Lola
Lunes, 23 de febrero, 19.11, piso de Bridie
—¡Baila, hermanita, baila! —me instó Bridie.
VIP había publicado un «suplemento prenupcial sobre De Courcy» y Bridie había recortado todas las fotos de Paddy y las había esparcido por el suelo, como si fueran felpudos.
—¡Vamos, hermanita, baila!
—¿Hermanita? —Treese y yo nos miramos. ¿Quizá la letra de una canción? Nunca sabíamos de dónde sacaba Bridie sus expresiones.
Puso Billy Idol —tampoco sabíamos de dónde sacaba sus CD— y todas nos pusimos a bailar, y debo reconocer que me produjo gran placer pisotear careto sonriente de Paddy.
—¡Rediós, mirad eso! —Había levantado piernas con tanto brío que había girado una hoja y al otro lado había aparecido foto de Claudia en lanzamiento de nuevos polvos para pies de atleta. Sus lolas 3-D casi saltaron de la foto y me golpearon el ojo. Estaba mejilla con carrillo con hombre del tiempo de TV3. Su nuevo novio, al parecer. Leyenda decía, «Claudia y Felix, muy enamorados».
—Ya no tenemos que preocuparnos por ella —dijo Treese. Treese muy mordaz.
Otra vez bailando sobre cara de Paddy de Courcy.
—¿Qué riesgo hay de que sufras una recaída el día de la boda? —preguntó Bridie.
—No lo sé, ya se verá —contesté.
Bridie, decepcionada.
—¡No tendrás ninguna recaída!
—Entonces, ¿por qué lo preguntas?
—Por preguntar. Ya lo has superado. De hecho, podríamos colarnos en el K Club y arrojar confeti.
—No, no podríamos.
—¿No te sientes lo bastante recuperada como para arrobar confeti en su boda? —Bridie afiló mirada.
—No, pero tampoco me apetece arrojar tomates podridos.
—Entonces, ¿por qué te apuntaste a ese estupendo enfrentamiento con él?
—Para hacer frente a mis miedos y todo eso. Y estoy mucho mejor que antes. El trabajo me va bien.
¡Modesto eufemismo! Estaba desbordada de trabajo. Al principio de volver a Dublín, la cosa un poco floja, pero ahora no daba abasto. Todo lo que hacía era un éxito, y no estoy fanfarroneando, ni mucho menos, solo digo lo que es. Podía elegir los encargos, quedarme con los más interesantes y mejor pagados y pasar resto a —sí— Nkechi. ¿Por qué no? Excelente estilista.
Además, Nkechi había sufrido gran pérdida. De forma totalmente inesperada, Rosalind Croft había dejado a su marido, el horrible Maxwell Croft. Inaudito. Las esposas de alta sociedad nunca abandonan a maridos de alta sociedad, siempre es al revés. Rosalind Croft ya no necesitaba estilista porque no podía permitírsela. Nkechi había perdido clienta muy lucrativa.
—¿Recuerdas la noche de la sopa? —rió Bridie—. ¿Cuando acampaste delante del edificio de Paddy y me pediste que te llevara sopa? Dios, estabas para encerrarte.
—Es cierto.
—Estuve meses pensando que ya no volverías a ser normal —dijo Bridie.
—Yo también lo pensaba —dije, recordando lo hundida que había estado.
—Pero —declaró rotundamente Treese— has vuelto a tomar las riendas de tu vida.
—Nunca creí que ocurriría, de hecho nunca creí que fuera posible, pero parece que el daño que me hizo De Courcy ha sanado —dije—. Miradme ahora. —Di una vuelta sobre mis talones para exhibir mi pelo lacio y brillante, mi porte sereno, un móvil que no paraba de sonar.
No hacía falta que se lo mencionara a Bridie, pero sabía que no volvería a ser la persona que había sido antes de conocer a Paddy. Ahora era menos ingenua, menos confiada, pero quizá no fuera una mala cosa. Y ya no vivía con tanto miedo. No me asustaba estar de vuelta en Dublín. De hecho, celebraba estar de nuevo en mi piso, con televisor perfectamente conectado, en medio del meollo, con hombres haciendo lucha libre debajo de mi ventana a las cuatro de la madrugada.
Transición no del todo fluida, claro. Echaba de menos algunas cosas de Knockavoy la tranquilidad, la pulcritud, el aire del mar —pese a efecto desastroso en pelo— y, cómo no, a mis muchos, muchos amigos.
Pensaba en ellos a menudo, con gran cariño. Recuerdos frecuentes de Boss, Moss y el Maestro, acompañados de ligero temor de que cumplieran su promesa de hacerme una visita.
Pensaba cada día en señora Butterly, sobre todo cuando escuchaba música de Coronation Street. También pensaba en otros cada día. En ocasiones hasta dos veces. O más aún si, por ejemplo, escuchaba «Achy-Breaky Heart» en radio (por suerte, no sucedía a menudo) o veía anuncio de crema para hemorroides o pasaba por delante de Prius ecológico en la calle.
O reparaba en hombre despeinado o escuchaba la palabra «espeleología» o utilizaba gorro de ducha o comía fritos de maíz y sacudía migas en suelo
O bebía Fanta o veía a alguien lanzar moneda al aire o vislumbraba Ley y orden en programación de la tele
O compraba bombilla para mesita de noche o me preguntaba si debía hacerme prueba de colesterol casera o probaba nuevo batido (No eran recuerdos de Knockavoy, así que no puedo explicar este fenómeno)
Considine solía enviarme mensajes de texto con afectuosas preguntas sobre mis progresos
Siempre le respondía
Estoy desbordada de trabajo, Considine.
Al principio exageraba volumen de encargos. Importante para él pensar que me iba bien Considine había tenido papel decisivo en mi rehabilitación y merecía sentir oleada de satisfacción.
Así y todo, nunca hablaba de venir a Dublín y —a diferencia de Boss, Moss y el Maestro— me habría gustado que viniera. Pero así son los hombres. Unos embusteros.
Sin resentimiento. Simplemente digo lo que es.