Capítulo 23
Cuando terminamos de comer, pensé que tendríamos tiempo para hablar un rato más sobre Amanda, pero la madre de Nia dejó bien claro que la tarde del domingo quedaba reservada para hacer los deberes. Hal y yo comimos todo cuanto quisimos, pero después tuvimos que marcharnos. Así que, cuando nos despedimos, no habíamos hecho ningún plan sobre lo que yo ya empezaba a considerar como el Proyecto Amanda.
El lunes vi de lejos a Hal y a Nia, que estaban en el pasillo de humanidades. Aceleré el paso para tratar de alcanzarlos, ya que antes los había visto charlando en una de las mesas de la cafetería, pero no había podido acercarme a hablar con ellos. Últimamente, parecía que los únicos momentos en los que me sentía bien, como si no tuviera que fingir que era algo que no soy, era cuando estaba hablando con ellos de Amanda. Pero en cuanto entré en la cafetería, Kelli me saludó con la mano desde nuestra mesa de siempre, y Lee estaba sentado a su lado. No podía fingir que no los había visto, así que pasé de largo frente a Nia y Hal y me uní al grupo.
Me consoló ver que a Lee se le iluminó el rostro cuando me senté, como si se alegrara mucho de verme. Se inclinó hacia mí y me dijo:
—La noche del sábado fue increíble, ¿eh?
—¡Desde luego! —intenté animarme por haber escogido sentarme con ellos, pero en realidad mi respuesta había sido una mentira absoluta.
Cuando terminamos de comer, mis amigos tenían que ir en la dirección contraria a la mía, así que pude salir sin problemas detrás de Hal y Nia. Mientras caminaba, pasé junto a Bea Rossiter y, como siempre, mi estómago pegó un vuelco.
Aceleré el paso para dejarla atrás. Cuando le di un toque a Hal en el hombro, su entusiasta saludo borró todos mis pensamientos sobre Bea.
—¡Hola! Justo ahora iba a enviarte un mensaje —después bajó la voz—. Cuando acaben las clases vamos a quedar para comprobar las direcciones que nos dio Amanda. Parece la mejor manera de empezar a buscarla. ¿Quieres venir?
—Seguro que tiene mejores cosas que hacer, Hal —dijo Nia, sin dignarse siquiera a mirarme a los ojos.
Por la forma en que lo dijo, me pregunté si me habría visto pasar antes junto a su mesa o si simplemente había decido meterse conmigo sin venir a cuento. Al salir de su casa el día anterior, había pensado que las cosas habían mejorado entre nosotras; pero al parecer había sido demasiado optimista.
—No, la verdad es que no —repuse.
—Estupendo —o bien Hal había decidido ignorar las chispas que saltaban entre Nia y yo, o bien no se había enterado de nada—. Empezaremos por los apartamentos del centro. Sabes a cuáles me refiero, ¿no? A Los Riviera.
Había pasado miles de veces por delante del cartel que anunciaba los nuevos apartamentos de lujo de Orion.
—«Los Riviera: más que un lugar para vivir, son un modo de vida» —recité de memoria.
Hal se rió y, muy a su pesar, Nia también sonrió.
—¿Quedamos allí a las cuatro? —propuso Hal.
Al día siguiente tenía examen de historia para el que necesitaría clavar codos durante unas horas, y un montón de lecturas que preparar para ponerme al día.
—Perfecto —asentí alegremente—. Nos vemos a las cuatro.
El edificio de los apartamentos Riviera no tenía nada que ver con los demás que había en el centro de Orion. La calle mayor de la ciudad (que de hecho se llamaba Calle Mayor) estaba compuesta principalmente por edificios de madera y ladrillo, y ninguno tenía más de cuatro o cinco pisos de altura. Se produjo una enorme polémica cuando el ayuntamiento anunció el proyecto para edificar Los Riviera, que estaban pensados para ser una torre de cristal y acero de unos diez pisos de altura. Mi madre se involucró mucho en el asunto. Se refería al edificio como «la nuevayorkización de Orion»; pero, en mi opinión, la idea de que un solo edificio pudiera convertir a Orion en Nueva York era absolutamente ridícula, teniendo en cuenta que las dos ciudades tenían tanto en común como yo con una supermodelo.
Al final, los promotores del proyecto tuvieron que conformarse con una torre de cristal de cinco pisos que parecía aún más fuera de lugar de lo que habría estado una de diez. Era como si alguien hubiera empezado a construir un maravilloso rascacielos de Manhattan y en el último momento hubiera cambiado de idea y se hubiera limitado a ponerle un techo a un pequeño edificio de cristal. Básicamente, te daba la impresión de estar mirando a una supermodelo preadolescente y achaparrada.
Cuando llegué con la bici, Nia ya estaba allí, apoyada en el parquímetro al que había encadenado la suya. Sentí un nudo en el estómago. Ojalá Hal hubiera llegado primero.
—Hola —dije al llegar junto a ella, mientras me bajaba de la bici.
—Ah, hola —no dijo nada más.
Soporté el silencio durante unos diez segundos, y después empecé a balbucear:
—Mi madre odiaba este edificio —al darme cuenta de que estaba hablando en pasado, me apresuré a corregirme—. Lo odia, quiero decir.
En caso de que Nia se hubiera dado cuenta de que había algo raro en mi dificultad para discernir entre el presente y el pasado, no lo hizo notar.
—La mía también —dijo.
¿Ahora éramos amigas? ¿Estábamos empezando a llevarnos bien? Me resultaba imposible comprender por qué a veces me hablaba tan bien y otras prácticamente me soltaba un ladrido. Traté de no tentar a la suerte diciendo algo más y, afortunadamente, Hal llegó poco después. Venía montado en una bici que era demasiado pequeña para él y, por lo que pude ver cuando desmontó, además era rosa.
—Perdón por llegar tarde —dijo, jadeante—. Tenía una rueda desinflada y no encontraba la bomba.
—¿Es la bici de tu hermana? —preguntó Nia levantando una ceja.
—Soy lo suficientemente hombre como para montar en una bici de chica —Hal retrocedió unos pasos para contemplar la cestita blanca y las borlas que colgaban del manillar.
—Desde luego —asentí—. Si alguien puede sobrevivir a una bici de chica, ese eres tú.
—Gracias, Callie —dijo Hal, y me dio una palmada en el hombro—. Agradezco tu confianza en mí.
—No olvides que ha dicho «si alguien puede…», lo cual no implica que sea posible —le recordó Nia.
—Ya, ya —dijo Hal mientras encadenaba la bici.
Los tres nos dimos la vuelta y nos pusimos a mirar el edificio. Finalmente, Nia rompió el silencio:
—Según dijiste, Amanda estaría viviendo con su madre en el piso piloto hasta que su apartamento estuviera listo.
—Eso es —dijo Hal—. Al parecer, pidieron toda clase de enseres importados de Europa.
Echamos a andar hacia el edificio. Las puertas automáticas de cristal se abrieron sin hacer ningún ruido, revelando un vestíbulo aún más lujoso de lo que me había imaginado. Del techo colgaba una gigantesca lámpara de araña con miles de piezas de cristal tintineantes, y el suelo estaba cubierto con losas de mármol de color rosa oscuro. Mi madre había arrugado la nariz cuando me dijo que era una horterada total, pero no pude evitar pensar que habría molado mucho vivir allí. ¡Tenían incluso un gimnasio y una piscina en la azotea!
Había un hombre sentado detrás de un escritorio de madera. Frente a él había una placa dorada que lo acreditaba como conserje. Al verlo, me pregunté cómo nos las arreglaríamos para subir a ver si, efectivamente, Amanda vivía allí.
Dado que yo era la más adelantada, fui la primera en llegar a la mesa del conserje. Hal y Nia llegaron detrás de mí unos segundos después. El hombre nos miró como si, después de unos zapatos llenos de barro, lo que más le molestara ver sobre los suelos de mármol fuera un grupo de adolescentes.
—Eh… Hola —saludé.
—Hola —respondió.
Aunque no creo que se alegrara demasiado al vernos aparecer por su inmaculado vestíbulo, nos dirigió una amplia sonrisa. Me pregunté si se la habrían enseñado en la escuela de conserjes.
—Queremos, eh…
—Queremos ver el piso piloto —dijo Nia con el mismo tono serio y educado que utilizó en el despacho de Thornhill.
—¿Estáis buscando piso los tres? —preguntó el hombre, condescendiente.
—No, nuestros padres —dijo Hal rápidamente—. Hemos quedado con ellos aquí.
—Ya —dijo el hombre. Y para mi enorme alivio, señaló con el dedo hacia su izquierda—. En ese caso, coged el ascensor que está a vuestra derecha. Está en el cuarto piso, apartamento D.
El ascensor era tan pretencioso como el vestíbulo, cubierto con paneles de madera y con su propia lámpara de araña en miniatura. Cuando se abrieron las puertas en la cuarta planta, el pasillo me decepcionó un poco, pues con sus paredes de estuco y la moqueta industrial, parecía más bien el pasillo de un hotel que el de un edificio pijo de Nueva York. El apartamento D estaba muy cerca del ascensor y tenía la puerta entornada. De repente me di cuenta de que podíamos estar a pocos segundos de descubrir dónde vivía Amanda realmente, y el corazón empezó a latirme con fuerza. ¿Estaríamos a punto de resolver el misterio? Apenas abrimos la puerta, supe la respuesta:
No.
El apartamento piloto era un cruce entre una oficina y un bodegón. Las paredes de cristal proporcionaban una vista vertiginosa; podías ver la totalidad de Orion y las montañas que se alzaban al sur de la ciudad. El mobiliario era supermoderno, el salón tenía una tele de pantalla plana que era casi tan grande como la de Nia, y en el comedor había una mesa preparada hasta el último detalle para la cena. También había un puñado de revistas desperdigadas al azar sobre el sofá beis, como si alguien que viviera allí acabara de terminar de leerlas. Al lado de la puerta principal había una mesa con un fax y una pila de folletos en los que podía leerse:«Los Riviera: más que un lugar para vivir, son un modo de vida». Encima del texto había una foto del edificio iluminado por la noche. Todo estaba inmaculado, ni siquiera había una taza de café sobre el escritorio.
La idea de que alguien pudiera vivir allí era ridícula.
—¿Hay alguien? —dijo una voz, y al momento apareció una mujer rubia y muy atractiva. Vestía con una falda negra, muy ceñida, y con una chaqueta de color crema.
—Hola —dijo Hal.
—Ah, hola —saludó la mujer con voz alegre—. ¿Estáis buscando piso?
—No exactamente —admitió Hal—. En realidad nos hemos inventado una excusa para poder entrar.
—Que intrigante —dijo la mujer con voz melosa—. Un misterio.
—Sí, eso es —Nia tomó el mando de la conversación—. Estamos buscando a una amiga nuestra que nos dijo que vivía aquí.
—¿En Los Riviera? Entonces seguro que puedo ayudaros a encontrarla —la mujer nos dedicó una enorme sonrisa, como si no le importara que fuéramos tan tontos como para no pensar en utilizar la guía telefónica para localizarla. Me di cuenta de que esta mujer empezaba a irritarme.
—Vivía en este apartamento —interrumpí.
—¿En este? —la mujer nos miró a los tres uno a uno. Era evidente que había pasado de encontrarnos divertidos a desear que el conserje fuera más estricto a la hora de dejar pasar a la gente—. ¿Os dijo que vivía en el apartamento 4-D? Pero si aquí no vive nadie, es el apartamento piloto.
Enfatizó estas dos últimas palabras y las pronunció lentamente, como si pensara que nuestra confusión se debía a que no entendíamos bien nuestro propio idioma.
Aunque me cabreaba que fuera tan condescendiente con nosotros, no podía negar que lo que le decíamos era una locura, así que me di la vuelta para marcharme.
—Venga, chicos, vámonos —dije—. Esto es ridículo.
—Espera un momento —Hal avanzó un paso hacia la mujer—. Ella tenía nuestra edad, y era muy amigable. A veces llevaba ropa un poco extraña.
Para mi sorpresa, el rostro de la mujer se iluminó.
—Debéis de estar refiriéndoos a Chloe. Creo que dijo que se llamaba así. Llevaba una peluca azul… Ah, y también una rubia platino.
Me quedé de piedra. Era imposible que hubiera otra chica paseándose por Orion con pelucas de diferentes colores. Pero entonces…
—En realidad se llama… —empecé a decir, pero Nia me interrumpió.
—Así que conoce a Chloe —enfatizó el nombre y me miró de reojo.
La mujer recuperó su simpatía y se sentó en el borde de la mesa, balanceando una de sus bien torneadas piernas mientras nos sonreía.
—Bueno, yo no diría que la conozco. Pero su madre y ella estuvieron pensando comprar un apartamento aquí.
—¿Conoció a su madre? —preguntó Hal con ansiedad.
—Sí, claro. Yo… —empezó a decir, pero se detuvo y dejó la mirada perdida unos segundos—. Espera, ahora que lo mencionáis, las dos veces que estuvo aquí, su madre llamó mientras estábamos hablando para decir que no le daba tiempo a venir. Chloe se llevó un folleto de… Creo que era el ático. Era muy simpática. La segunda vez que vino, me trajo una galletita. ¿No os parece encantador?
—Sí, encantador —dijo Nia con sarcasmo—. ¿Y nunca dijo nada de volver con su madre o de por qué no había podido venir?
—Lo siento, no lo recuerdo —la mujer negó con la cabeza—. Puede que dijera algo del trabajo, pero creo que me lo estoy inventando. ¿Por qué? ¿Ha pasado algo?
—No, nada —respondió rápidamente Nia.
—Bueno, supongo que no entenderíais bien lo que os dijo —la mujer se levantó y dio una palmada, como si celebrara que hubiéramos resuelto el misterio—. Debió de deciros que estaba mirando el apartamento piloto porque su madre y ella estaban pensando en vivir aquí. Pero se refería a vivir en el edificio, no en este apartamento concreto —soltó una risita y abarcó con un gesto el inmaculado apartamento en que nos encontrábamos—. Supongo que sabéis lo que quiero decir.
—Por supuesto, ya está claro —dijo Nia. Su voz seguía cargada de sarcasmo—. Muchas gracias por su tiempo.
—Ha sido una placer conoceros —la mujer nos estrechó la mano uno por uno—. Puede que vuelva a veros si vuestra amiga y su madre terminan mudándose aquí.
—Puede —dije.
Nia y yo la despedimos con la mano, pero Hal estaba demasiado confuso por lo que había pasado como para pensar en ser educado. Cuando llegamos al ascensor, pulsó con enfado la flecha que apuntaba hacia abajo y no dijo una sola palabra mientras cruzábamos el vestíbulo de camino a la calle. Cuando llegamos donde habíamos dejado las bicis, se montó directamente en la bici rosa de su hermana y exclamó:
—¡A Comfort Inn! —y después salió disparado calle abajo.
✿✿✿
El camino era bastante llano y no resultaba duro, pero Hal iba tan rápido que al final llegamos todos jadeando al aparcamiento del Comfort Inn. Había pasado millones de veces junto a ese lugar, pero nunca lo había visto tan de cerca, y debo reconocer que era mucho más cutre de lo que me había imaginado. En serio: si Amanda estaba viviendo allí, prefería no saberlo.
—No sé si seré capaz de entrar —dijo Nia al contemplar la pintura descascarillada de la fachada y los hierbajos que asomaban entre las grietas del asfalto—. Este sitio es deprimente.
Para mi alivio, Hal nos propuso que le esperásemos fuera mientras él entraba para hablar con el gerente. Cinco minutos después, cuando Hal salió negando con la cabeza, no supe si me sentía aliviada o decepcionada por haber llegado a otro callejón sin salida.
—El tipo pensaba que le estaba tomando el pelo —dijo—. Tengo la impresión de que esto no es precisamente un hotel familiar.
—¿Le describiste cómo era Amanda? —preguntó Nia.
—No, no se me ocurrió —si ya estaba frustrado por la experiencia en Los Riviera, ahora estaba completamente fuera de sus casillas—. Solo le dije que buscaba a una chica llamada Amanda Valentino, pero no quise decirle nada más.
—Es posible que…
—Olvídalo, Nia —dijo Hal—. Amanda no hizo más que jugar con nosotros. Somos idiotas por pensar que algo de lo que haya hecho o dicho pudiera tener sentido.
—Hal, no… —estaba a punto de decirle que no pagara su frustración con Nia, pero antes de que pudiera terminar la frase, me interrumpió.
—Olvidadlo. Olvidad todo lo que he dicho desde que empezó este asunto. Y olvidaos también de Amanda. Al menos, eso es lo que pienso hacer yo.
Un segundo después, salió disparado por la ruta 10 a una velocidad que no habría creído posible conseguir con una bici rosa de niña.
—Guau —Nia se quedó mirando cómo desaparecía por el horizonte.
—Guau —repetí—. Se ha cabreado de verdad.
—Ya ves.
—¿Crees que…? —vacilé un instante, pensando en todos esos retratos de Amanda que Hal tenía en su cuaderno— ¿Crees que había algo entre ellos?
—No, no puedo imaginarme a Amanda como la novia de nadie. Aunque sé…
La voz de Nia se apagó, y me di la vuelta para mirarla. Estaba jugueteando con el manillar de su bici, mirándolo como si fuera la cosa más fascinante del mundo.
—¿Qué? —pregunté al ver que no terminaba la frase.
—Sé cómo se siente —una vez que dijo la frase, Nia pareció relajarse lo suficiente como para mirarme a los ojos—. No quiero volver a la vida que llevaba antes de conocer a Amanda.
Estábamos hablando de algo muchísimo más serio que vestidos y maquillajes, la afirmación de Nia era tan cruda que tuve miedo de responder. Estaba segura de que si le decía que yo me sentía igual, me respondería algo como: «¿Qué sabrás tú?». Así que no quise estropear la situación.
—Ya —terminé diciendo.
Nia colocó un pie sobre el pedal de la bici.
—No conoces a nadie que se llame Chloe, ¿verdad?
Empecé a recordar la lista de mis compañeros de clase y negué con la cabeza.
—No creo que haya nadie que se llame así en nuestro curso.
—Bueno, tengo que volver a casa —dijo—. Se está haciendo tarde.
Pensé en la casa de Nia, en las risas coqueteos de sus padres, en el tío bueno de su hermano, en la deliciosa cena que la estaría esperando.
—Sí, yo también debería volver —me pregunté si la calefacción estaría encendida siquiera.
—Vale, pues… adiós —dijo Nia. Se impulsó sobre los pedales y empezó a alejarse.
—Adiós —le dije mientras salía pedaleando detrás de ella.
Me di cuenta de que no habíamos dicho nada sobre proseguir la búsqueda de Amanda.
¿Pero de qué habría servido?
✿✿✿
Cuando llegué, la casa estaba fría, pero percibí el olor de la calefacción, así que supe que al menos la caldera estaba funcionando. Había luz por debajo de la puerta del sótano, pero como no tenía ganas de ponerme a lidiar con mi padre, me fui directa a mi habitación. Me sentí abrumada por la cantidad de cosas que tenía que estudiar, y que no había hecho antes para poder realizar esa búsqueda que había resultado ser una completa pérdida de tiempo. Amanda había contado tantas mentiras que, de no ser por Hal y por Nia, hubiera creído que todo había sido un producto de mi imaginación. Puede que hubiera empezado a preocuparme, no por su desaparición, sino porque siquiera hubiese llegado a existir.
Al llegar a lo alto de las escaleras, vi que había luz en mi habitación, y me enfadé mucho conmigo misma por haberme olvidado de apagar la lámpara de lectura. Lo último que le hacía falta a mi padre era una factura de la luz desmesurada. Una cosa era que nos cortaran la calefacción —al fin y al cabo, la primavera ya estaba cerca—, y otra muy distinta que nos cortaran la luz.
Pero cuando abrí la puerta de mi habitación, me di cuenta de que la luz no provenía de la lamparita, sino de un diminuto árbol de Navidad de aluminio que estaba encendido en mitad de mi cama. Solté un grito ahogado. Porque allí, debajo del árbol, había un sobre morado con el dibujo de un coyote en la esquina superior izquierda.