Capítulo 25
En noviembre tuvimos que aprendernos de memoria el discurso de Julieta en clase de inglés. «¡Galopad con brío, fogosos corceles, hacia la morada del Febo!» Habla de que está deseando que llegue la noche porque se muere de ganas de reunirse con Romeo. Lee puso las manos sobre mi libro y escribió en el margen «LF y CL = R y J», y lo rodeó con un corazón. Aquel día estaba ansiosa por que llegara el viernes, ya que había quedado con él para ir al cine, y me pareció comprender perfectamente los sentimientos de Julieta.
Pero estaba claro que no había entendido nada.
Los segundos de aquel martes parecían horas. Y cada hora parecía un mes. Normalmente no me daba tiempo a terminar los exámenes de biología, pero ese día no solo lo terminé, sino que me sobró tiempo para repasarlo varias veces.
Doce horas más. Nueve horas más. Cuando vi a Nia y a Hal en el pasillo, de camino al gimnasio, me alegré de que no habláramos en el instituto, y no porque temiese que si me veían con ellos aquello fuera el equivalente a un suicidio social. El problema era que no podría fingir que estaba preocupada por el paradero de Amanda, porque sabía dónde estaba (o dónde estaría en cuestión de unas horas) Aquella noche iba a ser muy emocionante porque iba a reencontrarme con Amanda. Y solo estaríamos las dos. Me había dejado un mensaje y, aunque fuera una postura mezquina e inmadura, no podía evitar sentirme orgullosa de que me hubiera escogido a mí. Vale, también había sido amiga de Nia y de Hal, no estaba intentado negar eso. Todos éramos sus supuestos guías. Puede que ella se saltara las clases para pasar el día con Hal en Baltimore, o para ir de tiendas con Nia en busca de roba estilo vintage. Pero en último caso, ella y yo teníamos algo especial, algo que no tenía con nadie más.
El sol se había pasado todo el día jugando al escondite con las nubes, pero al atardecer el cielo estaba cubierto por una gruesa capota gris. Todo apuntaba a que me iba a tocar una noche pasada por agua en lo alto de la colina Crab Apple, así que decidí que no me llevaría el telescopio si se cumplían mis predicciones. Al fin y al cabo, mi intención tampoco era ponerme a mirar las estrellas. A eso de las siete empezó a chispear, y no tardó en ponerse a llover a cántaros. Me hice una nota mental para acordarme de coger el enorme chubasquero amarillo de mi madre del vestíbulo de la entrada. Pero media hora después asomé la cabeza por la puerta trasera y vi que el cielo estaba despejado y que las estrellas brillaban sobre el inmaculado manto oscuro que cubría nuestra casa. Parecía que tuvieran un mensaje para mí.
Y en cierto modo, así era.
Cuando llegué a casa, me pareció oír deambular a mi padre por su taller, pero no bajé a comprobarlo. Después de la pelea que habíamos tenido la semana anterior en la supuesta casa de Amanda, apenas nos cruzábamos. No sé si me estaba evitando o si era yo la que lo hacía, pero, en cualquier caso, el resultado era el mismo: nos estábamos manteniendo alejados el uno del otro. Lo sorprendente de esa noche, en comparación con todas las demás que llevábamos viviendo en extremos opuestos de aquella especia de zona privada desmilitarizada, fue que cuando bajé sobre las nueve a hacerme un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada, había comida preparada en la cocina.
Al principio pensé que sería una cacerola sucia, pero como no lo había visto cuando me había hecho el desayuno por la mañana, deduje que alguien había tenido que usarla recientemente. En ella había unos restos de macarrones con queso. Intenté recordar cuándo había sido la última vez que habíamos comido algo que requiriese ingredientes perecederos como leche y huevos; pero no lo conseguí.
Durante un tiempo después de que mi madre se marchara, muchos amigos y vecinos habían venido a traernos cosas como cazuelas, paquetes de provisiones, tartas y galletas. Era como si hubieran decidido que lo más fácil era actuar como si, en lugar de marcharse, mi madre hubiera muerto. Pero en una ocasión, una de las vecinas, Cara Marks, le había hecho demasiadas preguntas a mi padre cuando vino a dejarnos una ensalada de guisantes, y lo siguiente que recuerdo es a mi padre echándola a patadas por la puerta junto con su vajilla.
No hace falta decir que, después de eso, la comida había dejado de llegar.
Y al parecer había vuelto, pero no tenía ganas de analizar el porqué. En lugar de eso, envolví mi comida y volví al piso de arriba. Aún tenía unas horas por delante hasta mi cita con Amanda, pero no quería correr ningún riesgo. Ella solo había leído el planisferio una vez, la noche de enero que fuimos a ver las estrellas, así que no era descabellado pensar que hubiera malinterpretado la hora, o que no fuera consciente de que las estrellas tardan muy poco tiempo en desaparecer por el horizonte. Así que fui a mi habitación y revisé la mochila. Linterna. Planisferio. Móvil. Llave. Cuando estuviera frente a Amanda, le haría miles de preguntas.
Quería conocer todas las respuestas.
Puse la tetera a hervir, y cuando volví al piso de abajo, ya estaba silbando. Por si acaso se ponía a llover otra vez, metí un jersey de sobra en la mochila junto con el chubasquero de mi madre. Llené el termo con agua, le añadí cacao en polvo y giré la tapa; después lo guardé y me eché la mochila al hombro. El cuerpo me vibraba por la emoción del encuentro. Mientras cogía el telescopio de mi madre, me pregunté si debería dejarlo una nota a mi padre. Aunque durante los últimos meses no parecía importarle en absoluto dónde me metía, no era imposible que le diera por subir a mi habitación a ver cómo estaba.
¿O sí lo era?
Una vez más, no tenía sentido que le dijera adónde iba:
(Querido papá, he ido sola a sentarme en una colina a medianoche. No me esperes despierto. Te quiero, Callie.)
Tampoco me hacía gracia la idea de mentirle. Así que ¿qué podía decirle en la nota?
El telescopio pesaba bastante y ya se me empezaba a clavar en el hombro. Aquel debate interno estaba durando demasiado. Pensé que lo último que necesitaba era que mi padre llamara a la poli en un ataque de pánico, porque para una vez que hubiese decidido interesarse por mí en todos esos meses, no me hubiera encontrado en mi habitación. Así que escribí apresuradamente una nota y la dejé sobre la mesa de la cocina. Aunque era un poco imprecisa, parecía perfectamente creíble:
Papá, he quedado con una amiga y volveré tarde.
C.
Después de escribirla, la releí un par de veces, preguntándome si alguien que viera la nota la encontraría extraña, o si a partir de aquella simple frase podrían saber lo mucho que nos habíamos distanciado mi padre y yo en los últimos meses. Durante unos instantes pensé en añadir algo (¿«Te quiero. C.»?), pero decidí dejarlo. Con los problemas que últimamente teníamos mi padre y yo, ¿qué podría cambiar una palabra más o menos?
La lluvia había dejado un agradable olor a tierra mojada. Podía sentir todas las flores y semillas que había bajo el suelo, preparándose para emerger de entre la tierra.
Sentí un zumbido extraño que me inundaba la cabeza, y ni siquiera el peso del telescopio y de la mochila pudieron frenar mi paso. Eran casi las nueve en punto. Quedaban dos horas. Coloqué el telescopio en lo alto de la colina. Como estaba falta de práctica, tardé más de lo que esperaba en localizar Bellatrix. Pero cuando la encontré, con su luz blanca y azulada, que brillaba en el cielo de la noche, sentí una oleada de alegría no comparable con nada que hubiera sentido en mucho tiempo. Era como si Bellatrix me hablara, como si su brillante luz fuera una promesa: «Amanda va a venir. Amanda va a venir»
Durante la siguiente hora, me pareció oler el perfume de Amanda un par de veces. En una de ellas, incluso me levanté y me puse a llamarla, pero no hubo respuesta. A las diez y cuarto, empecé a sentirme un poco inquieta. No soy de esas personas que tienen miedo a la oscuridad —nada más lejos—, pero se estaba haciendo tarde y yo estaba allí sola en medio de ninguna parte. Era como para ponerse a tiro de cualquier chalado que pudiera pasar por allí.
De repente, oí que alguien ascendía por la colina, alguien que avanzaba a toda velocidad. Por un segundo, sentí que el corazón me retumbaba en la garganta. Me giré hacia la dirección de la que provenía el sonido.
—¡Amanda! —grité.
Una cabeza apareció sobre la cima de la colina, pero no era la de Amanda. Era la de Hal.
—¿Callie? —preguntó. Llevaba puesto un jersey grueso, como si él también hubiera planeado pasarse una buena parte de la noche a la intemperie.
—¿Hal? —mi desilusion me hizo adoptar un tono rudo—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Yo… —miró a su alrededor de forma casi frenética—. Se supone que iba a encontrarme con…
Pero antes de que terminara la frase, escuchamos unas pisadas que ascendían cuidadosamente por el otro lado de la colina. Con un tremendo alivio, volví a darme la vuelta para encarar ese nuevo sonido. Puede que no fuera la reunión privada que esperaba, pero al menos iba a venir.
—¿Amanda —dijo una voz.
Una voz que, evidentemente, no era la de Amanda.
Un segundo después, Hal, Nia y yo nos mirábamos en lo alto de la colina.
—Amanda me dijo que… —Nia estaba jadeando por la subida.
—¿Te llamó? —preguntó Hal.
Nia negó con la cabeza y levantó una mano. Hal se giró hacia mí.
—¿Y a ti qué te dijo? —preguntó.
Por su voz parecía aún más decepcionado que yo, si es que eso era posible, y volví a preguntarme si Amanda y él habrían sido algo más que amigos.
—Me dijo que me reuniera aquí con ella —dije. Estaba tan frustrada que podría haberme echado a llorar—, cuando Bellatrix desapareciera del horizonte.
—¿Qué es eso de Bellatrix? —preguntó Nia, que había recuperado el aliento—. Su nota no hablaba más que del misterio permanente de Bellatrix, y ni siquiera sé lo que es —Nia también estaba enfadada, y golpeó un arbusto cercano con el brazo.
—Ella… —me temblaba la voz, así que tuve que aclararme la garganta para poder continuar—. ¿Os dijo que si veníais aquí resolveríais el misterio de Bellatrix?
—¿Qué carajo está pasando aquí? —preguntó Hal. Como nadie respondió, volvió a decirlo—. ¿Qué carajos pasa aquí? ¿Dónde está Amanda?
En ese momento me di cuenta de que Amanda no iba a venir. Era una certeza tan clara y definida como la propia Bellatrix; brillaba en el centro de mi cerebro con la misma intensidad blanca y azulada.
Amanda no nos había reunido allí para que pudiéramos verla. Nos había traído para que Nia y Hal pudieran verme a mí.
Me dejé caer sobre el suelo empapado.
—Amanda no va a venir —dije.
—¿Qué? —dijo Nia entre dientes.
—Amanda no va a venir —repetí.
—¿Me dejaste tú esta nota? —preguntó Nia, que dio un paso adelante y empezó a agitar un trozo de papel delante de mis narices.
—Tranquilizate, Nia —dijo Hal—. Sabes perfectamente que fue Amanda quien te la dejó.
—¿Y para qué? —exclamó Nia, y por un instante pensé que iba a echarse a llorar—. ¿Qué sentido tiene dejarnos notas para decirnos algo sobre un estúpido misterio que se supone que debemos resolver, si después no piensa aparecer?
—El misterio no es de Amanda —dije con voz cansada y apagada.
—¿Qué? —dijo Nia—. ¿De qué estás hablando?
—El misterio no es de Amanda —repetí—. Es mío. De alguna manera, Amanda lo ha descubierto y ahora quiere que haga algo por resolverlo y que vosotros seáis mis testigos —aunque mis palabras parecerieran una locura, en cuanto las pronuncié supe que eran ciertas.
—Y qué, ¿vas a resolver el misterio de Bellatrix? —dijo Nia con voz maliciosa.
La miré, y esta vez pude responder con más firmeza que unos minutos antes.
—No —dije— no es Bellatrix. Es Beatrice. Voy a resolver el misterio de Bea Rossiter.
Cuando terminé de contarles la historia, Hal y Nia se quedaron callados durante mucho tiempo. Después, Hal soltó un larguísimo silbido.
—¿Cómo lo descubrió Amanda? —preguntó Nia.
—No tengo ni idea —respondí levantando la cabeza, que hasta entonces me había cubierto con las manos.
—Sabes que tienes que ir a la policía, ¿verdad? —dijo Nia— Estamos hablando de un crimen grave. Y tú… tú eres prácticamente cómplice de lo que ha pasado. Por Dios, Callie, ¿en qué estabas pensando?
—Gracias por tu apoyo —volví a bajar la cabeza.
Nia estaba siendo brusca y agresiva como de costumbre, pero Hal me habló con suavidad y dulzura.
—¿Qué quieres hacer ahora?
—No sé qué se supone que debo hacer —dije—. No sé si debería ir a la policía. Puede que Amanda hubiera pensado otra cosa.
—¡Esto es una mierda! —exclamó Nia.
—Tranquila, Nia —dijo Hal.
Durante todo el tiempo que estuve hablando, Hal estuvo con la mirada perdida en el cielo, como si me escuchara pero, al mismo tiempo, esperase que Amanda apareciera. Ahora se dio la vuelta y se acercó para sentarse a mi lado.
—Siento mucho que ocurriera. Siento que te ocurriera a ti.
Nia soltó un bufido.
—No le ocurrió exactamente a ella. Le ocurrió a Bea.
—Nia, cállate de una vez, ¿vale? —dijo Hal. Y, para mi sorpresa, Nia le hizo caso.
Hal estaba tan cerca de mí que nuestras rodillas casi se tocaban. Ni siquiera me había dado cuenta de que me había puesto a llorar hasta que Hal me tocó la mejilla con la mano, dejando un ligero rastro de humedad.
—Escucha —dijo con serenidad—. Vas a hacer lo correcto.
Ahora fui yo la que resopló.
—Sí, lo malo es que no tengo ni idea de lo que es.
—Lo descubrirás —dijo Hal, y después añadió con más aspereza—: ¿Verdad, Nia?
—¿Por qué me incluyes en este festival de condolencias? —preguntó Nia— Yo no tengo ni idea.
Al ver que Hal y yo nos quedábamos callados, añadió:
—Sí, ya pensarás en algo, Callie —se produjo otro silencio y después Nia dijo, con más tranquilidad—: Debió de ser muy duro cuando apareció en tu casa.
Yo asentí.
—Lo fue —dije—. De verdad que sí.
Un segundo después, y para mi sorpresa, sentí que Nia me daba un apretón en el hombro. Los tres nos quedamos en silencio durante un rato más. Finalmente, Hal dijo:
—Me alegro de que nos lo hayas contado.
—Bueno, en realidad fue ella la que me empujó a decíroslo —dije.
La voz de Nia llegó desde algún punto incorrecto en la oscuridad.
—Te entiendo. Ella quería que pudieras confiar en nosotros, y de alguna manera forzó la situación para que fuera así.
—Y no es que te lo pusiéramos precisamente fácil —dijo Hal con una sonrisa, que pude percibir a pesar de la oscuridad.
—Bueno, puede que alguno te lo pusiera más fácil que otros —añadió Nia, y también pude notar una sonrisa en su voz.
—Puede —dije, y volvimos a quedarnos en silencio; pero esta vez no fue un silencio incómodo.
—Vamos para abajo —Hal se levantó y se sacudió los vaqueros—. Amanda no vendrá esta noche.
Por su voz, pude ver que había aceptado la evidencia de que aquella noche tampoco la veríamos.
—Sí, este sitio está empezando a darme escalofríos —dijo Nia. Para mi sorpresa, me ayudó a levantarme del suelo.
Le cogí de la mano y los seguí durante un par de pasos, pero después me detuve.
—Escuchad, chicos, tengo que parar un momento.
—¿Estás bien? —preguntó Hal.
Asentí.
—Es solo que… quiero quedarme un rato a solas.
Nia se acercó a mí y me miró a los ojos.
—No irás a hacer ninguna estupidez, ¿verdad?
—¿Cómo qué? ¿Tirarme desde lo alto de la colina?
Nia se encogió de hombros.
—Puede ser.
—No —le dije mientras negaba con la cabeza—. Necesito pensar un rato, pero no es nada malo.
—Está bien —me soltó de la mano tan repentinamente como me la había agarrado.
—De acuerdo —dijo Hal—. Pero ya sabes que nos tienes para lo que necesites, ¿vale? Llama en cualquier momento.
—Lo sé —dije—. Gracias.
Un minuto después, desaparecieron colina abajo.
✿✿✿
—Nunca me había pasado toda la noche despierta —admití—. Y mucho menos, fuera de casa.
El sol estaba saliendo por el horizonte, y bajo la pálida luz del amanecer pude ver el contorno del rostro de Amanda y el paisaje que se extendía más allá de la colina de Crab Apple. En los labios le quedaban algunas migas de las patatas que nos habíamos comido.
—¿No te dicen tus padres que te vayas a la cama? —pregunté.
Me apreté con fuerza el saco de dormir alrededor de los ojos, temblando. Aunque hacía una temperatura bastante suave para ser enero, el aire era tan frío que me salía vaho de la boca.
—Ellos también son lechuzas nocturnas —dijo Amanda—. De vez en cuando nos cruzamos a las cuatro de la mañana porque ninguno puede dormir.
A veces la vida de Amanda me parecía de lo más extraña. Era como si hubiese crecido en otro planeta y no en otra ciudad. Traté de imaginarme a los miembros de la familia Valentino encontrándose unos con otros en el pasillo de su casa como si fueran coches de choque abiertos durante toda la noche. Pero entonces recordé que Amanda no estaba viviendo entonces con sus padres. ¿Cuándo habrían ocurrido esos sucesos a altas horas? Estaba a punto de preguntárselo cuando Amanda señaló el telescopio.
—Suerte que me encontré con esto, o no lo habrías sacado nunca del armario. Todavía no puedo creer que dejaras de usarlo durante tanto tiempo.
Bostecé y dije:
—Ya, bueno… —mi voz de apagó a medida que el bostezo se hizo más intenso; después continué—. No es que tuviera muchas ganas de revivir los buenos momentos que he pasado con mi madre ahora que se ha ido.
Amanda había estado tumbada, pero de repente se incorporó tan deprisa que el saco de dormir se le deslizó hasta las rodillas. Solo llevaba una camisa fina encima de una camiseta sin mangas, así que pensé que acabaría congelándose.
—¡No! No debes pensar así —su voz era intensa—. Es tu deber mantenerla viva. Mantenerla en tu entorno. Así, cuando regrese, será como si nunca se hubiera ido.
—Sí, ya —dije riéndome.
No sabía que era más absurdo: si la idea de que alguna vez pudiera sentirme como si mi madre nunca se hubiera ido, o la de que fuera a volver.
Amanda se inclinó sobre mí con una expresión seria.
—Lo digo en serio, Callie. Todo lo que me has enseñado esta noche, lo de encontrar las estrellas, el planisferio y las longitudes, eso es tu madre. Es tu madre dentro de ti. Tú eres la Osa Menor y ella la Osa Mayor. Sois un todo —juntó las manos, una envolviendo el puño de la otra—. Solo se habrá ido si tú dejas que se vaya.
Por la forma en que Amanda apretaba las manos, sentí que estaba intentando decir algo más. Algo para lo que quizá no encontraba las palabras adecuadas. Pero antes de que pudiera preguntarle por ello, vio algo debajo.
—¡Mira!
Seguí la línea de su dedo, que apuntaba hacia el oeste.
Por debajo de nosotras, Hal Bennett estaba corriendo. Sus piernas volaban detrás de él y sus brazos se movían con energía. Tal vez porque estaba muy lejos y no podíamos escucharlo, o porque era un corredor nato, el caso es que no parecía costarle ningún esfuerzo correr así. Era como si se deslizara sobre la tierra.
—¿Qué? —preguntó Amanda.
No me di cuenta de que estaba sonriendo hasta que Amanda me dio un codazo.
—¿Qué, qué? —pregunté, incapaz de evitar que mi sonrisa creciera.
—¿A qué viene esa sonrisa?
Como estaba sonriendo de oreja a oreja, tratar de negarlo había sido ridículo.
—Nada —dije—. Solo… —me encogí de hombros.
—Estás intrigada —dijo Amanda.
Me encantó su forma de decirlo. No un comentario del tipo «Te has quedado flipada» o «Te gusta, ¿eh?» que habrían dicho Heidi, Traci o Kelly.
Estás intrigada.
Asentí, sin dejar de sonreír.
—Estoy intrigada —admití.
—¿Por qué? —preguntó Amanda—. ¿Qué es lo que te intriga de él?
—No sé —dije—. Es que… —cerré los ojos y evoqué la imagen de Hal corriendo—. Es tan… Es tan personal. Tú no lo conociste antes, cuando estábamos en Primaria, pero entonces era… un pringado absoluto, en serio. Y de repente este año se ha convertido en un pibón, y mientras todo el mundo habla de él, a él parece no importarle. ¡Es como si ni siquiera lo supiese! —finalmente abrí los ojos y miré el lugar donde había estado Hal—. Me gustaría ser así.
—¿Un pibón del que todo el mundo habla? —preguntó Amanda riendo. Pero, por su forma de decirlo, supe que había entendido lo que quería decir.
—Ser yo misma —dije en voz baja—. Me gustaría ser yo misma.
Se produjo una pausa y después Amanda me acarició los dedos.
—¿Sabes lo que pienso, Callie? Que ha empezado a brillar tu estrella, y que todos tus sueños están en camino.
—Qué bonito —dije—. ¿Te lo has inventado tú?
Ella negó con la cabeza, metió la mano en la bolsa y sacó dos patatas. Después de darme una, se llevó la otra a la boca.
—Es de Paul Simon. Ten, desayuna algo —mordió un trocito de su patata—. Es la comida más importante del día.
Me quedé en silencio, masticando. Cuando fui a coger otra patata, dije:
—¿Le conoces?
Pero no respondió. Cuando miré a Amanda vi que el saco de dormir le cubría la mitad de la cara y que estaba profundamente dormida.
✿✿✿
Me había perdido la desaparición de Bellatrix en el horizonte. Pero en lugar de entristecerme, supe que no tenía importancia. Casi podía oír la voz de Amanda en mi oreja, diciendo «Es mejor ver cómo sale».
Me levanté y me sacudí los vaqueros. Después cogí el telescopio y lo plegué mucho mejor de cómo lo había encontrado horas atrás. El chasquido sordo que produjeron las patas al colocarse en su sitio pareció ser la manifestación física de las decisiones que estaba tomando en mi mente, y cuando terminé de desmontarlo y me lo colgué del hombro, supe lo que tenía que hacer y cómo llevarlo a cabo.