Marnie
Sky News seguía siendo su único amigo. Pese a esa tendencia suya a repetirse cada quince minutos, aproximadamente. Hoy le estaba contando que era miércoles, 21 de enero. (También un rollo sobre traspasos futbolísticos que apagó).
Cuando el teléfono sonó, lo miró asustada. La costumbre. En algún momento el teléfono se había convertido en un transmisor exclusivamente de malas noticias y había dejado de atenderlo. El contestador se puso en marcha, luego oyó la voz de Grace.
—Marnie, soy Grace. ¿Estás ahí?
Descolgó.
—Estoy.
—¿Sobria?
—Sí. —Pero únicamente porque estaba esperando a que abriera la licorería. No quedaba una gota de vodka en toda la casa. Ignoraba cómo había ocurrido.
—¿Seguro? —Grace sonaba preocupada—. Se trata de algo importante.
—Seguro, créeme. —A Marnie se le encogió el corazón. No podía reprocharle su suspicacia.
—Está bien. Tengo un favor que pedirte. Viaje al pasado. Agárrate. Paddy de Courcy.
Marnie sintió un escalofrío. Solo de oír su nombre. Todavía hoy.
Grace prosiguió.
—No quiero que te sientas presionada. No hagas nada que no quieras hacer. Solo estoy haciendo esto para ayudar a otra persona, de modo que no me estarás fallando si me dices que no.
Marnie no entendía nada.
—¿Quieres ayudar a Paddy?
—¡Jesús, no! Todo lo contrario.
—… Vale. —De modo que Paddy no quería que ella, Marnie, le ayudara. Se sintió extrañamente decepcionada.
—Está metido en toda clase de sucias artimañas políticas —explicó Grace—. Prometí a la persona a la que está perjudicando que intentaría ayudarla.
Marnie la escuchaba atónita. Todo esto era demasiado dramático. Alarmantemente dramático.
—Y pensé en ti —dijo Grace.
—¿En mí?
—Por la forma en que… te pegaba y todo eso. Creo que es posible que se lo haya hecho a otras mujeres. Si las localizo, ¿estarías dispuesta a unirte a ellas para presionar a Paddy?
—¿Presionarle? —se oyó preguntar Marnie. Qué extraño era todo esto. Paddy de Courcy, después de todo este tiempo. ¿Presionarle?
—Si no da marcha atrás, tú y las demás iréis a la prensa con vuestra historia.
—¡La prensa!
—Probablemente no tendréis que llegar a eso. La amenaza será suficiente.
—Ah, bueno. —Su historia no podía salir en la prensa—. Grace, ¿qué te hace pensar que hay otras?
—Un par de detalles. Todavía no los he comprobado. Antes de seguir adelante con esto quería saber si estarías dispuesta a colaborar. —Después de una pausa, añadió—: Pero no tienes que hacerlo, Marnie. Solo te lo estoy preguntando porque prometí a esa persona, a Dee, que lo haría. Últimamente las cosas no han sido fáciles para ti y puede que esto sea lo último que…
—¿No quieres que vaya?
—En parte no, la verdad. Solo te lo estoy preguntando porque dije que lo haría…
—No paras de repetirlo. —Marnie se echó a reír—. Pero iré. —Estaba decidida. La atracción por Paddy seguía ahí, después de todos estos años. Jesús, era patética. Pero eso ya lo sabía.
—¿No crees que eso podría… —Grace titubeó—… empeorar las cosas para ti?
Marnie sabía que se estaba refiriendo a la bebida.
—¿Sabes una cosa, Grace? Puede que hasta me ayude.
—Puede —dijo Grace sin demasiada convicción.
—Dejar descansar el pasado.
—… Hummm, puede… —Entonces el tono de Grace cambió. Suavemente, dijo—: Marnie, si el asunto prospera, tendrás que venir a Dublín. Tendrás que coger un avión.
Marnie comprendió adónde quería ir a parar: podría no estar lo bastante sobria para hacer el viaje. No podía reprocharle su temor, pensó Marnie con tristeza.
—No te preocupes, Grace, te prometo que estaré bien. ¿Cuándo quieres que vaya?
—Pronto. Dentro de uno o dos días. ¿Estás segura de que quieres hacerlo?
—Sí.
Paddy de Courcy. Hacía mucho tiempo que no pensaba en él. Cada uno o dos años, mamá, papá o Bid mencionaban su nombre, pero Marnie nunca se permitía un viaje por el sendero de la memoria. Solo tenía que oír su nombre para que una especie de guillotina descendiera y cortara de cuajo todo pensamiento relativo al pasado.
Pero esta mañana no encontró defensa contra los recuerdos no deseados. Ahí estaban, frescos y nítidos, y de pronto se descubrió reviviendo la aliviadora sensación, cuando conoció a Paddy, de que finalmente había encontrado la parte que le faltaba.
Hasta ese momento había vivido su vida de una manera incompleta, sesgada, y fue un feliz descubrimiento saber que él se sentía tan vacío y necesitado como ella. Su querida madre había fallecido y su padre era demasiado extraño para poder darle amor. Paddy estaba solo y la ternura que Marnie sentía por él era tan intensa que casi le dolía.
Parecía que existieran en una frecuencia que solo ellos dos podían oír. Marnie siempre había vivido controlada por terribles temores e insoportables aflicciones; no podía recordar un solo momento en que no hubiera estado a merced de violentos vaivenes emocionales. Nadie —y aún menos Grace, con quien inevitablemente la comparaban— vivía la vida con la dolorosa intensidad con que ella la vivía. Hasta mamá y papá la miraban a veces desconcertados, como si no supieran de dónde había salido.
La avergonzaba, esa diferencia. Otras personas, los afortunados, parecían tener un botón de parada interno; un tope que sus sentimientos no osaban sobrepasar.
Pero Paddy era como ella. Vivía la vida con la misma pasión sin límites y la misma desesperación sin fondo. Ella ya no era el único bicho raro.
La conexión entre ambos fue inmediata e intensa, y el tiempo que pasaban separados era un suplicio. Aunque hubieran pasado todo el día juntos, lo primero que hacían al llegar a casa era llamarse por teléfono.
—Quiero deslizarme bajo tu piel —decía él—. Quiero meterte bajo mi piel y cerrarnos con una cremallera.
La primera vez que Paddy la llevó a su casa, Marnie la encontró tan fría y falta de amor que se le rompió el corazón. Parecía una casa abandonada; no había nada para comer y la calefacción estaba apagada. En la cocina hacía un frío que pelaba, la superficie de la mesa estaba pegajosa, el cubo de basura lleno hasta los topes. Era un lugar donde nunca se cocinaba, donde nadie se sentaba a comer, donde la leche se bebía directamente del cartón y los sándwiches de jamón se amontonaban, sin plato y mordisqueados, en el borde del fregadero.
La ausencia en ese hogar de un corazón afectuoso despertó en Marnie la vergonzosa sospecha —y sus sospechas, sobre todo las dolorosas, daban siempre en el clavo— de que si su madre no hubiera muerto, Paddy no se habría enamorado de ella. Había sido muy diferente antes de que su madre falleciera, él mismo se lo había dicho, y Marnie sabía —aunque Paddy no lo supiera— que esa muerte lo había convertido en una persona lo bastante vulnerable para necesitarla a ella.
Eso le hacía sentir no solo que se estaba aprovechando de él, sino que no era lo bastante buena para tener una relación con un hombre emocionalmente equilibrado. Solo un hombre angustiado podía interesarse por ella, porque era una mujer angustiada, y —he ahí el miedo más paralizador de todos— la angustia de Paddy podía sanar, mientras que la suya era permanente.
Intentó explicárselo a Grace, quien puso los ojos en blanco y exclamó:
—No podrías ser feliz aunque te apuntaran con una pistola en la sien. ¿Qué más da por qué te quiere? Te quiere y punto. ¿No puedes ver lo afortunada que eres?
Avergonzada, Marnie se esforzó por apreciar su buena fortuna. Grace tenía razón, la conexión entre Marnie y Paddy era excepcional.
Cuando no se tumbaban en los campos y pintaban las nubes, contemplaban las estrellas y planeaban su futuro.
—Siempre estaremos juntos —le prometía Paddy—. Todo lo demás no importa.
La cara oscura de su amor eran los celos. Aunque Marnie le juraba que nunca dejaría de amarle, Paddy veía al resto de los hombres como una amenaza. No pasaba una semana sin que la acusara de coquetear con Sheridan o «mirar» a otro hombre en una fiesta o no pasar suficiente tiempo con él.
En una ocasión en que cometió el error de decir que Nick Cave le parecía sexy, Paddy se puso hecho una fiera e hizo trizas las fotos de la revista que habían suscitado el comentario de Marnie. Durante meses, cada vez que sonaban The Bad Seeds, se levantaba y se largaba del cuarto. La paranoia de Paddy infectó a Marnie, que —casi para complacerle— empezó a mostrarse tan suspicaz como él. Las riñas apasionadas se convirtieron en algo rutinario, casi obligatorio. Era como un juego, un ritual de melodramáticas acusaciones seguido de un reencuentro lacrimógeno; su forma de demostrarse lo mucho que se querían.
A veces ella le acusaba de desear a Grace. E incluso a Leechy. Leechy no era precisamente agraciada; había más de un rasgo equino en sus facciones. (De hecho, su propio padre solía decirle, «¿De quién has sacado esa cara tan larga?», un comentario que dejaba a Marnie y a Grace horrorizadas. Luego se preguntaban la una a la otra, «¿Puedes creer que haya dicho eso, su propio padre?»). Pero Leechy era una chica dulce y afable, y empezó a aparecer después de las frecuentes peleas de Paddy y Marnie para consolar y tranquilizar a Paddy. A Marnie le sorprendía su descaro, pero cuando protestaba, Leechy aseguraba que lo hacía por compasión.
—Estaba muy triste. Te quiere con locura y no tiene a nadie más con quien desahogarse.
—Tiene a Sheridan.
Leechy le miraba con altivez.
—Sheridan es un hombre.
De vez en cuando del juego emocional pasaban al juego físico: un empujón aquí, un bofetón allá, un puñetazo en la cara de ella una noche especialmente agitada.
Cuando Grace expresaba su alarma, Marnie respondía:
—No es tan horrible como parece. Sus sentimientos son tan abrumadores que a veces no puede expresarlos de otra forma.
Hasta la quemadura de cigarrillo en la mano tuvo una explicación.
—Me ha dejado una marca permanente. Como un tatuaje. Pero no se lo cuentes a mamá —añadió.
Él se cansó de ella, así de sencillo. Eso se vio claramente después, con la sabiduría que da la experiencia. El declive de su relación de tres años podría reducirse a los últimos cinco meses y coincidió con los últimos cinco meses de Paddy en la facultad, entre enero y mayo. Visto objetivamente, era comprensible: una vida de verdad se abría ante él; Paddy ya no era un muchacho desconsolado y medio salvaje, sino un hombre con el ojo puesto en la carrera de abogado.
Hora de olvidar las cosas pueriles, como habría dicho papá.
Durante esa primavera probablemente tuvieron más peleas que su promedio ya de por sí elevado. Quizá Marnie, intuyendo inconscientemente que estaba perdiendo a Paddy, se aferró aún más a él. Y cuando Paddy quiso echar a volar, su desprecio se hizo todavía más patente.
Le dijo que ya no la amaba. Pero cada vez que tenían una pequeña discusión le decía que la odiaba.
—Esta vez va en serio —insistió.
Pero eso también lo decía siempre.
Durante los exámenes finales de mayo Marnie se esforzó por mantener a raya su paranoia. No podía perjudicar los estudios de Paddy. Y aunque se había enterado por Sheridan de que Leechy había estado yendo a su casa, no dijo nada.
Pero la noche siguiente al último examen, Marnie se permitió dar rienda suelta a sus reproches contenidos.
—¿Qué hacíais Leechy y tú cuando ella iba a verte a tu casa? ¿Os enrollabais?
Era, en realidad, una estrategia para sonsacar una declaración de amor —se la había enseñado Paddy— y en el fondo de su corazón Marnie sabía que no era cierto.
—Exacto —respondió él.
—No, en serio, ¿qué hacíais?
—Te lo acabo de decir.
Marnie pensó que estaba bromeando. Cualquier otra interpretación habría sido inimaginable.
—Es cierto, Marnie. Me la he estado follando cada día desde que empecé los exámenes. Tú y yo hemos terminado. ¿Cuándo te vas a dar por enterada?
Cuando comprendió que era cierto, se dobló por la mitad y aulló como un animal, pero seguía si entender que todo había acabado. Años más tarde, cuando fue capaz de verlo con cierta perspectiva, se dio cuenta de que ella no había tenido la culpa de eso. Que Paddy se hubiera acostado con Leechy fue doloroso, pero formaba parte de esa propensión a hacerse daño el uno al otro precisamente por lo mucho que se amaban.
—Dijiste que me querrías toda la vida. —Marnie tenía los ojos desorbitados.
—Te mentí. Lo nuestro fue solo un rollo de instituto.
No, no lo fue. Él era el amor de su vida, la clase de amor por la que una persona podría esperar cien vidas.
Revolviéndose como un animal en una trampa, se preguntó qué debía hacer. Estaba tan abatida que pensó que acostarse con el mejor amigo de Paddy era el paso lógico a dar.
Seducir a Sheridan fue más fácil de lo que había imaginado. Pero cuando terminaron, el sentimiento de culpa se apoderó de él.
—No se lo cuentes a Paddy —dijo.
Ella le miró casi con lástima. ¿Que no se lo cuente a Paddy? ¿Por qué creía que se había acostado con él?
—Paddy, pregúntame dónde estuve anoche.
—Me importa un carajo.
—Pregúntamelo de todos modos.
—Muy bien, Marnie. —En un tono inexpresivo—: ¿Dónde estuviste anoche?
—En la cama. Con Sheridan.
Y resultó que a Paddy le trajo sin cuidado que se acostara con otro, pero sí le importó que ese otro fuera Sheridan.
—¿Sheridan? —Su rostro se contrajo de ira—. La única persona en el mundo en la que confío y la has… corrompido.
Marnie no se sorprendió cuando la abofeteó. Se tambaleó hasta chocar contra la pared y él la abofeteó de nuevo, esta vez estampándola contra al suelo. Pero cuando recibió la patada en el estómago, comprendió que había ido demasiado lejos.
Enloquecido, Paddy le clavó patadas en las costillas, el pecho, la cara. Ella intentó protegerse la cabeza con los brazos, pero él se los apartó y le aplastó la mano derecha con un pie.
—Eres una zorra inútil y todo esto es culpa tuya. —Estaba de pie, resoplando por el esfuerzo. Ella en el suelo, hecha un ovillo—. Dilo. Eres una zorra inútil y todo esto es culpa tuya.
Estaba echando la pierna hacia atrás. Ella no creyó que pudiera aguantar otra embestida. La punta de la bota le aplastó el estómago contra las vértebras. Tuvo varias arcadas, pero ya solo echaba bilis.
—¡Dilo!
—Soy una zorra inútil —susurró mientras las lágrimas rodaban por su rostro— y todo esto es culpa mía.
—Exacto, culpa tuya. ¿Es que no puedes hacer nada bien?
Cuando volvió en sí en el hospital, conectada a varios aparatos, esperó encontrar a Paddy sentado junto a su cama, cabizbajo y arrepentido.
Pero solo vio a Grace.
—¿Dónde está Paddy? —dijo con la voz ronca.
—No lo sé.
Marnie supuso que había salido a fumar o a tomar algo.
Estaba preocupada. No les iba a ser fácil recuperarse de esta. Paddy tendría que hacer algo, buscar ayuda psicológica, hacer terapia, lo que fuera, para asegurarse de que esto no volviera a ocurrir.
Entonces descubrió que Paddy no había salido a fumar. Que no estaba en el hospital. Que no había estado nunca.
—¿Sabe que estoy aquí? —preguntó a Grace.
—Estoy segura de que sabe que estás en el hospital. Es el único lugar donde podrías estar, suponiendo que sigues viva.
Marnie no podía entenderlo.
—¿No ha llamado?
—No.
—¿No?
Estaba demasiado avergonzado por lo que había hecho, comprendió Marnie. Le iba a tocar a ella ir a buscarle, pero ahora mismo no podía moverse. La lista de sus lesiones ocupaba dos hojas. Grace insistió en que la leyera: fractura en un nudillo (de cuando le pisó la mano), contusiones en el hígado, hemorragia en el bazo, contusiones graves en las costillas y la clavícula.
La asaltó un pensamiento.
—Grace, ¿lo saben papá y mamá?
—No, no he podido localizarlos.
«Gracias, Señor.»
Sus padres estaban de vacaciones en Francia, con Bid.
—Grace, te lo ruego, no se lo cuentes.
—¿Estás loca? Por supuesto que voy a contárselo.
—¡No puedes hacer eso, no puedes! Si se lo cuentas no me dejarán estar con él. —De repente pensó en algo aún más atroz—. ¿Se lo has contado… se lo has contado a la policía?
—No… pero…
—¡Grace, no lo hagas, no lo hagas! —Lágrimas de pánico y frustración brotaron en sus ojos—. Por favor, eso es lo peor que…
—La enfermera dice que podría volver a hacerlo.
—No volverá a hacerlo, Grace. Tú no puedes entendernos, no puedes entender nuestra relación.
—¡Pero mírate! Estás en el hospital. Ha sido Paddy quien te ha hecho esto.
—Grace, no puedes contarlo. Sería como entregar a un miembro de la familia. ¡Paddy es uno más de la familia!
—Pero mira lo que te ha hecho.
—Grace, te lo suplico, júrame que no se lo contarás a la policía, y tampoco a papá y mamá. Todo irá bien. Te juro que no volverá a ocurrir.
Finalmente Marnie consiguió sacarle un juramento hecho a regañadientes, pero Grace se negó a ayudarla a levantarse y acompañarla a los teléfonos del pasillo.
—Tienes una hemorragia interna —dijo—. No puedes levantarte.
Marnie esperó a que Grace se marchara y, tirando del suero, caminó trabajosamente hasta los teléfonos públicos. Cuando marcó el número de Paddy y nadie contestó, sintió una especie de vértigo, como si se hubiera precipitado desde lo alto de un rascacielos y estuviera dando volteretas en el aire, primero los pies, luego la cabeza, luego los pies, luego la cabeza, con el viento silbando a su alrededor.
Al día siguiente dijo:
—Grace, he llamado a Paddy y no contesta. ¿Te importaría ir a su casa?
—Ni hablar.
—Por favor, Grace. He de verle.
—No. No voy a contarle a mamá lo que ha hecho, pero no pienso ir a su casa.
Marnie duró otras veintinueve horas antes de que la angustia la venciera. Se arrancó el suero del brazo, abandonó el hospital sin comunicárselo a nadie y cogió un taxi hasta la casa de Paddy. Abrió la puerta su extraño padre, que pareció alarmado al verle las heridas y vendajes y respondió a sus desesperadas preguntas.
—Se fue el miércoles pasado.
—¡El miércoles pasado! —¡Cuatro días!
—Hizo una bolsa y se largó.
—¿Hizo una bolsa? ¿Usted lo vio? ¿Y no se lo impidió?
—Es un hombre hecho y derecho.
—¿Adónde ha ido?
—Lo ignoro.
—¡Pero tiene que saberlo!
—Nunca me cuenta nada.
—Necesito mirar en su cuarto. —Subió las escaleras cojeando.
El cuarto todavía olía a él, pero su ropa y sus libros no estaban.
—Grace, ¿qué te parece si vamos a la policía?
—Excelente idea. Deberían detenerle.
—No, quería decir para informar de su desaparición.
—Paddy no ha desaparecido. Se ha ido. Su padre lo vio irse.
—Pero ¿a dónde?
—Dondequiera que sea, nunca será lo bastante lejos.
—Puede que haya ido a Londres. —Ya pensaba en ir allí.
—Ni hablar —dijo Grace—, no puedes ir tras él. Pudo matarte. Ni siquiera se ha molestado en averiguar si sigues viva.
—Se ha ido porque está asustado.
—No, se ha ido porque no le importas.
—Tengo que ver a Sheridan. Seguro que él sabe dónde está.
Pero Sheridan o no lo sabía o no quiso decírselo. Marnie no estaba segura.
Por inconcebible que le pareciera que Leechy pudiera saberlo y ella no, se tragó el orgullo lo suficiente para preguntárselo, pero Leechy tampoco sabía nada. De hecho, tuvo el valor de mostrarse casi tan abatida y preocupada como Marnie.
Paddy no regresó. Pasaron días, luego semanas. A lo largo de los meses de verano Marnie se mantuvo en guardia, cada célula de su cuerpo temblando de tensión, esperando impaciente su regreso. Octubre estaba en su punto de mira; Paddy tendría que volver para iniciar sus prácticas de derecho.
Hasta ese momento no le quedaba más remedio que pasar por la agonía del verano. Los soleados días y las largas tardes de julio y agosto se le hacían eternos. Cada mañana despertaba bajo un sol deslumbrante y burlón que la dejaba desprotegida y en carne viva. Pero sabía que el frío del otoño llegaría algún día. El aire cambiaría, el tiempo daría un respiro y Paddy volvería.
Cuando se la encontró en la calle, trató de esquivarla.
—Ni se te ocurra acercarte. Me das asco.
Siguió avanzando a grandes zancadas mientras ella se esforzaba por seguirle el paso.
—Paddy, puedes estar tranquilo, te he perdonado.
—¿Qué me has perdonado?
—Que… que me pegaras.
—¿Eso? —Parecía atónito—. Fue culpa tuya.
¿Lo fue? Pero ahora Marnie no disponía de tiempo para decidirlo porque Paddy estaba caminando muy deprisa y ella tenía sed de información.
—¿Dónde has estado todo el verano?
—En Nueva York.
—¿Haciendo qué?
—Divirtiéndome. —Por la forma en que lo dijo supo que su diversión había sido de naturaleza sexual.
—¿Por qué no me dijiste dónde estabas?
Paddy frenó en seco y la miró desde su elevada estatura.
—Porque no quería y no quiero volver a verte.
Marnie volvió a experimentar esa sensación de vértigo, como si se hubiera precipitado al vacío y estuviera dando vueltas y vueltas.
—Tendrás que olvidarte de él —dijo Grace, como si fuera tan fácil como decidir cambiar las sábanas de la cama.
—Lo haría si pudiera. —Marnie se habría cortado gustosamente un brazo si pensara que eso podía frenar el dolor. Pero se sentía pequeña e impotente frente al enorme poder de este.
Durante el verano había abrigado la esperanza de que su sufrimiento tuviera un límite. Ahora comprendía que siempre iba a estar ahí y que nada conseguiría apagarlo.
—Ten un poco de amor propio —le instó Grace.
—Me encantaría tenerlo —repuso con voz queda—. Si supiera dónde conseguirlo, iría allí como una bala.
—Solo has de decidir que lo tienes.
Marnie negó con la cabeza.
—Grace, no hay nada más aterrador… o humillante que el hecho de que un hombre ya no te ame.
—Le ocurre a todo el mundo. —Grace era desafiantemente práctica.
—Yo no soy todo el mundo. Yo no soy normal.
Ella era una hemofílica emocional. No podía cicatrizar. Todo lo malo que le habían hecho en la vida —empezando por el primer día de colegio, cuando la separaron de Grace— lo llevaba consigo como una herida tan fresca y dolorosa que parecía que le hubiera sucedido ayer. Nunca superaba los reveses.
—Y seamos realistas, Grace, aunque no estuviera jodida —consiguió soltar una risita—, aunque fuera la persona más equilibrada y alegre del planeta, olvidarse de Paddy de Courcy no es fácil.
Pasó los siguientes nueve meses —su último año de facultad— como un fantasma. Se licenció y apenas fue consciente de ello. Pasó un año, dos, tres, y el tormento de la ausencia de Paddy seguía siendo el principal aspecto de su vida. Tenía la sensación de que había apretado el botón de pausa de su existencia y estaba esperando el regreso de Paddy para ponerla de nuevo en marcha. Años más tarde, cada vez que recordaba esa época le costaba creer que no se hubiera quitado la vida. Pero había estado demasiado aturdida por el dolor para haber tenido siquiera el impulso.
Le llegó el rumor de que Paddy y Sheridan estaban compartiendo casa y lo sintió como una puñalada en el estómago: ¿por qué había perdonado a Sheridan y a ella no?
Solo un detalle mitigaba ligeramente su dolor: que Paddy no estuviera con Leechy.
Durante lo peor de la etapa post-Paddy sus padres la habían apoyado con discreción y sensibilidad. Nunca la interrogaban sobre los detalles de la ruptura, nunca le preguntaban por qué Leechy ya no venía por casa.
Fue papá quien le sugirió que cambiara de ciudad, y Marnie se sorprendió de lo mucho que esa idea la llenó de nueva energía. Su vida en Dublín era tan desastrosa que el hecho de empezar de nuevo en otro lugar podría purgarla, volverla utilizable. Primero pensó en San Francisco, luego en Melbourne; entonces, desalentada por los requisitos del visado, perdió brío y se conformó con Londres. Donde, todavía convaleciente por la pérdida, se embarcó en una carrera de idilios, saltando de un hombre a otro, en un intento por cicatrizar.
Leía libros de autoayuda, iba a terapia, escuchaba cintas subliminales y —combatiendo su sentido del ridículo— se repetía afirmaciones delante del espejo en un intento desesperado por sanar y cultivar el amor propio. Sus heridas eran impedimentos que intentaba ignorar, pero a pesar de sus valientes esfuerzos, estas conseguían manifestarse justo delante de las personas —generalmente hombres— a las que se las estaba intentando ocultar.
Transcurrido un tiempo, sus padres empezaron a dejar caer comentarios —casi orgullosos— sobre la próspera carrera política de Paddy. Era evidente que ignoraban el dolor que le producía, a Marnie oír siquiera su nombre, porque de lo contrario no lo habrían hecho. Ellos pensaban —compresiblemente— que su relación con Paddy había tenido lugar hacía tanto tiempo que por fuerza la había superado.
En un momento dado aceptó que iba a tener que pasar su vida sin Paddy, pero una parte de ella pequeña y despreciable —de vez en cuando le veía asomar la cabeza— seguía esperando. Era como una habitación que había permanecido cerrada e intacta desde que él se marchara y que estaba esperando a que se dieran las circunstancias idóneas para abrir las puertas, retirar las fundas de los muebles y dejar entrar la luz.