Oyó su propio aullido. Apartó bruscamente la mano, sin saber por qué. Un cigarrillo. Él le había apagado un cigarrillo en la palma de la mano. Le había cogido la mano con tanta fuerza que los huesos le crujieron, y le había aplastado el cigarrillo justo en el centro.

Una neblina rojiza flotaba delante de sus ojos. No podía ver.

Él miró fijamente la palma, la herida encarnada y redonda, todavía manchada de ceniza. Había un olor extraño. De la herida salía un hilo de humo.

—¿Por… por qué has hecho eso? —Los dientes le castañeteaban.

—Ha sido sin querer. —Parecía desconcertado—. Pensaba que era el cenicero.

—¿Qué? —El dolor era insoportable, no podía quedarse quieta—. Agua fría. —Se levantó y la cabeza le dio vueltas.

—Tengo vendas y antiséptico —dijo él—. Hay que impedir que la herida se infecte.

Le vendó la herida, le dio codeína, le llevó la cena a la cama y se la dio en pequeñas cucharadas. Nunca había estado tan cariñoso.