Grace

Abrió la puerta papá.

—¿Qué le ha pasado a tu cara?

Luego echó una ojeada por encima de mi hombro, un acto reflejo para asegurarse de que no le había quitado su plaza de aparcamiento.

—¿Qué has hecho con tu coche? No lo veo.

—Eso es porque no está aquí. —Bajé con él hasta la cocina—. Mi coche está en la carretera de circunvalación de Tallaght, calcinado.

—¿Te lo han robado?

—No, lo quemé yo anoche. No hacían nada bueno en la tele. ¡Naturalmente que me lo han robado!

—Señor, Señor. Llegan las penas y no lo hacen una a una, como espías, sino en tropel, como batallones. —A papá le gusta decir eso. Porque papá es un intelectual—. Hamlet, acto IV, escena V —me informó.

—¿Dónde está mamá?

—Con Bid. —Bid es la hermana de mi madre y vive con mis padres desde antes de que yo naciera—. Ha ido a recogerla a la quimio.

Me estremecí. A Bid le habían diagnosticado un cáncer de pulmón diez días antes. Me estaba costando asimilarlo.

—Jesús, hace un frío que pela. —En esta casa hace frío incluso en pleno verano. Es grande y vieja y no tiene calefacción central.

Me arrimé a la cocina Aga. Me habría sentado encima si no hubiera corrido el peligro de achicharrarme. (¡Una Aga! En una ciudad. Lo que hay que ver).

—¿Quieres escuchar el resto de calamidades? —preguntó papá.

—¿Es que hay más?

—Mamá dice que tenemos que dejar de fumar. Todos. —Me miró fijamente para subrayar sus palabras—. No solo Bid, sino todos. Y yo adoro el tabaco —añadió con tristeza.

Le entendía. Tampoco yo podía imaginarme la vida sin nicotina.

Miré por la ventana, absorta en un ensueño de cigarrillos. Bingo estaba en el jardín de atrás persiguiendo a una abeja tardía, pegando ávidos saltos, tropezando, pisándose a sí mismo y agitando sus orejas pelirrojas. Parecía un enajenado.

Papá se dio cuenta de que le estaba observando.

—Sé que es una lata, pero le queremos.

—Yo también le quiero. Hace tiempo que no se escapa. —De haberlo hecho, no me habían involucrado en la búsqueda.

—Menuda herida tienes en la cara —dijo papá—. ¿Has vuelto a pelearte a la salida del pub?

Chasqueé la lengua. La herida casi había desaparecido y detestaba hablar de ella.

—Me la hice de la manera más tonta…

—Espera un… —Papá pareció reparar en algo—. Grace, ¿has estado creciendo otra vez?

—¿Qué? ¡Qué va! —Solo mido uno setenta y cinco, pero mi familia hace que me sienta un bicho raro.

—¡Yo digo que sí! Fíjate, medimos lo mismo. ¡Y tú y yo nunca hemos medido lo mismo! ¡Mira! —Me hizo indicaciones para que me colocara a su lado y dibujó una línea con la mano desde su coronilla hasta la mía—. ¡Mira!

Tenía razón.

—Papá, mido lo de siempre. —Hice un gesto de impotencia—. No sé qué decirte. Puede que te estés encogiendo.

—¡Aaagh! La vejez. Qué humillación. Calamidades, etcétera, etcétera…

Papá era un hombre nervudo, de ojos expresivos y nariz grande. Entre la nariz y los cigarrillos podría haber pasado por francés. En unas vacaciones que había pasado en Italia, y luego en Bulgaria, todo el mundo le había tomado por francés y él había sido incapaz de ocultar su satisfacción. Opina que Francia es el país más civilizado de la tierra. Adora, adora, adora a J.P. Sartre. Y, por suerte, a Thierry Henri.

Oímos la puerta de la calle. Mamá y tía Bid habían vuelto.

—Estamos en la cocina —dijo papá.

Bajaron quitándose guantes, desabotonándose gabardinas y quejándose de lo pequeñas que eran las monedas de diez céntimos (evidentemente siguiendo la conversación que habían estado manteniendo en el coche). Se parecían mucho. Las dos eran menudas, pero Bid, a diferencia de mamá, estaba medio calva y su piel tenía el color de la orina.

—¿Bid…? —pregunté con un gesto de impotencia.

—Estoy fantástica, fantástica —dijo, esforzándose por restar importancia a mi preocupación—. No intentes abrazarme o vomitaré.

—¡Grace! —Mamá se alegraba de verme—. No he visto tu coche fuera. —Arrugó la frente—. ¿Qué te ha pasado en la cara?

—Le han robado el coche y se lo han quemado en la carretera de circunvalación de Tallaght —explicó papá—. Y yo me estoy encogiendo.

—¡Oh, Grace! —se lamentó mamá—. Llegan las penas y no lo hacen una a una, como espías, sino en tropel, como batallones. Hamlet, acto IV, escena V. —(Mamá es otra intelectual). Me acarició suavemente el pómulo—. ¿Qué te ha pasado aquí? ¡Espero que no haya sido Damien!

—Damien es un hombre muy apuesto —croó tía Bid.

—¿Qué tiene eso que ver?

—Nada, solo era un comentario. No me hagas caso, estoy muy rara. Creo que voy a sentarme. —Los tres corrimos a acompañarla hasta una silla, donde continuó su sorprendente monólogo—. Siempre me han gustado los hombres fuertes. Estoy segura de que, desnudo, Damien tiene un buen par de muslos. ¿Los tiene? —me preguntó en vista de que yo no contestaba. Demasiado atónita para hacerlo. ¡Muslos desnudos! ¿Era posible que el cáncer se le hubiera extendido al cerebro?

—Esto… sí, supongo que sí.

—Y es taciturno. Nada me seduce tanto como un hombre taciturno. —Suspiró con nostalgia—. Inteligente, sensible, impenetrable.

En eso se equivocaba. Podía estar de acuerdo con lo de los muslos, pero no con lo de la taciturnidad. Damien no era precisamente Heathcliff.

—Si a Damien se le ocurriera pegarme —dije, tratando de encarrilar la conversación—, no me quedaría de brazos cruzados. Él lo sabe.

—Cielo, si alguna vez te pone una mano encima siempre tendrás una cama en esta casa. Mamá solo vive para las buenas causas.

—Gracias mamá, pero el frío me mataría.

Mamá y Bid habían heredado esta casa cuando su tío abuelo Padraig —único miembro de la familia que había sabido «forjarse una posición»— la palmó. El 39 de Yeoman Road era una encantadora casa georgiana protegida: estancias de techos altos, ideales para que el gélido aire pudiera circular a sus anchas y empañarlo todo, y ventanas de vidriera que dejaban pasar todas las corrientes y traqueteaban como un cajón de cubiertos cada vez que pasaba un camión.

Los demás residentes de Yeoman Road —ginecólogos y agentes inmobiliarios metiditos en carnes— habían comprado sus casas con su propio dinero. Y era evidente que disponían de mucho más para pagarse sistemas de calefacción radial y cocinas alemanas ergonómicas, y lacar regularmente la puerta de la calle para que brillara con la misma luminosidad y confianza que la sonrisa de un político.

Mamá y papá nunca eran invitados a las reuniones de la Asociación de Vecinos de Yeoman Road, básicamente porque tales reuniones siempre trataban de ellos y del hecho de que llevaban catorce años sin pintar la fachada.

—Bid, ¿una taza de té? —Papá tenía la tetera en la mano.

Bid meneó su parcheada cabecita.

—Creo que subiré a vomitar un rato.

—Buena chica.

En cuanto se hubo marchado, acorralé a mamá.

—¿Qué se ha tomado? ¿Por qué ha dicho eso de Damien?

Mamá meneó tristemente la cabeza.

—Ha estado leyendo un Mills and Boons. Demasiado débil para concentrarse en otra cosa. Son veneno, esas novelas. Azúcar refinada para el cerebro.

—Papá me ha contado que vas a dejar de fumar.

—Empiezo mañana. Tenemos que apoyar a Bid. De hecho, si Bid supiera que tú también lo dejas, se llevaría una gran alegría.

—… Hummm…

—Pídeselo también a Damien.

—Caray, eso ya me parece…

—¡Solidaridad! Vamos, Damien te tiene pánico.

—Eso no es verdad.

—Todo el mundo te lo tiene.

—Oh, mamá…

—Cuéntame qué le ha pasado a tu coche.

Suspiré.

—No hay mucho que contar. Anoche, cuando me fui a dormir, estaba delante de casa y esta mañana, cuando me desperté, ya no estaba. Llamé a la pasma y lo encontraron calcinado en la carretera de circunvalación de Tallaght. Son cosas que pasan, pero no deja de ser un coñazo.

—¿Lo tenías asegurado? —preguntó mamá, desencadenando con ello una perorata de papá.

—¿Asegurado? —aulló—. Como si eso sirviera de algo. Si lees la letra pequeña de tu póliza, Grace, no me sorprendería que descubrieras que el seguro te lo cubre absolutamente todo excepto los incendios en la carretera de circunvalación de Tallaght el último jueves de septiembre. Las aseguradoras son una pandilla de sinvergüenzas. Un negocio para sacarle el dinero a los ciudadanos de a pie sembrando en ellos el miedo a la penuria. Obtienen miles de millones al año chupando de sus precarias pagas sin la más mínima intención de cumplir su parte del trato.

Papá parecía tener cuerda para rato, de modo que respondí a mamá:

—El coche está asegurado, pero como dice papá, seguro que idean alguna artimaña para no pagarme el dinero necesario para comprar otro. —El dolor de la pérdida me taladró por dentro. Adoraba mi coche. Era veloz, sexy y todo mío. Mi primer coche de primera mano y me había durado cuatro meses.

—Tendré que pedir un crédito.

Eso detuvo en seco la perorata de papá.

—¡Ni prestes ni pidas prestado, pues a menudo se pierde el dinero y el amigo! —se apresuraron a exclamar él y mamá.

Negué con la cabeza.

—No tenía intención de pedíroslo a vosotros.

—Mejor, porque estamos a dos velas —dijo papá.

—Tengo que irme.

—¿A dónde?

—A la peluquería, a teñirme.

Mamá me miró con desaprobación. Su pelo era un casquete gris que ella misma se cortaba con las tijeras de las uñas. Hasta papá se tomaba más en serio su aspecto. A sus sesenta y nueve años todavía gozaba de una espesa pelambrera plateada y acudía a Champs Barbers una vez al mes para mantener su corte predilecto de pensador de la rive gauche en torno a 1953.

Las arcadas de tía Bid en el (único) cuarto de baño de arriba rompieron el silencio.

—¿Tienes idea de cuánto se gastan anualmente las irlandesas en el pelo? —me preguntó mamá—. Podrían utilizar todo ese dinero en algo más…

—Por favor, mamá, solo voy a teñirme. —Hice un rápido repaso de mi aspecto, desde el traje pantalón negro hasta mis botas bajas—. ¡No dirás que parezco una Barbie!

En la peluquería, mi maltrecho pómulo generó cierto revuelo.

—Debiste de cabrearle de verdad —dijo Carol—. ¿Qué hiciste? ¿Se te quemó la cena? ¿Te olvidaste de lavarle los calzoncillos?

Empecé a canalizar a mamá y me entraron ganas de decir algo cortante como, «La violencia doméstica no es ninguna broma», pero callé. Nadie con dos dedos de frente se enzarza en una pelea con su peluquera.

—Soy periodista —dije—. Son gajes del oficio.

—¿Tú? Tú escribes sobre lactancia materna y adolescentes borrachos, no sobre sucesos.

Carol me conocía bien. Era su clienta desde hacía años. Carecía de imaginación, y yo también. Cuanto deseaba de ella era que tiñera de rubio mis apagadas raíces castañas. No quería ni mechas ni reflejos ni nada sofisticado, y la suerte había querido que Carol tampoco supiera hacerlas. Era un arreglo que satisfacía a las dos.

—Cuéntame qué paso —dijo.

—No me creerías.

—Cuéntamelo de todos modos.

—Me caí en la calle. Tropecé con una losa suelta delante de Trinity y me di de morros contra el suelo. Toda la gente que esperaba el 16A me vio. Muchos se partieron de risa.

Carol pensó que estaba aguantando bien, de modo que me dejó el tinte más tiempo de lo necesario y me quemó el cuero cabelludo. Llegué a la lluviosa parada de autobús en hora punta y tuve que emprenderla a empujones con una turba de colegiales adolescentes para intentar subir al autobús; cuando me rechazaron porque ya no cabía un alfiler, me vine abajo. Estaba triste por tía Bid, aunque fuera una vieja cascarrabias; triste por mi coche y muerta de miedo por la idea de dejar de fumar.

También bastante irritada, porque durante el forcejeo para subir al autobús un colegial me había pellizcado el culo y no era capaz de identificarlo para tener una charla con él. Pese al tropel de colegiales que había logrado colarse en el autobús —en mi autobús, en mi asiento— todavía quedaban muchos en la parada. Resentida, observé cómo se zumbaban con las mochilas y se pasaban un cigarrillo. Odio a los adolescentes, me dije. Los odio con toda el alma. Odiaba sus espinillas y su tosquedad, y odiaba su variedad de tamaños. ¡Por Dios! Había mequetrefes que no pasaban del metro veinte y gigantones de metro ochenta y brazos desgarbados que casi rozaban el suelo, que juntos formaban una pandilla ridículamente variopinta.

Mi desconsolada mirada aterrizó sobre un puñado de colegialas que, bajo chispeantes pestañas, estaban observando con disimulo a los muchachos, y decidí que también las odiaba a ellas. Odiaba sus exageradas risitas, su olor a fresa artificial, sus gruesas capas de pegajoso brillo de labios goteándoles literalmente de los morros. También la forma en que me despreciaban por ser una anciana (35) y no llevar tacones ni suficiente maquillaje. «Si alguna vez me parezco a ella, pégame un tiro.» ¡Una vez oí realmente a una decir eso! (Lo cual fue muy injusto porque acababa de pasar cuarenta y nueve horas en un barrizal helado, sin lavabo ni utensilios para hacer café, tratando de conseguir una historia. Por eso no me dedico más a cubrir noticias. Demasiado tiempo esperando en una zanja bajo una lluvia implacable, un día sí y otro también.

Echando leña a mi resentimiento, envié un mensaje de texto a Damien. «¿Cocinas esta noche?»

«No. ¿Tú?»

Con un suspiro, devolví el móvil al bolsillo. Encargaríamos comida india.

Por la esquina asomó otro autobús y la muchedumbre dio un salto al frente. Jesús, qué estrés. Apreté la mandíbula con determinación. A este autobús me subía con o sin la ayuda de Dios. (Probablemente sin ella, a juzgar por las cartas que me enviaban los lectores diciéndome que ardería en el infierno). Y si alguno de esos mamarrachos granujientos intentaba meterme mano, se ganaría un codazo en pleno bazo. Un pellizco en el culo pase. Dos ya no.

Esta vez conseguí subir al autobús e incluso sentarme. Traté de abstraerme con mi Dennis Lehane, pero íbamos a paso de tortuga, dejando y recogiendo a toda la población de Irlanda en cada parada, y de vez en cuando tenía que bajar el libro y suspirar pesadamente para mostrar lo mosqueada que estaba.

Mirándolo desde el lado optimista, al menos tendría algo sobre lo que escribir para la columna de la próxima semana. Así y todo, a una no le queman el coche todos los días, y aunque no se tratara de una venganza personal —o por lo menos eso esperaba, he ofendido a una o dos personas a lo largo de los años, ¿pero tanto como para eso?— todavía me sentía algo paranoica, como si el mundo no fuera un lugar agradable donde vivir; que no lo era, pero la mayor parte del tiempo no me importaba.

Además, tenía hambre. No entendía cómo había dejado que ocurriera. Me aterraba pasar largos períodos de tiempo sin comida y creía en el hábito de la ingestión preventiva, de comer incluso cuando no tenía hambre simplemente para evitar que esta se manifestara. El bolsillo empezó a vibrarme y al sacar el móvil casi tiré al suelo de un codazo a la mujer que tenía al lado.

—No te gustará. —Era Hannah «Muermo» Leary, una de las redactaras—. El gran jefe no ha aceptado tu columna. No le parece suficientemente polémica. Solo soy la mensajera. ¿Puedes mandar otra?

—¿Cuándo? —Sabía cuándo, solo estaba siendo puñetera.

—Dentro de media hora.

Cerré el teléfono y mi mano aulló de dolor. Siempre olvidaba que debía cerrarlo con más cuidado y siempre acababa recordándolo de la forma más desagradable posible. Saqué cuidadosamente mi portátil de la cartera, pedí disculpas a mi desafortunada vecina por invadir nuevamente su espacio con mi codo y empecé a teclear.

¿El gran jefe quiere polémica? Pues tendrá polémica.

Eran las ocho menos diez cuando llegué a casa, una vivienda adosada de ladrillo rojo en el «elegante barrio residencial de Donnybrook». (Palabras del agente inmobiliario). Una casa encantadora que conservaba los detalles arquitectónicos originales. E increíblemente pequeña.

Por supuesto, no estaba exactamente en el corazón de Donnybrook, porque de haberlo estado nos habría costado mucho más y no habría estado tan lejos de la parada del autobús, situada frente a la Farmacia Donnybrook. De hecho, ni uno solo de los comercios que teníamos cerca se llamaba lo que sea «Donnybrook». Mala señal. A lo mejor ni siquiera vivíamos en Donnybrook. A lo mejor el agente inmobiliario nos había tomado el pelo y en realidad vivíamos en Ranelagh, que no era ni la mitad de bonito.

Damien —el del cuerpo fuerte y buenos muslos— estaba de pie frente a la encimera de la cocina, con el periódico abierto, dibujando dientes negros en una foto de Bono. Parecía agotado.

—¡Por fin! —exclamó. Retrocedió, como hacía cada vez que veía mi cara magullada—. Estaba a punto de enviarte un mensaje. ¿Por qué has tardado tanto?

—Por el puto autobús. —Solté el bolso y empecé a desabotonarme la chaqueta—. Diez minutos en cada parada.

—Perdona que no te haya devuelto la llamada —dijo—. En el parlamento estalló un pequeño escándalo y no dábamos abasto.

Indiqué con un gesto de la mano que no necesitaba disculparse. Damien también era periodista, corresponsal político de The Press. Yo sabía muy bien qué significaba trabajar contrarreloj.

—¿Qué ha dicho la aseguradora? —preguntó.

—¡Ja! Te va a encantar. Si únicamente me hubieran dañado el coche, tendría derecho a uno de reemplazo hasta tener el mío arreglado. Pero como se trata de un siniestro total, de sustituto nada. ¿Puedes creerlo? Me he pasado la mañana hablando por teléfono con ellos y no he podido pegar sello. Jacinta no estaba muy contenta, que digamos.

—Jacinta nunca está contenta.

—Y salí antes de hora para ir a la peluquería.

—Te han dejado muy bien —se apresuró a decir.

Reí.

—¿Cuánto tardarán en darte el dinero para otro coche? —preguntó.

—Quién sabe. Pero me den lo que me den, no me llegará para uno nuevo.

Me bajé la cremallera de las botas con pesimismo.

—No te descalces —dijo Damien—. Y ponte la chaqueta. Nos vamos a buscar comida al indio. —Me rodeó con sus brazos—. Grace, haremos números e intentaremos conseguir un préstamo del banco para comprarte otro coche. Hasta entonces puedo llevarte al trabajo en moto.

Damien era demasiado impaciente para ir en coche. De ahí que se dedicara a sortear los atascos de Dublín montado en una Kawasaki negra y plateada. (Mamá la llamaba Kamikazi. Se preocupa).

—Pero tendrás que desviarte varios kilómetros.

The Press se hallaba en uno de esos espantosos polígonos industriales junto a la M50, donde podías comprar ocho mil escáneres pero no un mísero bocadillo, mientras que las oficinas de The Spokesman estaban en el centro de la ciudad.

—No importa, te lo mereces. Por cierto, ¿cómo está Bid?

—Mal. Dijo que intuía que desnudo debías de tener unos buenos muslos.

—¡Señor! ¿Qué la llevó a decir eso?

—Nada.

Damien guardó silencio, lo pensó, se encerró en sí mismo unos instantes y luego rompió a reír.

—Caray. ¿Y cómo le está sentando la quimio?

—Fatal. Su piel tiene el color de la mantequilla.

—¿De la mantequilla? La mantequilla tiene un color bonito. —Lo meditó—. Aunque no en un ser humano, supongo.

Ocho meses atrás Bid había acudido al médico porque su insistente resfriado estaba volviendo loco a papá. El médico le dijo que debía hacerse una broncoscopia, pero no le encontraron un hueco libre hasta siete meses después. Cuando finalmente se la hicieron, enseguida le diagnosticaron cáncer. La operaron y le extrajeron un tumor de diez centímetros del pulmón izquierdo, pero los nódulos linfáticos dieron «positivo en la prueba de metástasis». Traducción: el cáncer se había extendido a los nódulos linfáticos. (Al principio la palabra «positivo» me despistó, pensaba que era algo bueno). Bid debía someterse a seis sesiones de quimio «agresiva», en intervalos de cuatro semanas, para tratarse los nódulos linfáticos. Hasta febrero no podríamos saber si iba a curarse o no. Si le hubieran hecho la broncoscopia inmediatamente después de la primera visita al médico, el cáncer no habría tenido tiempo de extenderse a los nódulos linfáticos y ahora estaría mejor.

—Pobre Bid —dijo Damien.

—Ah… por cierto… —dije, decidiendo aprovechar el momento—. Me alegra que te compadezcas tanto de ella porque tengo que decirte algo que no te va a gustar. Mamá y papá van a dejar de fumar. Y tú y yo también.

Me miró de hito en hito.

—Por solidaridad —insistí.

—Solidaridad —farfulló—. Bid es como tener una segunda suegra. Soy el hombre con peor suerte del mundo.

De vez en cuando Damien y yo planteábamos la posibilidad de dejar de fumar. Generalmente cuando íbamos mal de dinero y a uno de los dos le daba por calcular lo que gastábamos en cigarrillos. Siempre conveníamos que lo mejor era dejarlo, pero raras veces poníamos manos a la obra.

—Estoy muy preocupado por Bid —dijo—. Necesito fumar.

—Como intento no está mal. Prueba otro.

—Grace, si dejamos de fumar nos echaremos diez kilos encima.

—Podríamos volver a correr. Durante un tiempo se nos dio muy bien.

—Es más fácil en verano.

Habíamos sido muy cumplidores. Nos habíamos pasado todo mayo y todo junio saliendo a correr a primera hora de la mañana con nuestros chándales a juego, como una pareja de un anuncio de créditos hipotecarios. De vez en cuando me paraba a observarnos y me maravillaba lo mucho que dábamos el pego. A veces sonreía a la gente que regresaba a casa de comprar el periódico. En una o dos ocasiones hasta saludé a un lechero, pero el hombre no respondió a mi saludo, simplemente nos miró con suspicacia, preguntándose si nos estábamos burlando de él. Con las semanas fuimos alargando el recorrido, haciendo grandes progresos. En julio nos fuimos de vacaciones, comimos y bebimos hasta la saciedad y no volvimos a correr.

—El simple hecho de hablar de dejar el tabaco hace que me entren aún más ganas de fumar. —Damien alcanzó su paquete como las mujeres católicas alcanzan su rosario—. Fumémonos uno antes de salir.

Nos sentamos en el escalón de la entrada y saboreamos nuestro cigarrillo como si supiera mejor de lo habitual.

Entornando los párpados al tiempo que soltaba una larga bocanada de humo, Damien dijo:

—¿Hablas en serio?

—Mamá me ha contagiado su sentimiento de culpa —dije. Es una experta en eso. Aunque siempre por una buena causa—. Si Bid no mejora y yo no he dejado de fumar, la culpa será mía. Y también tuya, Damien Stapleton —añadí—. Asesino.

—Tienes que ver esto. —Damien cogió el mando.

—¿Qué es?

—Ahora lo verás.

La pantalla se puso azul y un segundo después adquirió vida. Un hombre, un hombre joven, estaba saliendo de una casa de un barrio residencial. Con el pelo largo y castaño y rezumando sexo, caminaba con cierta chulería, muy seguro de sí mismo.

—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Qué edad tenías?

—Veinte, si no me equivoco.

En la pantalla, Damien se apoyaba en un coche y esbozaba una lenta sonrisa en dirección a la cámara.

—¿Me estás filmando? —preguntaba su voz.

—Sí —contestaba una voz femenina—. Di algo.

—¿Como qué? —Damien se echó a reír, un poco cortado, un poco cohibido, muy sexy.

Caray, pensé. Hace diecisiete años de eso. Media vida.

—Di algo profundo —insistió la voz femenina.

El Damien de veinte años se encogió de hombros.

—No comas nieve amarilla.

—¿Ese es tu mensaje al mundo?

—¡El trabajo es la maldición de las clases bebedoras! —Alzó un puño—. El pueblo al poder.

—Gracias, Damien Stapleton.

La pantalla se puso otra vez azul.

—¿De dónde lo has sacado? —pregunté.

—De Juno.

—… ¿Juno?

Su ex mujer.

Aunque probablemente sea menos grave de lo que suena. Solo estuvieron casados tres años, de los veintidós a los veinticinco. (Sí, tenían la misma edad, habían ido juntos al colegio). Era la típica relación que todo el mundo tiene a los veinte, con la diferencia de que ellos habían cometido el error de casarse.

Sea como fuere, no necesitábamos otra embestida del pasado. Todavía nos estábamos recuperando de la última.

—¿Te la ha dado Juno? —insistí.

—Está pasando todos los viejos vídeos de su familia a DVD y se encontró con éste. Se lo envió a mamá y mamá me lo envió a mí. Le ha dicho que hay más —añadió.

Yo había conocido a Damien diez años atrás en un viaje a Phuket, cuando trabajaba de columnista para The Times. Damien no hubiera debido estar allí; era un corresponsal político serio y cubrir viajes a Tailandia no era su trabajo, pero estaba sin blanca y desesperado por unas vacaciones, y su jefe se había apiadado de él.

Lo vi en la cola de facturación del aeropuerto, con un grupo de gacetilleros pero algo al margen, y juro por Dios que fue como recibir un golpe en la cabeza.

Había algo en él, un aire reservado, independiente, que me fascinó desde el principio. Enseguida supe que era un hombre exigente, incluso difícil. Sabía que opondría resistencia. Hasta ese momento nunca había entendido a las mujeres que tenían tan poca autoestima que solo se enamoraban de hombres emocionalmente inaccesibles. Y ahora, mírame.

Pero no pude evitarlo. En cuanto vi a ese hombre —quienquiera que fuese— pensé: «Te quiero para mí». Lo cual me asustó.

Acorralé a mi amiga Triona (columnista de The Independent) y le pregunté:

—¿Ves a ese hombre de allí?

—¿Damien Stapleton, de The Tribune?

—Sí. ¿Le conoces?

—Sí. ¿Por qué… lo…? Oh, no, Grace, no.

Su respuesta me sorprendió. Había dado por sentado que todas las mujeres le iban detrás y que me esperaba una contienda feroz.

—No es tu tipo en absoluto. —Triona parecía alarmada—. Es demasiado… Con él nunca sabrías a qué atenerte.

Apenas le prestaba atención. Estaba fijándome en otros detalles, en una capa de atractivo secundaria. Tenía un cuerpo estupendo. Un físico poderoso. Y aunque no era lo que se dice alto, medía lo suficiente, o sea, lo mismo que yo. (Puede que incluso dos o tres centímetros más).

—No tiene sentido del humor —me previno Triona, lo peor que podía decirse de un irlandés.

Pero yo le hacía reír.

En cada viaje en autocar y en cada cena del consejo turístico de Phuket me las ingeniaba para sentarme al lado de Damien Stapleton. Hasta cuando teníamos días de «descanso» descubría mi tumbona al lado de la suya en la piscina. Pero si mis apariciones repentinas allí donde él estaba le desconcertaban, nunca me lo dijo.

He ahí el problema, que apenas abría la boca. Yo era la única que hablaba, sacando a relucir mis anécdotas e historias más amenas. A menudo parecía turbado —a veces incluso angustiado— pero nunca apartaba sus ojos de mí y de tanto en tanto, si decía algo con lo que él estaba de acuerdo, esbozaba una lenta sonrisa o incluso reía. Yo interpretaba eso como una señal de que debía continuar.

Los demás periodistas me suplicaban:

—Grace, ¿quieres dejar tranquilo a ese pobre tipo? Lo estás asustando.

Hasta Dickie McGuinness de la sección de sucesos de The Times —quien, de tanto tiempo que pasaba entre criminales, había desarrollado una personalidad intimidatoria— me advirtió por lo bajini con tono amenazador:

—Entérate de que al hombre le gusta ser el cazador.

—Te equivocas —repuse beligerantemente—. Los hombres son unos vagos y siempre optan por la vía del mínimo esfuerzo. Y deja de mirarme como si fueras a graparme a la pared. Ni siquiera deberías haber venido a este viaje. Tú trabajas en sucesos.

—Necesitaba… unas vacaciones —dijo, haciendo hincapié en la última palabra.

—Te agradezco el consejo, Dickie. No, miento. No te lo agradezco. Y no me des más porque no pienso tenerlos en cuenta.

Lo cierto era que no podía despegarme de Damien —lo cual me tenía atónita, la verdad— y de vez en cuando él dejaba caer una migaja de información que me convencía de que estábamos hechos el uno para el otro. Por ejemplo, no le gustaban los rábanos (a mí tampoco) ni los cruceros por el Shannon (a mí tampoco). Le gustaban las películas de suspense (a mí también) y quedarse hasta tarde viendo reposiciones de series malas de los ochenta como Magnum y El coche fantástico (a mí también). Pensaba que las vacaciones recogiendo fruta eran un engañabobos. (Yo también. La única. A todos los demás les parecían fantásticas). Necesitada de consejo, llamé a Marnie, mi hermana gemela, que siempre estaba leyendo libros sobre las relaciones personales. Era un pozo de sabiduría. Además, ella no se reiría de mí.

—Descríbemelo todo —dijo—. Qué te pareció la primera vez que lo viste, qué llevabas puesto…

Para mí ya era un placer el simple hecho de hablar de Damien, de modo que me explayé.

—Dime qué debo hacer —le supliqué cuando hube terminado.

—¿Yo? —dijo Marnie—. No soy precisamente el mejor ejemplo de cómo conseguir un hombre.

—Si te los llevas de calle.

—Pero no consigo conservarlos. Estoy demasiado chiflada.

Triste pero cierto. Marnie era muy intuitiva, pero solo parecía funcionar con los demás; era incapaz de utilizar sus agudos análisis para poner en orden su propia vida. Sus relaciones solían tener finales desastrosos. No obstante, a diferencia de mí, que me enamoraba una vez cada diez años, Marnie se lanzaba a una gran pasión semana sí, semana no. De hecho, nuestra actitud con respecto al amor era similar a nuestra salud: Marnie contraía todos los virus del momento pero se reponía deprisa; yo, por el contrario, raras veces caía enferma pero cuando lo hacía, convertía un simple resfriado en una bronquitis, una amigdalitis y, un diciembre memorable, una fiebre aftosa.

—¿Es grave? —preguntó Marnie.

—Neumonía en los dos pulmones, pleuritis… y puede que tuberculosis.

—Pinta mal… Pero a riesgo de hablar como mamá, el mejor consejo que puedo darte es que seas tú misma. No hay nadie mejor que tú.

—Oh, venga ya…

—¡En serio! Tienes claro quién eres y no estás dispuesta a aguantar las tonterías de nadie. Sabes hacer divisiones largas mentalmente y contar buenas historias, no te importa que la lluvia te pille sin paraguas…

—Pero ¿no crees que debería hacerme la dura? ¿Fingir que no me gusta? Oh, Marnie, es todo tan absurdo. Cuando a un hombre le gusta una mujer, le envía flores.

—Tú no querrías flores. Te echarías a reír.

Tenía razón. Eso era justamente lo que haría.

—… O agarra el teléfono y la invita a salir. ¿Por qué las mujeres no podemos hacer eso? ¿Por qué tenemos que mostrar lo contrario de lo que realmente sentimos? Es una forma más de joder a las mujeres…

—¿Estás tanteando una columna conmigo?

—No, no. —Bueno, tal vez. Dejé que el desánimo me embargara—. Está divorciado.

—¿Y qué? Todo el mundo tiene un pasado.

Los viajes de prensa eran, por lo general, auténticas juergas, pero esta vez mi comportamiento estaba siendo intachable. Si no podía tener a Damien, no quería a nadie más.

En la parada de taxis del aeropuerto no me sorprendió que no me pidiera mi número de teléfono. Y yo tampoco se lo pedí a él porque después de diez infructuosos días, había captado el mensaje.

Yo sabía lo difícil que era decidir que alguien no te importa simplemente porque tú no le importas. No puedes, sencillamente, desconectar tu corazón de la corriente. Pero yo era una persona práctica y puse manos a la obra. Si Damien no estaba interesado en mí, había otros candidatos. (No muchos, no estoy diciendo eso, pero sí uno o dos). De modo que le di una oportunidad a Scott Holmes, vividor neozelandés que trabajaba para The Sunday Globe. No obstante, pese a todos mis esfuerzos por hacer que me gustara, no pasó de un simple rollo.

A veces me llegaba algún que otro rumor sobre Damien. Que iba a volver con su mujer. Que le habían visto subir a un taxi por la noche con Marcella Kennedy, de The Sunday Independent

De vez en cuando incluso me lo encontraba (pese a mi decisión de enterrar mi amor no correspondido, había trabado amistad con gente de The Tribune y en más de una ocasión me había colado en la presentación de un manifiesto político) y siempre parecía contento de verme. Bueno, contento, contento, no —no como un cocker cuando su amo vuelve a casa—, pero no parecía que le molestara responder a mis preguntas.

La noche del treinta cumpleaños de Lucinda Breen no parecía que la cosa con Damien fuera a cambiar. Era tarde y me notaba un poco borracha, un poco audaz, y un poco mosqueada a pesar de que él no tuviera la culpa de que yo no le gustara.

—¿Cómo estás, Grace?

Hasta la forma en que decía mi nombre me hacía daño.

—Irritada. ¿Por qué para los hombres es todo mucho más fácil?

—¿Eso crees?

—Pueden mear de pie. —Entonces salté de lo general a lo particular—: Y cuando les gusta alguien, pueden entrarle con algún comentario atrevido.

—¿Como cuál?

—Como… Si yo te dijera que tienes un cuerpo bonito, ¿te lo tomarías a mal?

—Sí —dijo.

—¿Sí qué?

—Me lo tomaría a mal.

Permanecí muda al menos diez segundos.

—¿En serio?

—Sí. Pensaba que nunca me lo preguntarías.

Volví a quedarme muda.

—¿Por qué tendría que preguntártelo? Tú eres el hombre.

—Grace Gildee, nunca imaginé que fueras una vieja romántica.

—No lo soy.

—Eso pensaba.

—Pero si estuvieras… interesado… porque estás interesado, ¿verdad? No estoy haciendo el ridículo aquí, ¿verdad?

—No.

—¿No?

—No, no estás haciendo el ridículo. Sí, estoy interesado.

¿Realmente estaba ocurriendo?

—Entonces, ¿por qué no me lo hacías saber?

—… Porque no estaba seguro. Eres simpática conmigo, pero en realidad lo eres con todo el mundo… Llevo fuera del juego mucho tiempo.

No podía creer lo que estaba oyendo. Era como si mi vida real y mi vida imaginaria se hubieran fundido. Cada palabra que había soñado escuchar estaba saliendo ahora de su boca.

—Estás tan llena de vida —dijo—, que pensé que nunca sería lo bastante bueno para ti. Hechicera.

—¿Qué?

—Es el nombre que te he puesto. Hechicera Gildee. Porque me hechizas.

¿Tenía un nombre para mí?

Extracto de la columna de Grace Gildee «Sinazúcar», publicada el sábado 27 de septiembre en The Spokesman.

Odio a los muchachos adolescentes. Odio sus granos y su tosquedad, y, sobre todo, odio que vean el trasero de una mujer como algo que hay que pellizcar. En cada culo ven una oportunidad. Para colmo, son un espanto. En cuanto alcanzan la pubertad deberían ser arrestados e internados en barracones hasta cumplir los dieciocho. Eso mantendría limpias nuestras calles.

Durante su internamiento, podrían olvidarse de Nuts, Loaded y Maxim. Serían alimentados con una dieta estricta de literatura feminista, desde Germaine Greer hasta Julie Burchill. De ese modo, cuando salieran, además de estar maduros y exentos de granos, conocerían mejor a las mujeres. Y puede que hasta nos tuvieran un poco de respeto.

Crudo, lo sé, pero me pagan para crear polémica.

—¡Arrímate! —gritó Damien por encima del hombro.

—¿Qué?

Se levantó la visera del casco.

—¡Pega las piernas a la moto!

Entendí por qué. Se disponía a penetrar en el estrecho túnel formado por una camioneta azul marino y un monovolumen.

—¡Inspira! —gritó.

El viaje en moto hasta el trabajo había sido emocionante. En el mal sentido. Damien lo veía todo como un desafío, casi como una prueba personal. Ningún espacio era demasiado estrecho, ningún semáforo demasiado ámbar, ningún atasco demasiado denso para no poder sortearlo con una sucesión de hábiles zigzags. Si le hubieran dado la oportunidad de volar sobre dieciocho autobuses para ganar dos segundos, lo habría hecho. ¿Acaso no tenía suficientes emociones en su vida?

Se detuvo delante de The Spokesman y se quitó el casco para besarme. Su traje de motorista, la vibración de la máquina entre mis piernas, era todo tan sexy…

—Sé fuerte —dije.

No me estaba refiriendo a lo que le quedaba de trayecto. Estaba hablando de algo mucho más sobrecogedor: nuestra decisión de dejar de fumar. Mamá había pillado a Bid fumando a hurtadillas en el cuarto de baño y echando el humo por la ventana.

—Como una adolescente —dijo cuando me llamó para explicármelo—. El colmo de los colmos.

Luego me pasó a Bid y me descubrí diciéndole que si yo podía dejar de fumar, ella también.

—Y Damien —intervino mamá.

—Y Damien —convine a regañadientes mientras Damien hundía la cabeza en las manos y gemía «¡No!».

—Fuerte —repitió Damien con sarcasmo.

—Damien, no solo vas a perder…

—… un amigo —dijo.

—… un hábito, sino que vas a ganar un cuerpo sano.

No respondió. Simplemente se puso el casco y se alejó con un rugido, como un gato enseñándome el trasero.

Esto de traerme en moto no era una buena idea. Para hacer bien mi trabajo yo necesitaba un coche. No solo como medio de transporte, sino como ropero. En el maletero de mi antiguo coche solía llevar ropa para todas las situaciones. Para persuadir a una mujer de clase media de que hablara de la muerte de su bebé tenía un traje de chaqueta conservador, zapatos de salón bajos y hasta un collar de perlas. Para esperar en un muelle helado a averiguar si los pescadores de un barco volcado habían sobrevivido o no, disponía de guantes, botas y un chaleco térmico (mi arma secreta). Para un artículo sobre drogas, tenía ropa deportiva barriobajera chic.

Yusuf se acercó rápidamente para abrirme la puerta de cristal. Nunca lo hacía, pero hoy tenía una pregunta. En su cara oscura ya tenía dibujada una amplia sonrisa que dejaba ver sus blanquísimos dientes.

—¿Eras tú la de la moto?

Asentí con la cabeza. No tenía sentido mentir, llevaba el casco en la mano. Dirigió una mirada de alborozo a la señora Farrell, la recepcionista y la persona más poderosa de The Spokesman. Si tenías la desgracia de ganarte su antipatía, más te valía dimitir. Era capaz de retener las llamadas de tu madre moribunda, dar «sin querer» la dirección de tu casa a un maníaco u «olvidarse» de decirte que el riñón para tu trasplante había llegado. Hasta el gran jefe (Coleman Brien, el director) la trataba con pies de plomo.

—¿Qué le ha pasado a tu coche? —me preguntó.

—Me lo han robado. Y quemado.

Tampoco aquí tenía sentido mentir. Dickie McGuinness, de sucesos, no tardaría ni dos segundos en extraerlo de la base de datos de la policía. (Dickie y yo siempre acabábamos trabajando en los mismos lugares. Habíamos estado juntos en The Times; luego yo me marché al Independent y él apareció un mes más tarde; y seis meses después de que él se pasó a The Spokesman, ese mismo periódico me ofreció un puesto).

—Caray, es horrible. —Entonces Yusuf y la señora Farrell estallaron en carcajadas.

Yusuf había sido un somalí dulce y amable cuando empezó a trabajar aquí. Luego la señora Farrell y el espíritu de The Spokesman lo infectaron y ahora era malo, tan malo como el resto de nosotros.

La señora Farrell agarró rápidamente el teléfono. Parecía una repetición de lo ocurrido dos viernes atrás, cuando la herida en mi cara produjo un revuelo similar. Muerta de la risa, procedió a contarle a todo el mundo mi triste historia. Había sido una ingenua al pensar que el robo de mi coche podría pasar inadvertido. Ahora me enfrentaba a un día de burlas constantes, con toda clase de regalitos depositados en mi mesa: cajas de cerillas, cochecitos rojos calcinados, un horario de autobuses…

—Buenos días, Sinazúcar.

Me llaman Sinazúcar porque tengo fama de dura. (Si fuera hombre solo tendría fama de directa). Además, en The Spokesman todo el mundo tiene un apodo. Por ejemplo, Hannah Leary, una de las redactoras, siempre se queja de que entregamos tarde los artículos y nunca viene a tomarse una copa las noches de los viernes. De modo que es Hannah «Muermo» Leary. (Hannah lo sabe. Todo el mundo conoce su apodo. La redacción de un periódico es un entorno sincero y cruel).

En la sección de artículos los teléfonos estaban sonando y casi todo el mundo había llegado ya. Con excepción de Casey Kaplan, claro. Él tenía su propio horario. ¿Un lunes por la mañana a las nueve? Probablemente estaba bebiendo cubatas con Bono en algún afterhours. Saludé a Lorraine, Joanne, Tara y Clare. La sección de artículos estaba formada básicamente por mujeres; aquí los horarios eran más regulares que en noticias, lo que te hacía las cosas más fáciles si tenías hijos. Dado que yo era la única articulista sin hijos, me enviaban a todos los trabajos imprevisibles porque con ellos nunca tenías garantía de terminar a las cinco y media en punto.

En la mesa contigua a la mía, TC Scanlan estaba tecleando a toda pastilla. Como único articulista varón, era blanco de toda clase de comentarios sexistas, siendo el favorito, «Mea sentado». (Como ya he dicho, la redacción de un periódico es un lugar despiadado).

—Siento mucho lo de tu coche —dijo—. La verdad es que me estaba preguntando qué tramabas el viernes, con tanta llamadita misteriosa. —Una gran sonrisa, ahora que ya lo sabía. Se levantó, rebuscó en el bolsillo de su pantalón y contó algunas monedas—. Toma, un euro veinte. Para el billete de autobús. —Sonó el teléfono y enseguida saltó el buzón de voz. Nunca contestábamos—. Parece que los lectores airados están que echan humo esta mañana —dijo—. El artículo sobre los adolescentes es casi tan fuerte como el que escribiste sobre el hecho de que no querías tener hijos.

Tenía razón. Había comprendido que me había pasado de la raya el sábado por la mañana, cuando recibí un mensaje de mamá. Ella no acostumbra leer The Spokesman, es mujer del Guardian de los pies a la cabeza, pero le gusta estar al tanto de lo que escribo.

—¡Grace, esta vez te has pasado con tu columna! —decía—. Yo tampoco soporto a los adolescentes. Son tan… grasientos. Y no lo digo por la piel, eso no lo pueden evitar, es un problema de hormonas. Pero se ponen una cosa en el pelo que lo deja… no sé… grasiento, no se me ocurre otra palabra, o a lo mejor es que no se lo lavan durante semanas. Pero no está bien bromear sobre el internamiento, aunque se trate de adolescentes. Me gustó la idea de darles literatura feminista, por eso.

—¿Alguna amenaza de muerte? —pregunté a TC.

—Lo habitual.

—Bien.

Dicen que siempre recuerdas tu primera vez; tu primer amor, tu primer coche, tu primera amenaza de muerte. Hace unos tres años, al poco tiempo de incorporarme a The Spokesman, escribí un artículo polémico sobre la lactancia materna. A la mañana siguiente me esperaba un mensaje en el buzón de voz. «Grace Gildee, eres una cerda feminista y voy a matarte. Sé qué cara tienes y dónde vives.» Aunque eran frases algo trilladas, me puse a temblar como una niña. Nunca nadie me había amenazado de muerte antes. Ni siquiera al principio de mi carrera, cuando trabajaba en sucesos en The Times.

Siempre me había considerado una especie de abanderada, pero no podía creer lo asustada que estaba. Me descubrí preguntándome qué habría sido de mí en un lugar como Argelia, donde si escribías que el nuevo corte de pelo del presidente le daba un aire a Elton John te arriesgabas a que tu coche estallara por los aires la próxima vez que giraras la llave del contacto.

Yo le había contado lo del mensaje a TC y TC había corrido a contárselo a Jacinta Kinsella, quien, después de escuchar los primeros dos segundos, espetó con exasperación:

—Otra vez ese idiota. El señor Sé Dónde Vives. Pensaba que nos habíamos deshecho de él. —Borró el mensaje con un golpe seco—. «Sé qué cara tienes.» ¡Por Dios, si no tiene más que mirar tu foto!

—Entonces, ¿no ha de preocuparme?

—En absoluto —contestó con impaciencia. Estaba preparándose para salir a comer (a las 10.35 de la mañana).

Ahora recibo amenazas de muerte con cierta regularidad. (Solo tienes que llamar a la centralita y decirle a la señora Farrell, «Quiero dejar una amenaza de muerte a Grace Gildee», y ella te pasa). Tengo cinco o seis asiduos que parecen turnarse. Pero ninguno ha intentado cumplir su promesa, de modo que he acabado por relajarme y aceptar que hablan por hablar.

—¿Qué tienes para mí, Grace?

—Hola a ti también —contesté.

Era Jacinta Kinsella con uno de sus cinco bolsos Birkin. Su marido le había regalado uno por cada alumbramiento. Si ese era el precio, preferiría llevar mis cosas en una bolsa de plástico con olor a curry. El bolso de hoy era negro, a juego con su humor. Cuando aparecía con el amarillo, todos nos poníamos muy contentos. Significaba que probablemente nos compraría helados con el dinero para gastos menores.

Muy glamourosa, Jacinta. Cada mañana se pasaba el secador por su pelo negro azabache y siempre iba vestida como si tuviera previsto asistir a las carreras. Siempre que había que cubrir un funeral la enviaban a ella, porque tenía el mejor abrigo.

—Deja que consulte mis notas —dije.

Jacinta es Jefa de Artículos; yo soy Articulista Adjunta y mantenemos una buena relación. Bueno, más o menos. Si a ella no le inquietara tanto que yo codicie su puesto y, claro está, si yo no estuviera rezando para que acepte la jubilación anticipada o la llame otro periódico…

De vez en cuando algo le estalla en la cara y el gran jefe intenta despedirla, pero ella recurre entonces al sindicato y empieza a repartir culpas como Jackson Pollock con una lata de pintura. Básicamente, no hay manera de deshacerse de ella. (Su mote es Jacinta «Invencible» Kinsella).

—Jacinta, mensaje de Casey —dijo TC—. Va detrás de una historia tan fuerte que, según sus palabras textuales, «sacudirá nuestro mundo».

—¿Realmente dijo eso? —exclamé—. ¿Qué sacudirá nuestro mundo?

—¿A qué hora piensa llegar? —preguntó secamente Jacinta.

TC meneó tristemente la cabeza.

—¿Por qué me lo preguntas a mí? Yo soy un mandado.

Jacinta estaba hasta el moño de Casey. No podía controlarlo. El gran jefe se lo había robado a The Sunday Globe para «modernizarnos» y luego se lo endilgó a Jacinta. «Otro hombre para Artículos.»

El gran jefe estaba encantado con su nueva adquisición: Casey se había forjado tal reputación haciendo grandes entrevistas que era una especie de celebridad por derecho propio. Sus perfiles habían alcanzado una gran popularidad y se dividían básicamente en dos categorías. Primera categoría, una crítica feroz (y he de reconocer que divertida) de los famosos, su estupidez, las extrañas peticiones que hacían a sus empleados y lo poco agraciados que eran de cerca, sin el beneficio del aerógrafo.

La segunda categoría era relatos en tiempo presente de jornadas etílicas de dieciocho horas con grupos de rock o estrellas de cine con quienes recorría la ciudad, saltando de bar en bar, para terminar en una suite de hotel con bolsitas de coca y bocadillos de dos pisos a medio comer desparramados por las mesas.

Yo detestaba su trabajo. Era interesado y egotista. Pero no podía decirlo porque todo el mundo pensaría que tenía envidia. Lo cual era cierto.

—Sinazúcar, ¿paramos para un cigarrillo? Seguro que eso sacude tu mundo.

—¿Puedes creer a ese idiota? —Saqué un paquete de chicles Nicorette. Creía en lo de armarse con toda la munición posible—. Malas noticias, TC. Lo estoy dejando.

—¿Otra vez? Buena suerte —dijo—. Es fácil. Yo lo he dejado un montón de veces.

Acaricié con nostalgia mi paquete de chicles y observé cómo TC y los demás se dirigían a la salida de incendios. No era solo la nicotina lo que anhelaba, sino el contacto humano. Las mejores conversaciones de mi vida habían tenido lugar entre cigarrillos. Los fumadores éramos una especie de sociedad secreta y cuando nos metían —como ocurría en los pubs— en cercados para fumadores como si fuéramos intocables, los cigarrillos generaban camaradería e intimidad. Había dejado de fumar otras veces, de modo que estaba familiarizada con ese sentimiento —una profunda tristeza, como si una buena amiga se hubiera trasladado a Australia—, pero eso no lo hacía más fácil.

Diecinueve correos electrónicos nuevos desde la última vez que había consultado mi cuenta. Y no hacía ni una hora de eso. Todos ellos eran comunicados de prensa de firmas de Relaciones Públicas buscando proyección: barbacoas para interior; los beneficios del aceite del árbol del té; un informe sobre la incontinencia; un libro de cocina de un célebre chef; un boletín informativo de Women's Aid…

¿Algo que pudiera desarrollar? Mientras los recorría con la vista, un informe sobre aumento de pene llamó mi atención. Podría ser divertido.

Entonces vi algo que me aceleró el corazón: Madonna iba a venir a Irlanda para dar tres conciertos. Pero todos los medios del país se estarían peleando por ella, ¿qué me hacía a mí diferente? Solo sabía que podía hacer un buen trabajo. De hecho, que podía hacerlo mejor que nadie.

Lo dejé todo a fin de redactar una presentación dolorosamente impecable para el publicista de Madonna —en un tono entusiasta, inteligente y divertido a la vez—, comenzando así el complejo proceso de captar a una gran estrella.

Volvía de comprarme una bolsa de gominolas, un bollo de queso y dos bolsas de patatas fritas —me había comido una barra de cereales mientras subía, lo que fuera con tal de amortiguar la caída del Monte Nicotina— cuando me vi sorprendida por las carreras de la reunión editorial de la mañana. Todos los jefes de departamento se estaban desplazando, como un único cuerpo, hacia la oficina del director. («Coleman Sin Mote Por Miedo Brien.»)

Jacinta se me acercó martilleando el suelo con sus tacones.

—Grace, ¿dónde estabas?

Señalé mi botín.

—Oye, no puedo asistir a la reunión.

Siempre le salía algo. Tenía que llevar a un hijo al dentista o al nutricionista o a EuroDisney…

—De acuerdo. ¿Cuál propongo?

Echó un vistazo a mis notas.

—Lifting de ojos en la hora de la comida, cáncer de mama y mocosos obesos.

Desgarré la bolsa de gominolas y me metí un puñado de las oscuras en la boca. No podía llevármela a la reunión porque el gran jefe no soportaba los crujidos.

Entré sigilosamente en su despacho; la reunión ya había empezado; Jonno Fido, de noticias, estaba repasando las historias más importantes del día. Me apoyé en un archivador, escuchando a medias mientras chupaba en silencio. Qué buenas, las gominolas. Cuando de repente… ¡oh, no! Un gusto ácido. ¡Había una amarilla! ¿Cómo había ocurrido? Probablemente se había mantenido al acecho, agazapada entre las rojas y las negras.

No podía escupirla y gritar, como habría hecho en casa, «¡Gominola amarilla, gominola amarilla! ¡Misión abortada!». Tenía que seguir chupando hasta disolverla.

Jonno terminó; le siguió internacional, luego deportes y, después, sucesos, de los que había para dar y regalar.

—¿Política?

David Thornberry se enderezó en su asiento.

—La historia de Dee Rossini continúa. El viernes saltó la noticia de que le habían pintado la casa gratis.

Estaba al corriente de eso. Era el miniescándalo que había mantenido a Damien trabajando hasta tarde. Dejé de rezongar sobre la traición de las gominolas amarillas y empecé a prestar verdadera atención. Dee Rossini era la ministra de Educación y número uno del NewIreland, el partido de Paddy.

—Han dado algunas explicaciones a lo largo del fin de semana. El pasado noviembre Rossini envió un talón a una firma de pintores pero la firma no lo ingresó, aunque a mí me han filtrado otra historia. Una exclusiva. Por lo visto Rossini tiene que pagar la boda de su hija pero el hotel no ha visto todavía un céntimo. Ella dice que envió un talón, mientras que el hotel asegura que ya le ha enviado varias cartas de reclamación. Uno de los dos miente. He hecho algunas indagaciones. El hotel pertenece al grupo Mannix. —Hizo una pausa para aumentar el suspense—. El mismo grupo que posee R&D Decorators, la gente que pintó la casa de Rossini gratis. Es evidente que la ministra tiene algún chanchullo con ellos. —La implicación era que, como ministra de Educación, Dee Rossini tenía el poder de adjudicar contratos para la construcción de escuelas y que el grupo Mannix le estaba haciendo regalos a cambio de futuras comisiones. Si eso era cierto, a la larga el NewIreland saldría perjudicado.

—O puede que le hayan tendido una trampa —dijo el gran jefe, un hincha del NewIreland—. Sé indulgente.

—¿Y si Rossini está metida en el ajo y la gente piensa que aprobamos su conducta? —David estaba rojo de ira. Estaba viendo cómo su gran exclusiva se iba por el desagüe—. Si no sacamos este escándalo a la luz, otros lo harán. Mi fuente le pasará la información a otros.

—Te digo que seas indulgente —repitió el gran jefe. Tenía una voz grave y profunda que hacía vibrar las ventanas.

—Si somos indulgentes, los demás periódicos recogerán esta sucia historia mañana y nosotros quedaremos como unos infelices por no haberle dado importancia. ¿Y cómo afecta a los nappies su coalición con unos sinvergüenzas?

—Dee Rossini no es una sinvergüenza. Y si al Partido Nacionalista de Irlanda no le gusta que haya sinvergüenzas en el poder, tendrán que dimitir todos.

—La madre que me…

—Bien —dijo el gran jefe—. ¿Artículos? —Buscó a Jacinta con la mirada y levanté una mano.

—Te envía disculpas.

—¿Qué tienes?

—¿Lifting de ojos en la hora de la comida?

—Jacinta Kinsella no se hará los ojos a mi costa. ¿Qué más?

—Cáncer de mama. Informe fresco. Irlanda tiene un elevado porcentaje de diagnósticos negativos erróneos, mucho más alto que la media europea.

—¿Algo más?

—Obesidad entre los escolares. Nuevas estadísticas. Cada vez peores.

—No, no, no. Estoy harto de todo eso. PlayStations, comida rápida, grasas trans. Que sea el cáncer de mama.

Bien. Justamente el que quería hacer.

Sonó mi móvil.

—Lo siento.

A diferencia de lo que ocurría en el resto del mundo, tener el móvil encendido en una reunión de redacción no era un pecado mortal, porque los jefes de noticias y sucesos necesitaban estar siempre localizables para el personal que trabajaba en el terreno.

Miré el número y pensé que estaba alucinando. ¿Qué demonios quería?

Lo apagué enseguida.

—¿Suplemento del sábado?

Ese era Desmond Hume, un hombre pequeño y puntilloso con una conversación tremendamente tediosa. (Desmond «Quemeduermo» Hume). Meneó la cabeza. Aún estábamos a lunes.

—¿Columna de sociedad?

—Aquí —dijo Declan O'Dowd.

Declan no era el auténtico columnista de sociedad. El auténtico —«Roger Codoempinado McEliss»— estaba en casa, seguramente doblado sobre el retrete echando los hígados. (Acertijo tipo el huevo y la gallina que solíamos plantearnos: ¿qué fue primero, el columnista de sociedad o el problema con el alcohol?)

Declan «Nuncasale» O'Dowd era un pobre infeliz que tenía que trabajar penosamente en su mesa tratando de armar una página con los retazos que lograba arrancarle a McEliss en sus momentos sobrios. Solo conseguía actuar como verdadero columnista de sociedad, es decir, ir a fiestas y estrenos, cuando McElis se hallaba en una de sus bianuales curas de desintoxicación.

—La futura esposa de Paddy de Courcy fue vista probándose vestidos de novia.

—¿Fotos?

—Sí.

Cómo no. La ausencia de nicotina en mi organismo me tenía más irritable de lo normal.

—¿De una fuente anónima que seguro que no pidió dinero? —pregunté.

Estaba claro que las fotos provenían de la oficina de prensa del NewIreland. Con un miniescándalo rodeando a Dee Rossini, unas fotos de la radiante futura esposa de Paddy luciendo un fantasía de encaje podían tener un efecto neutralizador.

Empezamos a desfilar hacia nuestras mesas cuando el gran jefe me llamó.

—¿Sinazúcar?

Señor, ¿qué quería ahora? ¿Una reseña sobre el puesto de kebabs de su nuera? ¿Un artículo de dos mil palabras sobre el nuevo corte de pelo de su nieto?

—Toma. —Me pasó una moneda—. Para el autobús. Me han contado lo del coche. ¿Solo tenía cuatro meses? ¿Tu primer coche nuevo?

Tenía el rostro contraído de puro regocijo.

—Ja, ja, ja —dije. Tenía que hacerlo. Luego—: ¿Cincuenta céntimos?

—¿No te llega?

—No. Un euro veinte.

—¿Tanto? —Empezó a hurgar en el bolsillo de su pantalón mientras yo retrocedía.

—No se preocupe, señor Brien. En realidad no lo necesito.

Me tendió un euro.

—Quédate la vuelta. Ahora que lo pienso… —hizo una pausa para reírse entre dientes—, ¡guárdala para el autobús de mañana!

David Thornberry estaba dando rienda suelta a su furia. Podía oírle a veinte mesas de distancia.

—¿Puedes creerte lo que ha dicho ese imbécil decrépito? No puedes ocultar una historia porque las personas implicadas te caigan bien. Esa no es manera de dirigir un puto periódico.

Pero se equivocaba. Los periódicos siempre han apoyado a sus amigos y jodido a sus enemigos. Hay periodistas que se han llevado a la tumba historias que habrían hecho caer gobiernos si las hubieran sacado a la luz, y gente del todo inocente ha sido acosada hasta el punto de tener que abandonar su trabajo y su país simplemente porque los medios habían decidido que tocaba una caza de brujas.

—¿Tiene alguien el móvil de Paddy de Courcy? —preguntó.

—Está en la base de datos.

—Me refiero al auténtico.

Agaché la cabeza. Debería pasárselo, poco importaba ya, no tenía intención de volver a hablar con él, pero…

Jacinta no había vuelto aún. Traté de reclutar a TC, pero estaba trabajando en otro artículo, de modo que fui a por Lorraine.

—Tengo aquí un informe encantador —dije—. Muchos números. ¿Te importaría traducirlo a cristiano? ¿Y podrías redactar brevemente un artículo de cuatrocientas palabras sobre cómo se extiende el cáncer de mama? Márgenes de tiempo, respuesta al tratamiento, etcétera…

Agarré el teléfono en busca de mujeres a las que se les hubiera dicho que no tenían cáncer de mama cuando en realidad sí lo tenían. Probé la Sociedad Irlandesa de Oncología, el Hospital Oncológico de St. Luke y cuatro clínicas terminales —todos muy amables—, que anotaron mi número de teléfono y dijeron que tratarían de encontrar una paciente que estuviera dispuesta a hablar.

—Hoy —recalqué—. Es para el periódico de mañana.

Busqué grupos de apoyo en internet, pero tampoco ahí tuve suerte. Entonces llamé a Bid con la esperanza de que hubiera tenido una enferma de cáncer de mama en la cama de al lado durante las sesiones de quimio, pero nada. Cáncer de colon, sí. De próstata, ovarios y, naturalmente, pulmones, sí. De mama, no.

—Dios, por ahí viene —farfulló TC—. Esconde tus complementos de vaquera.

La estructura molecular del aire había cambiado: a las doce treinta y siete, Casey Kaplan llegaba finalmente al trabajo. Entró con andar arrogante, pantalones de cuero negro lo bastante ceñidos para desvelar al mundo que cargaba a la izquierda, camisa negra con ribetes de cordón, chaleco de piel marrón, gargantilla de cuero y botas de cowboy.

Me señaló con el dedo.

—Mensaje de Dan Spancil. —Un músico sobre el que había escrito un artículo. Me había costado mucho conseguir la entrevista, había tenido que perseguir al publicista durante semanas, y aquí estaba Casey, comportándose como si hubiera pasado el fin de semana con él—. Dice que eres la leche.

—Qué amable —repuse con brío—. Él también.

—¿Está Jacinta? —Se apoyó en mi mesa.

Levanté la vista de mis notas con gesto exageradamente cansino.

—No.

—¿Dónde está?

—Ha salido.

—¿Estás ocupada?

—Sí.

Rió. ¿Burlándose de mi diligencia?

—Buena chica.

Se alejó despacio y regresé a lo mío. Traté de hacer un repaso de las personas con las que había hablado en fiestas y recepciones. ¿Me había mencionado alguien que fuera enfermera oncológica o que su hermana tuviera cáncer de mama? Pese a tener contactos en los lugares más extraños, no pude dar con ninguno en el ámbito del cáncer de mama. Amargamente, lo atribuí a la ausencia de nicotina en mi organismo. Seguro que un pitillo me refrescaba la memoria.

Siempre podía utilizar, como último recurso, testimonios extraídos de internet, pero eso no tenía ningún interés. Necesitaba «color», descripciones de cosas como la casa de la enferma («bonitas cortinas floreadas, repisa cubierta de fotografías de familia hechas en épocas más felices»).

Reboté el bolígrafo contra la mesa. Quería hacer un buen artículo. Siempre quería hacer un buen artículo, pero la manera mezquina y chapucera con que se abordaba la salud femenina a veces me hacía aullar de frustración. Si se hubiera producido un número tan elevado de diagnósticos negativos erróneos de cáncer de testículo —cáncer masculino—, el escándalo habría sido descomunal.

—¡Deja de pinchar el boli! —aulló TC.

También podía presentarme en una clínica terminal y recorrerme los pasillos hasta dar con una moribunda dispuesta a dejarse entrevistar, pero tenía mis escrúpulos.

Decidí que mi única opción era meterme en el vientre de la bestia, es decir, ponerme en contacto con uno de los centros especializados que mencionaba el informe. Llamar no iba a servirme de nada, seguro que se ponían a la defensiva. Así pues, dejaría de seguir dando vueltas e iría en persona.

Encendí de nuevo el móvil y esperé tensa el doble pitido, pero no llegó. No había dejado mensaje.

—Salgo a por una historia. —Pinché nueve o diez veces el bolígrafo en la oreja de TC y me marché.

—¿Biopsias? —murmuré a la recepcionista.

—Izquierda, de nuevo izquierda al llegar a la puerta de doble hoja y derecha en el crucifijo.

Llegué a una zona de espera, tomé asiento y ojeé una selección de revistas sorprendentemente actuales. Pensé en la mejor manera de actuar. Necesitaba acceder a los historiales informatizados de las pacientes y para ello precisaba la ayuda de alguien que trabajara en el centro. Preferiblemente un empleado que odiara su trabajo. La chica del mostrador de bienvenida estaba tecleando diligentemente. Una empleada aplicada. No me servía.

Una buena periodista es una combinación de paciencia y acoso. Ahora me tocaba ser paciente. Observé y aguardé, observé y aguardé, martilleando con los dedos en mi rodilla.

Era un lugar concurrido. La gente llegaba, facilitaba sus datos a la chica diligente y se sentaba para esperar a que una enfermera le llamara. Con el pretexto de ir a lavabo, me di un garbeo asomando discretamente la cabeza por varias puertas, pero salvo sobresaltar a un hombre al que estaban haciendo un reconocimiento anal, no vi nada interesante. Regresé a la zona de espera y volví a tomar asiento. La barriga empezó a dolerme cuando la verdad se me hizo patente. No iba a ocurrir. Tendría que regresar a la redacción con las manos vacías.

No me gustaba fracasar, hacía que me sintiera incompetente, y no existía criatura más penosa que un periodista regresando a la redacción sin una historia. Me asaltó un pensamiento descabellado. ¡Podía inventármela! ¡Podía basarme en tía Bid y añadir lo de internet!

La ocurrencia se disolvió con la misma rapidez con que se había formado. Lo descubrirían, me despedirían y nadie volvería a contratarme nunca más.

No me quedaba más remedio que aceptarlo. No me ocurría a menudo lo de no conseguir una historia. Entonces recordé algo: mi espina, mi piedra en el zapato, aquella maldita Lola Daly. Cómo se habían reído todos de mí. Una estilista bobalicona con el pelo violeta y había sido incapaz de arrancarle una sola palabra sobre su ex novio.

Pero esta historia, a diferencia de la de Lola Daly, era importante. Todas esas pobres mujeres a las que habían devuelto a casa diciéndoles que estaban sanas, para dejar que la enfermedad avanzara sin impedimentos por su cuerpo, se merecían la oportunidad de expresar su parecer. Por no mencionar la pequeña posibilidad de avergonzar lo suficiente al Ministerio de Sanidad para que no permitiera que algo así volviera a ocurrir.

Estaba tan absorta en mi pesimismo que casi no reparé en la mujer que pasaba refunfuñando por mi lado. Estaba hablando sola como el conejo blanco y rezumaba resentimiento.

Entró en la oficina situada detrás del mostrador y cerró la puerta con un golpe sonoro, pero antes de eso le oí elevar quejumbrosamente la voz.

—¿Cuántas veces tengo que…?

¡Gracias, Señor!

Reapareció minutos después y se alejó por el pasillo farfullando algo y seguida por mí. Se detuvo delante de una puerta y cuando se disponía a abrirla, actué. Ya había sido lo bastante paciente, había llegado la hora del acoso.

—Disculpe —dije.

Se volvió con cara de pocos amigos.

—¿Qué?

Decididamente, una persona poco sociable.

Sonreí todo lo que mis labios pudieron dar de sí.

—¡Hola! Me llamo Grace Gildee. ¿Podríamos tener una breve charla sobre los resultados de las biopsias?

—No tengo nada que ver con biopsias. Vaya al final del pasillo y pregunte en el mostrador.

Se había dado la vuelta y ya estaba entrando en la sala cuando añadí:

—En realidad, probablemente sea preferible que no tenga nada que ver con biopsias.

—¿Por qué? —Se volvió. Había despertado su interés.

—Porque me estaba preguntando si podría ayudarme. —Sonreí hasta que me dolió la mandíbula.

Tras sus ojos desfilaron diferentes emociones. Desconcierto. Curiosidad. Malicia. Comprensión. Fue como un pase de diapositivas.

—¿Es periodista? ¿Ha venido por lo del informe?

—¡Exacto! —Otra enorme sonrisa. He descubierto que si quieres persuadir a alguien de que haga algo bajo mano, el hecho de que sigas sonriendo le desconcierta tanto que acaba por creer que no está haciendo nada malo.

Este era uno de esos momentos. O llamaba a seguridad o accedía a ayudarme. Parecía que le costaba decidirse.

—Solo necesito un par de nombres y direcciones —proseguí—. Nadie sabrá nunca que ha sido usted.

Siguió vacilando. Quería perjudicar a sus empleadores, pero era evidente que no estaba en su naturaleza ayudar a los demás.

—¿Generará eso problemas al centro? —preguntó.

—Sí —contesté con suavidad—. Solo necesito que me facilite un par de nombres con sus direcciones. Tres como mucho. Desde luego no más de cuatro. Y si viven en Dublín, tanto mejor.

—No pide mucho.

Traté de no prestar atención a la irritación y la necesidad de un cigarrillo que treparon por mi cuerpo y esbocé otra sonrisa.

—Solo los nombres y direcciones de cinco mujeres de Dublín a las que les dieron por equivocación diagnósticos negativos. Me haría un enorme favor.

Se mordió el labio y lo meditó.

—No es mi área, pero lo intentaré. Espere en el aparcamiento. Hay una estatua blanca. Jesús en la cruz con su apenada madre. Si consigo algo, me reuniré allí con usted.

Quise preguntarle cuánto tardaría, pero intuí que no era una buena idea. Cualquier detalle podría hacerla cambiar de parecer.

Me senté al otro lado de la madre apenada y esperé. Y esperé. Y esperé. Y eché de menos mis cigarrillos. Los periodistas necesitamos fumar. Las esperas son muchas y muy largas, ¿cómo se supone que debemos matar el tiempo? Y una vez que consigues la historia, está la presión de tener que escribirla a contrarreloj; también necesitas cigarrillos para ayudarte con eso.

Pero, paradójicamente, me gustaba el sacrificio; era una especie de expiación.

El tiempo pasaba y el dolor de barriga me asaltó de nuevo. ¿Se había acobardado el conejo blanco? ¿Había estado jugando conmigo desde el principio? Nunca se sabe con esa clase de personas. Hurgué en mi bolso buscando un Zotan (pastillas para estómagos que están pensando en desarrollar una úlcera) y me lo tragué. Empecé a pensar una vez más que tendría que volver sin mi historia. Lo estaba visualizando con todo detalle —las risas desdeñosas, el berrinche de Jacinta, la ira del gran jefe al ver el gran hueco en el periódico— cuando la mujer apareció súbitamente delante de mí. Me estampó una hoja de papel en la mano.

—No se la he dado yo —dijo, y desapareció.

—¡Un millón de gracias! —Seis nombres con sus direcciones. La mujer había jugado limpio. Deduje qué dirección era la más cercana, detuve un taxi y llamé a la sección de imagen para pedir un fotógrafo.

El taxi paró delante de la casa. («Pareada con un jardín muy cuidado.») Me abrió una adolescente. («Recién pintada, pomos lustrosos.») Esbocé una sonrisa de oreja a oreja. Esta era una de esas ocasiones en que me habría ido bien un traje conservador y un collar de perlas.

—Hola. ¿Puedo hablar con tu madre?

—Está en la cama.

—Me llamo Grace y soy de The Spokesman. Sé que tu madre está muy enferma, pero quería saber si sería posible tener una breve charla con ella. Solo serán unos minutos.

La cara de la adolescente no se alteró.

—Se lo preguntaré. —Subió aporreando las escaleras y bajó poco después—. Pregunta que de qué quiere hablar.

Suavemente, dije:

—De los resultados de su biopsia. Los que decían que estaba bien.

Un espasmo casi imperceptible cruzó por la cara de la muchacha. Volvió a subir aporreando los peldaños y cuando regresó, dijo:

—Mi madre dice que puede pasar.

Subí por la escalera estrecha («moqueta beis, grabados de Jack Vettriano») hasta un dormitorio situado en la parte de atrás. Las cortinas estaban echadas y en el aire flotaba un espantoso olor a enfermedad. La mujer que yacía en la cama parecía agotada y tenía la tez amarillenta. Se estaba muriendo.

—Señora Singer. —Me acerqué despacio—. Siento mucho invadir de este modo su intimidad. —Le expliqué lo del informe—. Quería saber si le gustaría contar su historia.

No dijo nada. Luego, sin apenas aliento, susurró:

—Sí.

Señor, qué historia tan trágica. La señora Singer se había descubierto un bulto en el pecho, una bomba para cualquier mujer, y cuando la biopsia del cáncer dio negativo, ella y su familia se alegraron tanto que se marcharon de vacaciones. Seis semanas más tarde empezó a notarse muy cansada y a tener sudores por la noche que dejaban la cama empapada. Le hicieron multitud de pruebas, pero el cáncer de mama había quedado descartado por los resultados de la biopsia. Pidió que le hicieran otra biopsia porque sospechaba, con la intuición que tiene la gente acerca de su propio cuerpo, que ahí residía el problema, pero se la denegaron. Para cuando descubrió el segundo bulto, el cáncer le había invadido los nódulos linfáticos. La atiborraron a quimio —como estaban haciendo ahora con Bid, las puntas de los dedos me temblaron de miedo— pero ya era tarde. La partida se había acabado. La señora Singer tenía la voz tan debilitada debido a la quimio que la grabadora apenas conseguía recogerla. Estaba haciendo anotaciones en mi libreta, tratando de no dejarme nada, cuando oí alboroto en la escalera. La chica que me había abierto la puerta irrumpió en la habitación y protestó:

—Mamá, Susan no quiere pelar las patatas.

—Nicola, cariño, ¿te importaría hacerlo tú?

—A mí me toca meter la mano en el culo del pollo, que es mucho peor.

Nicola bajó de nuevo y oímos una algarabía de voces.

—Estoy preocupada por mis hijas —dijo la señora Singer—. Solo tienen catorce y quince años. Es una mala edad para abandonarlas.

Asentí con la cabeza. Yo nunca lloraba en mi trabajo. Con los años me había entrenado para no hacerlo. Pero a veces notaba una fuerte presión en el caballete de la nariz, acompañada de una oleada de profunda tristeza. Esta era una de esas veces.

Nicola regresó.

—Hay un hombre en la puerta. Dice que es fotógrafo.

—Señora Singer… —Señor, esto era excesivo—. Debí mencionarle que vendría.

—Estoy demasiado horrible para que me hagan fotos.

Justamente por eso, pensé apesadumbrada.

—¡Susan y yo podríamos maquillarte! —dijo Nicola—. ¿Podemos salir nosotras también?

Aguardamos durante veinte minutos a que Nicola y Susan la embadurnaran de colorete y brillo de labios rosa. La foto —dos chicas jóvenes y sanas flanqueando a su madre moribunda— te habría roto el corazón.

Keith Christie, el fotógrafo, había venido en coche. Nos presentamos en la segunda dirección de la lista y el marido de la enferma nos dijo que nos fuéramos al cuerno.

—Malditos buitres —gritaba mientras Keith daba marcha atrás.

—¿Y ahora? —preguntó Keith.

—A Booterstown.

Sonó mi móvil. Papá, muy nervioso.

Bingo se ha escapado. Cartero. Puerta abierta. Vio gran oportunidad y echó a correr. Espíritu indomable. Lo han visto en Killiney. Tienes que venir.

—Papá, estoy trabajando.

—Pero mamá no sabe regular los prismáticos.

—Pues que conduzca ella.

—Es demasiado lenta de reflejos. Si digo «izquierda» quiero decir «izquierda ¡ya!», no «izquierda dentro de diez minutos».

—Papá, estoy trabajando. —No podía pasarme el resto de la tarde recorriendo la campiña en coche, prismáticos en mano, buscando a Bingo—. Buena suerte, espero que lo encontréis.

Cerré el teléfono.

—¿El perro? —preguntó Keith—. ¿Otra vez suelto?

Asentí.

—Si desea tanto escaparse, quizá deberíais dejarle que se vaya.

—Quizá —suspiré.

—Es aquí. Ve tú y di lo que tengas que decir. Yo mantendré el motor en marcha por si la cosa se pone fea.

Esta vez nos invitaron a pasar y aunque la mujer tenía cincuenta y tantos, unos diez más que la señora Singer, su historia era igual de triste.

Keith y yo regresamos en silencio a la redacción, yo para escribir mi historia, él para revelar las fotos. Aunque me había endurecido después de años de escuchar las historias más desgarradoras imaginables, el hecho de haber visto tan de cerca la muerte me había dejado hecha polvo. Estaba pensando en Bid. No podía morir. Dios, lo que daría por un cigarrillo.

Cuando subía las escaleras en dirección a la sala de noticias oí unas carcajadas y, a renglón seguido, uno o dos aullidos. Abrí la puerta y encontré a un montón de gente apiñada alrededor de una hoja de papel. Cada vez que alguien leía una frase, otro estallido de carcajadas se elevaba hacia las vigas del techo.

—Grace, Grace, ven y mira esto —dijo una cara alborozada.

—¿Qué es? —Avancé muerta de curiosidad, pero de repente me detuve en seco. Había adivinado qué era.

—Ja, ja, ja —dije.

Era una copia del informe de la policía sobre el robo de mi coche. Dickie McGuinness se había infiltrado en la base de datos y lo había enviado a todo el personal. Para mayor regocijo de todos, había resaltado algunas frases: «… coche de cuatro meses…» «… lo rociaron con gasolina y le prendieron fuego…» «… solo se salvó el chasis…».

Dime solo una cosa. ¿Por qué los nadadores lentos van por la calle central cuando tienen una calle lenta para que puedan pasearse como domingueros? ¿Y por qué los nadadores agresivos que salpican como posesos se meten en la calle central y nos intimidan a todos cuando deberían estar entre los suyos en la calle rápida? Con lo que me cuesta decidirme ir a la piscina, al terminar me gustaría sentir que ha valido la pena.

Había salido tarde del trabajo. Pocas veces se me presentaba la oportunidad de hacer del mundo un lugar mejor y el artículo sobre el cáncer de mama debía tener el equilibrio justo. Tenía que denunciar sin resultar agresiva, y conmover sin caer en la sensiblería. Fue un reto, y en cuanto lo entregué tuve ganas de una copa, pero me decanté por una sesión de natación relajante y saludable; sin embargo, había tanta gente en mi calle, todos nadando a velocidades tan dispares, que al salir estaba más estresada que antes de meterme.

Y no sé qué pasa con los vestuarios de las piscinas que nunca logro secarme como es debido. El interior de mis muslos permanece desafiantemente húmedo y si llevo medias (casi nunca, la verdad sea dicha) subírmelas hasta la cintura constituye una auténtica batalla.

Fuera, con el viento filtrándose en mis pantalones y congelando mis húmedas piernas, no pude soportar la idea de subirme a un autobús. Los interminables frenazos y arranques me recordarían demasiado a mi decepcionante baño. De modo que eché a andar, formulando entretanto el ambicioso plan de hacerlo cada día hasta que solucionara lo del coche. Así combatiría el inevitable aumento de peso por dejar de fumar.

Por el camino escuché mis mensajes. Había uno de papá. Bingo había sido localizado y volvía a estar bajo arresto. «No gracias a ti», añadía insolentemente.

—Vete a la mierda —dije al mensaje—. Estaba trabajando.

Luego telefoneé a Damien y le hablé de la señora Singer.

—Me quedé hecha polvo.

—Eso es bueno —dijo Damien—. No estás tan harta como para que eso te resbale…

—Gracias. Pásalo bien.

Las noches de los lunes eran las noches de Damien con los «chicos». Bebía whisky y jugaba al póquer y de ese modo satisfacía su tan reiterada necesidad de tener un «espacio propio».

—Llegaré tarde —dijo.

—Llega todo lo tarde que quieras.

—¿Estás siendo sarcástica, Grace? ¿Por qué te dan rabia mis noches de los lunes?

Le gustaba creer que yo tenía celos de cada segundo que pasaba con sus colegas y yo se lo consentía. Los hombres necesitan sus conflictos.

Entré en la casa vacía —me gustaba tenerla para mí sola— y busqué comida en la cocina. Llevaba todo el día picando y había llegado el momento de parar, pero sabía que no lo haría. Arrastrada por el hábito, puse el telediario en la sala y cuando oí «… Paddy de Courcy…» crucé corriendo la cocina y me detuve en el marco de la puerta, mirando el televisor. Paddy, vestido con un elegante traje azul marino, caminaba deprisa por un pasillo. Una mujer de aspecto eficiente con una tablilla de notas correteaba tras él y un periodista avanzaba a la altura de Paddy con un trote indecoroso, sosteniendo un micrófono frente a su preciosa boca para recoger cualquier sabio comentario que estuviera dispuesto a transmitir. Paddy sonreía. Paddy siempre sonreía. Excepto cuando sucedía una tragedia y se mostraba debidamente apenado.

Le estaban preguntando sobre Dee Rossini.

—Dee es la persona más honrada que conozco —dijo—. Tiene todo mi apoyo y el del partido.

Sonó el teléfono y pegué un salto de culpabilidad.

Podría ser Damien. A veces, entre su cuarta y su quinta copa, se ponía sentimental.

—¿Grace?

—¡Marnie!

—¡Corre, pon el canal Sky! —dijo.

Agarré el mando y me descubrí contemplando la noticia de un hombre que había enseñado a su mono a tejer. Era increíble, en serio. El mono —que se llamaba Ginger— sostenía las agujas con sus manazas y pasaba torpemente un par de puntos de una bufanda roja de tamaño mono. El hombre dijo que cuando Ginger terminara la bufanda lo pondría a tejer patucos. Yo lo estaba viendo desde Dublín y ella desde Londres, las dos desternilladas de risa.

—Caray, es genial —dijo Marnie—. Necesitaba algo así.

Se me encogió el corazón. Marnie siempre me tenía preocupada y últimamente más que nunca. Deseaba con todas mis fuerzas que fuera feliz, pero nunca parecía serlo. Por lo menos, no del todo. Hasta en los días más dichosos de su vida —como los nacimientos de Daisy y Verity— parecía haber en ella un fondo de tristeza.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—No puedo dejar de pensar en Bid —dijo—. Ayer hablé con ella y parecía encontrarse bien, pero ¿cómo crees que está en realidad?

—Es difícil decirlo. No lo sabremos hasta que termine las seis sesiones de quimio.

—En cualquier caso, podré verlo con mis propios ojos dentro de tres días.

En cuanto Bid recibió su diagnóstico, Marnie pidió un permiso en el trabajo. El jueves llegaría de Londres con las niñas y con Nick, su marido.

—Iré a casa de mamá directamente desde el periódico —dije.

—¿Cómo te va el trabajo?

Le había mantenido al tanto de mis inseguridades con respecto a Kaplan. Marnie era la única persona, además de Damien, en quien sentía que podía confiar. De nosotras dos, ella era la más inteligente, pero, curiosamente, había acabado por fichar por una asesoría hipotecaria que nada le aportaba mientras yo entrevistaba a gente famosa. Pero nunca hacía que sintiera que me hubiera quedado con su cuota de buena suerte.

—Hoy no muy bien —confesé.

—Déjame adivinar —dijo—. Te enviaron a cubrir el campeonato de arado mientras tu amigo Casey Kaplan entrevistaba al Papa, o a Johnny Deep o… dímelo tú.

—J. D. Salinger, que no ha concedido una entrevista en cien años.

—Pensaba que estaba muerto.

—Caray, es posible.

—Pues si lo está, sería un golpe maestro. Espera, tengo una mejor. Marilyn Monroe se ha conectado desde el más allá para conceder una única entrevista e insiste en que se la haga Kaplan.

Estaba a punto de meterme en la cama con mi Michael Connolly cuando volvió a sonar el teléfono.

—Hola, Grace, soy Manus Gildee, tu padre.

—Hola, papá. —Se disponía a disculparse. Una introducción formal era siempre el preámbulo de un acto de contrición, como si quisiera distanciarse de la vergüenza que le causaba.

—Creo que te debo una disculpa. Mamá dijo que estuve muy duro contigo por lo de Bingo. Son los cigarrillos, Grace. Me está resultando casi imposible pasar sin ellos. ¿Me perdonas?

—Te perdono.

—Por otro lado, mamá quiere saber a qué hora irás a recoger a Marnie y compañía al aeropuerto.

—¿Yo?

—¿Quién sino?

—Esto… ¿tú?

—No quiero —balbuceó—. La última vez Verity vomitó en el coche. La alfombrilla todavía huele. Y a Bingo le molesta.

—Papá, ya no tengo coche.

Me llegó un «Maldita sea» farfullado entre dientes.

—¿Sigue calcinado?

—Sí, papá, sigue calcinado.

—Déjame que te cuente cómo es mi vida. La gente me dice: «¿Algún plan para esta noche, Manus? ¿Al teatro, quizá? ¿Un concierto? ¿Una comida con amigos?». Y yo respondo: «No fumar». Toda la noche, desde que termine de cenar hasta que me acueste, estaré No fumando. No fumar es una actividad en sí misma.

Señor, solo llevaba un día sin nicotina. ¿Cómo estaría dentro de una semana?

—Entonces, ¿irás tú al aeropuerto, papá?

—Sin cigarrillos me siento, cómo te diría… ¿incompleto?

—¿Irás al aeropuerto?

—¿Cómo era la frase de esa estúpida película que Marnie me hizo ver? —Le oí chasquear los dedos—. Creo que ya la tengo. «Los cigarrillos me llenan.»

—¿Debo entender que…?

—Sí, sí —me interrumpió, irritado—. Iré al puñetero aeropuerto.

Estaba conciliando el sueño cuando oí la puerta de la calle y, a renglón seguido, el sonido de un maletín empujado con el pie bajo la mesa de la entrada. Damien había vuelto de su noche libre.

—Grace —dijo mientras subía—. ¿Estás despierta?

—Lo estoy ahora. ¿Qué ocurre? Y sé breve, tengo que levantarme dentro de cuatro horas para volar a Londres.

—Vale. —Se bajó la cremallera de la chaqueta de cuero con un silbido—: ¿Tenemos un hijo?

—¿Ahora? —Le miré con escepticismo.

Rió y se sentó en la cama para quitarse las botas.

—¿A qué viene esa pregunta? —dije.

Por lo general, sacaba a relucir este tema cuando estaba insatisfecho con su vida. Y cuando no era tener un hijo, era que dejáramos nuestros trabajos, alquiláramos nuestra casa y nos dedicáramos a viajar.

—¿Algún colega del póquer acaba de tener un hijo?

—Sí. Sean. Y todos mis compañeros de trabajo ya tienen uno.

—… Por Dios, Damien… un hijo no es un coche de empresa.

—Lo sé, lo sé… pero deberías oírles hablar… todos esos hombres alardeando de tener que levantarse tres veces por la noche para dar el biberón al bebé.

—¡No me digas! —Bostecé. El solo hecho de pensar en biberones a medianoche bastaba para disuadirme.

—Cuatro de ellos acaban de ser padres y cada mañana llegan al trabajo con nuevas anécdotas, Grace. Compiten a ver quién duerme menos. Angus Sprott no se acuesta desde julio… ahora soy yo el que bosteza… hacen que me sienta… excluido, como si fuera un cagado… por dormir mis siete horas.

—Nadie está contento con su suerte.

—Di otra cosa.

—Serías un padre horrible. Eres demasiado taciturno.

Eso pareció animarle.

—Es cierto, sería un padre horrible.

—Y si tuviéramos un hijo nos veríamos obligados a vender esta casa. Es demasiado pequeña. Tendríamos que irnos a vivir muy lejos, a una casita en una urbanización con otras veinte mil casitas idénticas.

—Tal vez sea mejor que no tengamos un hijo.

—Tal vez.

Yo no quería tener hijos. Y de todas las cosas vergonzosas que una mujer podía confesar —aumento de pecho, sexo con el padre de su novio— esta era la más tabú.

Había leído suficientes revistas para esperar que a mis veintiocho años las hormonas se desmadraran y de repente me entrara un deseo irrefrenable de ser madre. Esperé ilusionada ese momento, pero, sencillamente, no llegó. A Marnie, en cambio, siempre le habían gustado los niños y estaba deseando tener hijos. A veces me preguntaba si se había producido una confusión en el útero y ella se había llevado mi cuota de instinto maternal.

Paradójicamente —o no, no estaba segura— sentía una profunda compasión por las mujeres que no podían quedarse embarazadas, porque sabía cómo me sentía yo por no poder controlar mi propio cuerpo. Yo quería querer quedarme embarazada y no lo conseguía.

Damien era más ambivalente que yo. A veces decía que ya había suficiente gente en el mundo y que sería un error traer a alguien más.

Aunque yo estaba segura de que la verdadera razón por la que no quería tener hijos era su propia familia. Es algo difícil de entender si no has pasado tiempo con ellos, porque son una gente encantadora. En serio, no estoy intentando ser amable. Son cálidos, divertidos, amables, inteligentes. Inteligentes. Sobre todo inteligentes. Y ahí justamente reside el problema. Damien tiene dos hermanos y dos hermanas; un hermano y una hermana mayores, un hermano y una hermana menores. Él es el mediano. Y de sus cuatro hermanos, tres —Brian, Hugh y Christine— son cirujanos. De hecho, el padre de Damien, Brian Senior, también era cirujano. (Otro dato que quizá encuentres interesante: la madre de Damien se llama Christine. En otras palabras, el señor y la señora Stapleton pusieron sus nombres a sus dos hijos primogénitos, lo cual es sumamente revelador, si lo piensas bien).

El único descendiente Stapleton que no era cirujano —aparte de Damien— era Deirdre. Y eso porque dirigía con gran éxito su propia empresa «creando» dormitorios infantiles. Había empezado como una afición con sus propios hijos, pero ideaba reinos tan mágicos y estimulantes que la gente empezó a pedirle que hiciera los cuartos de sus vástagos, y de repente se encontró con un negocio entre manos increíblemente próspero. Aunque no alardeaba de ello. Nadie en la familia alardeaba jamás. (Otro dato: pese a su refinamiento, Bid detesta a los Stapleton. Dice que «le ponen enferma»).

A lo que iba. En cualquier otra familia Damien sería visto como un posible candidato a Mensa. Pero en casa de los Stapleton ser periodista político está visto como un grado por encima de ser reponedor en un supermercado. Bueno, quizá exagero. El caso es que Damien me contó una vez que se siente como un miembro adjunto de su familia, no como un miembro pleno con todos sus derechos y privilegios, y creo que ese es el verdadero motivo de su negativa a tener hijos: no quiere que otra persona se sienta excluida como él.

(Otro dato: yo nunca le diría eso a Damien. No cree en la psicología popular. En realidad, yo tampoco…)

Así y todo, el balance final es positivo: ni Damien ni yo queremos tener hijos, de modo que por lo menos no tenemos que mantener largas y angustiosas discusiones sobre el asunto hasta altas horas de la madrugada.

De vez en cuando intentaba escribir una columna en defensa de las mujeres como yo, pero siempre me acribillaban con juicios y recibía cientos de cartas donde me decían que era «antinatural», un «bicho raro», una «feminista que ha perdido la chaveta».

Me advertían (muchas veces hombres, qué sabrán ellos) que el día que me empezara la menopausia experimentaría una gran sensación de pérdida y que entonces sería demasiado tarde para reparar mi «egoísta» elección.

Lo cual era muy injusto, porque yo no juzgaba a las personas que tenían hijos pese a volverse —en nombre de su descendencia— las criaturas más egoístas de la tierra.

¿Me interesaba que a su hijo le gustara el puré de berenjenas y no el de chirivía? No. Pero ponía cara de interesada y dirigía la conversación hacia un punto sin retorno con preguntas sobre puré de zanahorias, puré de patatas y —uno polémico— puré de pollo.

¿Me importaba que abrieran la ventana para que el «bebé» (caliente como Tailandia bajo una pila de mantas tecnológicamente adaptadas) tuviera un poco de aire aunque en la habitación hiciera un frío que pelaba?

¿Me importaba que aunque hubiéramos planeado ir al parque y estuviéramos en la puerta con los abrigos y los gorros puestos, el «bebé» se quedara súbitamente dormido y se suspendiera toda actividad durante un período de tiempo indefinido?

Lo más extraño de todo era que se me daban bien los bebés. Me encantaba el olor a leche y polvos de talco, y su peso tibio y suave en mis brazos. Nunca había puesto reparos a cambiar un pañal y no me importaba que me devolvieran encima el biberón. Y por alguna razón que siempre irritaba a quienes veían con malos ojos mi negativa a ser madre, siempre conseguía que dejaran de llorar.

Me encantaban los niños. Simplemente, no quería tenerlos.

Hechicera. ¡Hechicera! Aún ahora recuerdo la mezcla exacta de alegría y esperanza que sentí cuando Damien me dijo, en el treinta cumpleaños de Lucinda Breen, que tenía un nombre para mí. ¡Y encima un nombre tan genial! Fue tal el cosquilleo que estuve un rato sin sentir los pies, y tardé varias semanas en bajar de la nube. (Desde entonces tengo cierta debilidad por Lucinda Breen).

Sin embargo, en cuanto se me pasó la euforia sentí la necesidad de dejar las cosas claras en lo relativo a su ex esposa. Todos los hombres tienen ex novias, pero Damien se había casado con esta mujer.

—No te pases —me aconsejó, preocupada, Marnie—. O te garantizo que saldrá corriendo.

—¡Pero tengo que averiguarlo!

—En ese caso, sé sutil.

¿Cuándo había sido yo sutil?

Aguardé a después de un encuentro de sexo especialmente apasionado y cuando nuestra respiración se normalizó, dije:

—Damien, eres hombre y sé que esto no te va a gustar, pero quiero que me hables de tu ex mujer. Se llama Juno, ¿verdad?

Se recostó en la almohada y susurró:

—Oh, no.

—Necesito saber —dije—. ¿Y si todavía estás colgado de ella?

—No lo estoy. Es mi ex mujer. Ex.

—Sí, pero ¿qué ocurrió? ¿Por qué os casasteis? ¿Y por qué os separasteis? ¿Y por qué…?

Finalmente, consciente de que no iba a desviarme de mi propósito, espetó:

—No funcionó por tres razones. —Las enumeró con los dedos—. Una: nos casamos demasiado pronto. Dos: yo trabajaba mucho y nunca nos veíamos. Y tres: empezó a tirarse a su jefe.

Dicho esto pensó que la conversación había terminado. Yo, por mi parte, veía en su desglose una introducción de lo más interesante.

Rodé sobre su cuerpo y le miré fijamente a los ojos.

—Cuéntamelo todo —dije—. No lo pongas más difícil.

—No.

Seguí mirándolo fijamente.

—Eres un hombre terco —dije—, pero yo lo soy más.

Nos miramos y miramos, los músculos de los ojos rígidos, hasta que él parpadeó.

—¡Has parpadeado! Gano yo.

Damien cerró los ojos, volvió a abrirlos y, casi riendo, dijo:

—Muy bien, ¿qué quieres saber?

—¿Dónde os conocisteis?

—En el colegio. En Marfleet's.

Marfleet's era un colegio privado para niños privilegiados que ofrecía una educación «completa». En la práctica significaba que aunque los alumnos fueran tontos de remate, sus moldes de patata serían tan aplaudidos que el hecho de que casi no supieran escribir su propio nombre pasaría inadvertido. Dicho esto, Marfleet's generaba una cuota de diplomáticos, ganadores de triatlón, cirujanos y directores de fondos de inversión superior a la media.

Aunque Juno y Damien iban a la misma clase, no se enamoraron hasta que salieron del colegio y empezaron a estudiar en Trinity.

—Pero ¿por qué os casasteis? —pregunté. ¿No pudisteis conformaros con estar enamorados, como la gente normal?

—En realidad empezó como una broma —dijo Damien, como si ni él mismo pudiera creerlo.

Leyendo entre líneas, deduje que Juno estaba aburrida y pensó que casarse sería una excusa genial para montar una gran fiesta. Pero lo que dio un verdadero impulso al asunto fue que tanto los padres de ella como los de él se opusieron a la idea. Eran demasiado jóvenes, dijeron.

No obstante, si algo estaba descubriendo deprisa acerca de Damien es que se trata de un hombre terco. No puedes decirle que no haga algo. Cuanto más le decían que era demasiado joven para casarse, más decidido estaba a llevar adelante la boda.

—Cuanto más nos decían que éramos demasiado inmaduros, más seguros estábamos nosotros de saber lo que hacíamos.

—«Dicen que somos jóvenes e ignorantes, que nos falta madurar…» —dije.

—¿Qué?

—«I Got You Babe.» Sonny y Cher.

—Eso es.

Finalmente Damien y Juno se salieron con la suya y se casaron el verano que él se licenció.

—Así que veintidós años y casado —dije.

—Una locura. —Damien meneó la cabeza—. Trabajaba sesenta horas a la semana como periodista novato para The Times y por la noche estudiaba un máster en Ciencias Políticas. Y para colmo no teníamos un céntimo.

Conmovida, dije:

—«Dicen que nuestro amor no pagará el alquiler, que antes de ganarnos el dinero ya nos lo hemos gastado…»

—Exacto.

—¿Y a qué se dedicaba Juno? —pregunté—. ¿A preparar bizcochos en casa?

—No, ella también trabajaba. Era relaciones públicas.

—¿De qué firma?

—Browning and Eagle.

Eso me dijo cuanto necesitaba saber sobre Juno. Contrariamente a lo que la gente cree, no todas las relaciones públicas son sanguijuelas despreciables. Yo había tratado con muchas en mi trabajo y sabía de lo que hablaba.

Pero hay una raza concreta que combina la prepotencia con una completa falta de fe en el producto. No podrían ni venderle una lata de sidra con un volumen del 12,5% a un alcohólico, y tienes la sensación de que solo están en este trabajo para que les sequen el pelo con secador y pasearse por las recepciones tratando a la gente con condescendencia.

Juno era una de esas.

Naturalmente, sabía todo eso sin haberla conocido siquiera.

—¿Y qué ocurrió después? —pregunté.

—Por Dios. —Damien se mesó el pelo con ambas manos—. Yo estaba trabajando como un auténtico esclavo. Ya sabes cómo son las cosas cuando empiezas.

Lo sabía. Estás a merced del redactor jefe. Podía enviarte a Amberes sin previo aviso y tenías que tragar porque estabas ganando experiencia y puntos.

—Y cuando no estaba trabajando, estaba estudiando. No obstante, el trabajo de Juno era muy sociable. Y ella también. Siempre tenía lanzamientos, fiestas y fines de semana fuera de la ciudad. Yo no podía acompañarla, no tenía elección, necesitaba sacarme el máster para conseguir un empleo decente. El caso es que poco a poco nos fuimos acostumbrando a ir cada uno a la suya. Los dos primeros años ella lo llevó bien, pero el tercero…

Su voz se apagó y esperé.

—Un fin de semana Juno tenía que irse al castillo de Ballynahinch para un lanzamiento. Ésa semana yo había trabajado ochenta horas y solo había conseguido verla los quince minutos que estuvo haciendo la maleta. Se marchó y yo me puse a escribir un artículo de cinco mil palabras sobre marxismo y globalización. Estuve trabajando en él el viernes por la noche y todo el sábado, y lo terminé a eso de las diez de la noche.

—Sí…

—Y de repente me encontré sin nada que hacer. Esa noche hacía calor. Debía de haber un partido importante, porque de vez en cuando oía un gran bramido y deducía que alguien había marcado. El mundo entero había salido a divertirse. Tenía la sensación de ser la única persona en el mundo que estaba sola un sábado por la noche. Entonces… entonces me acordé de Juno mientras hacía la maleta. Y la recordé sacando una cosa negra y brillante de un cajón.

—¿Una cosa negra y brillante?

—Sí. Un corpiño.

—¿Un corpiño?

—Ajá. Y me pregunté, ¿qué hace llevándose un corpiño a un fin de semana de trabajo? —Me miró—. Entonces me acordé de lo mucho que hablaba de Oliver Browning. Su jefe.

—Sé quién es. —Le conocía. Era un lameculos repulsivo que se teñía el pelo, en principio de castaño oscuro, pero tenía un espantoso tono anaranjado.

—Tuve la impresión de que todas las conversaciones que había tenido con ella durante los últimos meses habían sido sobre su jefe y lo estupendo que era. —Se encogió de hombros—. Entonces lo vi claro.

—Oh —dije. Qué historia tan triste—. ¿Le armaste una escena?

—Una escena probablemente sea una descripción exagerada. Cuando llegó a casa le pregunté qué estaba pasando. Me lo contó. Dijo que nos habíamos distanciado.

—¿Distanciado?

—Sí, como en un culebrón para televisión. Pero era cierto que nos habíamos distanciado, que habíamos tomado caminos diferentes. Todo el maldito asunto era un cliché detrás de otro. —Rió—. Pero la quería. Y me dolió.

—Te estás riendo.

—Ahora sí, pero en aquel momento no me reí.

Después de una pausa respetuosa, retomé el hilo de la historia.

—Y os divorciasteis.

—Nos divorciamos, y ella volvió a casarse.

—¿No con Oliver Browning? —Estaba segura de que me habría enterado.

—No, con otro. Pero del mismo estilo. Rico y empresario. Un gran hombre para pasarlo bien, asiduo de Ascot, Wimbledon y Glyndebourne. Podía darle lo que ella quería. Están hechos el uno para el otro.

—¿Sientes rencor? ¿Debajo de tu fachada adusta y taciturna se oculta un pozo de resentimiento?

—No.

—Hablar es fácil.

—¡Fui a su boda!

—¿En serio? —Fascinante—. ¿Y cómo te sentiste?

—Por Dios, Grace. —Damien gimoteó sobre sus manos.

—¿Bien? ¿Mal? ¿Ni bien ni mal?

Se rindió con un hondo suspiro.

—Bien desde luego no. Sentí que había fracasado. Había pronunciado mis votos en serio. Cuando dije para siempre, o comoquiera que sea la frase…

—… mientras vivamos.

—Creo que en realidad la frase era «Hasta que la muerte nos separe».

—Creo que ya no dicen eso.

—¿Estuviste en mi boda?

—No, pero…

—Cualesquiera que sean las palabras, las había dicho de corazón. Lo sé, lo sé, solo tenía veintidós años. No sabía nada de la vida y creía saberlo todo. Cualquiera podría haber pronosticado que lo nuestro no iba a funcionar. Pero ver a mi ex mujer casándose de nuevo me afectó. Negativamente.

—¿A quién llevaste de acompañante?

—A nadie.

—¿Fuiste solo? ¿A la boda de tu ex mujer?

—No tenía novia —se defendió—. Y no podía agarrar a una desconocida por la calle y decirle, «Hola. ¿Haces algo el sábado? ¿Te apetece venir conmigo a ver cómo vuelve a casarse mi ex mujer?».

—Entonces, ¿por qué ir?

—Vamos, Grace, tenía que hacerlo.

—¿Por orgullo?

—Y porque Juno se habría disgustado.

—¡Es su problema!

—Tenía que ir —se limitó a repetir.

Lo entendía.

—Pero aparecer solo… Debías de parecer un fantasma. ¿Ibas de negro?

—Naturalmente. —Me miró de hito en hito—. Levita negra…

—… con mallas negras…

—… y chistera. Parecía el director de una funeraria…

—… Victoriano.

Damien fue el primero en romper a reír y solo entonces pude hacerlo yo. Imaginármelo con la chistera me parecía increíblemente divertido y trágico a la vez. Reímos un buen rato, entonces Damien paró el tiempo justo para decir:

—… y cuando el cura preguntó si alguien tenía algo que alegar contra esa unión, entoné dos compases de la marcha fúnebre…

—… con un silbato celta…

—… no, con un teclado de hombre-orquesta.

—… que tocabas con el codo.

La risa se apoderó nuevamente de mí y me retuvo en sus garras hasta que creí que iba a ahogarme. No obstante, incluso mientras me desternillaba seguí pensando que era una historia triste. Pobre Damien. Tener que presenciar —solo— cómo su ex mujer, con un vestido de diez mil euros (es una suposición, pero apuesto a que no voy mal encaminada), avanzaba hacia una nueva vida. Cargar con un sentido del deber que le impulsaba a asistir, pero ser demasiado solitario para saber que la compañía de otro ser humano le habría facilitado las cosas.

—Una pregunta más, señor Stapleton.

—¡No, se acabó!

—¿Alguna vez quedas con Juno?

—No.

—¿Y qué pasaría si te la encontraras?

—Nada… no pasaría nada.

Dios, me estaba haciendo pipí encima.

Sacudí frenéticamente la pierna y me pregunté si podría pedir a alguien que me guardara el sitio mientras iba al lavabo. Estaba en un pasillo, frente a una sala de un céntrico hotel de Londres, con otra docena de periodistas. Estábamos allí para entrevistar a Antonia Allen, una joven y llamativa actriz de Hollywood. Nos habían citado a las nueve de la mañana, ya era la hora de comer y no parecía que nos estuvieran invitando a pasar al santuario en un orden reconocible.

Miré de reojo a la chica que tenía al lado. ¿Podía fiarme de que me guardara el sitio? No, me dije. Parecía una tía dura, casi podía oler su instinto asesino. En cuanto echara a correr por el pasillo le diría a la aterradora mujer de la tablilla que la periodista de The Spokesman se había marchado a casa.

La silla estaba tan dura que ya no sentía las nalgas. Podría rebozarlas de agujas, como si fueran alfileteros, que seguiría sin notarlas. Tal vez debiera hacerlo para entretenimiento de los demás periodistas. («Vamos, no, vamos, más fuerte, puedo aguantarlo.») Tal vez nos ayudara a pasar el tiempo.

Pero no parecían gente con sentido del humor y abandoné la idea. Necesitaba un lavabo, un cigarrillo y ocho tostadas.

Cerré los ojos. Oh, tostadas, cómo os adoro. Una me la comería con mantequilla, otra con mantequilla de cacahuete, otra con Philadelphia, otra con mermelada de fresa y cuatro con Nutella. Primero me tomaría una de Nutella, luego la de mantequilla de cacahuete, luego otra de Nutella, luego la de mermelada, luego, dado que se trataba de una fantasía, veinte cigarrillos. Tendría seis retretes donde elegir, un cojín de plumas para mi trasero, luego más tostadas y más cigarrillos…

Cuánto glamour. Dado que las estrellas no podían molestarse en viajar a Dublín para ser entrevistadas, me tocaba ir a Londres con cierta regularidad, y la gente (no periodista) siempre me decía, «Eres una tía con suerte».

Si supieran. Hoy había tenido que levantarme a las 4.45 para coger el avión de ganado de Ryanair de las 6.45 a fin de poder estar en Londres a las 9.00. No había comido nada en el avión porque era tan pronto que temía echarlo. Ahora estaba muerta de hambre y no había hecho ninguna ingesta preventiva.

—Apuesto a que en el salón tienen galletas caseras —dije a nadie en particular—. En los hoteles como este siempre tienen, pero me conformaría con una madalena.

Un par de periodistas levantaron la vista de su hardware (portátiles, BlackBerries, móviles), pero estaban demasiado tensos para poder responder. Generalmente, las chicas como Antonia Allen no causaban excesivo nerviosismo; no era más que otra rubia esquelética con alergia a los departamentos de contratación de actores protagonizando una película de lata con un presupuesto vergonzosamente alto. Pero cuatro días antes habían pillado a su novio montándoselo con un reportero de paisano y de repente la chica se había hecho famosa. Y yo había sido enviada a Londres.

—Regresa con la historia del novio gay —me había dicho el gran jefe, de repente todo sensacionalista— o no vuelvas.

Tenía un libro de Val McDermid conmigo, pero no podía concentrarme en la lectura porque la ansiedad me estaba haciendo un agujero en las paredes del estómago. La gente de Antonia había dicho que si mencionábamos la palabra «gay», darían la entrevista por terminada. ¿Cómo iba a conseguir que se sincerara conmigo?

Había hecho indagaciones en internet y tan solo había descubierto que Antonia era una chica de lo más corriente. Planeando sobre mí, aumentando la presión, estaba la certeza de que Casey Kaplan lo habría logrado. En las tres semanas que llevaba trabajando en The Spokesman nos había deslumbrado a todos con las presas famosas que traía de sus cacerías. Aunque teníamos títulos y competencias diferentes (yo era «Articulista Principal» y él era «Articulista de Famosos»), sabía que me estaban comparando con él.

Llamé a TC.

—¿Alguna novedad?

—Casey Kaplan nos ha revelado al fin la historia que sacudirá nuestro mundo.

—¿Qué? —«No permitas que sea algo bueno.»

—La mujer de Wayne Diffney está preñada.

Wayne Diffney había pertenecido en otros tiempos al espantoso grupo pop adolescente Laddz (era el chico estrambótico con el pelo que recordaba a la Opera House de Sidney) y ahora soñaba con abrirse camino como rockero. Se había dejado crecer una perilla, alardeaba de no usar nunca desodorante y soltaba algún que otro «joder» en la radio nacional.

—¿Eso es todo? ¿Una historia sobre Wayne Diffney? Caray. ¿Cómo está tu mundo?

—Quieto. ¿El tuyo?

—Estable. Bastante estable.

Más espera. Más balanceo de pierna.

Pitido en mi móvil: un mensaje de Damien. «Préstamo aprobado. ¡Coche nuevo!»

Llevábamos desde el fin de semana deliberando con diferentes instituciones financieras. Era una gran noticia.

Un periodista salió del salón y todos levantamos la vista. ¿Cómo estaba Antonia? ¿Habladora? Pero su cara de póquer no desveló nada. O Antonia había hablado y estaba protegiendo su exclusiva o no había hablado y estaba disimulando su fracaso.

Me sonó el móvil.

—¿TC?

—No te va a gustar.

—Dispara.

—El padre no es Wayne Diffney, sino Shocko O'Shaughnessy.

Una bola de fuego rugió en mi estómago. Brian «Shocko» O'Shaughnessy era un rockero de verdad. Venerado en todo el mundo, cargado de pasta, vivía en una mansión con fuertes medidas de seguridad en Killiney de la que salía de vez en cuando, sonriente y desaliñado, para entregar premios en actos benéficos y visitar a supermodelos.

—Hailey ha dejado…

—¿Quién?

—La señora Diffney, de nombre Hailey, ha dejado a Wayne y se ha instalado en casa de Shocko. Kaplan estaba allí, jugando al billar con Bono, cuando Hailey llegó en un taxi. Él y Bono fueron a la farmacia más cercana para comprarle una prueba de embarazo. O por lo menos eso asegura Kaplan. ¿No tienen lacayos para esas cosas? Una hora después Diffney llegó con un palo de hockey… el pobre desgraciado había tenido que coger el tren porque Hailey le había pispado sus últimos veinte euros… para cantarle las cuarenta a O'Shaughnessy, pero, como es lógico, no pudo pasar de la verja. Pero Kaplan, o Kofi maldito Annan, convenció a Shocko de que dejara entrar a Diffney para que dijera lo que tuviera que decir. Una vez dentro, Diffney la emprendió a golpes con el palo. Se cargó cuatro discos de platino, propinó a Bono un «rebote despiadado» en la rodilla izquierda y dijo «Eso por Zoorupa». Luego atizó a Shocko «en el pelo». Es la historia más candente del momento y Kaplan estuvo allí.

Antonia era más baja en persona. Siempre lo son. Cansada y consumida —por lo que fuera me hizo pensar en un champiñón deshidratado—, no tenía nada que ver con la radiante princesa que aparecía con vestidos de alta costura sobre alfombras rojas. («El dolor por la traición sufrida está haciendo mella en Antonia, dándole un extraño aspecto de hongo…)

—¿Le gusta Londres? —pregunté—. ¿O solo ha podido ver el salón del hotel?

(En una ocasión, un Bruce Willis harto de entrevistas me dijo casi chillando que nunca conseguía ver nada de los lugares que visitaba, que en las giras promocionales los actores nunca conseguían ver nada. Tomé ese dato y lo guardé en un lugar seguro, y solo lo uso cuando necesito que la gente me tome por una persona intuitiva).

Antonia asintió.

—Solo estas cuatro paredes.

—Mi hermana gemela vive en Londres. —Nunca hacía daño desvelar un detalle personal—. Pero nunca consigo verla cuando vengo por trabajo.

—Qué fastidio —respondió Antonia sin demasiado interés.

—Sí —convine, tratando de parecer apesadumbrada.

La bruja de la tablilla ocupó su lugar en un sofá cercano y procedió a observar nuestro intercambio con expresión severa. Me picaba el hueco entre los dedos índice y corazón. Siempre que me ponía nerviosa me apetecía un cigarrillo, y ahora estaba nerviosa. Este valioso espacio de media hora era mi única oportunidad de sacar a relucir la historia del novio gay y tenía todas las de perder.

Antonia estaba bebiendo una infusión de hierbas. No había esperado que estuviera empinando el codo —pese al terrible golpe— pero era otra vía que se me cerraba. Dudaba mucho de que unas hojas secas de frambuesa le soltaran la lengua.

Empecé con un par de preguntas cobistas sobre su «arte». Nada gusta tanto a los actores como hablar de su arte. Sin embargo, leer sobre ese tema resulta sorprendentemente tedioso, razón por la que nunca aparece en el artículo final.

Asentí con seriedad mientras ella desmenuzaba galletas de mantequilla (sí, las caseras, como había vaticinado) en su plato y explicaba cómo se había preparado el papel de la novia trabajadora de Owen Wilson.

—Estuve trabajando en un despacho de abogados atendiendo el teléfono.

—¿Cuánto tiempo?

—Una mañana, pero aprendo rápido.

Engullí a toda prisa un trozo de galleta y casi me perforé el esófago en el proceso. La respuesta de Antonia había sido tan escueta que no me había dado tiempo de masticar. En cuanto pude hablar, mencioné una porquería de película independiente que había hecho un par de años antes.

—Hizo un trabajo importante —dije para demostrar que la había «captado», que ella no era otra muñeca de cuerda de cuarenta kilos, sino una actriz seria—. ¿Tiene previsto hacer un trabajo similar en el futuro?

Negó con la cabeza. Mierda. Había confiado en dirigir la conversación hacia la importancia del sufrimiento personal en su profesión. Había llegado el momento de sacarla del piloto automático.

—Antonia, ¿cuál fue la última mentira que dijo?

Lanzó una mirada de temor a la señora Tablilla y, a fin de recuperar el terreno perdido, me apresuré a añadir:

—Era una broma. Hábleme de sus puntos fuertes.

—Soy… esto… soy muy buena trabajando en equipo. Tengo un gran sentido del humor. Veo el lado bueno de la gente. Soy considerada, sensible, afectuosa…

Ya, ya.

—¿Y —algo más difícil— sus puntos débiles?

Hizo ver que lo meditaba.

—Supongo que… soy una perfeccionista. Y una adicta al trabajo.

Ya, ya. Siempre decían lo del perfeccionismo.

—¿Qué cosas te indignan?

—La injusticia. La pobreza. El hambre en el mundo.

Lo de siempre. ¿Y que a tu novio le de por culo un tío? ¡Por Dios, Antonia, eso bastaría para indignar a una santa!

Pero noté que algo cambiaba. Una alteración en su ánimo casi imperceptible. Antonia procedió a desmenuzar otra galleta sobre su plato y decidí arriesgarme.

—Antonia, ¿por qué no se la come?

—¿Comérmela?

La señora Tablilla me miró con suspicacia.

—Es solo una galleta —dije—. Es reconfortante. Y aunque no pretendo meterme donde no me llaman… —pausa significativa, mirada compasiva—, creo que ahora mismo no le iría mal algo reconfortante…

Sin apartar sus ojos de mí, Antonia se comió la galleta en tres raudos bocados.

—¿Está buena? —pregunté.

Asintió con la cabeza.

Cerré la libreta. La grabadora seguía conectada, pero el hecho de cerrar la libreta generaba la impresión de que la entrevista había finalizado.

—¿Eso es todo? —Antonia parecía sorprendida.

Terminar pronto es una buena estrategia. Les produce pavor que el interés de alguien pueda decaer.

—No quiero robarle mucho tiempo. Sobre todo teniendo en cuenta por lo que ha pasado últimamente… La forma en que ha sido acosada por la prensa… —Sacudí la cabeza.

«Confía en mí, confía en mí, yo soy la periodista amable, intuitiva, con la hermana gemela a la que ve muy poco. Y tú probablemente estás deseando desvelar tu versión de los hechos.»

—Mi jefe me dijo que no volviera a la redacción sin haberle preguntado primero sobre Jain. —Hice un gesto de impotencia—. Pero… —Guardé la libreta en la cartera.

—Oh. ¿Eso le dará problemas?

Hice un gesto con el que confiaba transmitir que iban a despedirme.

—Pero ¿a quién le importa eso? —Me sacudí las migas de los pantalones e hice ademán de levantarme.

—Oiga —dijo Antonia de repente—, en realidad no es para tanto. Además, lo nuestro ya estaba terminado. Yo ya no le quería. Y diga lo que diga la gente, no soy ninguna idiota. Sabía que me engañaba, lo que no sabía es que fuera con un tío.

La señora Tablilla levantó bruscamente la vista.

—¡Antonia! Señorita… mmm. —Cogió la tablilla. ¿Quién era yo?—. ¡Señorita Gildee!

—Me alegra comprobar que cuenta con buena gente que cuide de usted —me apresuré a decir—. ¿Hubo algo que le hiciera sospechar que Jain podía ser gay? —«Sigue hablando, Antonia, sigue hablando.»

—Hacía mucho ejercicio. Y se cuidaba la piel, pero muchos hombres lo hacen.

—¿Discos de Judy Garland?

—¡Señorita Gildee!

—La verdad es que no. Pero sí fue a Las Vegas a ver a Celine Dion.

—¿Y el sexo?

—Señorita Gildee, le ordeno que pare ahora mism…

—¡El sexo era fantástico!

—Pero… ¿era sencillo? —Me estaba jugando el todo por el todo, compitiendo con la señora Tablilla por llegar antes a la meta.

—La entrevista ha terminado.

—Lo que quiero decir es… Verá, no se me ocurre una forma menos cruda de plantearlo. —Hay un momento para ser amable y otro para ser detestable—. ¿Era por la puerta de delante o por la puerta de servicio?

—¿La qué? Oh, ¿es eso es lo que rumorea la gente? —Antonia enrojeció de furia—. ¿Que solo teníamos sexo anal?

—¡Antonia, no! No digas nada que…

—¡Para su información, no solo practicábamos sexo anal! ¡Íbamos variando!

—¿Para mi información? —Cogí mi grabadora y la apagué—. Gracias, señorita Allen, gracias señora Tablilla.

Mientras corría por el pasillo en dirección al baño, me asaltó la vergüenza. Había engatusado a Antonia para que se sincerara conmigo. Entonces pensé, ¿vergüenza de qué? Ella era un bombón de veintiún años que recibía ropa de Gucci gratis y ganaba cinco millones de dólares por película. Yo era una periodista mal pagada que se limitaba a hacer su trabajo.

—Tengo la garganta desgarrada de tragar trocitos de galleta punzantes. —Sorteé una marabunta de gente que acababa de aterrizar procedente de Zante y seguí caminando con el móvil pegado a la oreja—. La vejiga se me ha dado de sí y ya nunca recuperará su antigua forma.

—Como un jersey lavado en el programa equivocado.

—Si quieres un jersey lavado en el programa correcto, lávatelo tú. —Proseguí con mi letanía de aflicciones—. Seguro que los estudios me ponen en la lista negra y no permiten que vuelva a entrevistar a ninguno de los suyos. No era necesario llegar tan lejos, Damien. El gran jefe no va a publicar algo tan burdo como «Antonia Allen confirma lo del sexo anal». De repente me molestó el hecho de que el baile entre las estrellas y los medios siempre lo marcaran las estrellas. Y —esto no me era fácil reconocerlo— sentía el fantasma de Casey Kaplan respirando en mi cuello. Pero no me gusta jugar sucio. He violado mis propias reglas y me siento fatal…

—¿Tú y yo hemos practicado el sexo anal alguna vez? —preguntó Damien.

—¡Por Dios! Más o menos.

—¿Más o menos?

—Fue un experimento bajo los efectos del alcohol, pero no salió bien. Y no volveremos a intentarlo.

—No lo recuerdo.

—Yo sí, y no volveremos a intentarlo.

Me temblaron las piernas al pasar por delante de los cigarrillos del duty-free. Aunque ya no son duty-free. Y yo ya no fumo.

—¿Saldremos a comprarte un coche esta tarde? —preguntó Damien.

—Es el último día del mes, la noche de nuestra cita.

Como trabajábamos tanto, Damien había decidido que debíamos probar a tener una noche romántica (léase «sexo») al mes.

—¡Joder!

—¡Un millón de gracias! Te recuerdo que fue idea tuya. —Yo me había opuesto a algo tan artificioso.

—No lo digo por la idea, sino por palabra. «Cita.» ¿Cuándo pasó a formar parte de nuestro vocabulario? Como «engañar». ¿Cuándo acordamos como nación que sustituyera a «poner los cuernos»? Y, «Estar aquí para ti», esa es otra. «Estoy aquí para ti», «Ella está aquí para mí», «Todos estamos aquí para todos». Imperialismo cultural. Por lo visto ahora todos somos americanos.

—¿Hay cita o no hay cita? —Tenía ganas de sexo.

—¿Tú quieres?

—¿Tú?

—Yo sí.

—Pues yo también.

Curiosamente, mi vuelo fue puntual y llegué a casa antes que Damien. Puse música, apagué luces y encendí velas. Había helado en el congelador, arándanos en la nevera (tendrían que reemplazar a las fresas) y una botella de vino tinto en la mesita del café. (No comida como es debido. Yo me había tomado un panini repugnante en el avión y Damien había dicho que pillaría algo en el trabajo).

Ahora estaba impaciente. Me desvestí hasta quedarme en bragas y sujetador, me puse la bata y de repente reparé en mi ropa interior. Bragas de algodón negras y sujetador básico negro (dos negros diferentes). Nada de malo en ello, pero no podía decirse que fuera muy… divertida. ¿Me habría herniado por comprar algo bonito? Técnicamente no, pero supongo que iba en contra de mis principios. Yo era una mujer de verdad. ¿Por qué debía vestirme como una fantasía masculina?

Damien decía que la lencería picante le daba igual. Pero ¿y si mentía? ¿Y si me dejaba por una chica de piel sedosa con un cajón lleno de ligueros rojos y tangas de brillantes?

Durante un instante me dejé llevar por esa desagradable posibilidad. Entonces me detuve en seco. Si Damien eran tan estúpido, me dije, todo para ella.

Bebí un sorbo de vino y me tumbé en el sofá. Ahora me moría de ganas. Hacía un montón de tiempo.

¡Damien había llegado!

Corrí hasta el recibidor y le tendí una copa de vino. Como una esposa de los años cincuenta, estaba decidida a hacerle olvidar las tensiones del mundo exterior para conseguir que le entraran cuanto antes las ganas de sexo.

—¿Qué tal tu día? Bebe.

Había que respetar el ceremonial, aunque Damien nunca decía que no. Y yo estaba encantada. Debía de ser horrible que tu pareja te rechazara cuando te morías de ganas de hacerlo. A veces lo sentía por los hombres. (Pero solo a veces).

Damien tenía mechones de pelo apuntando hacia arriba por el casco. Con un silbido, se bajó la cremallera de la chaqueta de motorista y dejó ver su traje; era como contemplar a Superman hacia atrás.

Lo arrastré por la cortaba hasta la sala de estar.

—Jesús, dame un minuto —dijo mientras intentaba dar un sorbo de vino y se golpeaba la rodilla con la librería hacia la que lo había desviado sin querer.

Una vez en el sofá, me senté encima de él a horcajadas, le introduje una mano por debajo de la camisa y la subí hasta el pecho. Siempre me ha gustado su pecho.

Pero estaba demasiado impaciente. Desmonté, deslicé la mano por debajo de la cinturilla y empecé a mover las yemas de los dedos en círculos, arañándole suavemente la piel.

—¿Qué ha sido del juego erótico? —preguntó.

—No hay tiempo. Estoy que ardo.

La reacción fue instantánea, como un vídeo acelerado del ciclo vital de una planta, un diminuto capullo de aspecto inocente que procedió a desperezarse, desenroscarse, enderezarse, hincharse, endurecerse y saltar de la última doblez enhiesto y orgulloso. Me encantaba sentirlo duro como una roca en la palma de la mano.

—Arriba —dije, alzándole las caderas para poder bajarle el pantalón. Damien ya había empezado a desabotonarse la camisa y, con un frufrú de algodón almidonado, la arrojó al suelo.

Me desabrochó el sujetador y me incliné hacia delante para dejarlo caer. Enseguida fue a por mis pechos, recogiéndolos en las palmas, pellizcando los pezones con los dedos índice y corazón. Se le veló la mirada y de repente me asaltó un pensamiento desagradable: se suponía que el sexo era un acto íntimo y, sin embargo, a veces sentía como si en nuestro interior se alojaran otras personas.

—Háblame de tus fantasías —le susurré, tratando de recuperar la proximidad.

En sus fantasías, por lo general, aparecía yo montándomelo con otra mujer. Algo repetitivo pero inofensivo. No estaba segura de la gracia que me habría hecho que implicaran pañales para adultos o bikinis diminutos.

—Grace —susurró.

—¿Qué?

—Vamos al cuarto.

—No. Estamos siendo espontáneos.

Estábamos en el suelo de la sala, yo cabalgando encima de él. Cerré los ojos para recuperar la sensación.

—Grace.

—¿Qué?

—Me está haciendo polvo los omóplatos. Subamos.

—Vale.

Estaban empezando a dolerme las rodillas.

—Ahora es cuando más lo echo de menos —dijo Damien, propinando un puñetazo a la almohada como si esta hubiera llamado zorra a su madre—. El placer postcoital no es el mismo sin un cigarrillo.

—Sé fuerte —dije.

—Algunas personas, sencillamente, nacen fumadoras —dijo—. Es una parte más de su personalidad.

—Cómete un arándano.

—Cómete un arándano, dice. —Contempló el techo—. Ni un millón de arándanos conseguirían llenar el vacío. Anoche soñé con ellos.

—¿Con arándanos?

—Con cigarrillos.

—Deberías probar los chicles.

—No —dijo—. No funcionan.

Me mordí la lengua, aunque no me fue fácil. Damien tenía ese lado de machote independiente que le hacía creer que nada podía ayudarle. Cuando tenía dolor de cabeza (lo cual era a menudo) se negaba a tomar analgésicos. («¿Para qué?») Cuando pillaba un resfriado (cada enero), se negaba a ir al médico. («Se limitará a recetarme un antibiótico.») Era exasperante.

—No olvides que el jueves llega Marnie con Nick y las niñas —dije—. Mamá dará una cena.

—No lo he olvidado. No me dejes solo con Nick.

Nick era el marido de Marnie, un apuesto diablillo que había trascendido sus orígenes de clase obrera para convertirse en un comerciante de materias primas que estaba cargado de pasta. (Mamá y papá, los eternos socialistas, se esforzaban por mirarlo con malos ojos y censurar su economía thatcheriana, pero Nick era irresistible).

Vivían en una casa grande de Wandsworth Common y llevaban un tren de vida alto. Marnie conducía un Porsche SUV.

—En el mundo de Nick no hay lugar para el pesimismo —dijo Damien—. Tendré que aguantarle el rollo sobre las ventajas del nuevo Jaguar frente al nuevo Aston Martin y cuál debería comprarse.

—Puede que no. Al parecer este año tampoco tendrá bonificación. Ya van dos años seguidos. Los precios del cáñamo ya no son lo que eran.

Lo sabía todo sobre su situación financiera. Marnie me tenía al tanto.

—Nada le deprime. Y tú no olvides que el viernes por la noche estamos convocados en casa de Christine para cenar.

Christine era la hermana mayor de Damien y sospechábamos que no se trataba de una invitación de rutina para vernos las caras. Raras veces teníamos cenas íntimas con sus hermanos; sencillamente eran demasiados para poder ir a verlos a todos. La mayoría de las veces veíamos a su familia en masa —y cuando digo en masa quiero decir en masa, hay diez sobrinos de entre cero y doce años, de hecho tenemos un cuadro con todos los cumpleaños— en grandes celebraciones como cuarenta cumpleaños, bodas de oro y primeras comuniones.

Damien y yo habíamos deducido que Christine y Richard nos habían invitado porque acababan de tener a su cuarto hijo y querían pedirnos que fuéramos los padrinos. Era lógico. Los demás hermanos —Brian, Hugh y Deirdre— ya eran padrinos de los otros tres hijos de Christine. Ahora que había llegado el cuarto era obvio que Damien, y probablemente yo, ocuparíamos ese puesto.

—¿Qué tiene que hacer exactamente un padrino con su ahijado? —preguntó Damien.

—Nada —dije. Yo era madrina de Daisy—. Únicamente darle dinero por Navidad y por su cumpleaños.

—¿No has de cuidar de su bienestar espiritual?

—Solo si mueren los padres.

—Pero Christine y Richard no se van a morir.

Desde luego que no, ellos no harían algo tan vulgar.

—Oye, Bomber Command —exclamó de repente Damien—, no tengo nada el viernes de aquí a dos semanas, ¿verdad?

—No soy tu secretaria.

—¡Ja, qué graciosa! ¿Tienes algo previsto?

—¿Por qué?

—Porque es mi vigésima reunión de antiguos alumnos.

—¿Antiguos alumnos? ¿Tú?

Damien era una de las personas más insociables que había conocido en mi vida. No era fácil conseguir que saliera. A menudo decía que detestaba a todo el mundo, que quería vivir en lo alto de una montaña y que yo era la única persona a la que podía soportar.

De repente comprendí de qué iba todo eso y se me hizo un nudo en el estómago.

—¿Irá Juno?

—Supongo que sí.

—¿Supones?

—Es la que lo organiza, de modo que sí, supongo que sí.

Había estado esperando algo así desde que Juno había enviado el maldito DVD.

—¿Qué está pasando?

—¡Nada!

—¿Te llamó ella? ¿La llamaste tú? ¿Qué?

—Ella llamó a mamá. Mamá me llamó a mí. Yo llamé a Juno.

—¿Cuándo?

—No lo sé. ¿Cuándo fue lunes?

—Ayer.

—Entonces ayer.

Le miré larga y fijamente.

—¿Qué está pasando?

—¿No confías en mí?

—Sí. No. No lo sé.

—Un propietario cuidadoso… y unos pocos que no lo fueron tanto. Es una broma, ja, ja, ja. —Terry, el vendedor de coches de ocasión (otro acertijo del tipo huevo y gallina. ¿Qué fue primero, el trabajo de vender coches de ocasión o el personaje sórdido que se toma demasiadas confianzas?), miró a Damien fijamente a los ojos—. Ahora en serio. Solo ha tenido una dueña y no pasaba de cuarenta.

Meneé la cabeza, tratando de romper el hechizo entre Damien y Terry.

—… historial completo de revisiones…

Solamente necesitaba redirigir la mirada de Terry hacia mi cara…

—… neumáticos nuevos…

Damien estaba señalando en mi dirección.

—Cuénteselo a Grace —dijo, pero Terry lo tenía atrapado en sus garras oculares.

—¡Terry! —grité.

Terry hizo ver que no me oía.

—… puesto a prueba…

—Terry. —Me coloqué a diez centímetros de él y dije, muy alto, en su cara—: El. Coche. Es. Para. Mí.

—Oh, lo siento, cielo. —Le guiñó un ojo a Damien.

—De cielo, nada. Pero no le culpo por guiñarle el ojo a Damien. Es una monada, ¿a que sí?

—Era como si me hubiera hipnotizado —se disculpó Damien cuando nos marchamos—. No podía dejar de mirarle.

—¡Olvídalo! —¡Volvía a tener coche! Era genial volver a tener coche. Otro Mazda, no tan bonito, no tan nuevo, pero después de dos semanas cogiendo autobuses, motos y taxis, no podía quejarme—. ¡Vamos a dar un paseo!

—¿A Dun Laoghaire? ¿A ver el mar?

—Después podríamos pasar por Yeoman Road para comprobar si Bid está mejor y podemos volver a fumar.

Damien apenas titubeó, lo cual era un indicador de que estaba de fantástico humor. (Titubeaba siempre que le proponía ir a ver a mi familia, o, de hecho, a la suya, pero esto último era de esperar. Me aseguraba que apreciaba mucho a mis padres y bastante a Bid —lo cual ya era mucho teniendo en cuenta cómo se comportaba a veces—, pero que las familias per se le daban dentera).

Nos recibió un Shostakovich ensordecedor. Papá estaba en su butaca con los ojos cerrados, dirigiendo la orquesta mientras Bingo daba delicados pasos adelante y atrás, bailando como alguien en una adaptación de Jane Austen. Solo le faltaba el sombrero. Mamá estaba sentada en la cocina, leyendo Islamofobia: de cómo Occidente ha reconfigurado la ideología musulmana. Bid lucía en su calva cabeza un gorro de punto de rayas amarillas y blancas —parecía un cubrehuevos— y estaba leyendo algo titulado Azúcar para Susie. Todos, incluido Bingo, estaban bebiendo el asqueroso vino de diente de león de papá.

Mamá nos vio primero.

—¿Qué hacéis aquí?

—¡Tengo coche nuevo!

Papá abrió bruscamente los ojos y se enderezó en su butaca.

—¿Me estás diciendo que esos sinvergüenzas os han pagado?

—¡Sí! —mintió Damien. Íbamos a tardar meses en ver el dinero pero no estábamos dispuestos a tragarnos una perorata de papá.

—¿Cómo estás, Bid? —preguntó Damien.

Bid bajó el libro.

—Deseando fumar, gracias por preguntar.

—Me refiero a tu salud en general…

—Ah, eso —dijo con tristeza—. Solo cinco sesiones más de quimio y todos podremos volver a fumar. —Por su amarillenta mejilla rodó una lágrima.

—No llores, te lo ruego —dije, alarmada.

—No puedo evitarlo. Añoro tanto… añoro tanto… —Empezó un oportuno temblor de cara-hundida-en-manos—. Añoro tanto mis cigarrillos —borboteó al fin.

—Y yo, cariño, y yo. —Mamá cerró su libro y empezó a llorar también.

Luego se sumó papá.

—Es agotador —dijo con voz entrecortada y hombros temblorosos. Bingo corrió a su lado, martilleando el linóleo con las uñas, y descansó la cabeza en su regazo—. Es una verdadera tortura. —Papá acarició la cabeza de Bingo con cierto frenesí—. No pienso en otra cosa, y no caer en la tentación es un trabajo de jornada completa.

—Lo del cáncer es lo de menos. —Bid levantó la vista. Tenía el rostro húmedo—. Lo que me está matando es no poder fumar.

—Yo sueño con cigarrillos —confesó mamá.

—¡Yo también!

—¡Y yo! —dijo Damien.

—Y yo —sollozó papá—. En mi vida había comido tanto bizcocho. No entiendo qué beneficio puede haber en dejar la nicotina para atiborrarnos de grasas trans.

—¿Cómo va tu Mills and Boon? —Señalé con la cabeza el libro de Bid.

—No es un Mills and Boon, es una novela erótica. Va de una chica llamada Susie que se acuesta con todo el mundo. Tonto, muy tonto, pero las partes de sexo están bien.

—¡Ajá! ¡Genial!

Jesús, qué flaca estaba Marnie. Pude notarle las costillas bajo la rebeca de lana de mamá. Siempre había sido delgada, pero ahora me parecía más flaca que nunca. ¿No se suponía que debíamos hincharnos con la edad? ¿Aunque no hubieras dejado de fumar? (Solo llevaba cuatro días y ya me costaba cerrarme las cinturillas).

—Estoy helada —dijo—. Caray con esta casa. ¿Y Damien?

—No tardará en llegar. —Más le valía—. Estás muy flaca.

—¿En serio? Qué bien.

Oh, no, pensé. Espero que encima no se haya vuelto anoréxica. No hacía mucho había escrito un artículo sobre el hecho de que la anorexia se estaba extendiendo entre las mujeres de cuarenta y tantos, y aunque Marnie solo tenía treinta y cinco, le gustaba ir siempre un poco por delante.

Abajo, en la cocina, reinaba el caos. Daisy y Verity estaban galopando alrededor de la mesa como ponis, mamá estaba removiendo una olla y haciendo un crucigrama y papá tenía la cabeza enterrada en una biografía de Henry Miller.

Parecía que hubiera estallado una bomba rosa: mochilas rosas, anoraks rosas, muñecas vestidas de rosa…

—Hola, cariño. —Nick se levantó para darme un beso—. ¡Estás fantástica!

También él. Nick apenas medía un metro setenta pero poseía el atractivo de chico travieso. Llevaba un corte de pelo claramente moderno, y los tejanos y la camiseta de manga larga parecían nuevos y (como mamá diría más tarde) «sacados de una revista».

—Saludad a tía Grace —ordenó Marnie a las niñas.

—No podemos —respondió Daisy—. Somos ponies. Los ponies no hablan.

Cuando pasó cabalgando por mi lado la agarré y le planté un beso en su cara de pétalo. Se liberó de mi abrazo mientras gritaba:

—¡Has besado a un caballo! ¡Grace ha besado a un caballo!

—Cosas peores ha besado. —Había llegado Damien.

—Me alegro de que hayas podido venir —le susurré.

—Yo no.

No debía reírme si no quería que se animara. Le pellizqué el muslo lo bastante fuerte para hacerle daño.

—Desvergonzado. ¿Quién te ha abierto?

—Bid. Ha vuelto a la cama. ¿Qué hace Bingo fuera?

Bingo estaba con el morro apretado contra el cristal, contemplando la juerga de la cocina.

—A Verity le dan miedo los perros.

—¡Tío Damien! —Daisy se abalanzó sobre él e intentó trepar por su pierna como un mono. Damien la cogió por los tobillos y la paseó por la cocina mientras Daisy aullaba de vértigo y placer. Luego la devolvió al suelo y alargó los brazos hacia Verity, que había tomado una posición defensiva detrás de la mesa.

—Saluda a Damien —le ordenó Marnie, pero Verity retrocedió aún más y miró atemorizada a Damien.

—No te preocupes, Verity —dijo con dulzura—. No es la primera vez que me rechaza una mujer.

La pobre Verity tenía un físico poco agraciado. Era menuda, como encogida, pero con cara de persona mayor. Tenía un problema en los ojos —nada serio— que la obligaba a llevar gafas, lo cual le daba un aspecto de niña sabionda. No debía de resultarle nada fácil ser la hermana de Daisy. Daisy era una niña alegre y segura de sí misma, alta para su edad, con los ojos claros y la piel aterciopelada de un ángel.

—¿Una cerveza, Damien? —preguntó Nick.

—Qué gran idea, Nick, gracias. —Damien siempre se mostraba más simpático de lo normal con Nick, para compensar el hecho de que no tenía nada de qué hablar con él—. Y dime, ¿qué tal te va el trabajo?

—¡Genial! ¿Y a ti?

—¡También genial!

—¿Hay vino? —Encontré una botella y serví cuatro copas.

—Yo no puedo —dijo Marnie con cara de pena. Extrajo un comprimido de un cartoncillo y se lo tragó con un vaso de agua—. Estoy tomando antibióticos.

Papá levantó la vista del libro, listo para lanzar su diatriba contra las compañías farmacéuticas.

—Que alguien lo pare —suplicó Damien.

—Cierra el pico —ordenó mamá a papá—. Viejo estúpido. A nadie le interesa lo que tengas que decir.

—¿Qué tienes? —pregunté a Marnie.

—Una infección renal.

Santo Dios, cuando no era una cosa era otra. Marnie era la persona más enfermiza que había conocido en mi vida.

—La culpa es tuya —sonrió—. En el útero te lo comías todo y no dejabas nada para mí.

Comentario habitual con el que, si nos vieras, estarías de acuerdo. Marnie es menuda, de constitución frágil, y mide poco más de metro cincuenta de estatura. Con su rostro fino y delgado, sus grandes ojos azules y su larga melena castaña, era una belleza. Yo, a su lado, me sentía un caballo de tiro.

El galope comenzó de nuevo. Los ponies chocaban contra las sillas (principalmente la de papá), aullando, riendo y bramando.

—¡Vosotras dos! —gritó de repente papá cuando le derribaron el libro por quinta vez—. ¡Parad de una vez, por lo que más queráis! Marchaos a la sala a ver la tele.

—No hay nada interesante —protestó Daisy—. No tienes cable.

—Leed un libro —propuso mamá. Todo el mundo pasó de ella.

—Dinos que nos pongamos un DVD —me ordenó Daisy.

—Poneos un DVD —dije.

—No podemos. —Daisy me cogió por la muñeca y, con sus límpidos ojos llenos de genuino asombro, exclamó—: ¡No hay DVD!

Nos miramos unos a otros con fingida estupefacción.

Papá se levantó.

—Voy a pasear a Bingo.

—Ya lo has paseado —dijo mamá—. Siéntate. ¡Marnie! ¿Cómo te has hecho esas marcas?

—¿Qué marcas? —Las mangas de la rebeca le habían resbalado hasta los codos, dejando ver varios moretones en ambos antebrazos. Se los miró—. Ah, esto. Es por la acupuntura.

—¿Para qué te haces acupuntura?

—Para controlar mis deseos.

Lancé una mirada involuntaria a Nick, que se apresuró a mirar hacia otro lado.

—¿Qué deseos?

—Oh, ya sabes. Medir uno setenta, ser optimista por naturaleza, ganar la lotería.

—¿Y es normal que la acupuntura deje esas marcas?

—Probablemente no, pero ya me conoces.

—Un pequeño problema. —Nick bajó las escaleras de la cocina—. Verity no quiere acostarse. Dice que la casa tiene fantasmas.

Mamá le miró atónita.

—… En absoluto. De hecho, es el único defecto que le falta.

—Si los tuviera podríamos cobrar entrada —dijo papá.

—Quiere volver a Londres.

Verity estaba en el rellano, con la mochila rosa preparada, negándose a mirarnos.

—En esta casa no hay fantasmas —le dije.

—Se mudaron a la casa de al lado cuando pusieron el cable. —Damien subió conmigo.

—¡Un hombre no! —gritó Verity, súbitamente alterada—. ¡Que venga mamá!

—Vale, vale, lo siento. —Damien retrocedió.

Marnie tomó el control de la situación. Se puso en cuclillas frente a Verity y le habló con voz queda, tratando de disipar sus temores sin mostrarse condescendiente en ningún momento. Era asombrosa, increíblemente paciente. Tanto que temí que fuéramos a pasarnos allí toda la noche. No obstante, Verity capituló de golpe.

—Lo siento, mamá. Te quiero mucho.

—Y yo a ti, cariño.

Se metió en la cama y Marnie se tumbó a su lado.

—Solo un rato, hasta que se duerma. No tardaré.

Cuando bajaba, Damien me acorraló.

—¿Se ha dormido? ¿Podemos irnos? Por favor, Bomber Command.

—Quiero tener una charla con Marnie.

—¿Puedo irme yo? Mañana tengo una reunión a primera hora. Y estoy perdiendo las ganas de vivir. Me he pasado las últimas nueve vidas hablando con Nick. Las estaciones han cambiado. Los árboles han florecido, se han marchitado y han vuelto a florecer. A lo mejor, si pudiera fumar, pero mi margen de tolerancia ya no es lo que era…

Era absurdo obligarle.

—De acuerdo —reí—. Pero yo me quedo.

Papá se percató de que Damien estaba recogiendo sus cosas y enseguida se puso en guardia.

—¿Te vas al pub?

—No… a casa.

—Oh, ¿en serio? —Exclamaciones de decepción—. ¿Por qué? ¿Por qué te vas? ¿Por qué?

—He de madrugar. —Damien sonrió incómodo.

—Adiós, Damien. —Mamá le dio unas palmaditas en la mejilla—. Adoro la majestuosidad del sufrimiento humano. Vigny, «La maison du berger».

—Adiós —dijo, y salió disparado.

Papá se quedó mirando la puerta por la que acababa de desaparecer Damien y, con aire pensativo, dijo:

—Lo más curioso de todo es que en el fondo, fondo, hay un hombre decente. Damien daría hasta la camiseta por alguien.

—Claro que luego se quejaría de que era su camiseta favorita y de que iba a echarla mucho de menos —repuso mamá. Segundos después, ella y papá estallaron en carcajadas.

—¡Dejadle en paz!

Marnie reapareció.

—¿Adónde ha ido Damien?

—Necesita su espacio.

Marnie meneó la cabeza.

—Soy demasiado insegura para estar con alguien como Damien. Cada vez que estuviera de mal humor pensaría que es culpa mía.

—¡Si Damien siempre está de mal humor! —aulló papá, como si hubiera dicho algo increíblemente ocurrente. Luego él y mamá siguieron riendo durante un buen rato.

Traté de entrar sin despertarle, pero Damien se sentó y encendió la luz.

Adormilado, preguntó:

—¿Qué le pasa a Verity?

—No lo sé.

—Con esas gafas parece una economista.

—O una contable. Lo sé.

—Es muy rara.

—Es solo una niña.

—Se parece a Carrie. Apuesto a que puede hacer que ardan cosas.

No contesté. Sabía a qué se refería.

—Pase, Grace, pase.

Dee Rossini. Cuarenta y pocos años. Piel aceitunada. Carmín rojo. Ojos castaños vivaces. Rizos negros sujetos en un moño retorcido. Pantalones holgados a lo Katherine Hepburn. Rebeca hasta la cadera, ceñida a una cintura estrecha.

Me condujo por el corto pasillo.

—¿Té? ¿Café? ¿Macarrones? Recién salidos del horno.

—¿Qué? ¿Macarrones caseros? ¿Hechos por usted?

—Uno de mis muchos ayudantes los compró en M&S y los metió en el horno diez minutos antes de que usted llegara. —Sonrió por primera vez—. Sí, caseros.

Tenía una de esas cocinas con la repisa de la ventana cubierta de albahaca y estantes repletos de tarros y latas antiguas llenas de arroz arborio y pasta de extrañas formas (como puntas sobrantes que esperarías que regalaran al final del día a los campesinos de la zona pero que, curiosamente, eran más caras que la pasta normal). Era cálida, acogedora, con un aroma a chocolate caliente flotando en el aire. Estaba segura de que si Dee se viera obligada a preparar un plato de cualquier región del mundo, tendría a mano los ingredientes necesarios. (¿Estofado de yak mongol? «Sacaré un par de filetes de yak del congelador.» ¿Sopa de trufas frescas? «Tengo un pequeño huerto de trufas en el jardín, iré a por algunas.») Me consoló comprobar que el techo de encima de los armarios necesitaba un golpe de plumero.

El gran jefe había decretado que elaboráramos un perfil de Dee, pero Jacinta se había negado a hacerlo. Algo relacionado con un pañuelo de Hermès; según ella, Dee Rossini se había llevado el último de Irlanda delante de sus narices. Así que había pedido hacerlo yo.

Mamá estaba encantada. Adoraba a Dee Rossini, que era miembro de una familia de siete hermanos con madre irlandesa y padre italiano, una superviviente de la violencia doméstica, madre soltera y la primera mujer en la política irlandesa que creaba un partido político dominante. Fundar un partido político propio solía tener un mal final, sobre todo en Irlanda, donde la política estaba en manos de un hermético club formado por hombres. Pero, contra todo pronóstico, el NewIreland había sobrevivido, no solo como partido alternativo, sino como socio en un próspero gobierno de coalición con los nappies (Partido Nacionalista de Irlanda). Aunque obligada a respetar su ideología, Dee Rossini no tenía problemas en expresar su opinión sobre todos los temas que afectaban a la mujer: los irrisorios recursos destinados a guarderías, la escasez de fondos para refugios femeninos, la ausencia de normativas sobre cirugía plástica.

—Siéntese, se lo ruego. —Me acercó una silla.

No era habitual entrevistar a un político en su casa. Y aún menos que el político preparara café y te pusiera por delante una pila de macarrones humeantes servidos en la fuente de porcelana de su abuela.

—¿Ha podido aparcar sin problemas? —me preguntó.

—Sí. Vengo de la redacción, pero ¿se creerá que vivo a cinco minutos de aquí? En Ledbury Road.

—Qué pequeño es el mundo.

—¿Le molesta si…? —Señalé la grabadora.

Rechazó mis cumplidos con un gesto impaciente de la mano.

—En absoluto. Prefiero que me cite correctamente. ¿Le importa que me pinte la uñas mientras hablamos?

—Los muchos papeles de la mujer.

—Y esto no es nada. También estoy haciendo mis ejercicios pélvicos de suelo. Y pensando en lo que haré esta noche para cenar. Y preocupándome de la deuda del Tercer Mundo.

—Muy bien, Dee. —Abrí mi libreta—. Vayamos a los «escándalos». —No tenía sentido alargarlo más. El propósito de este artículo era permitir que Dee se defendiera—. ¿Quién cree que quiere perjudicarla?

—Un montón de gente. La oposición, naturalmente. Les beneficiaría enormemente que los socios de los nappies salieran mal parados. También entre los nacionalistas hay gente que piensa que soy un coñazo.

Buena observación. Dee siempre estaba poniendo de relieve el trato desagradable dispensado a las mujeres, incluso cuando este provenía de los nappies. Apenas una semana antes se había opuesto al nombramiento (por parte de los nappies) de un juez en lugar de una jueza, alegando que los violadores y los maltratadores de mujeres recibían, la mayoría de las veces, condenas irrisorias de una judicatura empática formada, en su mayoría, por hombres.

—Pero ¿baraja alguna hipótesis? ¿Piensa en alguien en concreto?

Se echó a reír.

—¿Y que me ponga una querella por calumnias?

—Repasemos lo sucedido. A usted le pintaron la casa. ¿Cómo eligió a los pintores? ¿Se ofrecieron ellos?

—Por Dios, no. No soy tan estúpida. «Hola, ministra de Educación, ¿podemos pintarle la casa gratis?» Me los recomendó un amigo.

—Vale. Entonces, ¿llegaron, le pintaron la casa, le amargaron la vida durante un par de semanas y le enviaron una factura?

—No hubo factura. Les llamé cuatro veces. Al final me comunicaron la cantidad por teléfono y les envié un talón.

—De modo que no hay factura y tampoco un comprobante de que efectuó el pago. ¿Cuánto le cobraron?

—Dos mil euros.

—La mayoría de la gente se daría cuenta de que le han retirado dos mil euros de la cuenta.

—Y yo, puede estar segura. Pero eran de una cuenta en la que todos los meses ingreso un dinero para arreglos importantes, como sustituir la caldera o cambiar las tejas del tejado. No hay mucho movimiento en ella, de modo que raras veces la consulto. Trabajo dieciocho horas al día siete días a la semana. No puedo hacerlo todo.

Mientras hablaba se iba pintando las uñas con la destreza de una profesional. Tres pinceladas perfectas —centro, lado izquierdo, lado derecho— en cada uña antes de pasar a la siguiente. Me relajaba observarla. Y el color —un marrón clarísimo, como un café con mucha leche en el que la mayoría de las mujeres (esto es, yo) ni siquiera repararía al mirar el expositor— era tan original y tan bonito una vez puesto que seguro que siempre le estaban preguntando de dónde lo había sacado. Dee Rossini era increíblemente elegante. (Sería su parte italiana).

—Bien. Pasemos a la boda de su hija. —(Pese a los esfuerzos del gran jefe por restar importancia al asunto, los demás periódicos le habían dado mucho bombo y platillo).

—La mayor parte del banquete lo había pagado antes del gran día, en mayo. Concretamente el 80 por ciento, y sí, ingresaron el talón. Reconozco que no he pagado el resto porque el día del banquete el hotel no estuvo a la altura. No hubo platos vegetarianos, se les acabó el plato principal y siete invitados se quedaron sin comer. Perdieron la tarta nupcial y todavía no sabemos qué hicieron con ella. El baño de señoras no funcionaba y la pista de baile parecía una pista de hielo. La gente resbalaba y el suegro de Toria se dislocó una rodilla y hubo que llevarlo a urgencias. Sé que soy ministra y que debo respetar las normas, pero era la boda de mi única hija.

Asentí con empatía.

—De eso hace dos meses, concretamente en agosto, y aún seguimos discutiendo, pero en cuanto acordemos una cantidad les pagaré. —Dee parecía apesadumbrada.

—¿No le asusta que alguien quiera tenderle una trampa? ¿Que haya alguien siguiendo tan de cerca su vida como para saber que no acabó de pagar la boda de su hija y que luego lo utilice para desacreditarla?

—Son gajes de la política. —Sonrió con ironía—. He pasado por cosas peores.

Me recordó parte de su pasado. Había sido hospitalizada en ocho ocasiones por culpa de su marido hasta que finalmente lo abandonó y su devota familia católica le hizo el vacío como consecuencia de ello.

Súbitamente intrigada, le pregunté:

—¿Alguna vez prepara risotto para usted sola?

El risotto es una pesadez, con todas esas cucharadas de caldo que hay que ir echando. ¿Quién iba a molestarse?

—No es una pregunta con trampa —añadí.

Lo meditó.

—A veces.

Lo sabía. Admiraba a las personas que, incluso estando muertas de hambre, se tomaban su tiempo para prepararse algo delicioso. Yo, cuando tenía hambre, comía cualquier cosa, lo que fuera con tal de que estuviera disponible en ese instante: pan rancio, plátanos renegridos o puñados de cereales que me metía en la boca directamente de la bolsa.

—¿Y qué me dice de los hombres? —pregunté.

—¿De los hombres? —Una sonrisa flamante.

—¿Alguno en especial?

—No, no tengo tiempo. Además, los únicos hombres que conozco son políticos y, la verdad, tendría que estar muy desesperada para…

Pero era sexy. Y, sin duda, apasionada. Bueno, al menos la mitad de ella. Podía imaginármela disfrutando de un sexo prolongado y comiendo melocotones poché con toda clase de hombres: actores increíblemente guapos, arrogantes millonarios con caballos de carreras…

—Bien, Dee, creo que tengo todo lo que necesito. Gracias por los macarrones, aunque no los haya probado.

—No se preocupe. Paddy y Alicia vendrán más tarde. Se los haré comer a ellos.

—¿Qué tal es trabajar con Paddy? —No debí preguntarlo.

—¿Paddy? —Dee ladeó la cabeza y dirigió la mirada a un recodo del techo con una pequeña sonrisa en los labios—. ¿Ha visto qué telaraña? En casa no suelo llevar las lentillas. Cuando me parece que está sucia, me quito las gafas y de repente todo se difumina. —Se volvió de nuevo hacia mí—. ¿Sabe una cosa? Paddy es genial.

—Sí, eso ya lo sabemos todos. ¿Puedo utilizar el baño antes de irme?

Durante una fracción de segundo me pareció que ponía cara de preocupación.

—Está arriba. Venga, se lo enseñaré.

Cerré la puerta del cuarto de baño. Dee me esperaba, algo tensa, en el rellano. Comprendía su nerviosismo. Los periodistas siempre escribían cosas horribles sobre los enseres personales que encontraban en el cuarto de baño del entrevistado. Pero no era esa mi intención. Mejor así, porque el cuarto de baño estaba limpio, y ni siquiera había una cortina mohosa o un chute casero de bótox.

Cuando salí, Dee ya no estaba. Me encontré con tres puertas cerradas delante de mí. Dormitorios que parecían estar susurrándome, «Ábreme, Grace, vamos, ábreme». No pude resistir la tentación. Fingí que era mi instinto periodista buscando una nota extra de color, pero en realidad era pura curiosidad. Giré un pomo y abrí la puerta, y aunque la habitación estaba a oscuras me sorprendió sentir el calor de otro ser humano en su interior. Un escalofrío me recorrió por dentro. Había ido demasiado lejos. ¿Y si era un albañil musculoso que Dee se había traído para disfrutar de un sexo anónimo y desenfrenado?

Empecé a recular cuando advertí que la persona tumbada en la cama era una mujer, una muchacha, en realidad. Se incorporó y cuando la luz de la ventana del rellano la iluminó, me quedé petrificada. La muchacha tenía la nariz partida y los ojos tan hinchados y morados que era imposible que pudiera ver. Abrió la boca. Le faltaban los dos dientes de delante.

—¡Lo siento! —Enseguida retrocedí.

—¡Dee! —gritó, aterrada, la muchacha—. ¡DEEEEE!

—Calla, por favor, calla. —Dee me mataría.

Dee salió de la cocina y subió como una flecha.

—¿Qué ocurre aquí?

—Lo siento, es culpa mía. Estaba fisgoneando.

Dee soltó un suspiro.

—Si quería ver el cajón de mi ropa interior, solo tenía que pedírmelo.

Pasó por mi lado y abrazó a la muchacha. Me maldije por haber cedido a la tentación en lugar de regresar a la cocina como una persona normal.

—No pretendía asustarte —dije a la muchacha desde la puerta—. Lo siento mucho.

—Elena, pulako, pulako —susurró Dee, emitiendo ruiditos tranquilizadores en un idioma extranjero. Finalmente, tras lanzarme una mirada nerviosa, la muchacha herida volvió a estirarse.

Dee cerró con firmeza la puerta del dormitorio y dijo:

—No ha visto nada.

—Soy una tumba, se lo juro —dije, pisándome las palabras por mi deseo de tranquilizarla. Ahora comprendía por qué a Dee le había inquietado que yo quisiera subir. No tenía nada que ver con que pudiera contar cosas feas sobre su cuarto de baño.

—Hablo en serio, Grace. No puede contárselo a nadie. Por la seguridad de Elena. Solo tiene quince años. —Por un momento pensé que iba a romper a llorar.

—Dee, tiene mi palabra de honor —dije, esforzándome por convencerla de que era sincera—. Pero ¿que le ha pasado a Elena?

—Su novio, su chulo o como quiera llamarle, eso le ha pasado. No sabe dónde está Elena. Si lo descubre vendrá a por ella. Me la trajeron hace solo un par de horas. Era demasiado tarde para cambiar el lugar de la entrevista, y si no hubiera necesitado ir al lavabo…

—… y metido las narices donde no debía. Le juro por Dios, Dee, que no diré una palabra.

—Ni siquiera a su pareja. También es periodista, ¿verdad? ¿Será capaz de ocultarle el secreto?

—Sí.

—Cocina sus propios macarrones. Puede pintarse las uñas con la mano izquierda. —«Da cobijo a mujeres perseguidas. Habla una lengua que parece eslava.»

Había desarrollado cierta debilidad por Dee Rossini…

—Y es sexy —dijo Damien—. El NewIreland es un partido de guapos, ¿no te parece?

… pero también me hacía sentir ligeramente inepta.

Damien insistió al ver que no respondía.

—¿Paddy de Courcy? ¿Medio hombre, medio comunicado de prensa? Es guapo, ¿verdad?

—Debería hacer más —murmuré.

—¿Más qué? —preguntó Damien.

—Simplemente… más.

—¡Es el tío Damien! ¡Damien, Damien, Damien!

Al otro lado de una puerta de roble macizo, su sobrino de cuatro años, Alex, empezó a dar saltos de alegría.

—¡Julius, Julius, colega! —llamó a su hermano de siete años—. Abre la puerta, colega. Ha llegado Damien.

La puerta se abrió y Alex echó a correr hacia nosotros. Llevaba las mallas de Superman, unos botines de charol azul (supuse que de su hermana Augustina, de nueve años) y un escurridor en la cabeza.

—¡Moto, moto! —En cierto modo me recordaba a Bingo, tenía esa misma energía jovial—. ¡Brum, brum, bruuuuuummmm!

Trató de esquivar a Damien en dirección al mundo exterior para sentarse en la Kamikazi y hacer ver que la conducía, pero Damien utilizó las rodillas para bloquearle el paso.

—Esta noche no hay moto, Alex.

Taxi. Para poder emborracharnos.

—¿No hay moto? —La energía de Alex se apagó como si hubieran tirado de un enchufe—. ¿Por qué no, colega?

—Son cosas que pasan, colega. —Damien se colocó a la altura de Alex—. La próxima vez vendré en moto.

—¿Lo prometes, colega? Ha venido un bebé nuevo, pero no le dejes subir a la moto. Solo a mí, ¿vale?

—Solo a ti. Te lo prometo.

Christine, la hermana mayor de Damien, alta y elegante y sorprendentemente esbelta para una mujer que había dado a luz solo cinco semanas atrás, se acercó por el vestíbulo y nos besó a los dos.

—Entrad, entrad. Lo siento, yo misma acabo de llegar, está todo un poco… —Levantó el escurridor de la cabeza de Alex—. Justo lo que andaba buscando.

Alex soltó un aullido de protesta.

—Es mi casco, colega.

—Richard no tardará en llegar.

Richard era el marido de Christine. Tenía uno de esos misteriosos trabajos en los que se pasaba catorce horas al día al teléfono ganando dinero. Damien y yo bromeábamos en privado que cada día lo encerraban en el despacho y no le dejaban salir hasta que hubiera ganado otros cien millones de euros. («Noventa y ocho… noventa y nueve… todavía noventa y nueve… ¡y cien! Bien hecho, Richard, ahora ya puedes irte a casa.»)

Seguimos a Christine hasta la enorme cocina Colefax and Fowler, donde una chica polaca de aspecto azorado estaba preparando algo en el microondas.

—Esta es Marta —dijo Christine—. Nuestra nueva niñera.

Marta saludó con un gesto de cabeza y se largó rápidamente, llevándose a Julius.

—Y este… —Christina miró con ternura el moisés donde dormía un diminuto bebé de piel rosada—… es Maximilian.

(Sí, Christine y Richard habían puesto a sus hijos nombres de emperadores. Sé que eso hace que parezcan unos chiflados presuntuosos, pero no lo son).

Damien y yo miramos educadamente al niño durmiente.

—Vale, ya podéis dejar de admirarlo. —Christine cogió un sacacorchos—. ¿Vino?

—Sí. ¿Puedo ayudarte en algo?

Era una pregunta hipócrita. Nadie podía ayudar nunca a Christine. Lo hacía todo tanto mejor y tanto más deprisa que los demás que no tenía sentido. Además, no quería ayudarla. Había venido a otra casa a cenar, ¿por qué iba a querer hacer cosas que ya me tocaba hacer en la mía?

—Ya está todo hecho —respondió Christine—. Hice la mayor parte anoche. Solo faltan algunos detalles.

—¿Qué haces de traje? —le pregunté—. ¿Por qué estás tan arreglada? ¿No habrás vuelto ya al trabajo?

—Por Dios, no. Solo voy un par de horas al día, para asegurarme de que todo va bien.

Christine era tan inteligente y talentosa que apenas practicaba ya la cirugía de bata verde. En lugar de eso, era jefe de cirugía del hospital más caro de Dublín, la primera mujer que ocupaba ese cargo. (O quizá la persona más joven. Era difícil llevar bien la cuenta, porque se diría que los Stapleton estaban siempre ganando honores. Si cada vez que uno de ellos obtuviera un ascenso o ganara un premio le montáramos la fiesta que se merecía, acabaríamos todos en el Priory).

—¿Dónde está Augustina? —Miré a mi alrededor.

—¿En clase de sánscrito? —preguntó Damien.

—Ja, ja. De mandarín, de hecho.

Tardé unos instantes en comprender que Christine no bromeaba.

—No la obligamos a ir —añadió mientras trataba de ocultar mi asombro, bueno, mi disgusto en realidad—. Lo pidió ella.

Qué raro. ¿Por qué una niña de nueve años iba a pedir aprender mandarín?

—Y la tenemos controlada —dijo Christine.

—¿Controláis su equilibrio entre trabajo y diversión? —preguntó Damien.

—¿Es que no puedes tomarte nada en serio? —dijo Christine—. En fin, salud. —Alzó su copa—. Me alegro mucho de veros a los dos.

Se produjo un momento de expectación y Damien y yo adoptamos la expresión de «Sí, será un honor para nosotros ser los guardianes espirituales de Maximilian en el caso de que Richard y tú fallezcáis, algo que desde luego no pasará», pero Augustina estropeó el momento —casi podría asegurar que sin querer— al irrumpir en la cocina con un frío:

—Hola, tío Damien. Hola, tía Grace.

Sin grandes muestras de entusiasmo, nos besó. Era alta para sus nueve años, y muy guapa. Olfateó el aire con su delicada nariz y suspiró:

—Otra vez comida marroquí para cenar.

—¿Cómo ha ido la clase de hoy? —preguntó Christine—. ¿Qué has aprendido?

—¿Puedo preguntarte algo? —dijo Augustina a Christine—. Tú no sabes mandarín, ¿verdad? Entonces, ¿de qué te sirve que te diga lo que he aprendido? No entenderías una palabra.

Pequeña bruja, pensé. No me extraña que no quiera hijos. Se lo das todo y ellos te lo agradecen con el desprecio.

—¡Mis botines! —Augustina reparó de repente en el calzado de Alex—. Quítatelos —chilló.

—Te van pequeños, colega —gimió Alex—. Ya no te los pones.

—Son de mi propiedad. ¡Quítatelos ahora mismo! —Augustina se volvió de nuevo hacia mí—. Tengo una sorpresa para vosotros dos.

—¿De veras? ¿Qué es?

Arrugó la frente, como si no pudiera dar crédito a nuestra estupidez.

—Una sor-pre-sa —deletreó—. Se supone que no podéis saber qué es. Lo descubriréis más tarde.

—Hola —dijo una voz apagada. Era Richard, en casa después de ganar sus cien millones de euros. Traje gris, pelo gris y gris de agotamiento.

Consiguió mantener una breve charla superficial con Damien.

—Un buen trabajo el que hiciste sobre Bielorrusia —dijo—. ¿Cómo está todo el mundo en The Press? ¿Mick Brennan sigue de director?

Todos los varones Stapleton —hermanos, cuñados y señor Stapleton senior— hacían eso siempre que veían a Damien. Elogiaban uno de sus últimos artículos y preguntaban si Mick Brennan seguía de director de The Press.

Tal vez peque de susceptible en nombre de Damien, pero siempre tengo la sensación de que con sus comentarios están implicando que Damien ha fracasado por dejar que Mick Brennan siga de director en lugar de asegurarse él el cargo.

Es frustrante. Damien solo tiene treinta y seis años y es superinteligente. No me cabe la menor duda de que algún día dirigirá un periódico nacional, pero en esta familia de triunfadores las expectativas son anormalmente altas.

—A cenar —dijo Christine—. Todo el mundo a la mesa.

Sacó una pata de cordero perfumada con comino y una bandeja de humeante cuscús.

—Cuscús no —aulló Julius—. Odio el cuscús. —Se clavó el tenedor en el dorso de la mano.

—Come, colega. —Alex lucía ahora en la cabeza un colador con el mango hacia atrás, a modo de gorra de béisbol—. No te machaques.

La comida estaba deliciosa pero casi me olvidé de felicitar a Christine porque todos dábamos por sentado que todo lo que hacía lo hacía a la perfección. La conversación, sin embargo, no estuvo a la altura de la calidad de la comida.

Richard comió deprisa y en silencio, luego farfulló algo sobre el mercado de valores hawaiano y se marchó.

—¿Postre? —Christine se levantó y empezó a recoger los platos.

—Sí.

—Augustina os ha hecho brownies de chocolate.

—¡No se lo digas! —estalló Augustina—. Esa era la sorpresa. ¡Quería decírselo yo!

—Pues díselo.

—Damien, Grace, he hecho brownies de chocolate en vuestro honor. Pero puede que no os gusten.

—Estoy segura de que nos van a encantar —dije.

—Grace. —Cerró los ojos, un gesto que sin duda había aprendido de Christine—. No tienes que seguirme la corriente. Si me dejas terminar…

¡Por Dios! Hice un gesto con la mano para que continuara.

—Lo que intento deciros… —Augustina hablaba como si estuviera haciendo un gran esfuerzo por no perder la paciencia—… es que quizá no os gusten porque el chocolate que he utilizado tiene un 85 por ciento de cacao puro. Y no a todo el mundo le gusta.

—A mí me gusta el chocolate negro.

—Pero probablemente pienses que un 70 por ciento de cacao puro es mucho cacao. Este es Comercio Justo 85 por ciento. Llamado Comercio Justo porque los agricultores se llevan parte de los beneficios.

—Suena genial —dijo Damien—. Ético y delicioso.

Parpadeando, Augustina me miró a mí y luego a Damien, como si estuviera intentando decidir si merecíamos la pena. Finalmente dijo:

—Muy bien.

Christine había terminado de recoger los restos de la cena y estaba sacando los platos de postre.

—Richard —llamó—. ¡Richard! Vuelve aquí.

—Está hablando por teléfono, y gritando —dijo Julius.

—Dile que venga ahora mismo. Le necesito para esto.

Julius salió disparado y regresó poco después.

—No creo que venga. Alguien en Waikiki la ha cagado.

—Oh, colega. —Alex meneó la cabeza con pesar y se le cayó el colador—. Alguien va a tener que sentarse en el puto escalón.

Christine no sabía si reprender a Alex o insistir en que Richard volviera.

—¡Oh, no importa! —exclamó—. Lo haré yo sola.

Respiró hondo y me descubrí enderezando la espalda y preparando mi cortés sonrisa de aceptación.

—Grace y Damien, como bien sabéis, acabo de tener un hijo. —Señaló el moisés con un gesto de la cabeza—. Necesitará unos padrinos y hemos pensado que Brian y Sybilla son los candidatos idóneos. Ya son padrinos de Augustina y, aunque esto es nuevo para vosotros, Sybilla está otra vez embarazada, de modo que Maximilian y su nuevo primito tendrán casi la misma edad.

Mi cortés sonrisa de aceptación se había congelado. Los acontecimientos habían dado un giro inesperado. A Damien y a mí no nos iban a proponer ser los padrinos de Maximilian. Iban a serlo Brian y Sybilla. Otra vez.

Mi brownie con un 85 por ciento de cacao puro había aparecido ante mí y, automáticamente, como suelo hacer cuando veo comida, me llevé un trozo a la boca.

—Estoy segura de que no os importará —estaba diciendo Christine—. De hecho, estoy segura de que será un alivio. A vosotros no os van esas cosas, ¿no es cierto? La Iglesia, renunciar a Satanás y todas sus obras. Además, no queréis tener hijos. Pero quería hablar personalmente con vosotros antes de que os enterarais por otro lado de que se lo habíamos pedido a Brian y Sybilla. Me parecía lo más cortés.

El pedazo de brownie descansaba en mi lengua y me estaba siendo imposible tragarlo. No porque hubiera querido ser la madrina de Maximilian, a mí me daba completamente igual. Pero sentí un inesperado arranque de rabia en nombre de Damien. Cuatro hijos, cuatro hermanos, debería haber cuatro padrinos. A Damien se le daban muy bien los niños, y los de esta casa mucho mejor que a Richard, el maldito padre. Augustina me estaba mirando.

—No estás comiéndote el brownie.

—… No.

Augustina estaba encantada.

—¿Demasiado amargo? —preguntó.

—Demasiado amargo.

Era lunes por la mañana y día de bolso rojo. Impaciencia.

—Apartaos un poco. —Jacinta agitó los brazos—. Me estáis agobiando.

Era nuestra reunión semanal para comentar nuevas ideas. Todos los articulistas —con excepción de Casey Kaplan, que estaba en paradero desconocido— se habían apiñado alrededor de la mesa de Jacinta.

—Apartaos —insistió—. No puedo respirar. Grace, ideas. Y que sean buenas.

—… Claro. —Sin nicotina estaba un poco más lenta y adormilada y mis neuronas cerebrales saltaban al más mínimo chasquido. Aunque ya llevaba una semana, todavía no había recuperado mi estado normal—. ¿Qué tal el tema de la violencia doméstica?

—¿Qué? —Fue tal el chillido que el giro de cabezas llegó hasta la sección deportiva—. Que Antonia Allen reconociera que se deja dar por culo no significa que a partir de ahora puedas escribir lo que te dé la gana.

(Durante el fin de semana, mi artículo sobre Antonia Allen había recorrido el mundo entero, generando cuantiosos ingresos para The Spokesman. Era la única entrevista donde Antonia hacía alusión a «Mi Dolor Gay Jain». (No eran palabras mías). El gran jefe estaba muy satisfecho. Había dudado entre bajar el tono o tirarse a la piscina, y finalmente había seguido el olor del dinero.

Nadie hizo el más mínimo comentario sobre mi historia sobre el cáncer de mama. Más que nada porque no había sido publicada. Un fuerte alud en una estación de esquí argentina había eclipsado mi historia. La señora Singer y su tragedia nunca verían la luz porque el informe ya no era fresco. Así es el periodismo, todo pasa muy deprisa, demasiado deprisa para que puedas implicarte. Una de las primeras cosas que aprendes es a acostumbrarte a eso. Pero yo seguía sin aprender).

—Estaba pensando —proseguí, como si Jacinta no me hubiera chillado—, que a lo largo de seis semanas podríamos escribir sobre seis mujeres de diferentes entornos sociales. Podríamos hacer una campaña.

—¿A qué demonios viene todo esto?

—Es un problema re…

—¿Hay algún informe?

—No.

—¡Ni siquiera un informe al que agarrarse! ¡A nadie le importa la violencia doméstica! Ha sido Dee Rossini, ¿verdad? Te ha hechizado.

—No.

Bueno, tal vez sí. Mi artículo sobre Dee, el cual me había pasado la tarde del viernes elaborando minuciosamente, me había quedado soberbio y el sábado, en Boots, había buscado el peculiar marrón claro de su laca de uñas, pero no lo encontré. Ayer incluso la había telefoneado para preguntarle por Elena. (Dee me contestó lacónicamente que estaba «segura»).

—Una de cada cinco mujeres irlandesas sufrirá violencia doméstica en alguna etapa de su vida —dije. Me lo había contado Dee.

—Me trae sin cuidado —espetó Jacinta—. Me trae sin cuidado si todas ellas sufren…

—… nosotras —le interrumpí.

—¿Qué?

—Si todas nosotras, no todas ellas. Se trata de nosotras, Jacinta.

—¡De nosotras nada! Yo no la sufro, tú no la sufres, Joanne no la sufre, ¿verdad, Joanne? ¡Lorraine, Tara y Clare tampoco la sufren! Estás bajo el hechizo de Dee Rossini. ¡Pero no vamos a hacerlo!

—Genial —farfullé, ansiando, oh, ansiando un cigarrillo. Una cajetilla de veinte, uno detrás de otro. Era tal el deseo que me asaltó el dolor de ojalá-pudiera-llorar en la nariz, un apretado anillo de lágrimas contenidas que me presionaba los huesos de la cara.

No escuché a los demás presentar sus ideas. Mi capacidad de escucha solo regresó cuando oí a Jacinta decir:

—Entrevistaremos a Alicia Thornton.

—¿A quién? —A lo mejor había dos Alicia Thornton.

—La prometida de Paddy de Courcy.

—Pero… ¿por qué?

—Porque lo dice el gran jefe.

—Pero ¿quién es Alicia Thornton? —pregunté—. ¿Qué tiene de interesante?

—Es la mujer que «conquistó el corazón de Quicksilver» —contestó Jacinta.

—Pero es insulsa y… no es más que una esposa política obediente. ¿Cómo vas a llenar con eso un artículo de dos mil palabras?

—Será mejor que cambies pronto de actitud, porque vas a entrevistarla tú.

—¿Qué? —Tardé unos segundos en recuperar la compostura—. Ni hablar.

—¿Cómo que ni hablar?

—Pues eso, que no quiero. —Señalé a TC—. Envíalo a él. O a Lorraine. Envía a Casey.

—La harás tú.

—No puedo.

—¿Cómo que no puedes?

—Jacinta. —No me quedaba más remedio que sincerarme—. Yo conozco… conocía… a Paddy de Courcy. En otra vida. Mi integridad corre peligro. No soy la persona adecuada.

Jacinta negó con la cabeza.

—La harás tú.

—¿Porqué?

—Porque ella te pidió a ti. Concretamente a ti. Si no la entrevistas tú, se ofrecerá a otro periódico. No tienes elección.