Capítulo 14
¡Imposible! Miré a mi alrededor. Estaba la hamaca que había visto aquel día desde la bici: también el amplísimo porche. Y aunque el color de la puerta fuera diferente, el resto del lugar era idéntico al que había visto.
Tenía que ser la casa en la que Amanda me dijo que vivía.
—¿Es posible que viviera antes aquí? —cuando pasamos por allí en bici, estábamos a finales de noviembre, y ahora estábamos a mediados de marzo. Cierto es que Amanda nunca comentó que fuera a mudarse, pero estaba claro que había muchas cosas que Amanda había olvidado mencionar.
—Hmm, supongo que es posible —el hombre soltó una risita—, pero tendría que haber sido hace mucho tiempo. Mi esposa y yo vivimos aquí desde hace cincuenta años.
No podía creerme lo que me estaba pasando.
—Amanda Valentino —empecé a decir y, tras todos los temores que había tenido sobre el comportamiento de mi padre, ahora era yo la que sonaba ruda y enfadada— es una adolescente, más o menos de mi altura. Es guapa. Suele cambiar su aspecto a menudo. Me dijo que vivía aquí.
El anciano no pareció escuchar la última frase, porque una idea lo distrajo.
—¿Es posible que estén buscando a Calista? ¿A Callie?
—¿Qué? —la voz de mi padre fue casi un alarido.
Nuevamente, el anciano no pareció reparar en ello.
—Sí, tiene que ser ella la persona que se refieren. Una chica encantadora. Nos ayudó a mi esposa y a mí con unos recados durante el invierno, durante ese mes de enero tan frío. ¡Cariño! —giró la cabeza para llamar a alguien que estaba dentro de la casa—. Han venido unas personas muy simpáticas que están buscando a Callie.
Me sentí un poco mareada y me pregunté si acabaría desmayándome. Mientras me agarraba a mi padre para buscar un punto de apoyo, una mujer mayor apareció al lado del anciano. Estaba tan encorvada como él, llevaba un vestido casi del mismo color que el de su rebeca. Una vez leí en alguna parte que las personas casadas terminan teniendo un aspecto parecido, y me pregunté si eso es lo que les habría ocurrido a ellos.
—¿Sí? —dijo.
—Cariño, han venido unos amigos de Callie. La están buscando.
El rostro de la mujer se iluminó y esbozó una enorme sonrisa.
—¡Qué chica tan encantadora! ¿Les ha contado Harold lo mucho que nos ayudó este invierno? No sé qué habríamos hecho sin ella.
—Además es lista como un zorro —prosiguió el anciano—. Quiere ser astróloga.
—No, Harold —la mujer le dirigió una mirada cariñosa—, se dice astrónoma —después se giró hacia nosotros—. Verán. Su madre era astrónoma, así que por eso ella también estaba interesada en serlo.
Sentí que ahora era el brazo de mi padre el que empezaba a temblar. Al ver que no decíamos nada, la expresión de la mujer cambió de repente.
—¿Ocurre algo malo? No se habrá metido en algún lío, ¿verdad?
Milagrosamente, encontré el aliento suficiente para responder, aunque con voz un poco más temblorosa de lo que había deseado.
—No, nada de eso —conseguí decir—. Es que pensaba que estaría aquí. Pero ella está bien, de maravilla.
—¡Qué alivio! —exclamó la mujer—. Hace tiempo que no la vemos, pero nos dijo que vendría por aquí.
—¿Les apetece pasar a tomar una taza de café? —preguntó el anciano.
—¿O de té? —añadió la mujer—. Tenemos unos tes estupendos que seguro que les gustarán.
Declinamos su oferta, nos despedimos, salimos del porche y subimos a la camioneta; todo ello sin ser siquiera conscientes de lo que estábamos haciendo. Papá descendió del bordillo tan rápido que las ruedas chirriaron, y estoy segura de que dejaron un rastro sobre el asfalto. Cuando llegamos a la esquina, torció a la izquierda, después se echó a un lado y pisó el freno.
—¿A qué clase de juego enfermizo estás jugando Callie? —respiraba con fuerza y tenía la cara enrojecida.
—¿Yo? ¿Te crees que estoy jugando a algo? ¿Estás de coña?
Se inclinó hacia delante y me puso un dedo delante de la cara.
—¿Cogiste el dinero de alguna parte? ¿Es eso lo que pasó?
—¿Crees que robé el dinero y después me inventé una historia sobre Amanda? ¿Es eso lo que estás diciendo? —subí tanto la voz que prácticamente estaba gritando.
—No sé qué creer —dijo mi padre—. No te entiendo en absoluto.
—¿Qué no me entiendes? Ahora sí que tienes que estar de coña —sentí que iba a romper a llorar, pero estaba tan enfadada que me daba igual—. Yo no soy la que se pasa la mitad del día borracha, papá. Ni la que está convirtiendo la casa en un bosque de desperdicios. Yo no soy la que está perdiendo la cabeza, ¿vale? ¡Así que no vengas a decirme que soy un misterio para ti, cuando la única persona que ha cambiado por completo eres tú!
Estaba jadeando. Aparté la mirada de él, girándola hacia la ventana. Estábamos delante de otra casa victoriana, no tan bonita como aquella en la que supuestamente vivía Amanda, pero bastante resultona a pesar de todo. Durante unos instantes, me sentí abrumada por el deseo de vivir en ella. O en cualquiera de las casas que se alineaban en esa calle.
O en cualquier otra casa que no fuera la mía.
Mi padre y yo nos quedamos sentados sin decir nada durante unos segundos que parecieron eternos. Después arrancó el motor y empezó a avanzar en dirección a casa.
No hablamos en todo el camino, pero cuando mi padre aparcó delante del garaje, dije:
—Quédate el dinero, papá. ¿Qué más da de dónde haya salido? ¿Qué importa lo que hiciera para conseguirlo? Quédate el dinero y salva nuestra casa.
No quise esperar a que me respondiera, así que bajé del coche y cerré la puerta. Después entré en casa y me fui directa a mi habitación. Necesitaba estar sola, para tumbarme y tratar de encontrarle sentido a un mundo que, a lo largo de las últimas treinta y seis horas, se había vuelto completamente loco.
Cuando abrí la puerta de mi habitación, esperé por un momento encontrarme una nueva nota de Amanda, pero aunque quité el edredón de la cama y rebusqué entre las almohadas, no conseguí encontrar nada. Incluso abrí los cajones de mi escritorio, pero tampoco hubo suerte. Después me tumbé en la cama, sin saber si me sentía aliviada o decepcionada.
Cuando empecé a cerrar los ojos, sonó un golpecito en la puerta; después, otro.
—¿Qué? —exclamé. Lo último que me apetecía hacer era seguir discutiendo con mi padre.
No huno respuesta, pero sonó otro golpe.
—¿Qué? —repetí, esta vez más alto.
Siguió sin haber respuesta, pero sonaron dos golpes muy seguidos.
Con un sonoro suspiro, me levanté y atravesé la habitación.
—¿Qué? —dije prácticamente con un grito cuando abrí la puerta.
Pero allí no había nadie.
—¿Pero qué…?
Al oír otro golpe, me di cuenta de que el sonido no provenía de la puerta, si no de la ventana. Me acerqué y me asomé por ella.
Entonces vi a Hal Bennett, que estaba en la parte de atrás de mi casa.