Marnie
SkyNews era su único amigo. Le pasaba información fundamental sin juzgarla. Hoy, le dijo, era jueves, 15 de enero, 11.40 de la mañana. (También que había habido un golpe de Estado en Tailandia, pero eso le interesaba menos).
El último día del que guardaba algún recuerdo era el lunes. Grace se había marchado a Dublín a las seis y diez de la mañana, y en cuanto el taxi hubo doblado la esquina al final de la calle, Marnie se había sentido abrumada por el remordimiento y la soledad y había rescatado la botella de vodka que escondía en el cuarto de baño. Desde entonces había hecho breves incursiones en la realidad, pero ahora estaba sobria.
Tenía miedo, temblores, náuseas, pero no le apetecía beber. Siempre se repetía el mismo ciclo: empezaba a beber y ya no podía parar; luego, casi de repente —aunque no podía predecir cuándo— dejaba de beber.
Hoy lo único que extrañaba era a sus hijas. El olor de la piel de Daisy, la mano confiada de Verity en su mano…
Dios, cuánto remordimiento. Remordimiento, remordimiento, remordimiento. Eran tan pequeñas, tan frágiles…
¿Cómo había podido acabar así? ¿Cómo habían podido todos acabar así? Ella viviendo en esta casa vacía, sus hijas y su marido en un apartamento a tres kilómetros de distancia.
Era todo tan extraño, tan diferente de cómo lo había planeado, que le costaba creer que fuera real. A lo mejor no era real. A lo mejor nunca había estado casada. A lo mejor no había tenido hijos. A lo mejor había imaginado toda su vida. A lo mejor ni siquiera había nacido.
Logró asustarse tanto con ese hilo de pensamiento que tuvo que levantarse de la cama y ponerse a pasear por la casa mientras se esforzaba por recuperar la lucidez. Estaba siendo ridícula. Más que ridícula. Pero no podía detener sus pensamientos.
«No soy real.»
«No he nacido.»
Necesitaba hablar con alguien, pero ¿con quién? La tomarían por una pirada.
«Soy real, soy real.»
Respirando entrecortadamente, llamó a Grace al trabajo.
—¿Soy real, Grace?
—¡Por el amor de Dios! ¿A qué viene eso ahora?
Marnie se lo explicó como mejor pudo.
—¿Estoy enloqueciendo, Grace?
En un tono muy quedo, Grace respondió:
—Creo que sufres DT.
—Qué va.
—¿Delirium? ¿Tremens?
—Solo echo de menos a mis hijas.
En cuanto hubo colgado, el pánico se adueñó nuevamente de ella, robándole el aliento. Estaba obsesionada con Daisy y Verity. Si ellas existían, significaba que ella existía.
Quizá debería hablar con Nick. A lo mejor él podría confirmarle si Daisy y Verity eran reales.
Pero por mucho que la devorara el miedo, sabía que no podía llamar a Nick en ese estado. Bastante mala opinión tenía ya de ella. El miedo, sin embargo, la estrangulaba cada vez con más fuerza, y al final se descubrió agarrando el teléfono y llamando a la oficina, e incluso mientras preguntaba por Nick, temió que una voz le dijera, «¿Nick Hunter? Nunca hemos tenido a nadie con ese nombre trabajando aquí».
Alguien que sonaba como Nick respondió y pareció saber quién era ella. Los nubarrones del miedo se dispersaron, pero no tardaron en volver a juntarse. Durante un disparatado segundo Marnie se preguntó si el papel de Nick lo estaba representando un actor.
—Nick, tengo que ver a las niñas. —Necesitaba una prueba física.
—Están en el colegio —dijo Nick.
En el colegio. Eso significaba que existían.
—¿Puedo ir a verlas?
—¡No, no! —Luego, con más calma—: No, Marnie. Eso las perturbaría.
—Hace semanas que no las veo.
—¿Y de quién es la culpa?
Desde que la dejara —la dejara—, Nick había elegido el domingo por la tarde como su momento de encuentro. Pero el primer domingo, la extrañeza de tener solo una tarde para disfrutar de la compañía de sus hijas —ella, su madre, ella, que las había traído al mundo— la había obligado a escapar de la vigilancia de Grace y tomarse una copa antes de que llegaran. Y luego otra. Cuando Nick apareció en la puerta —solo, para hacer un reconocimiento mientras las niñas esperaban en el coche— Marnie ya había aceptado la situación. Pero Nick declaró, como un déspota, que estaba borracha y que a Daisy y Verity les disgustaría verla en ese estado.
—Debería darte vergüenza —dijo. Luego se volvió bruscamente hacia Grace—. ¿Y qué demonios hacías tú entretanto? ¿Servirle la bebida?
Cambió el día de visita al sábado por la mañana. Luego al viernes por la noche.
—Sucias artimañas —había dicho Marnie a Grace—. Lo hace para liarme. Está utilizando a las niñas como si fueran títeres.
—No. Probablemente está intentando dar con el momento idóneo, para asegurarse de que te encontrará sobria.
Sucias artimañas.
Marnie tuvo una ocurrencia, la cual logró disipar sus miedos al instante: ¡llevaría a las niñas al zoo! Iría ahora mismo al colegio y las sacaría del aula y las tres irían juntas al zoo. Seguro que les encantaba. Bueno, por lo menos a Daisy. A Verity le daban miedo los animales. Y hacía mucho frío. A lo mejor no era un buen día para ir al zoo. ¡Pero estaba siendo derrotista!
Sí, irían al zoo y compraría a las niñas caramelos, camisetas, todo lo que pidieran, lo que fuera para hacerles saber lo mucho que las quería, lo mucho que lamentaba haberles destrozado la vida. Luego iría a ver a Nick y le convencería para que volviera con ella.
Tomada la decisión, pensó frenéticamente en todas las cosas que tenía que hacer antes de ir a verlas. ¿De qué podía prescindir? De comer. De lavarse. No, de lavarse no. Ya habían pasado unos días. Se metió debajo del chorro de agua y se untó el cuerpo de gel, pero otro ataque de ansiedad la sacó de la ducha todavía cubierta de espuma. No había tiempo de enjuagarse.
Envuelta en una toalla, buscó algo que ponerse y lo primero que encontró fue un vestido vaporoso; no se lo había puesto mucho y ahora era tan buen momento como cualquier otro. Cogió un fajo de billetes de una caja de madera que descansaba en la repisa de la ventana. Nick le había cancelado las tarjetas, pero antes de eso ella había sacado miles de libras por el cajero y las había escondido por toda la casa. ¿Quién iba a decir que podía ser tan astuta?
Salió de casa y subió al coche, y mientras cruzaba la verja se preguntó cómo sería su vida si le retiraban el permiso de conducir. Si aquel caso llegaba alguna vez a los tribunales.
Pero ¿por qué iban a hacerle eso a ella? No era una delincuente. Además, tenía dos hijas pequeñas, necesitaba el coche.
Al detenerse en el semáforo divisó una licorería. Bueno, la licorería. En otros tiempos había alternado entre cinco o seis, nunca visitaba la misma licorería más de una vez por semana. Ahora utilizaba siempre la que tenía más cerca de casa.
Se sorprendió estacionando el coche —la fuerza de la costumbre, pensó; la culpa la tiene el coche— y entrando en la tienda.
—Cinco botellas de Absolut —pidió a Ben. Luego añadió con timidez—: Voy a dar una fiesta.
—¿No tienes frío con ese vestido? —preguntó Ben—. Estamos a bajo cero ahí fuera.
—… Esto… no. —De repente se puso colorada. Llevaba puesto un vestido de verano. Sin mangas. Sin abrigo. ¿En qué estaría pensando?
Cogió las bolsas y regresó rápidamente al coche. En cuanto se sentó, rompió el precinto de una botella, echó la cabeza hacia atrás y bebió un largo trago del mágico líquido. Se apartó la botella de la boca, respiró hondo y la inclinó de nuevo. En cuestión de segundos la humillación se diluyó, recuperó la determinación y, envuelta en una nube de estrellas, puso rumbo al colegio.
Cruzó las puertas con paso firme y confiado. Dos mujeres aparecieron en el pasillo. Reconoció a una de ellas.
—¡Directora! Buenas tardes. He venido a recoger a mis hijas.
—Están en clase, señora Hunter.
—Lo sé, pero quiero llevarlas a un lugar especial.
—Me temo que eso no será posible.
¡Ajá! De repente comprendía lo que estaba pasando.
—Mi marido le avisó de que vendría, ¿verdad? Pero no debe preocuparse por eso, soy su madre.
—Señora Hunter…
—Por favor, déjeme verlas.
—Le ruego que baje la voz. Podemos hablar en mi despacho.
—¿En qué aula están? Muy bien, no me lo diga, yo misma las encontraré.
¡La agarraron de los brazos! La retuvieron mientras intentaba correr por el pasillo abriendo puertas. Trató de soltarse.
—¡Quítenme las manos de encima!
Alertadas por el alboroto, de las aulas empezaron a asomar cabezas. Profesores alarmados, seguidos de niñas que reían y miraban con los ojos como platos, salieron al pasillo.
Entonces Marnie vio a Daisy.
—¡Daisy, soy yo, mamá! ¡Nos vamos al zoo! ¡Corre, ve a buscar a Verity!
Daisy la miró petrificada.
—¡Vamos, date prisa!
Con una risita, una de las niñas le preguntó:
—Daisy, ¿esa señora es tu mamá?
—No.
Cuando despertó, Grace estaba a su lado, en el dormitorio. ¿Era ya fin de semana? ¿Cuántos días había perdido?
—¿Qué hora es? —preguntó con la voz ronca.
Grace levantó la vista del libro.
—Las nueve y diez.
¿De la mañana o de la noche? ¿De qué día?
—Jueves, 15 de enero, por la noche —dijo Grace—. ¿Necesitas saber el año?
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Vine después del trabajo. Mañana me tomaré el día libre y pasaré aquí el fin de semana.
En ese momento, Marnie comprendió por qué Grace había venido a Londres. Era por la llamada que le había hecho esta mañana —le costaba creer que fuera todavía el mismo día— para preguntarle si era real.
¡Señor! Se había comportado como una demente y había asustado a Grace hasta el punto de hacerle coger un avión. Estaba tan avergonzada que apenas podía hablar.
—Grace, lo siento mucho, estaba un poco… angustiada… pero ahora ya estoy bien.
Era mentira: necesitaba una copa ya. El deseo le estaba haciendo temblar y sudar. Era absurdo comprobar si la botella seguía en la mesita de noche. Seguro que Grace la había vaciado. Pero tenía una botella escondida en el altillo del cuarto de baño. Si se encaramaba al borde de la bañera, era lo bastante alta para levantar el tablero de FDM y rescatarla.
De pronto le asaltó un recuerdo, una breve secuencia de color y ruido: ella gritando y forcejeando con la directora del colegio de las niñas; ella gritando a Daisy que se iban al zoo; la directora arrebatándole las llaves del coche; uno de los profesores acompañándola a casa. No, no había ocurrido.
Bajó de la cama y se acercó a la ventana. El coche estaba abajo, aparcado inofensivamente frente a la puerta. Fue tal su alivio que casi cayó de rodillas al suelo. Lo había soñado todo.
—Lo trajo un profesor —dijo Grace a su espalda—. Ha ocurrido de verdad. No lo has soñado.
Sintiendo que el peso de la vergüenza la arrastraba hacia el centro de la tierra, Marnie recordó la expresión de Daisy. El odio reflejado en su cara.
No podía permitir que Grace percibiera cómo se sentía o aprovecharía su debilidad para ahondar en la llaga. La necesidad de beber se apoderó de ella con renovada intensidad. No podía olvidarla, esquivarla, plantarle cara. Era demasiado fuerte.
—Grace. —La voz le temblaba—. Necesito ir al baño.
—Te acompaño.
—No. Solo necesito hacer pipí. Confía en mí.
—¿Que confíe en ti? —repuso Grace con desdén.
—Te lo ruego. —Por el rostro de Marnie empezaron a rodar lágrimas calientes—. Déjame ir sola al baño.
—No. Sé que escondes una botella allí.
—Estoy dispuesta a arrodillarme, a suplicarte. ¿Es eso lo que quieres?
Cayó de rodillas al suelo y Grace la agarró del codo y tiró dolorosamente de ella hacia arriba.
—¡Levántate, Marnie! ¡Por lo que más quieras, levántate! —También ella había empezado a llorar, lo cual, reconoció Marnie, era toda una novedad.
—¡Mírate! —dijo Grace—. ¡Marnie, esto me está rompiendo el corazón!
—Te lo ruego, Grace —le imploró Marnie—, no vengas más. —Se zarandearon mutuamente, en una mezcla de forcejeo y abrazo—. No puedo cambiar. Deja de intentarlo, no te hagas esto. Tienes una vida. ¿Y Damien? ¿No le importa que estés siempre aquí?
—Eso da igual —respondió cansinamente Grace—. Todo el mundo tiene sus altibajos.
Grace no tardó en sacar el tema de la desintoxicación. Siempre lo hacía.
—Por lo menos podrías probarlo, Marnie. Puede que te sirviera de algo.
Pero Marnie no quería que nada le sirviera. El alcohol era lo único que la ayudaba a seguir adelante.
Finalmente, Grace tiró la toalla y cambió de tema.
—¿Has vuelto a saber algo de ese Rico desde que dejaste el trabajo?
—No —respondió rápidamente Marnie. Era un episodio tan vergonzoso que no podía permitirse pensar en él. Nunca. Cuando le venían recuerdos de Rico a la mente, los borraba con un trago.
—¿Y de Guy?
Guy. Al oír su nombre la invadió el remordimiento. Guy había sido sorprendentemente amable y paciente con ella; no había tenido más remedio que despedirla.
—No.
—¿Te importa? —preguntó Grace.
Te lo ruego, no hablemos de eso.
Grace llevó a Marnie a una reunión de Alcohólicos Anónimos el viernes al mediodía. La obligaba a asistir a las reuniones cada vez que venía a Londres, pero ya no se quedaba a escuchar. En lugar de eso, esperaba fuera, en el ventoso vestíbulo, porque —y Marnie lo sabía— le preocupaba que su presencia en las reuniones estuviera inhibiendo el Gran Reconocimiento de Marnie. El reconocimiento de que era alcohólica.
Pero, por lo que a Marnie se refería, Grace podría haberse ahorrado el duro banco del vestíbulo. Lo mismo daba que se quedara en la cálida sala, bebiendo té y comiendo deliciosas galletas con los alcohólicos, porque nunca habría un Gran Reconocimiento.
Y mejor así, pensó Marnie mirando a su alrededor, porque de haber necesitado desahogarse, le habría costado poder meter baza. Gente parlanchina, los alcohólicos.
—… bebía porque me odiaba…
—… pensaba que era la persona más especial y diferente de la tierra, tan complicada que nadie podría entenderme. Entonces alguien me dijo que al alcoholismo se le llamaba la enfermedad de la «singularidad terminal»…
—… los demás tenían siempre la culpa de todo…
—… un día me levanté y ya no pude seguir. No sé qué tenía de diferente ese día, puede que simplemente estuviera harta de tratarme a mí y a la gente que me rodeaba como si fueran basura…
—… creía que estaba haciendo cuanto estaba en mi mano para dejar de beber, pero en realidad estaba haciendo cuanto estaba en mi mano para seguir bebiendo. Nada me gustaba más, y entonces fue cuando me di cuenta de que en realidad no podía parar, de que ya no tenía poder de elección…
—Marnie, ¿te gustaría decir algo?
Muy bien, Marnie tenía que reconocer que siempre la invitaban a «compartir» y que ella invariablemente negaba con la cabeza y miraba el suelo.
De modo que hoy dijo:
—Sí, la verdad es que sí. —Un escalofrío de expectación recorrió la sala. Pensaban que se disponía a reconocer que era alcohólica—. Me gustaría decir que mi marido me ha dejado y se ha llevado a mis dos hijas, y no me deja verlas. Ha cancelado mis tarjetas de crédito y ha puesto la casa en venta.
Al terminar la reunión se le acercó Jules con su vivaracha coleta.
—Hola, Marnie, ¿te gustaría tomar un café?
—Sí, sí, claro que le gustaría. —Grace la empujó hacia Jules como una madre entrometida—. Volveré a por ti dentro de media hora.
En la cafetería del otro lado de la calle, Jules colocó un zumo natural delante de Marnie y dijo:
—¿Cómo estás?
—No muy bien. Echo de menos a mis hijas. —Y le soltó toda la historia.
—Mi pareja me dejó porque bebía —dijo Jules—, y se llevó a nuestros hijos. En realidad estaba encantada. Podía beber lo que quería sin que nadie me estuviera encima. Además, tenía la excusa perfecta. Toda esa autocompasión.
—… Pero en mi caso no es autocompasión.
—No, claro, solo estoy diciendo que en mi caso lo era. Sí —prosiguió pensativamente Jules—, bebía vino tinto y cuando ya estaba borracha, telefoneaba a mis hijos y les decía que les quería y que si no estaban conmigo era por culpa de su padre. Era bastante melodramático, la verdad. Lloraba por las razones equivocadas, pero lo pasaba bien. Era horrible hacer eso a unos hijos, pero no podía evitarlo.
Marnie escuchaba fascinada. Jules había estado mucho peor que ella. Al menos ella no telefoneaba a las niñas y les hablaba mal de Nick. Bueno, por lo menos no lo hacía a menudo.
—Si estabas tan mal, Jules, ¿cómo conseguiste dejar de beber?
—Yendo a las reuniones.
—Entonces, ¿por qué no han funcionado conmigo?
—¿Eres alcohólica?
—… No, no, si acaso lo contrario. Soy muy infeliz y el alcohol me ayuda a soportarlo.
—Pues ahí tienes la respuesta —dijo alegremente Jules—. ¿Por qué iba a funcionar contigo si no eres alcohólica?
—… Pero… —Marnie arrugó la frente. ¿Qué acababa de ocurrir aquí? Jules le había tendido una trampa, ¿verdad? Pero ¿cómo?
—Lo siento, he de irme —dijo Jules—. Tengo que recoger a mis hijos. ¿Nos vemos mañana?
—No lo creo, Jules. —Marnie acababa de tomar una decisión—. Voy a dejar de ir a esas reuniones.
Grace se pondría furiosa, pero…
—No me están ayudando —prosiguió cansinamente—. Aunque claro, ¿por qué deberían ayudarme? Como tú bien has dicho, no soy alcohólica.
—Fuiste tú quien lo dijo —señaló Jules.
—En cualquier caso, no iré a más reuniones. Son una pérdida de tiempo.
Jules asintió con simpatía.
—Te echaré de menos.
—Y yo a ti —dijo educadamente Marnie, aunque no era cierto. No porque Jules no le cayera bien—. Antes de irte —dijo—, ¿puedo preguntarte algo? ¿Quién tiene la custodia de tu hijos? ¿Tú o él?
—La respuesta no te va a gustar. —La cara de Jules se iluminó con una sonrisa—. Mi pareja y yo volvimos cuando dejé de beber.
—¡No! —Marnie se llevó las manos a los oídos—. No quiero escuchar tu propaganda. ¡Deja de beber y todo será perfecto!
Jules se limitó a reír.
Se descubrió tumbada en el suelo del recibidor. La casa estaba fría y oscura.
Notó que una sombra negra pasaba por encima de su cabeza, como un ave de rapiña.
¿Qué ha sido eso? ¿Una nube deslizándose frente a la puerta? ¿Un camión circulando pesadamente?
La muerte, parecía.