dos partes, Roosevelt no participó personalmente en las conversaciones, sino que se limitó a observar a distancia, desde su propiedad en Long Island, tratando de contenerse mientras se demoraban. «Lo que realmente me gustaría hacer —se quejaba—, sería dar rienda suelta a la ira, caer sobre ellos y romperles la cabeza, la de uno contra la del otro»[3]. Por fin, en septiembre Rusia y Japón firmaron el tratado de Portsmouth, que adjudicaba a Japón la mitad de la isla rusa de Sajalín y las concesiones rusas en el extremo sur de Manchuria. Al año siguiente, se le concedió a Roosevelt el recién creado premio Nobel de la Paz.

La guerra no solo le costó a Rusia territorios: sufrió más de cuatrocientas mil bajas, fue destruida una gran parte de su armada y debió gastar dos millones y medio de rublos de sus menguados fondos. En noviembre de 1904, poco antes de romperse las hostilidades, el ministro de la Guerra ruso, general Alekséi Kuropatkin, le había advertido al zar: «Una guerra con Japón sería muy impopular y aumentaría el descontento hacia las autoridades». El gobernador general del Cáucaso fue más lejos, cuando le dijo a Kuropatkin: «No se debe permitir una guerra que podría convertirse en “dinástica”»[4]. Ambos tenían razón. Desde el principio, la opinión pública no mostró excesivo entusiasmo por el enfrentamiento, y en 1904 ya había bastante descontento hacia el gobierno por parte de los intelectuales, la creciente clase media y los terratenientes más ilustrados, que desempeñaban un papel activo en los nuevos gobiernos locales.

Los periodos de desarrollo sumamente acelerados, como el experimentado por Rusia, en especial desde la década de 1890, no son fáciles de afrontar. El auge ruso trajo consigo la promesa de un futuro mejor, pero también desestabilizó a una sociedad ya de por sí fragmentada. En Moscú y San Petersburgo, los magnates habitaban magníficas mansiones y acumulaban grandiosas colecciones de arte y mobiliario, en tanto sus trabajadores vivían en la miseria y trabajaban muchas horas en condiciones espantosas. Y, mientras que en los poblados más pobres los campesinos rara vez comían carne y pasaban hambre, especialmente en los largos meses de invierno, los grandes terratenientes llevaban estilos de vida similares a los de sus homólogos de los países más ricos de Europa. Ni siquiera el extravagante príncipe Yusúpov (futuro asesino de Rasputín) podía gastar toda su fortuna, que incluía más de medio millón de acres de tierra, así como minas y fábricas, por no hablar de los búcaros de plata que gustaba de llenar con perlas y piedras preciosas sin tallar. En 1914, la condesa Kleinmichel, una de las más reconocidas celebridades de la sociedad de San Petersburgo, ofreció un pequeño baile de etiqueta a sus sobrinas: «Envié poco más de trescientas invitaciones, porque mi casa no tenía espacio para mucho más, y como la costumbre rusa es ofrecer una cena en mesas pequeñas, tampoco mi cocina podía dar más de sí»[5].

A pesar de la represión y la censura, de todas partes llegaban demandas de poner fin a la autocracia y crear un gobierno representativo con libertades civiles. Asimismo, los habitantes del Báltico —polacos, finlandeses y ucranianos, entre muchos otros súbditos de Rusia— exigían más autonomía. Una minoría pequeña pero fanática había abandonado desde hacía mucho sus esperanzas de alcanzar reformas, y se había comprometido a derrocar al viejo orden violentamente, mediante acciones terroristas o la insurrección armada. Entre 1905 y 1909, fueron asesinados casi mil quinientos gobernadores de provincia y funcionarios. Los obreros de las industrias, cuyo número había aumentado también con el avance de la industrialización rusa, se comportaban de un modo cada vez más militante. En 1894, año en que Nicolás II se convirtió en zar, se produjeron sesenta y ocho huelgas; diez años más tarde, hubo más de quinientas[6]. Los partidos socialistas radicales de izquierda, pese a que su prohibición seguía en vigor con sus líderes en el exilio, empezaron a asumir el liderazgo de las nacientes organizaciones obreras. En 1914, el partido mejor organizado, el de los bolcheviques, dominaba la mayoría de los sindicatos y ocupaba la mayor parte de los escaños de obreros en la Duma, el nuevo parlamento ruso.

En los años anteriores a 1914, Rusia era como un gigantesco organismo amorfo que se movía en varias direcciones al mismo tiempo, sin que se supiera qué forma terminaría adoptando. Algunas regiones rurales remotas se mantenían inalteradas, igual que durante siglos; mientras que las grandes urbes, con su luz eléctrica, sus tranvías y sus modernos almacenes, se parecían más a París, Berlín o Londres. Pero la impresión de una Rusia rural inmutable para siempre —como la percibían el zar y muchos conservadores, y más adelante algunos observadores— podía ser muy engañosa. El fin de la servidumbre en 1861, la ampliación de las comunicaciones, la reducción del analfabetismo, la migración de los campesinos hacia las ciudades en busca de empleo (con los correspondientes regresos para visitar a sus familias), estaban conmocionando la vida de las aldeas y socavando sus instituciones. Los ancianos, los sacerdotes y las tradiciones, la otrora todopoderosa administración de los poblados, carecían ya de su antiguo poder sobre la vida local.

La modernidad comprometía la seguridad tradicional de las zonas rurales y urbanas. Los creyentes aún veneraban iconos y creían en milagros y en apariciones; en tanto que los nuevos industriales se dedicaban a comprar obras de Matisse, Picasso o Braque, hasta llegar a crear las mayores colecciones mundiales de arte moderno. El arte tradicional ruso coexistió con escritores y artistas experimentales; Stanislavski y Diáguilev revolucionaron el teatro y la danza. Audaces escritores desafiaban los cánones morales aceptados, al tiempo que se registraba un renacimiento espiritual y la búsqueda de un significado más profundo en la vida. Los reaccionarios querían retrotraer el tiempo a la época anterior a la apertura de Rusia a las influencias europeas emprendida por Pedro el Grande; los revolucionarios extremistas, muchos de ellos exiliados, como Lenin o Trotski, pretendían aplastar a la sociedad rusa.

Las transformaciones económicas y sociales que en Europa occidental habían llevado un siglo o más, se daban ahora en Rusia en tan solo una generación; y este país no contaba con instituciones fuertes o profundamente enraizadas que le ayudaran a asimilar y afrontar los cambios. El país más estable de Europa, Gran Bretaña, había tardado siglos en construir su parlamento, sus consejos locales, sus leyes y sus tribunales (debiendo capear por el camino varias crisis y una guerra civil). Más aún, la sociedad británica había ido creciendo poco a poco, a un ritmo lento, y había necesitado generaciones para desarrollar sus actitudes y sus instituciones, desde las universidades hasta las cámaras de comercio, los clubes y las asociaciones, la prensa libre y todo el complejo entramado de una sociedad civil capaz de hacer que un sistema político funcione. La vecina Alemania, por citar otro caso más próximo, era un país nuevo, pero ya poseía instituciones antiguas en sus ciudades y sus estados, y contaba con una amplia clase media, segura de sí y capaz de sostener una sociedad vigorosa. El Imperio austrohúngaro era más frágil y también luchaba con un naciente nacionalismo, pero contaba con una sociedad cuyas instituciones estaban más plenamente realizadas que las de Rusia.

Existen en la actualidad dos situaciones similares a aquellas con las que se enfrentó Rusia en los diez o veinte años anteriores a 1914. Una se encuentra en los estados del Golfo, que en el plazo de una sola vida humana han pasado de un estilo de vida modesto y manejable, en el que los cambios se producían pausadamente, a un mundo internacional en el que su abrupta riqueza les ha convertido en actores; de sencillas edificaciones de barro han pasado al brillo de Las Vegas y a unos rascacielos que suben cada vez más alto y más rápido. Pero los estados del Golfo tienen la gran ventaja de ser pequeños, tanto en términos geográficos como demográficos, y por esto mismo pueden ser manipulados, para bien o para mal, por fuerzas e individuos más poderosos, tanto de dentro como de fuera. Sus gobernantes, con un poco de apoyo exterior, han sido lo suficientemente hábiles como para afrontar los acelerados cambios, y si no, los han sustituido rápidamente. Para el zar, el desafío era infinitamente superior, pues se trataba de controlar de alguna forma una Rusia enorme y diversa, en la que todo era gigantesco, tanto su población como los miles de kilómetros de extensión, desde sus fronteras europeas hasta el Pacífico.

El otro ejemplo contemporáneo similar al de la Rusia de preguerra es China, país que debió afrontar los desafíos del cambio con un régimen lamentablemente no preparado para ello, y que carecía además de instituciones robustas capaces de facilitar la transición de una forma social a otra. A China le tomó casi medio siglo, y un elevadísimo coste humano, pasar del colapsado sistema dinástico antiguo al comunista, hasta alcanzar un gobierno estable; y puede decirse que aún lucha por construir las instituciones firmes que necesita si no quiere caer en un régimen cada vez menos eficiente y corrupto. No es de extrañar que la sociedad rusa, atrapada como estaba en una transición de lo viejo a lo nuevo, se resquebrajara y empezara a combarse debido al esfuerzo. Las cosas habrían podido funcionar si se hubiera dispuesto de tiempo, o si se hubiera podido evitar el dispendio de las guerras; pero ocurrió justo lo contrario, y en menos de diez años libró dos, la segunda más devastadora aún que la primera. Muchos líderes rusos, incluso los de 1914, y hasta el propio zar, conocían perfectamente los peligros de una guerra; pero para algunos constituía una tentación seductora, en tanto intento de aglutinar a la sociedad en torno a una causa noble que restañara sus divisiones. Se ha contado que en 1904 el ministro del Interior, Viacheslav Pleve, dijo que Rusia necesitaba «una pequeña guerra exitosa» que apartara la mente de las masas rusas «de la política»[7].

El enfrentamiento bélico ruso-japonés puso de manifiesto la insensatez de semejante idea. Durante los primeros meses de la guerra, el mismo Pleve saltó en pedazos por una bomba, y poco antes de que terminase, los recién constituidos bolcheviques trataron de tomar Moscú. La guerra sirvió para profundizar, y para poner encima de la mesa, el descontento de muchos rusos con su sociedad y sus gobernantes. En la medida en que afloraron las numerosas deficiencias del esfuerzo bélico, desde el mando hasta los suministros, se incrementaron las críticas contra el gobierno y, al tratarse de un régimen altamente personalizado, contra el zar. En San Petersburgo apareció una tira cómica que mostraba al zar con sus bombachas bajadas, y diciendo mientras le azotaban: «¡Déjenme en paz! ¡El autócrata soy yo!»[8]. Al igual que la revolución francesa, con la que guardaba muchas similitudes, la rusa de 1905 rompió viejos tabúes, incluso el respeto hacia el gobernante del país. A los funcionarios de San Petersburgo les pareció un mal augurio que la emperatriz hubiese colgado en sus habitaciones un retrato de María Antonieta, regalo del gobierno francés[9].

El 22 de enero de 1905, una enorme procesión de obreros con sus familias, vestidos con sus mejores ropas y entonando himnos, se abrió paso hacia el palacio de Invierno para pedirle al zar profundas reformas políticas y económicas. Muchos consideraban aún al zar «su padrecito», y creían que bastaba con que él supiera qué iba mal para que hiciese cambios. Las autoridades, ya nerviosas para entonces, llamaron al ejército, que los reprimió brutalmente, disparando a quemarropa contra la multitud. Al final de la jornada, había varios centenares de muertos y heridos. El Domingo Sangriento ayudó a desatar lo que se convirtió en el ensayo final de la revolución de 1917, y estuvo a punto de convertirse en la revolución misma. A lo largo de 1905 —«el año de las pesadillas», lo llamó la emperatriz viuda—, y hasta bien entrado el verano de 1906, Rusia fue sacudida por huelgas y protestas. Algunos de los muchos nacionalistas de dentro del imperio ruso vieron un resquicio para la libertad, y las manifestaciones populares contra el gobierno ruso se extendieron desde las provincias del Báltico y Polonia hasta el Cáucaso. Los campesinos se negaron a pagarles la renta a sus terratenientes, y en algunas zonas rurales se apropiaron de tierras y animales y saquearon las grandes residencias. En este periodo, cerca del quince por ciento de las casas solariegas de Rusia quedaron reducidas a cenizas[10]. En el verano de 1905, amenazadoramente, los marineros de la flota del mar Negro a bordo del acorazado Potemkin se amotinaron.

En otoño, el zar estaba aislado en su hacienda campestre de Tsárkoie Seló, en las afueras de San Petersburgo; los ferrocarriles y el telégrafo habían dejado de funcionar. Las tiendas al por menor se quedaron sin suministros, no había electricidad y la gente temía salir a la calle. En la propia ciudad, durante seis semanas, el sóviet de diputados obreros se convirtió en la autoridad alternativa al gobierno. El joven radical León Trotski era uno de sus principales líderes, como volvería a serlo con otro sóviet en la revolución de 1917. En Moscú, el nuevo partido bolchevique preparaba su insurrección armada. En octubre, sometido a las ingentes presiones de sus propios colaboradores, el zar, no sin reticencia, emitió un manifiesto en el que prometía una asamblea legislativa responsable, la Duma, así como derechos civiles.

Como suele ocurrir en los momentos revolucionarios, las concesiones no hicieron más que estimular a los opositores al régimen, el cual, ante el desorden generalizado, parecía a punto de desplomarse con todos sus funcionarios ineficaces y confusos. Ese invierno se amotinó un batallón del mismísimo regimiento de Nicolás, la guardia Preobrazhenski, fundada por Pedro el Grande. Un miembro de la corte del zar escribió en su diario: «Ahora sí»[11]. Afortunadamente para el régimen, sus enemigos más resueltos estaban desunidos, y aún no se encontraban preparados para la toma del poder; en tanto que, a la luz de las promesas del zar, los reformistas moderados se mostraban dispuestos a apoyarlo. Mediante el uso a discreción del ejército y la policía, el gobierno se las arregló para restaurar el orden. Para el verano de 1906, lo peor ya había pasado… al menos de momento. El régimen se enfrentaba todavía al dilema de hasta qué punto llevar las reformas sin socavar su autoridad de manera irreversible; el mismo dilema al que tuvieron que enfrentarse el gobierno francés en 1789, o el sah de Persia en 1979. Negarse a las demandas de reformas y apoyarse en la represión crea enemigos; ceder, los estimula y da lugar a más demandas.

La guerra ruso-japonesa y el periodo subsiguiente dejaron a Rusia extremadamente debilitada en el interior y peligrosamente vulnerable en el exterior. Su armada estaba destruida, y lo que quedaba del ejército se utilizaba en gran medida contra su propio pueblo. El coronel Yuri Danílov, uno de los más eficaces oficiales rusos, apuntó: «Como comandante de un regimiento de infantería tuve la oportunidad de entrar en contacto con la verdadera vida militar y las necesidades del ejército durante 1906-1908, y no encuentro una mejor descripción para el periodo previo a 1906-1910, incluidas estas fechas e incluso algunas posteriores, que el de una total indefensión militar»[12]. Rusia necesitaba reconstruir y reorganizar sus fuerzas armadas, pero se enfrentaba a dos desafíos difíciles, si no irreductibles: una resistencia al cambio fuertemente enraizada, tanto en el estamento civil como en el militar; y el coste de semejante empresa. Con la economía de un país en desarrollo todavía atrasado, Rusia ambicionaba ser una potencia de primera línea, y para empeorar las cosas, en la primera década del siglo XX, los gastos militares se incrementaban en toda Europa, debido a la subida de los costes de la tecnología militar y al crecimiento de los ejércitos y las armadas. A partir de 1945, la Unión Soviética se enfrentó a un reto similar: se las apañó para mantenerse al ritmo de Estados Unidos en la esfera militar, pero al precio de muchos sacrificios para la sociedad soviética; y, al cabo, ese esfuerzo contribuyó a la caída del régimen.

En Rusia, en los años posteriores a 1905, las decisiones dependían en mucho del líder supremo. Nicolás II era un monarca absolutista que podía nombrar y destituir ministros a voluntad, decidir políticas y, en tiempo de guerra, dirigir las fuerzas armadas. Antes de 1905, a diferencia de su primo Guillermo de Alemania, no tenía que preocuparse por una constitución, un parlamento electo ni los derechos de sus súbditos. E, incluso tras las concesiones de ese año, tenía más poder que el káiser o que el emperador austriaco, que debían hacer frente a un mayor control sobre sus gobiernos y sus gastos por parte de las asambleas legislativas, y que tenían además en sus imperios estados con sus propios derechos bien arraigados. Por lo tanto, el carácter del zar Nicolás y sus opiniones son de crucial importancia para comprender el camino de Rusia hacia la Gran Guerra.

Nicolás contaba apenas veintiséis años cuando, en 1894, se convirtió en zar de Rusia. La reina Victoria no había celebrado aún su jubileo de diamante y su nieto, el futuro Jorge V, ya era oficial de la armada. En Alemania, hacía seis años que Guillermo II ocupaba el trono. Nadie, ni el propio Nicolás, esperaba que llegase al trono tan rápido. Su padre, Alejandro III, era un hombre fuerte y corpulento; se dice que, en cierta ocasión, salvó a su familia sosteniendo el techo del vagón tras un choque de trenes. Pero enfermó de los riñones cuando tenía unos cuarenta años, y quizá precipitó su fin al seguir bebiendo sin medida[13]. Nicolás, que había amado y admirado a su formidable padre, se quedó muy afligido con su fallecimiento. Su hermana, la gran duquesa Olga, dijo que estaba desesperado: «No paraba de decir que no sabía qué iba a ser de todos nosotros, que él no valía en absoluto para reinar»[14].

Probablemente no le faltaba razón. A comienzos de siglo, Rusia, con todos sus problemas, podía ser excesiva para cualquier gobernante; y para lo que estaba preparado Nicolás era para ser escudero, o alcalde de una población pequeña. Tal vez la personalidad abrumadora de su padre le había privado de confianza en sí mismo; algo que compensaba siendo rígido y obstinado en las ocasiones en que, de haber tenido más confianza y sabiduría, hubiera podido mostrarse flexible y alcanzar compromisos. Le molestaban la oposición y el enfrentamiento. Un antiguo tutor dijo de su pupilo: «Capta lo que escucha, pero solo el significado del hecho en sí, aislado, sin relación con el resto, separado del contexto, de los demás factores, acontecimientos, corrientes, fenómenos […]. Carece de una visión general, más amplia, elaborada mediante el intercambio y el debate de ideas y argumentos»[15]. Era también notoria su indecisión. Un observador contaba que, según la opinión generalizada, «no tenía carácter, y asentía a cada uno de sus ministros aunque estuvieran diciendo cada uno una cosa»[16]. En la época del zar Nicolás, la política interior y exterior de Rusia iba a ser intermitente, errática y confusa. Tenía una excelente memoria, y sus cortesanos aseguraban que era inteligente; pero a veces se mostraba tan crédulo que parecía simplón. Por ejemplo, en cierta ocasión un contratista extranjero le persuadió de que era posible construir un puente a través del estrecho de Bering para comunicar Siberia con el norte de América. (El contratista obtendría amplias concesiones de terreno a lo largo de la línea férrea propuesta hasta el puente)[17].

Su crianza no le había preparado para comprender Rusia, y mucho menos el mundo exterior. A diferencia de Guillermo II, Nicolás tuvo una infancia feliz. El zar y la zarina adoraban a sus hijos, aunque quizá los protegieron demasiado. Nicolás, y sus hermanos y hermanas, fueron educados en el hogar, sin apenas relación con otros niños; en consecuencia, Nicolás carecía de algo que sí tenían otros monarcas como Guillermo II, Eduardo VII y Jorge V, a saber, una cierta experiencia de educación junto a otros jóvenes de su edad y, en mayor grado aún, la oportunidad de conocer a personas de distintas clases. Tampoco conocía su país. La Rusia de Nicolás y sus hermanos era una irreal burbuja de privilegios, palacios, trenes especiales y yates. Otra Rusia aparecía en ocasiones, como cuando tuvo la horrible experiencia del asesinato con bomba de su abuelo, Alejandro II, y fue llevado a su lecho de muerte. Para Nicolás y su familia, la verdadera Rusia estaba poblada por campesinos felices y leales como los que trabajaban en las haciendas imperiales, y su educación contenía muy pocos elementos que cuestionaran esa visión simplista o le permitieran tomar conciencia de los tremendos cambios que se operaban en la sociedad[18].

Los estudios de Nicolás fueron como los de cualquier otro joven de la nobleza ruda. Aprendió idiomas —hablaba con fluidez alemán, francés, inglés y ruso—, estudió historia, asignatura que le gustaba, y aprendió algo de matemáticas, química y geografía. A los diecisiete años recibió cursos especiales en materias como el derecho y la economía, aunque no mostró mucho entusiasmo hacia ellas. También aprendió de un tutor británico unos modales exquisitos y un fuerte autocontrol. El primer ministro, el conde Sergéi Witte, dijo de su monarca: «No he conocido a casi ningún joven con mejores modales que Nicolás II. Su fina educación disimula todos sus defectos»[19]. A sus diecinueve años, Nicolás fue destinado a la guardia Preobrazhenski; disfrutaba la compañía de los jóvenes aristócratas ricos que eran sus oficiales compañeros, le encantaba el comportamiento relajado en el comedor militar, con sus muchas diversiones, y gustaba de los sencillos y ordenados días de cuartel. A su madre le comentó que se sentía allí como en casa: «¡Uno de los verdaderos consuelos de mi vida en estos momentos!»[20]. Al igual que Guillermo, mantuvo durante el resto de su vida un profundo aprecio por los militares. (Y también le gustaba enredar con los detalles de los uniformes). Tal como dijo su primo el gran duque Alexander Mijáilovich: «Nicolás le tomó el gusto al servicio militar, era algo que apelaba a su naturaleza pasiva, pues uno se limitaba a cumplir órdenes sin tener que preocuparse de la amplia gama de problemas a que se enfrentaban los superiores»[21]. Al concluir su servicio militar, Nicolás fue enviado a recorrer el mundo; algo que no le gustó tanto. Y le empezaron a desagradar especialmente Japón y los japoneses, después de que un policía, que se había vuelto loco, tratara de matarlo.

Incluso después de cumplidos los veinte años, Nicolás siguió siendo curiosamente inmaduro. Preocupado por la educación del futuro zar, Witte le sugirió a Alejandro III que le diera a Nicolás la oportunidad de adquirir cierta experiencia, nombrándolo presidente de la comisión para la construcción del ferrocarril Transiberiano. La reacción de Alejandro fue preguntarle: «¿Ha tratado usted alguna vez de conversar con él sobre algo realmente trascendental?». A lo que Witte respondió negativamente. «Bueno, es un niño, absolutamente —dijo el zar—. Sus opiniones son evidentemente infantiles, ¿cómo iba a poder presidir esa comisión?»[22]. Al comienzo de su reinado, Nicolás se quejó a su ministro de Asuntos Exteriores en los siguientes términos: «No sé nada. El difunto zar no previó su muerte, y no me hizo participar en ningún asunto de gobierno»[23].

Delgado, buen mozo y con ojos azules, Nicolás se parecía más a su madre, una princesa danesa cuya hermana se había casado con Eduardo VII de Inglaterra. Él y su primo Jorge V se parecían mucho, especialmente cuando crecieron y ambos se dejaron una barbita puntiaguda. Sus contemporáneos encontraban a Nicolás encantador pero algo esquivo. Uno de sus diplomáticos decía que cada vez que se reunía con el zar «le impresionaba su gran amabilidad y su extrema politesse personal, su ingenio agudo y sutil con un ligero toque de sarcasmo, y una mente muy ágil aunque algo superficial»[24]. Fuera de su círculo familiar inmediato y de sus cortesanos de confianza, por lo usual militares, era un hombre reservado. Una vez que se convirtió en zar, depositaba su confianza en determinado ministro en particular y luego se molestaba por depender de él, lo que marcaba el fin de la carrera de este. Poco antes del estallido de la guerra ruso-japonesa, el ministro de la Guerra, el general Kuropatkin, quiso renunciar porque la actitud del zar minaba su autoridad, y sentía que Nicolás confiaría más en él si dejaba de ocupar el sillón ministerial. El zar estuvo de acuerdo: «Parece extraño, ¿sabes?, pero psicológicamente quizá sea exacto»[25].

Nicolás heredó de su padre a uno de los estadistas más prominentes de la Rusia de preguerra: Sergéi Witte. En palabras de un diplomático británico, Witte era «un hombre fuerte y enérgico, absolutamente temerario y de extraordinaria iniciativa»[26]. Como ministro de Finanzas, de 1892 a 1903, Witte situó a su ministerio en el centro del gobierno ruso, con responsabilidad en la administración de las finanzas del país y de su economía, y se esforzó por aumentar la eficiencia de la agricultura de Rusia y de sus gobiernos locales, en parte para que el país pudiera exportar grano y obtener los fondos necesarios para su desarrollo. Además, impulsó la rápida industrialización de Rusia y la explotación de sus territorios recién adquiridos en extremo Oriente. El Transiberiano fue en gran medida un proyecto de Witte. Pero el aumento de su poder le creó enemigos, entre ellos el propio zar. En 1903, Witte tuvo una audiencia prolongada y aparentemente buena con el zar: «Me estrechó la mano, me abrazó y me deseó toda la buena suerte del mundo. Regresé a casa henchido de felicidad, solo para encontrarme en mi despacho una orden escrita con mi destitución»[27].

Nicolás llevó a su reino tres creencias fundamentales: en los Romanov, en la iglesia ortodoxa y en Rusia, que para él eran prácticamente lo mismo. En su pensamiento, Dios le había confiado Rusia a la responsabilidad de su familia. «Si ven que no me preocupo demasiado —les dijo Nicolás a sus funcionarios durante la crisis de 1905—, es porque tengo una fe absoluta e inquebrantable en que el destino de Rusia, el mío propio y el de mi familia están en manos de Dios Todopoderoso, quien me ha colocado donde estoy. Ocurra lo que ocurra, me inclinaré ante Sus designios, consciente de que nunca he tenido otro pensamiento que no sea el de servir al país que me ha confiado»[28]. La veneración por su padre y la decisión de mantener el régimen tal como lo recibió de sus antecesores hizo de Nicolás un hombre profundamente conservador y notablemente fatalista. En los primeros años de su reinado, rechazó una solicitud muy moderada por parte de los representantes de los débiles gobiernos locales, los zemstvos, que pretendían poder participar más en sus propios asuntos. «Que todos sepan que, aun cuando dedico todos mis esfuerzos al bien de mi pueblo, preservaré los principios de autocracia con la firmeza y la resolución con que lo hizo mi inolvidable padre»[29]. Para Nicolás, al igual que para su padre, la autocracia era la forma de gobierno que se ajustaba mejor al pueblo ruso en toda su diversidad. En octubre de 1905, le explicó a su ministro del Interior por qué se resistía a conceder una Duma y unos derechos civiles: «¿Sabes una cosa? No apoyo la autocracia por gusto, sino únicamente porque estoy convencido de que es necesaria para Rusia. Si por mí fuese, preferiría librarme de todo esto»[30].

El problema era que Nicolás quería conservar el poder que se le había legado, pero sin tener apenas idea de lo que deseaba hacer con él; y sin tener la capacidad de elegir buenos asesores ni escucharles. Por el contrario, tendía a apoyarse en los más próximos a él, como su madre o sus tíos y primos de la rama Romanov, quienes, salvo excepciones, eran frívolos y holgazanes. También tenía una serie de asesores beatos, cuando no charlatanes, entre los que estaban el francés monsieur Philippe, excarnicero de Lyon, y el más notorio de los santones rusos, Rasputín, cuyo fervor religioso no lograba compensar sus muchos defectos. Nicolás, que ya era de por sí profundamente religioso, tuvo también sus escarceos con el espiritismo, muy de moda en Europa por aquellos años. En 1906, el embajador británico afirmó que el zar «no obtendrá excesivos consejos útiles ni ayuda por parte de un tablero ni de la comunicación con los espíritus»[31]. La influencia de la corte sobre el zar era fuente de inquietud para sus funcionarios, pero sus medios para contrarrestarla eran limitados; incluso cuando se le obligó a tener un consejo de ministros, a partir de 1905, hizo todo lo posible por ignorarlo. A sus ministros los veía únicamente cuando él mismo lo decidía, y casi siempre por separado. En tales encuentros, se mostraba invariablemente cortés pero distante y desinteresado, excepto en temas concernientes a los asuntos exteriores, el ejército o la seguridad interior. Muchos pensaban, con razón, que no tenía confianza en ellos. A comienzos del reinado, uno de los ministros le dijo a otro: «Dios te salve de necesitar para cualquier asunto el apoyo del emperador, siquiera por un segundo; es incapaz de apoyar a nadie en nada»[32]. Sus ministros y funcionarios observaban que si sacaban a colación algún tema que él no deseaba abordar, con la mayor educación, pero con firmeza, optaba por no darse por aludido. Con los años, conforme ganaba confianza, Nicolás se fue reafirmando en esta actitud, y se hizo aún menos proclive a escuchar consejos no solicitados.

La guerra ruso-japonesa se produjo en gran medida porque Nicolás, molesto por el control de Witte sobre la política en extremo Oriente, prestó oídos a un grupo de reaccionarios ambiciosos que querían hacerse con los recursos de esa región, e instaban a Rusia a expandir su influencia hasta el norte de Corea y consolidar su control sobre Manchuria, incluso a riesgo de llegar a un enfrentamiento con Japón. Estos reaccionarios alentaron no solo la desconfianza de Nicolás hacia sus propios funcionarios, sino también su desprecio por Japón; y reforzaron su opinión de que lo mejor era mostrarse firme con «un país bárbaro»[33]. Con su respaldo entusiasta, Nicolás despidió a Witte en 1903 y designó a un virrey especial para extremo Oriente, con lo que de inmediato empeoraron las relaciones con Japón. El ministerio de Asuntos Exteriores ruso, que había sido marginado en extremo Oriente, trató infructuosamente de calmar a una opinión internacional cada vez más preocupada por la errática política exterior rusa y por la posibilidad de una guerra. Hasta Nicolás se inquietó: «No deseo la guerra entre Rusia y Japón, y no la permitiré». Y ordenó: «Tómense las medidas necesarias para impedirla»[34]. Pero en este punto la situación ya estaba fuera de control: los japoneses, cuyas propuestas para alcanzar un entendimiento sobre Corea y Manchuria habían sido rechazadas, decidieron ir a la guerra. Como apuntó más tarde el conde Vladímir Lamsdorff, ministro de Asuntos Exteriores ruso: «El absoluto caos de nuestra actividad política en extremo Oriente, merced a la intervención solapada de un puñado de aventureros irresponsables e intrigantes, nos ha llevado a la catástrofe»[35].

Durante el reinado de Nicolás, sus ministros se encontraron en una situación prácticamente insostenible como servidores de Rusia y del zar. Incluso cuando tenían la más firme convicción de que determinada política era la correcta, no lograban discutir con él. Vladímir Lenin, que aún era un revolucionario poco conocido, lo llamó con perspicacia la «crisis de las alturas»[36]. Empero, como el régimen estaba altamente personalizado, cuando las cosas marchaban mal, como ocurrió con la guerra ruso-japonesa, y en mucha mayor escala con la Gran Guerra, la opinión pública rusa, una fuerza cada vez más importante, tendía a echarle la culpa al zar.

Lo que lo empeoró todo y aisló aún más a Nicolás fue su matrimonio. No porque fuera infeliz, sino por todo lo contrario: lo envolvió en un ámbito doméstico que lo fue apartando cada vez más del mundo. Nicolás y Alejandra se amaban desde la adolescencia. Ella era alemana, perteneciente al pequeño ducado de Hesse-Darmstadt, aunque en tanto nieta de la reina Victoria prefería ser considerada inglesa. Por fortuna, la reina Victoria, aun siendo profundamente antirrusa, simpatizó con Nicolás y dio su consentimiento, quedando como principal obstáculo la propia Alejandra, quien al principio no podía hacerse a la idea de abandonar su fe protestante para convertirse a la iglesia ortodoxa rusa. Pero después de una enorme lucha consigo misma, y con la fuerte presión de su familia, que favorecía una alianza tan gloriosa, terminó por ceder y, hecha un mar de lágrimas, aceptó a Nicolás. (Es posible que, como ha señalado algún malintencionado, la joven también deseara apartarse de la nueva esposa de su hermano mayor)[37]. Y, como suele suceder con los conversos, Alejandra acabó siendo más ferviente ortodoxa y más rusa que los propios rusos, además de una esposa dedicada en cuerpo y alma a Nicolás y a sus intereses, tal como ella los concebía.

La boda fue maravillosa y sombría al mismo tiempo, pues se planificó antes del súbito empeoramiento y muerte de Alejandro III, celebrándose una semana después del funeral. ¿Sería un mal presagio, como llegaría a decirse luego? La verdad es que la coronación un año y medio después fue mucho peor. La ceremonia en sí misma se desarrolló bien; pero ocurrió una desgracia en la gran celebración pública que siguió en las afueras de Moscú, donde se distribuía cerveza y salchichas, así como presentes conmemorativos para la ocasión. Habían llegado rusos procedentes de todo el país, muchos en el ferrocarril nuevo, y al amanecer ya se habían congregado medio millón de personas. En un determinado momento, cundió el pánico entre la multitud, ante el rumor de que no habría suficiente para todos, y en la estampida quedaron aplastadas miles de personas; y probablemente fallecieron más de mil. Esa misma noche, la embajada francesa ofrecía un baile en el que Francia había gastado generosamente varios millones de rublos. A desgana, y cediendo a las presiones de sus ministros, que ansiaban celebrar la alianza con Francia, el zar y la zarina asistieron. Fue un grave error, que contribuyó a la reputación de insensible de la joven pareja[38].

Alejandra era más intelectual que Nicolás y gustaba de los debates, especialmente sobre religión. Tenía un profundo sentido del deber y creía que, como buena cristiana, tenía la obligación de ayudar a los menos afortunados. Como zarina sentó un admirable ejemplo por su trabajo con múltiples organizaciones benéficas, desde las que socorrían a las víctimas de las hambrunas hasta las que cuidaban a los enfermos. Por desgracia, era al mismo tiempo muy emotiva, neurótica y terriblemente tímida. Mientras que su suegra se había incorporado sin dificultad a la sociedad de San Petersburgo y presidido con admirable compostura los sofisticados bailes y recepciones de la corte, Alejandra se veía incómoda y visiblemente infeliz en público. «Nunca dijo una sola palabra amable a nadie —apuntó críticamente una gran dama—; podría decirse que era un gran bloque de hielo que lo congelaba todo a su alrededor»[39]. Al igual que la esposa de Guillermo II, la zarina era puritana e implacable con los pecados de los demás, por lo que decidió invitar a los bailes de la corte únicamente a mujeres de reputación impoluta, con el resultado de que fueron excluidas casi todas las señoras más importantes de la sociedad[40]. Asimismo, se mostraba decidida en el apoyo a sus favoritos para determinados cargos, aunque fueran ostensiblemente inadecuados para ellos. Como indicó uno de los más encumbrados funcionarios de la corte, Alejandra tenía «una voluntad de hierro combinada con poco cerebro y ningún conocimiento»[41].

Alejandra sumó otra desventaja a su nueva posición, aunque solo se haría visible pasados unos años: era portadora del gen de la hemofilia, enfermedad que normalmente solo aqueja a varones, y que ella había heredado de la reina Victoria. Los hemofílicos carecen de la sustancia que hace que se coagule la sangre, por lo que cualquier herida o golpe, prácticamente cualquier accidente, puede resultar fatal. El único hijo de Alejandra y Nicolás, Alexis, padecía la enfermedad, y debido a ella estuvo a punto de morir varias veces durante su infancia. Su desesperada madre buscó por toda Rusia y Europa una cura, llevando al lecho del niño a médicos, charlatanes, adivinos, milagreros famosos y, fatalmente para la reputación de la familia imperial, al corrupto y degenerado Rasputín.

En la medida en que su salud se deterioraba, en parte debido a sus continuos embarazos, Alejandra se fue apartando de la vida social. A partir de 1905, Nicolás rara vez visitó la capital del país. Incluso su madre, que no solía criticarle, señaló: «El emperador no ve a nadie, tiene que ver a más personas»[42]. Por su propio deseo, y por razones de seguridad, la familia real vivía en las afueras de San Petersburgo, en la hacienda imperial de Tsárkoie Seló, rodeada de altas cercas puntiagudas que, tras 1905, fueron coronadas con más de tres metros de alambre de púas. Durante el verano emigraban a la igualmente apartada hacienda de Peterhof, cerca del mar Báltico. También realizaban viajes en el yate imperial, y visitaban los cotos de caza imperiales o el palacio imperial de Crimea.

En el centro de toda esta magnificencia, rodeada de una complicada y estricta etiqueta, y con miles de sirvientes, guardias y cortesanos a su disposición, se hallaba una familia sencilla y feliz, cuyos integrantes eran muy celosos de su privacidad y curiosamente poco realistas. Alejandra se enorgullecía de ser ahorrativa y el zar de usar ropas gastadas. El hijo del médico de la corte escribiría más tarde: «La pequeña tierra encantada de Tsárkoie Seló dormía plácidamente al borde de un abismo, arrullada por dulces cantos de sirenas que amablemente susurraban “Dios salve al zar”»[43]. Ambos vivían dedicados a su hijo enfermo y a sus cuatro hijas, quizá excesivamente, según la percepción de Charles Hardinge cuando fue embajador británico en Rusia durante la guerra ruso-japonesa. El diplomático contaba que, extrañamente, Nicolás no pareció conmovido por los acontecimientos del Domingo Sangriento y los disturbios en la capital, y en lugar de recibir a sus asesores pasó este tiempo en cacerías —su gran pasión— y jugando con el pequeño Alexis. Hardinge comunicó a Londres: «Solo me lo explico por ese fatalismo profundamente enraizado en su naturaleza, unido a la noción de que habrá un milagro y al final todo saldrá bien»[44].

En 1905 fue necesaria la creciente y palpable evidencia de que su régimen perdía control sobre Rusia, así como la fuerte presión de casi todos los que le rodeaban, incluida su madre, para convencer a Nicolás de que era preciso hacer concesiones importantes, y además recuperar a Witte. A comienzos de octubre, no sin reticencia, aceptó ver a su exprimer ministro, cuya condición para regresar al cargo fue la existencia de una constitución y de libertades civiles. Nicolás trató de persuadir a su primo Nikolái Nikolaiévich para que en lugar de esto impusiera una dictadura militar, pero cedió después de una terrible escena en la que el gran duque amenazó al parecer con suicidarse allí mismo si Witte no era restituido en el cargo. En una triste carta dirigida a su madre, el zar escribió: «Mi único consuelo es que esta es la voluntad de Dios y que esta decisión seria sacará a mi amada Rusia del caos intolerable en que ha estado sumida durante casi un año»[45]. A partir de 1905, Nicolás continuó esperando algún milagro que le permitiera retractarse de sus promesas, y en los años que precedieron a la guerra hizo todo lo posible para socavar la constitución y restringir las libertades civiles. Así, la primera Duma se inauguró en abril de 1906, solo para disolverse en julio del mismo año; y en 1907 el zar emitió un decreto cambiando las leyes electorales para que las fuerzas conservadoras de los terratenientes tuvieran más representación en ese cuerpo legislativo y los liberales y la izquierda mucha menos. Además, Nicolás hizo todo lo que estuvo a su alcance para ignorar a Witte (aunque le agradecía haber obtenido de Francia un gran préstamo que salvó a Rusia de la bancarrota), y logró librarse de él poco después de la primera sesión de la Duma.

No obstante, resultaba imposible revertir completamente el curso de los acontecimientos. A partir de 1905, el gobierno tuvo que vérselas con un nuevo elemento: la opinión pública. Pese a los esfuerzos de las autoridades por censurarla, la prensa era cada vez más crítica. Los diputados de la Duma tenían libertad para expresarse allí sin temor a los tribunales. Los partidos eran aún débiles y carecían de raíces profundas en la sociedad rusa, pero con un poco de tiempo podían convertirse en fuerzas políticas formidables. Ciertamente, la nueva constitución describía al zar como poder autocrático supremo y dejaba en sus manos el control de la política exterior, el ejército y la iglesia ortodoxa, así como la potestad de designar y destituir ministros, vetar las leyes, disolver la Duma y establecer la ley marcial. Pero el hecho mismo de que tal documento existiera implicaba que su poder no era ilimitado. La Duma era, en buena medida, un centro de debate, con sus facultades mal definidas, pero con el derecho de solicitar la presencia de ministros del gobierno para que rindiesen cuentas de sus funciones, así como el de asignar fondos al ejército y la armada, si lo decidía (aunque no podía negarse a aprobar el presupuesto militar del gobierno).

Nicolás aceptó también la existencia de un consejo de ministros, que debía funcionar como un gabinete en la coordinación y dirección de las políticas gubernamentales y cuyo presidente serviría de enlace entre todos los ministros y el zar. A su primer presidente, Witte, la situación se le hizo insostenible, porque Nicolás continuaba consultando a los ministros individualmente cada vez que se le antojaba; y su sucesor Peter Stolipin permaneció en el cargo hasta 1911, en parte porque al principio el zar confiaba en él, y en parte porque a partir de 1905 Nicolás se apartó bastante del trabajo diario relativo a las políticas del país. Por otra parte, al igual que muchos otros en los círculos gubernamentales, Nicolás le admiraba por su valor personal. En 1906, los terroristas habían volado en pedazos su residencia de verano cerca de San Petersburgo, causando varias docenas de muertos y heridos, entre estos dos de sus hijos, gravemente; pero Stolipin se había conducido con gran presencia de ánimo y autocontrol[46].

Alto, erguido, de expresión melancólica y modales correctos, Stolipin impresionaba a casi todos los que le conocían. Se asemejaba a Witte en que era inteligente y vigoroso y en que, como él, condujo a Rusia hacia las reformas y el progreso. También, como su predecesor, era autoritario por naturaleza y estaba decidido a aplastar a los revolucionarios; si bien reconocía que el gobierno debía trabajar al menos con alguna de las nuevas fuerzas políticas emergentes, y se esforzó, con cierto éxito, en crear una coalición conservadora dentro de la Duma. Asimismo, con el fin de minar las simpatías del campesinado por los revolucionarios, fomentó reformas que les permitieran llegar a ser propietarios de sus tierras. A la larga, sin embargo, se repitió el viejo esquema: Nicolás sintió envidia y resentimiento por el poder de su primer ministro. En 1911, un diplomático británico informaba de que Stolipin se hallaba deprimido e inseguro en su cargo. En septiembre del mismo año, su destino quedó sellado de manera atroz, cuando un terrorista que al parecer había sido agente de policía, se le acercó en la ópera de Kiev y le disparó a quemarropa. Algunos aseguran que, mortalmente herido, Stolipin dijo: «Este es el fin». O, más dramáticamente: «Muero feliz por el zar»[47]. Su deceso se produjo cuatro días más tarde. De haber vivido, posiblemente hubiera sido un líder fuerte para su país en los años que siguieron; quizá incluso hubiese aportado un elemento de cautela y moderación al producirse la gran crisis europea en el verano de 1914.

Siempre hubo algo de impostado en la afirmación rusa de que era una potencia europea. Como dijera el canciller del zar Alejandro II en 1876: «Somos un gran país sin poder, y nada mejor que reconocer tal verdad. Uno puede vestirse de gala, pero debe saber que se trata de un simple asunto de vestuario»[48]. En ocasiones, Rusia había vestido sus galas y causado un efecto espectacular, como cuando ayudó a derrotar a Napoleón y, al término de las guerras napoleónicas, el zar Alejandro I desfiló por París con sus tropas; o durante las revoluciones de 1848, cuando las tropas rusas ayudaron a salvar la monarquía de los Habsburgo. Pero también había conocido la derrota: en la guerra de Crimea a mediados del siglo XIX, y en la ruso-japonesa más recientemente. Stolipin conocía a la perfección las debilidades internas y externas de Rusia en la posguerra, así como la relación entre ambas. De ahí que, a poco de ser nombrado primer ministro, comentara: «Nuestra situación interna no nos permite desarrollar una política exterior agresiva»[49]. Pero, a diferencia de sus sucesores, y consciente de que los nuevos fracasos en el exterior podrían desatar nuevas revoluciones en el interior, estaba decidido a evitar acciones internacionales provocadoras. Por otro lado, la apariencia de debilidad podía alentar a otras potencias a sacar provecho de Rusia.

El problema fundamental de este país en sus relaciones exteriores era consecuencia de su geografía, que no lo había dotado de defensas naturales contra los posibles invasores. En el transcurso de su historia, Rusia había sido víctima de sucesivas invasiones de mongoles (tártaros para los rusos), suecos, prusianos y franceses (y aún sufriría otras dos más terribles en el siglo XX a manos de los alemanes). Los tártaros gobernaron el centro de Rusia durante doscientos cincuenta años; pero, a diferencia de lo que hicieron los moros en España, señalaba Pushkin, «no trajeron a Rusia el álgebra ni a Aristóteles»[50]. Su vulnerabilidad le dejó a Rusia otro legado: el gobierno centralizado y autoritario que finalmente surgió. En la primera obra de principios del siglo XII sobre la historia de Rusia se describe al pueblo ruso —en lo que es hoy Ucrania— como un pueblo en busca de un salvador: «Toda nuestra tierra es grandiosa y rica, pero carece de orden. Venga a gobernar y a reinar sobre nosotros»[51]. Recientemente, Putin esgrimió idéntico argumento para justificar a Stalin en la historia rusa, en el sentido de que tanto él como su régimen fueron necesarios para mantener a Rusia unida frente a la amenaza enemiga. Una consecuencia de ello fue la interminable búsqueda de la seguridad llevando sus fronteras siempre un poco más allá; y tanto fue así, que a finales del siglo XVIII, Rusia ya había absorbido Finlandia, los estados del Báltico y una parte de la Polonia dividida. Aunque crecía cada vez más hacia el este, Rusia se consideraba a sí misma una potencia europea; después de todo, Europa era percibida como el centro mundial del poder y la civilización.

En comparación con otros países europeos, Rusia fue siempre grande; pero, a partir del siglo XIX, se extendió hasta convertirse en el mayor país del mundo, en la medida en que soldados y exploradores rusos, seguidos de diplomáticos y funcionarios, extendían las fronteras hacia el sur y el este, en dirección al mar Caspio y al mar Negro, al Asia central y, a través de los montes Urales, hacia Siberia, y aún ocho mil kilómetros más hasta el Pacífico. El territorio total de Estados Unidos y el de otros países europeos cabían ampliamente en la Rusia asiática, y todavía sobraba bastante. El viajero y escritor estadounidense George Kennan (pariente lejano del gran experto estadounidense en temas soviéticos del mismo nombre) trató de explicar la inmensidad de los nuevos territorios rusos en los siguientes términos: «Si un geógrafo quisiera elaborar un atlas general del mundo, y para dibujar Siberia empleara la misma escala utilizada por Stieler para Gran Bretaña en su Hand Atlas, la página de su libro correspondiente a Siberia debería tener unos seis metros de ancho»[52].

La categoría de imperio concedía prestigio, así como la posibilidad, no materializada aún, de acceder a recursos y riquezas; si bien traía aparejados más problemas para Rusia, cuya población se hallaba dispersa y además incluía ahora a no rusos, a musulmanes del Asia central, coreanos, mongoles y chinos en oriente. Las nuevas fronteras aportaban a su vez nuevos vecinos, potencialmente hostiles: en extremo Oriente, China y Japón; en Asia central, el imperio británico; en el Cáucaso, Persia, a la que los británicos también le habían echado el ojo; y alrededor del mar Negro, el Imperio otomano, ya en decadencia pero sostenido aún por otras potencias europeas. Además, en una época en que ser una potencia marina se consideraba cada vez más la clave del poder nacional y de la riqueza, a Rusia solo le quedaban un puñado de puertos que pudiera utilizar todo el año. Los buques procedentes del mar Negro y del Báltico debían cruzar estrechos pasajes, que en tiempo de guerra podían quedar cerrados; y el nuevo puerto de Vladivostok, en el Pacífico, estaba a miles de kilómetros de distancia del centro de Rusia y en el otro extremo de una frágil línea férrea. En la medida en que Rusia crecía como país exportador, principalmente de alimentos, el paso entre el mar Negro y el Mediterráneo, a través del estrecho del Bósforo, el mar de Mármara y el estrecho de los Dardanelos —llamados conjuntamente «estrechos otomanos»— adquirieron vital importancia; en 1914, el treinta y siete por ciento de todas sus exportaciones, y el setenta y cinco por ciento de las de grano, que eran las cruciales, salían a través de Constantinopla[53]. Según el entonces canciller Sergéi Sazónov, el taponamiento de esa vía, por parte de Alemania, por ejemplo, equivaldría a «una sentencia de muerte para Rusia»[54]. Desde el punto de vista de Rusia, tenía mucho sentido procurarse puertos en aguas cálidas; pero, como le advirtió Kuropatkin a Nicolás en 1900, esto conllevaba ciertos riesgos: «Pese a que son de justicia nuestros esfuerzos por poseer una salida al mar Negro, otra al océano Índico y una tercera al Pacífico, tales empresas interfieren considerablemente en los intereses de casi todo el mundo, por lo que, para llevarlas a cabo, debemos estar dispuestos a enfrentarnos a una coalición formada por Gran Bretaña, Alemania, el Imperio austrohúngaro, Turquía, China y Japón»[55]. De todos los enemigos potenciales de Rusia, el más amenazador e inmediato parecía Gran Bretaña, con su imperio mundial.

En la propia Gran Bretaña, la opinión pública era profundamente contraria a Rusia. La literatura popular la describía como un país exótico y terrorífico: una tierra de cúpulas doradas cubiertas de nieve, y lobos que perseguían trineos en medio de bosques tétricos; la tierra, en fin, de Iván el Terrible y Catalina la Grande. En las novelas del prolífico autor William Le Queux, el enemigo, antes que Alemania, había sido Rusia. En su libro de 1894 titulado La Gran Guerra en Inglaterra en 1897, Gran Bretaña era invadida por una combinación de fuerzas rusas y francesas, en la que los rusos eran mucho más brutales: quemaban los hogares de los británicos, les disparaban a los civiles inocentes y les clavaban las bayonetas a los niños. «Los soldados del zar, salvajes e inhumanos, no tenían piedad por los débiles y desprotegidos. Se mofaban y reían de las peticiones de clemencia, y con diabólica bestialidad se refocilaban en la destrucción que llevaban a todas partes»[56]. Los radicales, los liberales y los socialistas tenían múltiples razones para odiar a ese régimen, con su policía secreta, su censura, su ausencia de derechos humanos fundamentales, su persecución de los opositores, su represión de las minorías étnicas y su terrible historia de antisemitismo[57]. Los imperialistas, por otro lado, odiaban a Rusia porque rivalizaba con el imperio británico. Según afirmaba Curzon, viceministro de Asuntos Exteriores de Salisbury antes de ser nombrado virrey de la India, Gran Bretaña jamás podría llegar a un acuerdo sobre Asia con Rusia. Esta seguiría expandiéndose en tanto se le permitiera; y, en cualquier caso, la «duplicidad intrínseca» de los diplomáticos rusos frustraba toda negociación posible[58]. Esta fue una de las raras ocasiones en que estuvo de acuerdo con el jefe del estado mayor en la India, lord Kitchener, que le exigía a Londres más recursos para hacer frente al «amenazador avance de Rusia hacia nuestras fronteras». Lo que les preocupaba a los británicos, concretamente, era el nuevo ferrocarril ruso, tanto lo ya construido como lo planificado, que se extendía hasta las fronteras de Afganistán y Persia, y que ahora les ofrecía a los rusos la posibilidad de recurrir a la fuerza. Aunque el término no se acuñó hasta ochenta años después, los británicos empezaron a tomar conciencia de lo que Paul Kennedy denominó «hipertensión imperial». Como aseguró el ministerio de la Guerra en 1907, la expansión del sistema de ferrocarriles ruso le impondría una carga tan pesada al imperio británico y a su ejército para defender la India que, «a menos que reestructuremos todo nuestro sistema militar, la conveniencia o no de conservarla dependerá de que apliquemos o no una política práctica»[59].

Siempre hubo en ambos lados quienes preferían reducir las tensiones, y también los gastos, llegando a un acuerdo sobre las principales cuestiones coloniales. En la década de 1890, los británicos estaban dispuestos a admitir que no se encontraban en condiciones de impedir que Rusia utilizara los estrechos situados entre el mar Negro y el Mediterráneo para sus barcos de guerra; mientras que los rusos, en especial los militares, se mostraban dispuestos a adoptar una política menos agresiva en Asia central y Persia[60]. En 1898, Salisbury había propuesto sostener conversaciones con Rusia para la solución de las diferencias entre ambos países en China, pero lamentablemente no condujeron a nada; y, de hecho, las relaciones empeoraron nuevamente cuando Rusia aprovechó el levantamiento de los bóxers para trasladar sus tropas a Manchuria. En 1903, la designación de un nuevo embajador ruso en Londres abrió la posibilidad de retomar las conversaciones con un enfoque novedoso. El conde Alexander Benckendorff estaba muy bien relacionado (había sido paje del zar Alejandro III), era rico e indiscreto. También era anglófilo, liberal en sus simpatías y muy pesimista con respecto al futuro del régimen zarista. Cuando fue embajador en Copenhague le dijo a un colega, el embajador francés, que «en Rusia, a simple vista, la gente es todo sentimiento y ternura hacia el zar; exactamente como en Francia en vísperas de la revolución»[61]. En Londres, el embajador ruso y su esposa se integraron en la sociedad, y Benckendorff se propuso mejorar las relaciones entre su país y Gran Bretaña. De manera que, aprovechando las considerables libertades de que gozaban los diplomáticos en aquellos días de preguerra, alentó a cada parte a pensar que la otra era más favorable a las conversaciones de lo que realmente eran. En 1903, Lansdowne, ministro de Asuntos Exteriores británico, y Benckendorff sostuvieron conversaciones sobre temas de gran importancia como el Tíbet y Afganistán, pero tampoco esta vez llegaron a ninguna conclusión. Con la renuncia del gobierno conservador y las elecciones de finales de 1904, así como con el empeoramiento de las relaciones entre Rusia y Japón, aliado de Gran Bretaña, cualquier intento de reaproximación quedó truncado hasta después de la guerra ruso-japonesa.

Las revoluciones industrial y tecnológica del siglo XIX se sumaron a la carga de Rusia como gran potencia. En la medida en que se sucedían los avances, la carrera armamentista se aceleraba y encarecía. Los ferrocarriles y las producciones masivas permitían ahora crear, trasladar y avituallar a unos ejércitos más numerosos. Una vez que las demás potencias continentales emprendieron tal camino, los gobernantes rusos se sintieron obligados a hacerlo también, aun cuando sus recursos no fueran comparables a los de su vecino, el Imperio austrohúngaro y la nueva Alemania. La alternativa, difícil de considerar, aunque no imposible, era renunciar a la idea de ser parte del club de las grandes potencias. Alexander Izvolski, canciller ruso entre 1906 y 1910, declaró que ser una potencia de segunda clase, o peor aún, «un estado asiático, sería catastrófico para Rusia»[62].

El dilema era similar al que debería enfrentarse la Unión Soviética más tarde, durante la guerra fría: las ambiciones rusas estaban plenamente desarrolladas, pero no así su economía ni su sistema tributario. En la década de 1890, Rusia gastaba menos de la mitad por soldado que Francia y Alemania[63]. Además, cada rublo empleado en el ejército era un rublo que se dejaba de invertir en el desarrollo. Según algunas estimaciones, en 1900 el gobierno ruso gastaba diez veces más en su ejército que en educación, y la marina de guerra recibía más fondos que los importantes ministerios de Agricultura y Justicia[64]. La guerra ruso-japonesa empeoraría la situación, llevando a Rusia casi a la quiebra y dejándola con enormes déficits presupuestarios. Pese a que las fuerzas armadas estaban muy necesitadas de nuevos equipamientos y de instrucción, no había fondos para ello. En 1906, los distritos militares clave en occidente, en los alrededores de Varsovia, Kiev y San Petersburgo, no recibían recursos suficientes para hacer sus prácticas de tiro[65].

La guerra encendió de nuevo el debate sobre dónde estaban los verdaderos intereses de Rusia, si en Asia o en Europa. Durante mucho tiempo, Kuropatkin y el estado mayor ruso habían estado preocupados por el drenaje de recursos hacia el este, lejos de las fronteras europeas. La construcción del ferrocarril en el occidente ruso prácticamente se detuvo mientras Witte construía el Transiberiano, y esto en unos momentos en que Alemania y el Imperio austrohúngaro, amén de pequeñas potencias como Rumanía, no cesaban de construir. En 1900, el estado mayor ruso calculaba que Alemania podía enviar quinientos cincuenta y dos trenes al día a su frontera común, mientras que Rusia solo noventa y ocho. Por razones financieras, también se congeló el crecimiento de las fuerzas armadas rusas en su territorio occidental. «Para regocijo de Alemania —escribió Kuropatkin en 1900—, al dirigir nuestra atención al extremo Oriente, le damos a ella y a Austria una superioridad decisiva sobre nosotros en cuanto a fuerzas y materiales»[66]. Una de las pesadillas de los militares rusos durante el conflicto bélico ruso-japonés fue que Alemania y el Imperio austrohúngaro aprovecharan la oportunidad para avanzar contra Rusia, actuando tal vez contra la Polonia rusa, que se extendía peligrosamente hacia occidente. Por fortuna para Rusia, durante la guerra Alemania optó por una política de neutralidad amistosa, en un esfuerzo por separarla de Francia; y, tal como confirmara uno de los espías rusos en Viena, el Imperio austrohúngaro estaba más preocupado con un posible ataque contra su aliada Italia[67].

Más tarde, al concluir la guerra ruso-japonesa, mientras hacía frente a los años difíciles de la recuperación y la reconstrucción, no abandonaron a Rusia el temor ni la necesidad de tomar serias decisiones en cuanto a la asignación de recursos y a la política exterior. Si los intereses de Rusia estaban en el este, necesitaba estabilidad en el oeste, y esto implicaba una alianza, o al menos una distensión, con Alemania y el Imperio austrohúngaro. En realidad, había razones históricas e ideológicas en favor de este paso: las tres monarquías conservadoras tenían interés en mantener el statu quo y en ofrecerles resistencia a los cambios radicales. Había también fuertes argumentos históricos en favor de una alianza entre Rusia y Alemania. Los vínculos entre alemanes y rusos databan de siglos atrás, cuando Pedro el Grande había importado alemanes para que trabajaran con él en sus nuevas industrias, y durante años los granjeros alemanes habían ayudado a poblar las nuevas tierras ganadas por Rusia en su expansión. Las clases altas de Rusia se habían unido en matrimonio con sus homólogas alemanas, y muchas familias antiguas llevaban apellidos germánicos como Benckendorff, Lamsdorff o Witte. Algunos, especialmente los alemanes de las posesiones rusas en el Báltico, aún hablaban más en alemán que en ruso. Los zares —incluido, naturalmente, el propio Nicolás II— solían buscar esposa en los principados alemanes. Con todo, un acercamiento a Alemania por parte de Rusia equivalía al abandono de su alianza con Francia y, casi con seguridad, de los mercados financieros franceses. Aunque, ciertamente, también había oposición a los liberales, que consideraban la alianza con Francia, y quizá a largo plazo con Gran Bretaña, como un incentivo para las fuerzas progresistas empeñadas en lograr cambios dentro de Rusia. Aunque no todos los conservadores eran proalemanes; por ejemplo, los terratenientes sufrían las tarifas proteccionistas alemanas a los productos alimentarios agrícolas. La ocupación alemana de la bahía de Jiaozhou, en el norte de China, en 1897, planteaba un desafío a las ambiciones rusas de dominar China y Corea; por lo que, en los años siguientes, el aumento de las inversiones y de la influencia alemanas en el Imperio otomano, a las puertas mismas de Rusia, fueron causa de la mayor inquietud en los círculos oficiales[68].

Por otra parte, si Rusia decidía que sus principales amenazas y oportunidades estaban en Europa, entonces necesitaba entenderse con sus enemigos del este, tanto reales como potenciales. La paz con Japón debería ir acompañada de la solución de los problemas pendientes con China y, más importante aún, con la otra potencia imperial del este: Gran Bretaña. En política exterior, pocas opciones son irrevocables, y en los diez años anteriores a 1914 los líderes rusos trataron de mantener sus opciones abiertas, preservando su alianza con Francia pero aproximándose también a los otros tres —Gran Bretaña, Alemania y el Imperio austrohúngaro—, para tratar de eliminar las fuentes de tensión.

A pesar de que, en un principio, la alianza con Francia le había acarreado contratiempos, la opinión pública rusa había llegado a ver con buenos ojos, al menos en cierta medida, la conjugación de la mano de obra rusa con el capital y la tecnología franceses. Desde luego, con el tiempo surgieron tensiones. Francia trató de utilizar su influencia financiera en Rusia para perfilar la planificación militar de este país de acuerdo con las necesidades francesas; o para insistir en que Rusia adquiriera sus nuevas armas de empresas francesas[69]. Los rusos se molestaron con este «chantaje», como en ocasiones le llamaban, que resultaba denigrante para la gran potencia rusa. Antes de 1914, el ministro de Hacienda ruso, Vladímir Kokóvtsov, se lamentaba: «Rusia no es Turquía; nuestros aliados no deben darnos un ultimátum, realmente podemos prescindir de semejantes exigencias directas»[70]. La guerra ruso-japonesa también contribuyó a aumentar las tensiones, ya que los rusos pensaban que Francia no hacía lo suficiente para apoyarles; al tiempo que los franceses trataban desesperadamente de no dejarse arrastrar a una guerra junto a Rusia y contra Japón, aliado de su nueva amiga Gran Bretaña. Con todo, Francia le fue útil a Rusia en la negociación de un acuerdo sobre los daños causados por el incidente del banco Dogger. Asimismo, Delcassé le permitió a la flota rusa del Báltico, en su avance hacia Manchuria, hacer uso de los puertos de las colonias francesas de extremo Oriente.

Hasta los conservadores rusos, que todavía albergaban esperanzas de una relación más estrecha con Alemania, se consolaron con el argumento de que la alianza con Francia realmente fortalecía a Rusia y la hacía más impresionante a los ojos de los alemanes. En opinión de Lamsdorff, canciller entre 1900 y 1906: «Para tener buenas relaciones con Alemania y hacer que se comporte responsablemente, necesitamos mantener la alianza con Francia. Una alianza con Alemania significaría nuestro aislamiento, y probablemente nos conduciría a una desastrosa servidumbre»[71]. Lamsdorff, hombre pequeño y quisquilloso, era un auténtico burócrata de la vieja escuela, absolutamente fiel al zar y opuesto por completo a los cambios. El conde Leopold von Berchtold, diplomático austriaco y luego ministro de Asuntos Exteriores de su país, lo conoció en 1900 y dijo de él:

«Excepto por el bigotito, estaba completamente afeitado, también la cabeza, y se sentó muy recto y erguido. En todo momento trató de impresionarme; se mostró en extremo educado, no carente de inteligencia ni de educación, un archivo ambulante: una verdadera rat de chancellerie, que de tanto husmear en expedientes polvorientos se había convertido él mismo en un pergamino. No pude por menos que sentir que tenía ante mí algo anormal, un ser envejecido pero a medio incubar, en cuyo sistema circulatorio corría gelatina aguada en vez de sangre roja»[72].

Los colegas de Lamsdorff habrían estado de acuerdo; como dijo uno de ellos, Lamsdorff era honesto y laborioso, pero «brillantemente incapaz y mediocre»[73]. Sin embargo, quizá Lamsdorff tuviera razón al pensar que los intereses de Rusia a largo plazo radicaban en mantener el equilibrio entre las potencias, y no se cerró al diálogo con ninguna de las otras potencias, tampoco con Gran Bretaña. Como le dijo en 1905 al barón Marcel Taube, funcionario del ministerio de Asuntos Exteriores: «Créame, hay momentos en la vida de un gran pueblo en que esta ausencia de una orientación demasiado marcada hacia una u otra potencia es la mejor política. Personalmente, la llamo política de independencia y, si se abandona, ya verá usted un día, cuando yo no esté, que no será feliz para Rusia»[74]. Sus sucesores podrían entrar en nuevas combinaciones y enfrascarse en nuevas guerras, que, advertía él, «terminarán en una revolución»[75]. No obstante, fue prácticamente imposible para Rusia a partir de 1905 mantener sus manos libres en política exterior; por una parte porque su propia debilidad condicionaba su necesidad de aliados, y por la otra porque Europa había avanzado mucho en su fragmentación en alianzas opuestas.

A partir de 1904, creada ya la entente cordial con Gran Bretaña, Francia ejerció fuertes presiones sobre Rusia para que llegase a un entendimiento similar con Gran Bretaña. Según el canciller Delcassé: «¡Grandes serían las oportunidades que se abrirían ante nosotros si pudiéramos apoyarnos simultáneamente en Rusia y Gran Bretaña para enfrentarnos a Alemania!»[76]. Desde luego, las aspiraciones de Francia a más largo plazo consistían en lograr una alianza militar plena entre las tres potencias. Los liberales rusos habrían estado satisfechos con la amistad de la principal potencia europea; pero la dirección del país era reacia, pues el zar desaprobaba a la sociedad británica y, aunque admiraba a la reina Victoria, no simpatizaba con Eduardo VII, a quien consideraba inmoral y peligrosamente liberal en sus amistades. Siendo joven, Nicolás había pasado algún tiempo con Eduardo y le había impresionado, por ejemplo, que entre sus invitados hubiera vendedores de caballos y, peor aún, judíos. Según le contó a su madre por carta: «Los primos se divertían con la situación y constantemente me hacían bromas al respecto, pero yo traté de mantener las distancias y no hablé»[77]. Pero más importante era tal vez que Nicolás consideraba a Gran Bretaña la primera rival de Rusia en el mundo, y estaba indignado con los británicos por su hostilidad durante la guerra ruso-japonesa, de la que culpaba a Eduardo VII, quien era para él, tal como le dijo a Guillermo II, «el más dañino y peligroso intrigante del mundo»[78].

Hasta su sustitución en 1906, sus principales asesores, Witte y Lamsdorff, también se mostraron reticentes, y hasta hostiles, a la idea de un entendimiento con Gran Bretaña. Witte habría preferido revitalizar la vieja amistad con Alemania y unirse quizá a la triple alianza de esta, el Imperio austrohúngaro e Italia; pero era algo poco probable, debido a las crecientes rivalidades entre Rusia y el Imperio austrohúngaro en los Balcanes. Menos probable aún era la esperanza de Witte de crear una alianza continental con Francia, Rusia y Alemania que dejara aislada a Gran Bretaña[79]. Los franceses, por su parte, dejaron claro que no estaban dispuestos a enterrar sus diferencias con Alemania ni a abandonar su entente con Gran Bretaña.

No es de extrañar que Alemania hiciera cuanto estuvo a su alcance para distanciar a Francia y Rusia. Durante la guerra ruso-japonesa, el ministerio de Asuntos Exteriores alemán realizó algunos torpes esfuerzos concebidos para crear suspicacias entre Francia y Rusia. El káiser le escribía a su querido primo Nicky en inglés, idioma que compartían, aconsejándole cómo conducir la guerra y lamentándose de las crecientes pérdidas de Rusia. Según Guillermo le contó al zar a comienzos de junio de 1904, le había dicho al agregado militar francés en Berlín que le parecía asombroso que Francia no acudiera en ayuda de su aliada Rusia en contra de la naciente potencia asiática.

«Después de muchas insinuaciones y alusiones, me percaté de algo que siempre temí: que el efecto principal del acuerdo anglo-francés era impedir que los franceses te ayudaran. Il va sans dire que si Francia hubiera estado obligada a ayudarte con su flota o armada, yo no habría movido un dedo en su contra, puesto que habría ido en contra de toda la lógica del autor del cuadro “¡Peligro amarillo!”, [Guillermo le había regalado a Nicolás esta pintura, hecha por su artista favorito de acuerdo con sus instrucciones]».

Más adelante, Guillermo redujo el impacto de estos amables sentimientos, al concluir su misiva con una torpe insinuación a su primo de que este era el momento indicado para que Rusia firmara un tratado comercial con Alemania[80]. En ese otoño, cuando las pérdidas de Rusia en extremo Oriente se dispararon, Guillermo y Bülow le ofrecieron en secreto a Rusia una alianza contra una potencia europea no especificada. Guillermo le escribió en privado a Nicolás: «Desde luego, la alianza sería puramente defensiva, dirigida exclusivamente contra el agresor o los agresores europeos, y sería como una mutua de seguros contra incendios». Y se quedó desolado cuando Nicolás le respondió negativamente. «Mi primera derrota personal», admitió desalentado[81].

A Guillermo le gustaba pensar que podía manejar a Nicolás, diez años más joven y con una personalidad menos fuerte, a quien, tras uno de sus primeros encuentros, describió a la reina Victoria como «un muchacho agradable, encantador y adorable»[82]. Nicolás, por su parte, consideraba a Guillermo agotador en persona, y le molestaban sus numerosas cartas con consejos que no le había pedido. Witte descubrió que una manera de hacer que su jefe aceptara algo era diciéndole que el káiser se oponía[83]. Usualmente, Guillermo mostraba poco tacto con los regalos de lo que él llamaba sus propias pinturas. Por ejemplo, la alegoría del «Peligro amarillo» mostraba a un apuesto guerrero alemán defendiendo a la desvanecida belleza rusa. Aunque Bülow tenía su propia candidata a pintura más embarazosa: «El káiser Guillermo erguido frente al zar en actitud majestuosa y con brillante armadura, levantando un enorme crucifijo con su mano derecha, mientras el zar lo observa admirado en posición humilde y casi ridícula, ataviado con un traje típico bizantino, que parecía una bata»[84]. Como solía hacer en estos casos, el zar se retiró en educado desacuerdo. Guillermo, por su parte, estaba indignado con lo que consideraba la falta de carácter de Nicolás. Cuando durante la guerra ruso-japonesa instó al zar a luchar hasta el final, Bülow le advirtió de que no estimulara a Rusia demasiado abiertamente, porque Alemania se podía ver arrastrada al conflicto. A lo que Guillermo respondió: «Puede que como estadista usted tenga razón, pero yo soy rey, y como soberano me molesta la manera en que Nicolás se defrauda a sí mismo con su comportamiento blando; es el tipo de cosas que desacreditan a un soberano»[85].

En el verano de 1905, mientras Rusia llamaba a la paz con Japón y el país se encontraba en medio de un torbellino, Guillermo hizo otro esfuerzo destinado a apartar a Nicolás de la alianza con Francia. Los dos gobernantes se encontraron con sus yates en aguas cercanas a la isla finlandesa de Björkö. Guillermo le mostró su solidaridad a Nicolás por la situación de Rusia, y se sumó a él en las críticas contra la perfidia de Francia y Gran Bretaña. El 23 de julio, Bülow recibió un telegrama de Guillermo, que estaba encantado de decirle que Rusia y Alemania habían alcanzado un tratado a bordo del yate del zar. «He recibido muchos telegramas extraños del káiser —diría Bülow más tarde—, pero ninguno tan entusiasta como este desde Björkö». Guillermo se extendió en la descripción de la escena. El zar había hecho referencia de nuevo a lo dolido que estaba por la ausencia de apoyo francés a Rusia, a lo que Guillermo había respondido que por qué ellos dos, allí mismo y en ese momento, no firmaban un «pequeño acuerdo», y sacó una copia del tratado que Nicolás había rechazado el invierno anterior. Nicolás lo leyó entero, mientras Guillermo se mantenía en silencio, rezando, según dijo, y observando su yate con las banderas ondeando con la brisa de la mañana. De pronto, escuchó a Nicolás decir: «Es excelente. Estoy de acuerdo». Guillermo trató de no mostrar demasiado interés y le ofreció una pluma a Nicolás. Después, firmó él mismo. Un representante del ministerio de Asuntos Exteriores, enviado para estar pendiente de Guillermo, refrendó el documento en nombre de Alemania; y un almirante ruso, a quien Nicolás no permitió leer el texto, firmó obediente por parte de Rusia. «Lágrimas de felicidad humedecieron mis ojos —continuaba la descripción de Guillermo a Bülow—, y gotas de sudor corrieron por mi espalda, y yo pensaba, Federico Guillermo III, la reina Luisa, el abuelo y Nicolás I, me siento cerca de ustedes en este instante. Por lo menos, estarán mirando desde el cielo llenos de alegría»[86]. Un mes más tarde, le escribió a Nicolás regocijándose de su nueva alianza, que les permitiría a ambas naciones convertirse en centro de poder y en una fuerza de paz en Europa. Desde luego, los otros miembros de la triple alianza —el Imperio austrohúngaro e Italia— los apoyarían; y otras potencias más pequeñas como los países escandinavos no podían menos que reconocer que lo mejor para sus intereses era moverse en la órbita del nuevo bloque de poder; hasta Japón podría sumarse, lo que serviría para calmar «la prepotencia e impertinencia inglesas». Y continuaba diciendo el káiser que Nicolás no necesitaba preocuparse por su otro principal aliado europeo: «Marianne [Francia] debe recordar que está desposada contigo y obligada por ello a compartir tu lecho, y finalmente a besarme y abrazarme a mí de vez en cuando, aunque no a entrar subrepticiamente en el dormitorio del siempre intrigante touche-à-tout de la Isla»[87]. (Esta última frase era una pulla a Eduardo VII, cuyos amoríos eran notorios).

Lo último que sintió Bülow al ver el tratado fue alegría. De hecho, se molestó por que Guillermo hubiera actuado sin consultarle antes, algo que hacía con demasiada frecuencia, y quedó consternado cuando vio que el káiser había introducido un cambio que limitaba el alcance del tratado a Europa. Una de las grandes ventajas de Rusia como aliado era que podía amenazar a la India, y de esa manera mantener a los británicos a raya en Europa. Después de consultarlo con sus colegas en el ministerio de Asuntos Exteriores, que compartieron su criterio, Bülow presentó su renuncia, puede que tan solo con la intención de darle una lección a su jefe[88]. Los sueños de Guillermo se derrumbaron, y también él. «Ser tratado así por el mejor y más íntimo amigo que tengo —afirmó en una emotiva carta dirigida a Bülow—, sin siquiera darme un argumento razonable, me ha causado tan honda consternación que me he desmoronado completamente y temo las consecuencias de esto para mis nervios»[89]. La reacción del canciller ruso Lamsdorff fue menos dramática, pero igualmente negativa. Este le sugirió al zar, con extremado tacto, que el káiser se había aprovechado de él y que el tratado era incompatible con las obligaciones contraídas por Rusia con Francia. En octubre, Nicolás le escribió a Guillermo diciéndole que el tratado requeriría la anuencia de Francia y, como esto nunca sucedería, el acuerdo de Björkö quedó de facto anulado.

En el verano de 1907, cuando Guillermo y Nicolás se reunieron de nuevo en sus yates, estuvieron presentes tanto Bülow —quien amablemente había accedido a la solicitud de Guillermo de permanecer en el cargo— como el nuevo ministro de Asuntos Exteriores ruso, Alexander Izvolski. La visita transcurrió sin contratiempos, aparte de un infortunado discurso improvisado del káiser en el que se jactó de su poderosa armada e hizo votos por que el zar muy pronto construyera una nueva. «Ahora solo falta que le dé una bofetada», apuntó acremente un asistente ruso a uno de sus homólogos alemanes[90]. Pero Björkö fue el último episodio significativo de la diplomacia personal entre dos monarcas, algo que habría parecido bastante normal en el siglo XIX, pero que estaba fuera de lugar en el XX, cuando las complejidades crecientes de las sociedades modernas otorgaban más facultades a los altos funcionarios, incluso en las monarquías absolutas. Una consecuencia lamentable del suceso fue la profundización de las suspicacias hacia Alemania y hacia Guillermo que ya existían en círculos oficiales rusos y en la opinión pública en general, motivo por el cual el gobierno se vio cada vez más limitado en sus intentos por mejorar las relaciones con su vecino del este. El embajador británico informó sobre una conversación que sostuvo con el zar en 1908:

«El emperador admitió que, a propósito de las relaciones de Rusia con Alemania, la libertad de prensa les había colocado a él y a su gobierno en una situación embarazosa, puesto que cada incidente que se registraba en cualquier provincia distante del imperio, fuese un terremoto o una tormenta de truenos, se le atribuía a Alemania, y recientemente tanto él como su gobierno habían recibido graves quejas sobre el tono hostil de la prensa rusa»[91].

A comienzos de 1906 Witte, que se había inclinado a favor de una alianza con Alemania, cambió al parecer de opinión, quizá por culpa del episodio de Björkö; así que le dijo a la embajada británica en San Petersburgo que lo que Rusia necesitaba en esa coyuntura crítica de su historia era la simpatía y el apoyo de una gran potencia liberal. Claro que también ayudaba el hecho de que Gran Bretaña fuese una gran potencia financiera en condiciones de hacerle a Rusia los préstamos que tan desesperadamente necesitaba. Witte consideraba que si Gran Bretaña ofrecía pruebas palpables de su amistad, muy pronto se podría llegar a un entendimiento[92]. En realidad, ya se estaban realizando negociaciones entre el gobierno ruso y el Barings Bank, con el respaldo del ministerio de Asuntos Exteriores británico, pero, debido a los altibajos políticos en los dos países, estas no concluyeron hasta la primavera de 1906[93]. Ante las presiones de Witte, Lamsdorff accedió a iniciar conversaciones sobre Persia y Afganistán; pero estas avanzaron con lentitud, pues Lamsdorff no estaba muy entusiasmado con la idea y ambos países se hallaban preocupados por una crisis a propósito de Marruecos que amenazaba con llevar a Europa a un conflicto de grandes proporciones.

Súbitamente, en la primavera de 1906 la situación se volvió más favorable a un entendimiento. Witte fue despedido y Lamsdorff solicitó al zar que aceptara su renuncia, porque no podía hacerse a la idea de lidiar con la nueva Duma. «Tendría que pasar mucho tiempo —le dijo a Taube—, antes de que yo me dignara hablar allí con esa gente»[94]. El nuevo primer ministro Stolipin era mucho más receptivo a la idea de una distensión con Gran Bretaña; en parte por la debilidad de Rusia, pero también porque reconocía que Gran Bretaña, con la renovación de su tratado con Japón en 1905, la firma de una convención con el Tíbet y unas medidas más agresivas con respecto a Persia, había logrado encerrar a Rusia en sus fronteras este y sur. El nuevo canciller, Alexander Izvolski, estaba más convencido aún de que los intereses de Rusia se hallaban en Europa y de que la clave para la reconstrucción de su estatus como potencia estaba en mantener la alianza con Francia y llegar a algún tipo de entendimiento con Gran Bretaña. En los años posteriores a 1906, estos dos hombres también coincidieron en que, a la luz de los más recientes acontecimientos de la política interna rusa, era preciso que la Duma y la opinión pública participaran en la política exterior.

Poco antes de que Izvolski tomara posesión de su cargo, Taube sostuvo una larga conversación con él en la que el nuevo canciller ruso le dijo que su objetivo era situar las relaciones con Japón sobre bases sólidas y amistosas, y «eliminar el legado del conde Lamsdorff en Asia». Una vez logrado esto, continuó, «después de algunos años, Rusia podría retomar sus relaciones con Europa, donde prácticamente había abandonado sus intereses tradicionales e históricos por causa de los efímeros sueños con extremo Oriente que nos han salido muy caros»[95]. Izvolski era uno de los rusos que veía a Europa como el club al que deseaban pertenecer por encima de todo. Como dijo en 1911, después de asumir su cargo, la política de estrechar relaciones con Francia y Gran Bretaña era «quizá menos segura, pero más digna del pasado de Rusia y su grandeza»[96]. Realmente, era más audaz que Stolipin; pero lamentablemente para la política exterior rusa, también tendía a perder los estribos en el momento menos oportuno.

Prácticamente todos coincidían en que Izvolski era agradable, ambicioso e inteligente, además de superficial, vanidoso y muy sensible a las críticas. Se asemejaba a Lamsdorff en su capacidad de trabajo y en la atención a los detalles; pero, a diferencia de su predecesor, era liberal y contaba con mucha más experiencia del mundo exterior. En palabras del diplomático alemán y futuro ministro de Asuntos Exteriores Leopold von Berchtold, Izvolski era «un hombre de mediana estatura, cabello rubio separado por una raya y rostro rubicundo; frente amplia, ojos oscuros, nariz pequeña y cejas protuberantes; viste un traje impecable y lleva monóculo»[97]. Aunque en general se le consideraba feo, Izvolski se enorgullecía de su aspecto, vestía trajes de buen corte de Savile Row, en Londres, y embutía los pies en unos zapatos demasiado pequeños, debido a lo cual, según un observador, caminaba como una paloma[98].

Su familia pertenecía a la baja nobleza y sus medios eran modestos, pero se las habían arreglado para enviar a Izvolski a la mejor escuela de San Petersburgo, el liceo imperial Alejandro, donde había alternado con jóvenes mucho más ricos y de mejor posición social, lo que, en opinión de Taube, le había hecho esnob, egoísta y materialista. De joven, Izvolski trató desesperadamente de hacer un buen matrimonio. A una viuda bien relacionada que no aceptó su ofrecimiento le preguntaron tiempo después si lamentaba haber perdido la oportunidad de casarse con alguien de tan buena carrera: «Lo he lamentado cada día, pero me he congratulado cada noche»[99]. Al final se casó con la hija de otro diplomático ruso, pero nunca tuvo dinero suficiente como para darse el estilo de vida grandioso al que aspiraba, y corrieron siempre rumores en San Petersburgo sobre el modo en que promocionaba a los hombres ricos subordinados a él[100]. Taube, que trabajó muy cerca de él durante años, pensaba que dentro de Izvolski pugnaban sin descanso dos hombres muy distintos: el estadista y el cortesano ambicioso[101].

En un principio, los británicos se mostraron aprensivos ante el nombramiento de Izvolski. El embajador británico en Copenhague informó a Londres sobre una conversación sostenida con su homólogo francés, que conocía bien a Izvolski; al parecer, el nuevo canciller ruso no demostraba excesivo interés por la alianza con Francia y más bien se inclinaba en favor de los alemanes[102]. Por suerte para el futuro de las relaciones anglo-rusas, este informe resultó estar equivocado. Izvolski estaba decidido a negociar un entendimiento con Gran Bretaña, y, aunque anteriormente el zar no había reaccionado bien ante la idea, ahora estaba dispuesto a darle su aprobación[103]. La situación en Rusia empezaba a mejorar y parecía que la revolución había quedado conjurada, de manera que los británicos tenían una parte con la que negociar. Del lado británico había un nuevo gobierno liberal y un nuevo ministro de Asuntos Exteriores, sir Edward Grey, quien estaba resuelto a aprovechar la oportunidad. Una de las primeras reuniones de Grey, después de tomar posesión de su cargo en diciembre de 1905, fue la que sostuvo con Benckendorff para darle seguridades al embajador ruso de que deseaba llegar a un acuerdo con su país. En mayo de 1906, sir Arthur Nicolson llegó a San Petersburgo como embajador británico, facultado por el gabinete para analizar con Izvolski los tres focos sensibles en las relaciones: el Tíbet, Persia y Afganistán. Naturalmente, no fueron consultados los habitantes de estos países, cuyo destino se decidía a miles de kilómetros de distancia.

Las negociaciones entre las dos partes resultaron largas y tediosas, como era de esperar; en opinión de un diplomático británico, «cada una pensaba que la otra era mentirosa y ladrona»[104]. Hubo momentos en que las conversaciones estuvieron a punto de interrumpirse, como cuando Izvolski se inquietó por que los alemanes pudieran oponerse, o cuando el primer ministro británico, Henry Campbell Bannerman, incluyó en un discurso la inoportuna frase de «Vive la Douma!». La del Tíbet, donde se había desarrollado una buena parte del gran juego entre los agentes británicos y rusos, fue la cuestión más fácil de resolver, pues las partes acordaron no tratar de extraer concesiones del débil gobierno tibetano ni establecer relaciones políticas con el Dalai Lama y, en una cláusula que arrojaría una nube gris sobre el futuro del Tíbet, Rusia aceptó reconocer el protectorado chino sobre ese país.

Lo de Afganistán llevó más tiempo, y no se logró alcanzar un acuerdo hasta finales del verano de 1907. Los rusos hicieron las mayores concesiones, al aceptar que Afganistán se encontraba en el área de influencia británica y que Rusia solo podría tratar con el emir a través de Gran Bretaña. A cambio, esta solo prometía no ocupar ni anexionarse Afganistán, en tanto el emir respetara los acuerdos contraídos con ellos. El tema más escabroso resultó ser el de Persia, aunque las noticias del préstamo de Alemania al sah para el ferrocarril contribuyeron a mantener a ambas partes concentradas. También ayudó el que Izvolski estaba dispuesto a hacer lo necesario para lograr el acuerdo. En el verano de 1906, cuando se analizó en San Petersburgo la promoción de un banco ruso-persa en Teherán (que podría haber alarmado a los británicos), dijo enfáticamente: «Estamos tratando de consumar una alianza con Gran Bretaña y, por lo tanto, nuestra política en Persia debe ajustarse a este objetivo»[105]. Tras largos debates sobre líneas de demarcación, se acordó que Persia (actual Irán) estuviera comprendida entre una zona de influencia rusa en el norte y otra británica en el sur para brindarle protección al Golfo y a las rutas hacia la India, y con una zona neutral entre ambas. El embajador británico en Teherán advirtió de que el gobierno persa, que había escuchado rumores sobre las negociaciones, estaba seriamente preocupado y molesto. Con la indiferencia típica de la época hacia el mundo no europeo, el ministerio de Asuntos Exteriores británico respondió que los persas debían comprender que el acuerdo respetaba en la práctica la integridad de su país[106]. Los estrechos situados entre el mar Negro y el Mediterráneo, fuente de tantos problemas en el siglo XIX, quedaron excluidos, puesto que la convención solo se refería a Asia; pero Grey le dio a entender a Benckendorff que en el futuro los británicos no les ofrecerían dificultades a los rusos para acceder a ellos[107]. El 31 de agosto de 1907, se firmó en el ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia la convención anglo-rusa «con los acuerdos sobre Persia, Afganistán y el Tíbet».

Todos comprendían que había mucho más en juego que los «acuerdos». Aunque Alemania acogió públicamente con agrado la noticia, sobre la base de que servía a la paz, Bülow le dijo al káiser que ahora Alemania era el centro de la ansiedad y los celos de Gran Bretaña. En Berlín circularon rumores de guerra, mientras que la prensa alemana publicaba artículos diciendo que ahora el país estaba rodeado. En el verano siguiente, durante una revista militar, Guillermo pronunció un discurso beligerante: «Debemos seguir el ejemplo de Federico el Grande, quien, rodeado por todos lados por sus enemigos, logró vencer a uno tras otro»[108]. Asimismo, concedió una entrevista a un periodista estadounidense de The New York Times, en la que se refirió amargamente a la «perfidia» británica y a que la guerra era inevitable. Queriendo ganarse a la opinión pública estadounidense, acusó a los británicos de traicionar a la raza blanca aliándose con Japón, y declaró que un día Alemania y Estados Unidos tendrían que luchar unidos, codo con codo, contra el «peligro amarillo». Los funcionarios alemanes se sintieron desolados cuando tuvieron conocimiento del artículo completo. Afortunadamente, el presidente Theodore Roosevelt y los editores de The New York Times sintieron lo mismo, por lo que el artículo jamás vio la luz. Pero su contenido llegó a oídos del ministerio de Asuntos Exteriores británico, y finalmente también al francés y al japonés[109]. Para los británicos, la entrevista era una prueba más de lo imprevisible que podía ser el káiser, así que no tomaron en serio las inquietudes alemanas que traslucía. Como suele suceder en las relaciones internacionales, no comprendían que lo que a ellos les parecía una medida defensiva, desde otro ángulo pudiera parecer algo muy distinto.

A pesar de sus numerosos críticos, el gobierno británico se mantuvo satisfecho de la entente con Rusia. Como escribiría Grey en sus memorias: «El beneficio fue considerable para nosotros. Nos libramos de la ansiedad que a menudo había afectado a los gobiernos británicos; se eliminó una fuente recurrente de fricción y una posible causa de guerra; y se logró garantizar una perspectiva de paz»[110]. Se mantuvo cierta fricción, especialmente en lo tocante a Persia, donde las tensiones siguieron aflorando hasta la Gran Guerra. Los franceses estaban encantados, y albergaban la esperanza de convertir la triple entente en una fuerte alianza militar. Tanto Gran Bretaña como Rusia fueron mucho más cautelosas y guardaron distancia incluso del empleo del término «triple entente». De hecho, el sucesor de Izvolski, Sergéi Sazónov, afirmó categóricamente en 1912 que nunca lo emplearía[111].

En cuanto se firmó la convención anglo-rusa, Izvolski trató de acercarse a la triple alianza, mediante la firma de un acuerdo con Alemania sobre el Báltico y la proposición al Imperio austrohúngaro de trabajar conjuntamente en los Balcanes. Por su parte, Gran Bretaña mantuvo la esperanza de poder reducir la carrera armamentista naval con Alemania. Pero, al cabo, se demostró que los líderes rusos no estaban en condiciones de reducir el abismo cada vez mayor que se abría entre Gran Bretaña y Francia de una parte, y Alemania y el Imperio austrohúngaro de la otra; ni tampoco de mantener a Rusia ajena a la creciente carrera armamentista. Ya en 1914, y a pesar de sus esfuerzos periódicos por escapar, Rusia se hallaba firmemente en un solo lado. Bismarck lo había advertido muchos años antes, en 1885, cuando le escribió al abuelo de Guillermo que una alianza entre Rusia, Gran Bretaña y Francia «sentaría las bases para una coalición contra Alemania más peligrosa que ninguna otra a la que se hubiera enfrentado jamás»[112].