Alicia

Se acercó un poco más al espejo buscando imperfecciones. Oh, no. Se había pasado la última media hora maquillándose con más cuidado del que había puesto en toda su vida y ahora mira: las cavidades de su nariz se estaban despellejando como tierra agrietada en una región en sequía. Seguro que Grace Gildee se daba cuenta. Alicia barrió delicadamente los pellejos con la uña. Ya está. Pero ahora había unos círculos rojizos en ambas fosas nasales. Alcanzó la esponjilla y se aplicó base de maquillaje en la zona afectada. Otra vez los pellejos.

Mierda.

Mierda, mierda.

Estaba atacada. Desde que lo suyo con Paddy había salido a la luz, había concedido docenas de entrevistas, pero nunca había estado tan nerviosa como hoy. Aunque en realidad no tenía por qué. Este era su momento de gloria, su Pretty Woman personal. Momento «craso error, craso, craso error», en que podría decir «¡Ja!» a todos los que habían sido crueles con ella.

Ella era la mujer que había sabido esperar el tiempo suficiente y ahora tenía lo que siempre había deseado. Grace Gildee iba a tener que entrevistarla porque ella, sí, ella, Alicia Thornton, iba a casarse con Paddy de Courcy.

No era ella la que debería estar nerviosa. Grace Gildee era la que debería estar temblando en sus Doc Martins (o la marca de estridentes botas que estuviera usando estos días).

Se aplicó otra capa de carmín, se introdujo un dedo en la boca y lo succionó con fuerza. Un práctico truco para impedir que el carmín te manchara los dientes.

Así y todo, lanzó una mirada intranquila al espejo. ¿Había succionado más de la cuenta? No era fácil encontrar el punto justo: un carmín demasiado visible, pareces desesperada; un carmín demasiado discreto, pareces lastimosamente modesta.

Optó por aplicarse una última capa porque lo último que quería parecer era lastimosamente modesta. Delante de Grace no. Delante de Grace quería parecer… ¿qué? Sofisticada, segura de sí misma, elegante. Nunca sería guapa, hacía tiempo que lo había aceptado. Y menos mal, porque por cada mención que hacía la prensa de su «vitalidad», había otra referencia burlona a sus alargadas facciones. La primera y más hiriente había sido «¡Galopando hacia el altar!». La hostilidad con que algunos periódicos habían tratado su compromiso habían conseguido hundirla y desconcertarla. En uno de ellos incluso se insinuaba que estaba con Paddy porque era una arribista. Una insensatez, en su opinión. Paddy era hermoso. Ella le habría amado aunque hubiera sido titiritero o la persona que inspecciona los M&M defectuosos en una cinta transportadora.

—¿Podemos demandarlos? —le había preguntado a Paddy.

—No, no podemos —había contestado él con exasperación—. Así que ve acostumbrándote.

—¿Me estás diciendo que puede haber más?

—Ajá.

—Pero ¿por qué?

Había esperado, ilusamente, que los medios se rindieran a sus pies porque iba a casarse con Paddy. Porque todo el mundo adoraba a Paddy tanto como ella, ¿o no?

—Naturalmente que me adoran —contestó Paddy sin más—. Pero te tienen envidia.

¡Envidia! En cuanto fue consciente de eso, todo cambió. Que ella supiera, nadie le había tenido envidia en toda su vida; no era una persona que provocara esa clase de emoción. Pero ahora… caray… envidia…

A veces, cuando se vestía por las mañanas, se colocaba delante del espejo de cuerpo entero y susurraba: «Yo me tengo envidia, tú me tienes envidia, él-barra-ella me tiene envidia. Nosotros me tenemos envidia, vosotros me tenéis envidia, ellos me tienen envidia».

Se secó el carmín con un pañuelo de papel y consultó su reloj. ¿Qué hora era?

Las once y cinco. Las once y seis, de hecho. Grace llegaba seis minutos tarde.

Entró en la cocina, abrió la nevera y comprobó que el vino seguía allí. Sí. Miró por la ventana de la cocina y sí, el suelo seguía allí, una planta más abajo. Pero ni rastro de Grace.

Otra ojeada a su reloj. Ocho minutos tarde.

¿Qué debería hacer? Había pedido a Sidney Brolly, el agente de prensa del NewIreland, que no estuviera presente; quería que esta entrevista fuera privada. Pero si Sidney hubiera estado, ahora estaría tratando de localizar a Grace, llamándola al móvil, averiguando el motivo del retraso.

¿Existía alguna posibilidad de que Grace no viniera? Después de todo, con Grace nunca se sabía. ¡Santo Dios! ¡El timbre de la puerta! Se le erizaron los pelos de la nuca. El timbre nunca había sonado tan fuerte. ¿Qué demonios le había hecho Grace?

Abrió la puerta de la calle desde el interfono y un instante después escuchó pasos en la portería.

Tras una última ojeada en el espejo —otra vez esos malditos pellejos— abrió la puerta.

Dios mío, Grace estaba igual. Pelo corto, mirada desafiante, tejanos y un anorak caqui, una de las prendas más feas que había visto en su vida.

—¡Grace, cómo me alegro de verte! —Se inclinó para darle un beso pero Grace giró la cara y logró esquivarla—. Entra, por favor. Dame tu chaqueta.

—Hola, señora Thornton.

¿Señora Thornton?

—¿Señora Thornton? ¡Grace, soy yo! ¡Llámame Alicia!

—Alicia.

A Alicia le asaltó una pequeña duda.

—Grace, sabes quién soy, ¿verdad?

—Alicia Thornton.

—Pero te acuerdas de mí, ¿verdad?

Grace simplemente dijo:

—Empecemos. ¿Dónde quieres que te entreviste?

—Aquí…

Visiblemente desinflada, Alicia la condujo hasta la sala de estar. Era evidente que Grace se acordaba de ella; de lo contrario, estaría mucho más simpática.

—Qué piso tan bonito —comentó Grace.

—Bueno, en realidad el mérito no es mío…

—… porque este piso es de Paddy, ¿verdad? ¿Cuándo te mudaste?

—No me he mudado —se apresuró a responder—. Todavía conservo mi casa.

En realidad hacía meses que no pasaba una noche en su casa, pero Paddy decía que tenían que guardar las apariencias. El electorado irlandés era una bestia imprevisible, decía; un día se mostraba de lo más liberal y al día siguiente hervía de indignación contra la gente que «vivía en pecado». De hecho, Paddy había insistido en que cada uno viviera en su casa hasta el día de la boda, pero en esto Alicia se había mantenido firme. Llevaba tanto tiempo esperándole, le amaba tanto, que no podía no estar con él.

—Entonces, ¿por qué no me has citado para la entrevista en tu casa? —preguntó Grace.

—Porque… mmm… —Lo cierto era que quería alardear delante de Grace. Mírame, prometida con Paddy de Courcy, de hecho viviendo con él. Pero ¿quién en su sano juicio reconocería algo así? Durante un instante de locura las palabras Tuberías Reventadas parpadearon en su mente. Sí, Tuberías Reventadas, Piso Inundado, Alfombras Destrozadas, Medio Metro de Agua, Botas de Goma, Vuelta a Enlucir Techo… No. Casi se atragantó cuando volvió a tragarse las mentiras. Nada bueno saldría de esto. Grace lo averiguaría.

Pasar por alto la pregunta era su única opción.

—¿Te apetece una taza de té, Grace? ¿Café? ¿Una copa de vino?

—No quiero nada, gracias.

—¿Ni siquiera una copa de vino? —Atrevidamente, añadió—: Después de todo, esto es una especie de reencuentro.

—Estoy bien así, gracias.

—¿Un cenicero? ¿Todavía fumas?

—Ya no. Empecemos de una vez. —Grace encendió la grabadora—. ¿Dónde creciste?

—… En Dun Laoghaire.

—¿A qué colegio fuiste?

—… Pero Grace, ya sabes todo eso.

—Necesito obtener los datos exactos. Te agradecería que te limitaras a contestar.

—Ni que me hubieran acusado de asesinato —repuso Alicia, tratando de sonar desenfadada—. Todo esto es demasiado formal.

—Es mi forma de trabajar. Pediste que te entrevistara yo. Si no te gusta cómo lo hago, The Spokesman tiene muchos otros periodistas.

—Pero yo pensaba que… puesto que nos conocemos… dejaríamos de lado las formalidades. —Obviamente, la razón de que hubiera pedido a Grace no era esa, pero qué importaba.

—Tú y yo no nos conocemos —repuso categóricamente Grace.

—Por supuesto que sí…

—Tal vez en otros tiempos —dijo Grace—, pero de eso hace mucho y ahora es un detalle irrelevante.

Alicia se sobresaltó, sorprendida por el comentario. Ahí estaba, toda la hostilidad que Grace, hasta la fecha, había dejado solo entrever, puesta sobre el tapete. No era lo que Alicia había planeado para hoy. Había confiado en que Grace se mostrara cortés, conciliadora, incluso humilde, obligada por las circunstancias a tratarla como a una igual. Incluso había barajado la posibilidad de que ella y Grace rieran juntas por la forma en que habían sucedido las cosas. Pero se había equivocado hasta el fondo.

La estimulante impaciencia que la había sostenido a lo largo de la mañana se desvaneció. Ahora se sentía abatida, decepcionada y —para su gran inquietud— ligeramente atemorizada.

—Así que, concentrémonos en la entrevista —continuó Grace. Consultó sus notas—. ¿De modo que eres… viuda? —dijo, como si lo dudara.

—… Sí.

—¿De qué murió tu marido? —preguntó secamente, sin la compasión que habían mostrado los demás periodistas.

—De un infarto.

—¿Era viejo?

—No. Tenía cincuenta y ocho años.

—Cincuenta y ocho es viejo, comparado contigo. ¿Cómo se ganaba la vida?

—No era viejo.

—¿Cómo se ganaba la vida?

—Era abogado.

—Como Paddy. Debía de estar forrado. Seguro que te dejó bien situada…

—Oye, mi marido no era viejo y yo siempre tuve mi trabajo, nunca dependí económicamente de él. —No iba a tolerar que Grace Gildee insinuara que era una Anna Nicole Smith. Ese no era, ni de lejos, su caso. Aunque su realidad tampoco era mucho más edificante…

—¿Cuánto tiempo estuvisteis casados?

—Ocho años.

—¿Ocho años? Mucho tiempo. Su muerte debió de ser un duro golpe para ti.

—Sí… lo fue. —Alicia miró al infinito y adoptó esa expresión melancólica que Sidney le había dicho que utilizara en las entrevistas cada vez que se mencionara a su marido.

—Y diez meses más tarde te prometiste con Paddy de Courcy. Caray, Alicia, debías de estar realmente destrozada.

—¡La cosa no fue así! Hacía muchos años que conocía a Paddy, lo sabes muy bien, Grace. Paddy estuvo consolándome cuando mi marido murió. Luego, de nuestra amistad brotó el amor.

—Brotó el amor —repitió Grace con una sonrisa irónica en los labios—. Bien. Así pues, tú eres la mujer que finalmente ha conseguido echar el lazo al esquivo Paddy. ¿Qué tienes de especial?

Alicia se preguntó si debería protestar por lo de «echar el lazo», pero en lugar de eso se conformó con un:

—Supongo que eso deberías preguntárselo a Paddy.

—Te lo pregunto a ti.

—No puedo hablar por él.

—Vamos, Alicia Thornton, eres una mujer hecha y derecha. Contesta de una vez. ¿Qué te hace diferente?

—Soy una mujer muy… leal.

—¿Ahora lo eres? —preguntó Grace con una sonrisa lúgubre—. ¿Y sus demás novias no lo eran?

—Yo no he dicho eso, ¡ni mucho menos! —Dios, Paddy se habría puesto furioso. Le había dicho que nunca hablara mal de otras personas en las entrevistas. Quedaba muy mal plasmado en el papel, mucho peor de como sonaba en una conversación—. Pero mi lealtad es inquebrantable.

—¿Qué papel crees que tiene la lealtad inquebrantable en los matrimonios modernos?

—¿A qué te refieres?

—No es ningún secreto que Paddy tiene mucho éxito entre las mujeres. Si estallara un escándalo por adulterio, ¿le apoyarías? ¿Aparecerías para la foto de familia en el jardín o le dejarías?

Le lanzaba las preguntas con demasiada rapidez. Ignoraba qué debía responder. Cuánto lamentaba ahora haber despachado a Sidney; él habría intervenido y cambiado la dirección de la entrevista.

—¿Seguirías junto a tu marido o le dejarías? —insistió Grace.

Alicia estaba tensa. Ignoraba qué debía responder. Pensó en Paddy; ¿qué habría querido él que dijera?

—Seguiría con él.

Grace Gildee entornó desdeñosamente los párpados.

—No debes de valorarte mucho si has decidido de antemano que perdonarías un adulterio. ¿No crees que eso otorga carta blanca a tu futuro marido para portarse mal?

—¡No!

—No hace falta que grites.

—No he gritado. Y no estoy perdonando nada. Solo estoy diciendo que el matrimonio es una institución sagrada.

—¿Una institución sagrada? —repitió Grace—. En ese caso, si uno de los cónyuges no la respeta, ¿no es razón suficiente para que el otro tampoco lo haga?

—No, no lo es. —Eso le sonó bien.

Quince minutos después, Grace apagó la grabadora y dijo:

—Bien, ya tengo todo lo que necesito. —Sonaba, en cierto modo, como una amenaza.

Se levantó y Alicia continuó sentada, incapaz de asimilar que la entrevista había terminado. Aún no. Había esperado mucho de ella, y sin embargo nada había salido como había planeado.

—Mi chaqueta —dijo Grace al ver que Alicia seguía pegada al sillón.

—Ah, sí… —Alicia se sacudió finalmente el pasmo y sacó el horrendo anorak caqui del armario del vestíbulo.

—Me encanta tu chaqueta —dijo a Grace, tendiéndosela—. Adoro este color. —A la mierda, una mujer tenía que regodearse cuando podía.

Grace la miró con dureza. Reconocía el sarcasmo cuando lo oía. Alicia nunca conseguía colársela. Ni siquiera ahora.

En un intento desesperado por rescatar la situación, preguntó afectuosamente:

—¿Cómo está Marnie?

—Fantástica. En Londres, con un marido fantástico y dos hijas preciosas.

—Me alegro. Dale un cariñoso abrazo de mi parte.

Grace la miró fijamente a los ojos. La miró hasta que Alicia retrocedió.

Alicia la oyó bajar las escaleras y salir impetuosamente a la calle. Instantes después escuchó el motor de un coche y un chirrido de neumáticos. Grace, impaciente sin duda por llegar a su oficina para redactar una crítica feroz. Por un momento el miedo se apoderó de Alicia. Tenía que telefonear a Paddy. Le había dicho que le llamara en cuanto hubiera terminado la entrevista. Pero se sentía demasiado herida y humillada.

Hasta el momento de esta entrevista se había creído la gran favorita. Sin embargo, la habían machacado. Y la culpa era solo suya, por haber pedido que la entrevistara Grace. Paddy le había aconsejado que no lo hiciera, pero ella había estado tan segura de que todo saldría bien, y lo deseaba tanto, que le dijo a Paddy que podría ser su regalo de bodas.

—¿Y qué me regalarás tú a mí? —había preguntado él.

—¿Qué te gustaría?

—Todavía no lo sé con exactitud. Pero puede que algún día te pida que me hagas un favor, y confío en que ese día recuerdes este momento.

Alicia ignoraba a qué se refería, pero intuía que no estaba hablando de que se agachara y se dejara dar por detrás.

Marcó a regañadientes el número del despacho de Paddy.

—¿Cómo te ha ido con Grace Gildee?

—Bien… sí, bien.

—¿Bien? —preguntó Paddy con todas las antenas puestas.

—Oh, Paddy, Grace es una bruja.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¡Mira que te lo advertí! Le diré a Sidney que hable con ella.

—No, Paddy, no. No dijo nada malo, pero no estuvo muy simpática que digamos.

—¿Y qué esperabas?

El día que se casó con Jeremy, mientras avanzaba por el pasillo del brazo de su padre, sabía que no le amaba tanto como amaba a Paddy.

Pero le amaba. Jeremy era un hombre maravilloso. Se habían conocido a través de su trabajo —él le pidió que llevara la venta de su piso— y enseguida conectaron.

Jeremy era un hombre seguro de sí mismo, inteligente, bondadoso, que vivía la vida como si fuera una gran aventura. Tenía un amplio círculo de amigos con los que se apuntaba a catas de trufas, festivales de jazz y viajes en helicóptero al Polo Norte.

Comparada con él, Alicia no había visto nada ni hecho nada ni sabía nada, pero esa ignorancia era justamente lo que le gustaba de ella. La llevaba a festivales de ópera. La llevaba de compras a Milán. La llevaba a un restaurante de Barcelona con una lista de espera de seis años.

—Contigo es como si volviera a vivirlo todo por primera vez —le decía Jeremy.

Tenían una vida muy activa. Tan activa que Alicia se olvidó de reparar en el hecho de que el sexo dejaba mucho que desear. Él le gustaba, le gustaba de verdad, aunque tuviera veintitrés años más que ella, dos menos que su padre. Pero Jeremy no tenía nada que ver con su padre; para un hombre de su edad, era sumamente atractivo. Pelo moreno (teñido, pero también el suyo), ojos oscuros siempre chispeantes y barriga trufera que mantenía a raya jugando regularmente al tenis.

Con sus desenfrenados apetitos, Alicia había esperado que en la cama fuera un hombre exigente, incluso algo pervertidillo (estaba bastante preocupada, la verdad sea dicha), pero, para su sorpresa, no parecía que el tema le interesara demasiado. Desde el principio lo habían hecho poco, y cuando lo hacían siempre era algo deslucido y rápido. Eso la tenía asustada y decepcionaba. Si el sexo ya era así de insulso al comienzo de la relación, cuando se suponía que debían sentir una pasión salvaje, la cosa solo podía ir a peor.

Decidió reconocer la desagradable verdad: una vida con Jeremy sería una vida sin pasión. Pero ese era el precio por casarse con un hombre mayor, y su destino era estar con un hombre mayor, eso lo tenía claro. Siempre había sido demasiado madura y sensata para su edad, su madre solía decir que tenía «siete años e iba para los treinta y siete», y las relaciones con los hombres de su edad nunca le habían funcionado. No era lo bastante bonita ni lo bastante moderna ni lo bastante de nada. Pero Jeremy estaba dispuesto a pasar por alto sus carencias; solo un hombre mayor y experimentado sería capaz de ver su auténtica valía.

Comprendió que algo no iba bien cuando tres amigos de Jeremy les acompañaron en su luna de miel a Lisboa. La historia al completo se reveló con toda su crudeza una noche que se metieron «sin querer» en un bar gay. Clavada a un taburete de la barra, Alicia presenció horrorizada cómo su nuevo marido, sus amigos y los jóvenes con los que estaban ligando la trataban como a la amiga insulsa de todos los gays.

No podía dar crédito a la crueldad de Jeremy.

De modo que era gay, y como le había faltado valor para decírselo, había decidido demostrárselo. En cuanto fue capaz de moverse, bajó del taburete y se encaminó a la puerta.

—¿A dónde vas? —le preguntó Jeremy.

—Al hotel.

—Voy contigo.

Una vez en la habitación, Alicia empezó a arrojar zapatos y ropa en la maleta.

—¿Qué haces? —preguntó Jeremy.

—¿Tú que crees? Te dejo.

—¿Por qué?

—¿Que por qué? Podrías haberme mencionado que eras gay.

—Bi, en realidad. Pensaba que lo sabías y que no te importaba.

—¿Qué clase de mujer crees que soy? ¿Me crees capaz de casarme con un hombre gay y que no me importe?

Su mirada se lo dijo todo. Culpable. En realidad Jeremy nunca había creído que ella lo supiera. Pero pensaba que cuando lo descubriera, lo aceptaría. Todo el mundo acaba decepcionándote, pensó Alicia.

—Me engañaste —dijo—, ¿Por qué te casaste conmigo?

—Había llegado el momento de sentar la cabeza. Tengo cincuenta tacos.

—Tú lo has dicho, cincuenta tacos. ¿Por qué molestarse?

—Au, señorita Thornton, qué bien se le da hurgar en la herida.

—¿Es que nunca puedes hablar en serio?

—¿Para qué, cuando en lugar de eso podemos reír?

—Jeremy, necesito saberlo. ¿Por qué te casaste conmigo?

Jeremy no respondió.

—¿Por qué, Jeremy?

—Ya lo sabes.

—No, no lo sé.

—Porque era lo que tú querías.

Tenía razón. Y ahora que lo había dicho, Alicia reconoció que todo el entusiasmo había venido de ella. Siempre había querido casarse, era lo que la gente hacía, era lo normal. Y para ella había supuesto un cambio maravilloso conocer a un hombre dispuesto a satisfacer sus deseos; nunca antes había conseguido que un hombre se comprometiera aunque fuera a telefonearla. Pero con Jeremy era capaz de hablar abiertamente y bromear con comentarios del tipo, «¿Cuánto te vas a gastar en mi sortija de compromiso?» o «¿Adónde iremos de luna de miel?».

—Pues muchas gracias —dijo—, ha sido todo un detalle. Pero en vista de que eres gay, no deberías haberte molestado.

—Alicia, ¿por qué te casaste conmigo?

—Porque te quiero.

—¿Y por qué más?

—Por nada más.

—Ya —dijo Jeremy, mirándola fijamente a los ojos.

Lo sabía, comprendió Alicia. Tal vez no supiera que el hombre era Paddy, pero sabía que había alguien. Intercambiaron una mirada cómplice y durante un instante sus respectivas falsedades quedaron expuestas sobre el tapete.

Ambos habían mentido, ella tanto como él. Ambos habían aceptado casarse por las razones equivocadas: ella se había casado con Jeremy porque, si no podía tener a Paddy, él era un buen sustituto, y el alcance de su cinismo la dejó más avergonzada y deprimida de lo que lo había estado en su vida.

—No te vayas esta noche —dijo Jeremy—. Descansa y espera a mañana. Ven. —Le tendió los brazos, ofreciéndole consuelo. Ella se dejó abrazar porque, a su manera, le quería.

Por la mañana la convenció de que se quedara con él lo que faltaba de luna de miel. Y cuando regresaron a Dublín y se mudaron al hogar conyugal, a Alicia le dio demasiada vergüenza marcharse enseguida. La ignominia de separarse de un marido en plena luna de miel era, sencillamente, intolerable. Decidió quedarse un año para guardar las apariencias. Y en algún momento durante ese año, le perdonó.

No volvieron a dormir juntos. De hecho, su matrimonio nunca llegó a consumarse. Pero eran amigos, grandes amigos.

—¿Por qué no eres abiertamente gay? —le preguntaba a veces—. Irlanda ha cambiado. Ahora no es un problema.

—Pertenezco a otra generación.

—Te lo ruego —protestaba ella—, deja de recordarme que eres un carcamal.

—¿Quieres que todo el mundo sepa que tu marido se deja dar por culo por chaperas de diecinueve años?

—¿Eso haces? —Estaba fascinada.

—Sí.

No, no quería que la gente lo supiera.

Pero se preguntaba si Paddy lo sabía.

Veía a Paddy de tanto en tanto, no porque quedaran, sino en recepciones y actos sociales, como bailes benéficos, donde las conversaciones eran breves y superficiales. La primera vez que Paddy vio a Alicia y a Jeremy después de prometerse, les hizo un repaso tan descarado que la violentó. Alicia recordaba cómo había observado a Jeremy, cómo los había observado a los dos —escaneando, asimilando, archivando— mientras ella se preguntaba qué estaba viendo.

Su hermana Camilla también lo sabía. Ella misma se lo había contado. Necesitaba decírselo a alguien, pero luego lo lamentó, porque Camilla salió con el peor comentario posible.

—¿Por qué aspiras a tan poco? ¿Por qué no le dejas y buscas un amor de verdad?

—Porque ya he conocido al único hombre que podré amar en la vida.

En cierto modo, esa certeza la reconfortaba. Ella no tenía la culpa de estar perdidamente enamorada de un hombre al que no podía tener. En otros tiempos habría ingresado en un convento, que habría sido como enterrarse en vida. Al menos con Jeremy tenía una vida bastante plena: esquiaban, iban de compras, se divertían.

Tengo un bolso Kelly de piel de lagarto, se recordaba.

He conocido a Tiger Woods.

He viajado en avión privado.

Pero a veces, en las oscuras horas previas al alba, la cruda realidad la despertaba y no podía evitar preguntarse cuál era su problema. ¿Por qué se valoraba tan poco? ¿Por qué aceptaba seguir casada con un hombre gay? ¿Por qué se había conformado con una vida incompleta? No importa, se decía entonces. Así somos felices.

Había leído un artículo en Marie Claire que hablaba de las parejas que ya no practicaban el sexo. Al parecer, había muchas más de las que la gente conocía o decía conocer. En realidad soy normal, se susurraba en la perlada luz del amanecer. Los anormales son los que no paran de darle al sexo.

Sabía que todo se reducía a Paddy. No podía querer a nadie más.

—Tal vez deberías ver a alguien —le había aconsejado su hermana—. A un psiquiatra, por ejemplo.

—Un psiquiatra no me ayudará a encontrar un hombre a la altura de Paddy.

Su hermana no insistió. Ella también adoraba a Paddy.

Pese a la ausencia de sexo, su vida con Jeremy era una buena vida. Él utilizaba el humor, el dinero, el alcohol, la comida y los viajes para evitar que las cosas se pusieran demasiado serias o sombrías. Jeremy la quería, ella lo sabía. Siempre la trataba con sumo cariño y ternura.

Y cuando falleció, su dolor fue sincero.

Casi todas las noches, a eso de las diez y media, Sidney pasaba por casa de Paddy para dejarle los periódicos del día siguiente. Normalmente todo transcurría con fluidez —Sidney le entregaba el fardo, se largaba y Paddy lo hojeaba con tranquilidad—, pero esta noche en concreto, Paddy regresó a la sala envuelto en una energía tan negra que Alicia enseguida supo que algo no iba bien.

—Ha salido —dijo Paddy—. La entrevista con Grace Gildee.

Alicia sintió que el estómago se le subía hasta la boca. Habían contado con que aún tardara otra semana en salir, como mínimo.

Paddy fue directamente a la entrevista, y tan absorto estaba en su lectura que Alicia tuvo que leerla por encima de su hombro. Era un artículo largo, de doble página, con un titular grande, en negrita, que rezaba «Apoya a tu hombre». La primera frase decía: «De todos es sabido que un hombre soltero con claras aspiraciones políticas necesita una esposa».

Dios. Alicia le lanzó una mirada de pánico. Paddy leyó unas cuantas frases más y, a renglón seguido, lanzó un aullido de indignación.

—¿Por qué demonios le ofreciste una copa de vino a las once de la mañana?

—Pensé que… —¿Qué había pensado? ¿Que ella y Grace podrían emborracharse un poco y acabar riendo juntas mientras recordaban los viejos tiempos?

Paddy siguió leyendo con avidez: aburridos detalles sobre la educación de Alicia, el colegio, su historial laboral. Por el momento nada preocupante. Entonces, el desastre.

Los valores de Thornton recuerdan a los de los años cincuenta, cuando las mujeres permanecían junto a sus maridos adúlteros porque «el matrimonio es una institución sagrada. Que un cónyuge no lo respete no es razón para el otro haga lo propio».

—¿Dijiste eso? —preguntó severamente Paddy.

—… En parte…

—¿Y ella dijo el resto y tú estuviste de acuerdo?

—… sí… —Había recordado demasiado tarde que si te mostrabas de acuerdo con un comentario hecho por un periodista, éste podía atribuírtelo.

—¡Se supone que represento a la Irlanda moderna!

—Lo siento, Paddy.

—¡No a una puta república bananera anclada en el catolicismo! ¿Para qué coño te enviamos a clases de formación mediática si no eres capaz de recordar los principios básicos?

—Lo siento, Paddy.

—¿Por qué no dejaste que Sidney estuviera presente?

En realidad lo sabía, los dos lo sabían.

Alicia siguió leyendo. «Thornton cree que la razón de que consiguiera cazar a De Courcy es su “inquebrantable lealtad”. Probablemente eso sorprenda a la alpinista Selma Teeley, quien seis años atrás —dando muestras de una gran lealtad, cabe añadir— utilizó una parte de sus cuantiosos ingresos publicitarios para financiar la campaña electoral de De Courcy.»

¿En serio? Alicia ignoraba ese dato. Miró a Paddy con estupefacción, pero enseguida desvió los ojos. No era buen momento para miraditas.

Probablemente lo peor del artículo, se dijo Alicia, fuera su llaneza. No había interpretaciones maliciosas. Grace dejaba que las citas de Alicia la condenaran por sí solas. Alicia sonaba como un felpudo sumiso y solo ella tenía la culpa.

Cuando Paddy terminó de leer, arrojó el periódico a un lado con un crujido seco y se quedó dando vueltas al asunto.

—Zorra estúpida —dijo.