Marnie

Estaba tumbada en la cama del que fuera su cuarto en la adolescencia, escuchando el disco de Leonard Cohen que solía ponerse a los quince años. El disco de vinilo original. Algunas personas probablemente se habrían entusiasmado con él —niñatos con camisetas negras.

Había alguien en la puerta de la calle. Marnie tenía el cuarto justo encima, podía oír todo lo que ocurría abajo.

—¡Grace! —exclamó la voz de su madre—. Qué maravillosa sorpresa. ¡Y en plena jornada de trabajo!

Grace. Marnie estaba esperando una visita conciliadora. De hecho, había empezado a preguntarse qué la estaba retrasando.

—¿Dónde está Marnie? —Grace tenía la voz tensa.

—Arriba, en su antiguo cuarto, escuchando ese espantoso disco de Cohen. Debí partirlo en dos el día que se marchó de casa.

Al rato escuchó un suave golpeteo en la puerta de su cuarto y la voz de Grace diciendo:

—Marnie, ¿puedo entrar?

Barajó la posibilidad de negarle la entrada: podía decirle a Grace que se marchara sin necesidad de verla siquiera. Pero no había pegado ojo en toda la noche por culpa de su desbordante imaginación: terribles imágenes habían inundado su cabeza. ¿Qué había ocurrido exactamente entre Grace y Paddy? Necesitaba saberlo.

—La puerta está abierta —dijo.

Grace entró. Parecía avergonzada, pero estaba intentando reprimir algo: una energía, una agitación.

—Marnie, tenemos que hablar.

—¿Sobre qué? Damien no sabe lo de tu aventura con Paddy y quieres que no se lo cuente, ¿es eso?

—No fue una aventura, Marnie. Fue solo una estúpida… Y no, Damien todavía no lo sabe, pero voy a contárselo.

—A menos que alguien se te adelante.

—¿Es una amenaza? —Grace la miró con tristeza.

¿Era una amenaza? Marnie no estaba segura, no tenía mucha experiencia en amenazar a la gente. Pero le resultaba raro —¿agradable?— ver a Grace tan turbada, saber que tenía el poder de herirla como ella le había herido.

—Oye. —Se diría que Grace estaba esforzándose por calmar los ánimos—. Tengo muchas cosas que explicarte, y voy a hacerlo, pero ha sucedido algo que no puede esperar.

—Pues tendrá que esperar —repuso Marnie—. Quiero saberlo todo sobre Paddy y tú y quiero saberlo ahora. Y —añadió con toda la hostilidad de que fue capaz—, no me des una versión edulcorada para no herir mis sentimientos y evitar que beba.

Grace se estremeció. Luego se repuso con un:

—¿Estás sobria? No tiene sentido que te cuente la historia si vas a olvidarla.

—Estoy. Sobria —contestó Marnie con gélida solemnidad.

Miró fijamente a Grace, confiando en que el resentimiento que sentía se reflejara en su rostro. Grace le sostuvo la mirada unos segundos y luego bajó los ojos.

—¿Cómo es que no has bebido… después de lo que ocurrió? —preguntó.

—Querrás decir después de lo que descubrí. No quería preocupar a mamá y papá. —En realidad ignoraba por qué no se había emborrachado. El rechazo experimentado la noche previa, la humillación, el odio hacia sí misma, la sensación de que era una estúpida y siempre lo había sido, eran justamente los sentimientos que siempre intentaba borrar con el alcohol. Si a esa mezcla añadía la rabia —rabia contra Grace y contra Paddy— el resultado obvio habría sido una borrachera mayúscula. Pero en lugar de eso se había sentado en la cocina a charlar con su madre mientras bebía chocolate caliente, comía tarta de semillas de amapola y se quejaba de que las semillas se le metían entre los dientes.

—Puede que anoche madurara un poco —dijo Marnie con acritud—. Puede que mis ideales de juventud sobre las personas se hicieran trizas… —«O a lo mejor no soportaba el vino de ortigas de papá»—. Grace, cuéntamelo todo sobre tu gran idilio con Paddy. Y recuerda, si mientes lo notaré.

Uno de los dudosos «dones» de Marnie: reconocer cuando alguien estaba intentando darle gato por liebre.

—De acuerdo.

Grace se sentó pesadamente, abrió la boca y procedió a narrar la historia, empezando por la noche que entró a trabajar en The Boatman. A veces se detenía para escoger las palabras, ¿palabras —se preguntaba Marnie— que suavizaran las partes más crudas? Pero cuando llegó al final del relato, Marnie supo instintivamente que no se había dejado nada.

Grace estaba blanca como la leche.

—Estoy tremendamente avergonzada, Marnie, y sé que me quedo corta. Quise protegerte desde el primera día y ahora soy yo la que te está causando todo este dolor…

—Calla, Grace. Ya es suficiente por hoy. —Esto no terminaba aquí, pero Marnie estaba agotada.

—Entonces, ¿puedo contarte lo que ha ocurrido? —preguntó Grace.

Marnie asintió con los ojos cerrados.

—Hay otras dos mujeres que fueron maltratadas por Paddy, puede que incluso más. Esta noche volveremos a su casa.

—¿A casa de Paddy?

—Sí. ¿Quieres venir?

¿Quería?

¿Por qué debería ayudar a Grace? ¿Qué sentido tenía regresar al escenario de su humillación? Marnie se dio cuenta, no obstante, de que agradecía la oportunidad. ¿Por qué? ¿Acaso era masoquista? Pero la noche previa había sido demasiado caótica. Ahora tenía la oportunidad de hacer lo mismo, pero mejor.

—Vamos a redactar una declaración jurada —dijo Grace—. Explicaremos bajo juramento lo que nos hizo. Dee nos ha conseguido un abogado. ¿Estás con nosotras?

Marnie asintió con la cabeza.

—Yo me encargaré de todo. ¿Puedo contarte lo que hemos planeado para esta noche?

—No. —Quería que Grace la dejara sola. Estaba agotada.

Cuando Grace se hubo marchado, su madre entró en el cuarto y se sentó en la cama.

—Apaga ese canto fúnebre —le instó con suavidad—. Deprimiría hasta al mismísimo payaso Coco.

—Bueno. —Marnie levantó la aguja y Leonard Cohen se detuvo a media frase.

—Mucho mejor —dijo su madre—. ¿Te gustaría contarme qué está ocurriendo?

Marnie estaba abrumada por la situación. Con un gesto de impotencia, dijo:

—Paddy de Courcy…

—¿Qué pasa con él?

—Yo… Grace… es demasiado complicado.

—Paddy de Courcy fue tu novio en la adolescencia. Ha pasado mucho tiempo. Ahora estás casada y tienes dos hijas.

—Sí, pero…

—La persona que sigue viendo solo gigantes, es porque sigue mirando el mundo a través de los ojos de un niño. Anaïs Nin.

Marnie asintió con la cabeza.

—No cambian las cosas —prosiguió su madre—. Cambiamos nosotros. Thoreau.

—Muy bueno.

—Si no triunfas desde el principio, estás dentro de la media. M. H. Alderson.

Marnie dejó de mirar a su madre.

—Nunca críes una espoleta donde deberías tener la columna. Clementine Paddleford.

Marnie se miró el regazo.

—Cuando la vida nos tira limones…

—¡Basta ya! ¡Muchas gracias! —espetó Marnie.

Era como una repetición de la noche previa, con la diferencia de que hoy había dos coches. Marnie esperaba en uno con Zara y Selma y Grace en el otro con Dee y Lola. Eran las once menos diez y Paddy y Alicia estaban al caer.

Selma miró primero a Marnie, después a Zara, y rompió a reír.

—Esta claro que Paddy no tiene un prototipo.

Tenía razón. Marnie estaba fascinada con las otras dos. Zara poseía un rostro de una belleza sobrenatural y era tan larguirucha que parecía una persona normal a la que hubieran estirado hasta duplicarle la estatura. Selma, por su parte, tenía una cara delgada y angulosa, el pelo rubio y rizado y un cuerpo atlético corto y nervudo. Llevaba unos tacones demasiado finos para sus musculosas pantorrillas. Marnie pensó que parecía un aparador.

Hasta en la personalidad eran polos opuestos: Zara era lánguida y sarcástica y Selma segura de sí misma y respondona.

Mientras esperaban a Paddy y Alicia, intercambiaron batallitas.

Zara había sido su novia durante dos años y medio. Selma había estado con Paddy cinco años, tres de ellos viviendo juntos. A Zara la había preñado y violado. A Selma le había arruinado su carrera deportiva al romperle un hueso de la mano que nunca soldó bien.

—Es horrible, Selma —resopló Marnie—. ¿Por qué no fuiste a la policía? —Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera meditarlas.

Selma le miró con dureza.

—¿Por qué no fuiste tú a la policía?

—… Lo siento… —Era una pregunta absurda, teniendo en cuenta lo que Marnie había soportado de Paddy. Pero cuando oías que una persona había sido maltratada, la reacción automática era aconsejarle que fuera a la policía.

—Porque le amabas, ¿no es así? —insistió Selma—. Porque no querías meterle en problemas.

—Selma, lo siento, solo estaba pensando… —Dios, esta mujer daba miedo.

—Pues yo también le amaba —continuó Selma—. O por lo menos eso creía, pero no entraremos ahora en eso. Está claro que estaba mal de la cabeza. En cualquier caso, sí fui a la policía. En cuatro ocasiones diferentes.

—¡Caray! —exclamó Zara—. Me sorprende que sigas viva. ¿Y cómo logró librarse?

—Ya lo conoces —dijo desdeñosamente Selma—. Siempre conseguía que me retractara. Me juraba por la memoria de su madre que no volvería a ponerme un dedo encima, decía que la culpa la tenía su estresante trabajo. Lo de siempre. Y yo, burra de mí, le creía. Siempre me decía que las cosas cambiarían. Vivía constantemente con esa esperanza. —Soltó una pequeña carcajada—. Hasta que esa esperanza se desvaneció. Supongo que podría haber ido a la policía cuando me dejó, ya nada me lo impedía, pero… para entonces ya no era la misma.

—¿Autoestima por los suelos? —preguntó, compasivamente, Zara. Marnie escuchaba como hipnotizada.

—Estaba en un estado lamentable —dijo Selma—. Tardé un año en poder comer guisantes.

—¿Guisantes? —preguntó Marnie—. ¿Por qué guisantes?

—Porque las manos me temblaban tanto que se me caían del tenedor.

—¿Por qué nunca sale nada en los periódicos sobre él? —quiso saber Marnie.

—Mientras no haya alguien que realmente presente cargos contra Paddy, no hay nada de que informar.

—¿Y qué me dices de algo como «Policía alertada por escándalo en casa de Paddy de Courcy»?

Zara y Selma arrugaron la frente y miraron a Marnie con una mezcla de lástima y preocupación.

—¿Insinuaciones carentes de fundamento? —Zara enarcó sus finas cejas negras.

—¿Estás loca? —intervino Selma—. Les pondría una querella en menos que canta un gallo.

—Además, tiene a la prensa en el bolsillo —añadió Zara—. Mantiene excelentes relaciones con redactores y periodistas. Lo adoran.

—Alucinante —dijo Selma.

—¡Vivo en Londres! —Marnie sintió la necesidad de defenderse—. ¿Cómo iba a saberlo? —De repente dejó de respirar—. Oh, Dios mío, es su coche.

Las tres se hundieron en el asiento, si bien estaban demasiado lejos del edificio de Paddy para que pudiera verlas.

Selma no pudo resistir la tentación de levantar la cabeza para mirar.

—Ahí está, el muy cabrón —farfulló con la mirada brillante.

Esta vez habían decidido esperar tres minutos. Dee había llegado a la conclusión de que los once minutos de la noche anterior habían sido demasiados.

—Entrad con rapidez y contundencia —les había aconsejado—. A ser posible, antes de que haga pipí. Que no tenga tiempo de ponerse cómodo.

Mientras se apeaban de los coches, en dos grupos de tres, y unían fuerzas, Marnie observó a Selma caminar como un aparador hasta Grace y preguntar:

—Después de la cagada de anoche, ¿crees que te dejará entrar?

—Seguro —dijo Grace con un suspiro—. No nos tiene ningún miedo.

Dee logró colarlas en la portería.

—Courage, mes braves —dijo mientras subían por la escalera—. Estaré con vosotras en espíritu.

Grace iba delante, seguida de Lola, Selma, Zara y, cerrando la marcha, Marnie. Las piernas le temblaban por los nervios mientras avanzaban por el pasillo y se congregaban frente a la puerta de Paddy.

—Dale a la aldaba —dijo Selma a Grace.

—Pero está esperando a Dee, abrirá la puerta de un momento a otro.

—Dale a la aldaba —insistió Selma—. Sé proactiva.

Demasiado tarde. Paddy ya estaba abriendo la puerta, y cuando vio al grupo en el rellano, soltó una carcajada. Una carcajada auténtica, pensó Marnie, no esa risa falsa que a veces suelta la gente para desestabilizar al otro.

Hemos esperado demasiado, se dijo. Ha hecho pipí.

—¡Santo Dios! —exclamó—. ¿Qué queréis ahora?

—¿Podemos entrar? —preguntó Grace.

Paddy lanzó una mirada al cielo.

—Pero sed breves. Y no quiero que hagáis de esto una costumbre.

—Esta será la última vez —le aseguró Grace.

Mientras desfilaban frente a él, no escatimó en cumplidos.

—Lola, tan guapa como siempre. Selma, estás fantástica.

Solo cuando posó los ojos en Zara, Marnie advirtió en él una levísima pérdida de aplomo.

—… ¡La musa de Spielberg! ¡Qué honor! Y Marnie, naturalmente.

En la sala de estar, en el mismo escenario que la noche previa, todos tomaron asiento excepto Grace y Paddy. Marnie terminó sentándose en el mismo lugar del día anterior, lo cual interpretó como un mal augurio. Observó cómo Grace tendía un grueso sobre blanco a Paddy y este no lo miraba.

—¿Quieres que avise a Alicia? —preguntó solícitamente Paddy—. ¿Vas a repetir la extraña escenita de anoche, cuando le subiste las mangas?

Grace enrojeció y meneó bruscamente la cabeza.

—Hoy no vamos a necesitar a Alicia.

Le tendió nuevamente el sobre y esta vez —para alivio de Marnie— Paddy lo cogió.

—Un regalo —dijo Grace—. Copias de las declaraciones juradas de nosotras cinco, donde explicamos lo que nos hiciste. Los originales están en una caja fuerte.

Paddy tomó asiento, abrió el sobre y echó un breve vistazo a las hojas antes de dejarlas a un lado como si carecieran de valor alguno.

—A una sola mujer haciendo acusaciones —continuó Grace, de pie en el centro de la estancia— es posible hacerla pasar por chiflada, e incluso a dos. Pero a tres ya es más difícil. Y si se trata de cinco, poco puedes hacer. Sobre todo si una de ellas es una de las estrellas de Hollywood del momento.

Paddy rió.

—Y con el tiempo conseguiremos hablar con algunas más de tus ex.

Paddy le miró con una sonrisa divertida.

—Grace Gildee, eres la monda. Cuando algo se te mete entre ceja y ceja, no hay quien te pare.

Se volvió hacia Zara.

—¡Zara Kaletsky! Debo decir que es todo un honor para mí tenerte en mi humilde hogar. Háblame de Los Ángeles. ¿Es cierto lo que dicen? ¿Que allí la gente no come nunca?

—No he venido a hablar de Los Ángeles contigo —repuso fríamente Zara.

—Porque si la gente no come, es el lugar ideal para ti. —Paddy le guiñó un ojo—. Para ti y tu… ejem… viejo problemilla.

Marnie recordó haber leído en algún lugar que Zara había sufrido anorexia en la adolescencia. Señor, Paddy iba directamente a la yugular. Esto amenazaba con convertirse en una repetición de la noche anterior. Las humillaría una a una y se vendrían abajo.

—Y Selma. —Volvió hacia ella su dulce sonrisa—. ¿Cómo va tu firma de asesoramiento deportivo? Oh, lo había olvidado, tuviste que cerrar. Debió de resultarte muy duro. La vida no es fácil cuando no entra dinero… ¡En fin! —Amplió su sonrisa para toda la sala—. Me ha encantado hablar con vosotras, chicas, pero he tenido un día muy largo, así que si me disculpáis…

—Paddy, las declaraciones juradas —dijo Grace—. Vamos en serio.

Paddy estiró los brazos por encima de la cabeza y soltó un largo bostezo.

—¿En serio con respecto a qué? —Hablaremos con la prensa.

—¡No me digas!

—A menos…

—¿A menos que qué?

—A menos que… —Grace inspiró profundamente y la sala al completo se sumió en un silencio expectante. Marnie advirtió que hasta Paddy, que estaba dando la impresión de alguien a quien todo esto le traía completamente sin cuidado, prestaba atención—. A menos que dimitas como miembro del NewIreland —Grace procedió a contar con los dedos—, anuncies que abandonas la política, aceptes un puesto de profesor en una universidad de Estados Unidos durante al menos cinco años… —al ver que la lista continuaba, Paddy soltó una carcajada—… nos pidas perdón a cada una por separado, retires de ThePress la historia sobre las mujeres moldavas y renuncies a todos los demás planes de hundir a Dee.

—¿Eso es todo? —preguntó con una gran sonrisa.

—Sí.

Marnie captó un levísimo temblor en la voz de Grace. Puede que nadie más lo hubiera oído, pero ella la conocía tan bien…

—No pedís mucho —dijo Paddy con sarcasmo.

—Esas son las condiciones —dijo Grace—. O las cumples o vamos a la prensa con nuestras historias y te hundes de todos modos.

—Mi palabra contra la vuestra.

—Somos cinco, como mínimo. Bueno, ¿qué dices?

Paddy se reclinó en su asiento y, observado ávidamente por todas, cerró los ojos.

Marnie contuvo la respiración.

Finalmente, enderezó la espalda, abrió los ojos y las miró una a una.

La tensión en Marnie aumentó y pensó que iba a estallarle el pecho.

Paddy tomó aire para hablar.

—No —dijo.

¿No? Marnie se hincó las uñas en las palmas de las manos. Se avecinaba un fiasco aún peor que el de la noche anterior.

—¿Dimitir? —preguntó desdeñosamente—. ¿Abandonar la política? ¿Dejar el país? ¿Enseñar en una universidad extranjera? ¿Os habéis vuelto locas? Ni hablar.

—¿Hay algo de todo eso que estés dispuesto a hacer por nosotras? —preguntó Grace.

El temblor en la voz de Grace era ahora perfectamente audible, se dijo Marnie. Seguro que todo el mundo —incluido Paddy— podía oírlo. Rezó para que cerrara el pico. Las estaba humillando a todas. Paddy se echó a reír.

—No, nada.

—¿Ni siquiera renunciar a lo de la historia moldava? Renuncia a contar esa historia y nosotras renunciaremos a contar la nuestra. Es más que justo, ¿no crees?

—¡Oh, está bien! —Todavía sonriendo, Paddy dijo—: No sé de dónde habéis sacado la idea de que tengo influencia sobre los medios irlandeses. No soy más que un humilde diputado, pero intentaré hablar con algunos periodistas, a ver si consigo, como un favor personal, que den marcha atrás. —Con una risita ahogada, añadió—: Y, como gesto extraordinario, os pediré disculpas. —«Como si tuvieran algún valor», quedó flotando en el aire—. Pero eso es todo.

—¿Dejarás en paz a Dee y nos pedirás disculpas? —dijo Grace—. ¿Nada más?

—Nada más. Y o aceptáis mi oferta ahora mismo o la retiro.

—Acéptala, Grace —susurró Selma.

—No —dijo Zara.

—El tiempo corre —dijo Paddy.

—¡No! —insistió Zara—. Podemos conseguir más.

—Pero él ha dicho que no esta dispuesto a ofrecer más —replicó Grace.

—Esto es lo único que conseguiremos —dijo Selma.

—No. —Zara estaba visiblemente enfadada—. Hay que aguantar un poco más. Nosotras tenemos el poder.

Marnie observaba a Paddy atento a la discusión a tres. Tenía el rostro radiante: era obvio que estaba disfrutando de lo lindo.

—Se os está acabando el tiempo, chicas —advirtió.

—¿Qué opinas tú, Lola? —preguntó Selma.

—Hay que sacarle más —dijo Lola—. Como mínimo, la dimisión.

—¿Marnie? —preguntó Selma.

A Marnie le sorprendió que le preguntaran.

—Aceptad la oferta. —Le gustaría una disculpa.

—A la una… —dijo Paddy—… a las dos.

—¡Acéptala!

—¡No! —Zara hizo un último intento de decantar la balanza—. ¡Hay que sacarle más!

—¡… a las tres!

Con un hondo suspiro, Grace dijo:

—Gana la mayoría. —Se volvió hacia Paddy—. De acuerdo, aceptamos tu oferta.

—Sabia decisión, sí señor.

A Marnie le fascinaba lo divertido que Paddy encontraba todo esto.

—Y vosotras me entregaréis los originales de esas declaraciones juradas. Los quiero aquí mañana.

—De acuerdo —convino Grace con expresión apesadumbrada.

Si Marnie no supiera a ciencia cierta que Grace nunca lloraba, no le habría sorprendido ver una o dos lágrimas rodando por su rostro.

—Adelante entonces —dijo a Paddy con un suspiro.

—¿Adelante?

—Pide perdón.

—¿Qué? ¿Cuándo?

—Ahora.

—¿Te refieres a ahora mismo?

—¿Cuándo pensabas hacerlo?

—… Pues… —Paddy regresó a su asiento.

—¿Qué mejor momento que ahora que estamos todas? —preguntó Grace.

Paddy se hundió un poco más en la butaca. Marnie le observaba con fascinación. Era evidente que no quería hacerlo.

—No tiene por qué ser ahora —dijo.

—Probablemente sea lo mejor —repuso Grace—. Puede que pase mucho tiempo antes de que podamos estar todas juntas otra vez. Vamos —insistió—. Comienza por Lola.

Paddy miró a Lola. Parecía que se hubiera quedado sin palabras.

—… Lola…

Totalmente fuera de tu zona de comodidad, pensó Marnie.

—Siento… —le apuntó Grace.

—Siento haberte hecho daño.

—Y haber dicho que mi pelo era violeta —añadió Lola con voz queda—. Es molichino.

—Molichino —repitió él.

Le tocó el turno a Zara.

—Zara, siento haberte hecho daño.

Zara esbozó una sonrisita burlona y Paddy pasó a Selma.

—Selma, siento haberte hecho daño. Marnie, siento haberte hecho daño.

Demasiado rápido. Marnie había esperado que le dirigiera una palabras especiales, pero Paddy ya se había vuelto hacia Grace.

—Grace, siento haberte hecho daño.

Pronunciada la última disculpa, Paddy exhaló con patente alivio y, tras una fracción de segundo, la sala estalló en carcajadas. Todas, excepto Marnie, estaban riendo.

«¿Qué está pasando?», se preguntó.

—¿De qué os reís? —Paddy parecía desconcertado.

—De ti —dijo Zara—. Nos estamos riendo de ti.

—¿Por qué? —Paddy frunció el entrecejo con suspicacia.

—¡Siento haberte hecho daño! —le imitó Selma—. ¿Cuánto crees que duele una muñeca fracturada?

—¿O un bazo reventado? —dijo Zara.

—¿O un hombro dislocado?

—¿Realmente creías que esperábamos que dimitieras y te largaras a América? —preguntó, divertida, Grace.

—¿Entonces por qué lo dijiste? —preguntó Paddy.

De repente Marnie lo entendió todo.

Y también, a juzgar por su súbita cara de pasmo, Paddy.

—Una estrategia de negociación más vieja que matusalén —dijo Grace—. Pide más de lo que quieres conseguir. Y caíste en la trampa porque nos tenías por una pandilla de idiotas. Lo único que queríamos era que te comprometieras a dejar de sabotear a Dee.

—¿Te ha gustado nuestra actuación? —preguntó, riendo, Selma—. ¡Acepta, Grace! ¡No, no aceptes, Grace!

Lo habían ensayado, comprendió Marnie. Hasta el temblor en la voz de Grace. Le había invitado a participar en la farsa, pero ella había estado demasiado enfadada para aceptar.

—¿Y lo de las disculpas…? —preguntó débilmente Paddy.

—¡Te las pedimos solo para reírnos!

—¡Como si tus disculpas tuvieran algún valor! —declaró Zara con increíble desdén—. ¡Cómo si fuéramos a perdonarte algún día!

—Sabíamos que no iba a hacerte ninguna gracia —dijo Grace—. Después de todo, ser un pirado sediento de poder significa no tener nunca que decir lo siento.

Paddy se puso en pie. Tenía los puños apretados.

—¡Uuuuuhhhhh! —exclamaron burlonamente las cinco con cara de miedo, como si lo hubieran coreografiado.

—Cuidado, Paddy —dijo Grace—. No sabes medir tu fuerza. ¡Podrías hacer daño a alguien!

—¡Que nadie se le acerque con un cigarrillo encendido! —exclamó Lola, y las risotadas estallaron de nuevo con renovada intensidad.

Paddy volvió a sentarse lentamente y sus ojos viajaron de una mujer a otra mientras ellas se mofaban de él. Todo esto le había pillado completamente desprevenido, comprendió Marnie. De hecho, parecía realmente asustado.

—¡Solo te pedimos que te disculparas para humillarte!

—Y mírate —dijo Grace, provocando otra ronda de carcajadas—. ¡No puedes ni hablar!

Con los ánimos por las nubes, salieron del piso y bajaron para encontrarse con Dee.

—¡Ha sido un éxito! —declaró Grace.

Todas hablaban al mismo tiempo —todas excepto Marnie— contando a Dee lo que había pasado.

—… y Grace hizo ver que se ponía nerviosa…

—… y va Selma y dice, «¡Acepta!» y Zara, «¡No!»…

—… y entretanto Paddy sonriendo con suficiencia, pensando que nos estábamos viniendo abajo…

—… y no imaginas cómo lo humillamos…

—¡Todas a mi casa a brindar! —dijo Dee—. Grace, llama a tu hombre, se lo merece tanto como nosotras. De no ser por él, nada de esto habría ocurrido.

Grace miró con nerviosismo a Marnie y dijo:

—No, Dee, es tarde, probablemente esté durmiendo.

—¡Pues despiértalo! —le ordenó Dee—. ¡Hay que celebrarlo!

—No, olvídalo…

Marnie se dio cuenta de que Grace temía que le contara a Damien lo suyo con Paddy.

—Llámale —dijo en voz baja—. No voy a decirle nada.

No lo hacía por lealtad a Grace, sino porque ya había causado demasiada destrucción, sobre todo a Daisy y Verity. Ya había suficiente dolor en el mundo para que ella añadiera más. Pero estaba enfadada con Grace. No le había perdonado. «Puede que nunca lo haga.» La idea era sorprendente. Interesante.

Quizá Grace lo intuyera. Quizá, pese a las palabras de Marnie, no confiara en ella, porque dijo que Damien no contestaba. Levantó el móvil.

—No responde.

—Prueba en el fijo —le ordenó Dee.

—Ya lo he hecho.

—Prueba en su oficina.

—También lo he hecho.

—Déjale un mensaje contándole lo que ha sucedido. Tal vez se una a nosotros más tarde —dijo Dee—. ¡Vale! ¡Nos vamos!

Marnie se subió al coche de Selma pero pidió que la dejaran en una parada de taxis.

—¿No vienes a casa de Dee a celebrar la caída de Paddy de Courcy? —Selma y Zara la miraron atónitas.

Marnie negó con la cabeza. Solo quería largarse. Ojalá pudiera regresar a Londres ahora mismo, pero el último vuelo de la noche ya había salido.

—Si es lo que quieres… —dijo Selma.

—Es lo que quiero. —Marnie saltó del coche y cogió un taxi hasta casa de sus padres.

Estaba empezando a asimilar las implicaciones de lo sucedido esta noche. No había vuelta de hoja, no había forma de eludir la verdad: ella no había sido nada, no había sido nadie, para Paddy; una cosa de adolescentes que había olvidado por completo. Eran tantas las mujeres que habían pasado después de ella, incluida su hermana. Mujeres que la eclipsaban, que habían estado más tiempo con Paddy, que habían vivido con él…

Su rostro enrojeció al reconocer que esta noche había confiado en que él se comportara como si entre ellos existiera un vínculo especial que estaba por encima del paso del tiempo; que aunque su amor había sido demasiado incendiario para poder sobrevivir, se habían llevado dentro el uno al otro mientras forjaban sus respectivos caminos.

Pero la suya no había sido una gran pasión. La verdad, pura y dura, era que ella había sido una neurótica insegura y que durante un tiempo él se había sumado a esa neurosis antes de decidir que, en realidad, quería ser normal.

Se sentía humillada y enfadada. Pero ¿con quién estaba enfadada? ¿Con Grace? ¿Con Paddy? ¿Consigo misma? Lo ignoraba. Lo único que sabía era que por la mañana regresaría a Londres y no estaría sola.

El alcohol la estaría esperando.

El alcohol nunca le fallaría.