Capítulo 2
Pero mi padre no estaba allí.
Había tres sillas dispuestas frente al escritorio del señor Thornhill. La del centro estaba vacía, mientras que las otras estaban ocupadas por Nia Rivera, la tía más rara de segundo, y por Hal Bennett, a quien podríamos considerar como un pringado en proceso de rehabilitación. Durante toda la Primaria, Hal había sido el típico flacucho que llevaba los pantalones tan subidos que le quedaban pesqueros; alguien a quien parecía que su madre le cortaba el pelo poniéndole un tazón en la cabeza. Pero al parecer se había pasado todo el verano en el gimnasio o con un asesor de estilo, porque, cuando regresamos al instituto en septiembre, estaba mucho más bueno. Llevaba camisetas vintage y pantalones desgastados que llenaba por completo —ya sabéis lo que quiero decir—, y se había dejado ese peinado enmarañado, de color rubio oscuro, que está tan de moda. Además, era un genio del arte. Tal vez lo hubiera sido siempre, pero este año había hecho una devastadora caricatura de Thornhill para el periódico del instituto que había causado sensación durante unos cuantos días, y en noviembre había sido elegido para ir a Nueva York a representar a todo el estado de Maryland en un concurso convocado por un conocido museo. Incluso había aparecido en el radar de las Chicas I. La semana anterior, durante el almuerzo, Kelli y Traci habían estado hablando sobre lo cañón que se estaba poniendo Hal Bennett; y, tras varios años temiendo que descubrieran que él y yo habíamos sido «amigos» antes de que me convirtiera en una Chica I, de repente tuve ganas de contárselo. Sin embargo, no les dije nada. Me di cuenta de que Heidi no había opinado nada al respecto. Además, ¿qué ocurriría si les contaba que habíamos estado juntos y de repente Hal volvía a convertirse en un friki?
—Siéntate, Callie —me indicó el señor Thornhill.
Confundida, me deslicé hacia el asiento vacío. Estaba claro que no me había mandado llamar para nada relacionado con mi madre.
El señor Thornhill tenía las manos cruzadas bajo la barbilla, y se atusaba con los dedos índices las puntas de su bigote corto y erizado, formando una V alrededor de su boca. La luz del fluorescente brillaba tanto sobre su calva que hacía sospechar que se pasaba las mañanas en encerándosela.
Todos estaban en silencio, y nadie más que el señor Thornhill pareció darse cuenta de mi llegada. Como nunca antes había estado en el despacho del subdirector, me puse a cotillear la habitación. Allí no había casi nada: ni diplomas ni fotos de su familia. Una pared estaba cubierta de archivadores con etiquetas dispuestas alfabéticamente, y en mitad del escritorio había una pequeña pila de carpetas; pero ni rastro de objeto personal alguno. No tenía cubiletes para guardar los lápices, ni un pisapapeles con las palabras «El mejor papá del mundo». Era rarísimo que el despacho fuera tan impersonal, teniendo en cuenta que el señor Thornhill era el subdirector desde que yo había empezado la Primaria.
El silencio era cada vez más profundo. Giré la cabeza ligeramente para observar primero a Hal y después a Nia, pero él mantenía la vista fija en el suelo y, en cuanto a ella, su gruesa melena le cubría la cara y me impedía ver su expresión. Mientras examinaba la habitación, mi mirada entró en contacto con la del señor Thornhill durante un instante, pero la suya era tan intensa que tuve que apartarla hacia otro lado. Era como si estuviera… enfadado conmigo. Por primera vez, tuve la sensación de que me había metido en un lío. ¿Por qué si no me habría llamado el subdirector? Traté de pensar en alguna norma que pudiera haber transgredida recientemente, pero no había fumado en los lavabo y siempre llevaba los deberes hechos.
—Bueno —habló al fin—, creo que todos sabéis por qué estáis aquí.
Aquello se estaba poniendo cada vez más raro. Ya me había dado mala espina desde el momento en que la señora Leong había pronunciado mi nombre. Me imaginé contándole la historia a Heidi, Traci y Kelli durante el almuerzo: «Y entonces Thornhill dio a entender que pensaba que yo había hecho algo mal con Nia Rivera!». Durante los dos últimos años, el nombra de Nia Rivera había sido sinónimo de chiste para las Chicas I, así que sabía que se partirían de risa en cuanto yo lo pronunciara.
Nia fue la primera en romper el silencio.
—Pues, en realidad, yo no tengo ni idea —se apartó la larga melena castaña que le caía sobre el hombro, pero no en un gesto coqueto, típico de una Chica I, sino de impaciencia, como si le resultara molesto tener pelo.
Me sorprendió mucho que hablara con tanta seguridad, parecía no tener miedo del subdirector, y por un momento me acordé de que era la hermana de Cisco Rivera. Cisco era el tío más guay y popular de tercero. Cuesta creer que dos personas situadas en polos tan opuestos puedan estar mínimamente emparentadas, y menos aún que sean hermanos. Te hace pensar que sus padres realizaron alguna especie de experimento social con ellos cuando eran pequeños.
El señor Thornhill golpeó la mesa con tanta fuerza que pegué un brinco, pero Nia ni siquiera pareció inmutarse.
—No tengo tiempo para mentiras, Nia. Esta situación es muy seria.
Como ya he dicho, yo era novata en eso de ir al despacho del subdirector, pero sí que lo había visto cabreado otras veces. En realidad, la persona con la que le había visto perder los estribos era, precisamente, con Amanda. Desde que Amanda había llegado al insti en octubre, se había llevado multitud de broncas, y la más reciente había tenido lugar haría cosa de un mes. Yo me había pasado por dirección para dejarle los registros de asistencia de ese día a la señora Peabody. La puerta del despacho estaba abierta y pude oír los gritos del señor Thornhill. Fue la mañana siguiente, el Día del Presidente, cuando el subdirector, al abrir la puerta de su despacho, se encontró con un enorme cuervo disecado, tocado con un sombrero de copa y posado sobre su silla. No sé qué le había hecho pensar que era obra de Amanda. Ella nunca me lo confirmó. Pero de había sido así, tampoco podía explicarme cómo había conseguido colarse en su despacho. El caso es que él estaba furioso. Y esa no había sido, ni mucho menos, la única vez. En otra ocasión, alguien había manipulado el reloj principal del instituto para que fuera más rápido, lo que supuso que acabáramos las clases antes de tiempo durante dos viernes seguidos. También entonces, mientras yo caminaba por el pasillo, había oído los gritos que salían de su despacho.
Y ahora estaba tan furioso como en esas ocasiones. Tan furioso como si Nia hubiera hecho algo realmente terrible.
Fuera lo que fuese, yo no tenía la menor gana de que me asociaran con ello. O con ella. Así que me aclaré la garganta y dije:
—Señor Thornhill, creo que ha habido un error. Nosotras ni siquiera nos conocemos.
A veces resulta sorprendente lo poco que se enteran los adultos de las cosas. No es que quiera dármelas de guay pero yo era una Chica I y Nia una leprosa social. ¿Acaso pensaba el señor Thornhill que podíamos ser amigas?
—Callie, siempre has sido una estudiante excelente con un comportamiento impecable —el señor Thornhill dio unos golpéenos en las carpetas que tenía encima de la mesa, y me pregunté si alguna de ellas hablaría de mí—. Dudo mucho que quieras estropear un expediente ejemplar por no contarme lo que sabes.
¿Eran imaginaciones mías, o el señor Thornhill había enfatizado la palabra «ejemplar»? Una vez más, volví a pensar en mi madre.
—Escuche, señor Thornhill, están diciendo la verdad —dijo Hal—. No salimos juntos ni nada de eso.
Al inclinarse hacia delante, el pequeño aro de oro que llevaba en la oreja brilló. Eso me hizo recordar lo que Traci había comentado sobre que Hal se habría puesto un tatuaje en alguna parte del cuerpo durante el verano.
—No, escucha tú, Hal. Estoy hablando de un grave acto de vandalismo. Quiero que me contéis lo que sabéis, y quiero que me lo contéis ya.
El señor Thornhill estaba tan cabreado que le palpitaba la vena del cuello. Debo reconocer que me dio un poco de miedo. Esta vez, cuando miré a Nia, vi que ella también me estaba observando, y comprobé que su expresión de desconcierto coincidía con la mía.
—¿Por qué no nos cuenta lo que sabe usted? —dijo Hal. Su voz era tranquila, conciliadora, como si pensara que el señor Thornhill estuviera loco de atar.
Algo que, dadas las circunstancias, no parecía del todo improbable.
El señor Thornhill se inclinó hacia delante y meneo el dedo en dirección a Hal.
—No trates de ser condescendiente conmigo, Hal Bennett. Todos sabéis lo que Amanda Valentino ha hecho esta mañana. Lo que quiero saber es por qué os ha implicado a los tres en su gamberrada.
Vale, esto ya sí que era increíble. Justo estaba pensando en Amanda cuando la señora Leong me había llamado para que fuera al despacho de Thornhill, y ahora él estaba furioso conmigo por algo que había hecho ella. Pero lo que estaba diciendo era absurdo. Sí, Amanda era amiga mía, pero no de Nia ni de Hal. De hecho, nadie era amigo de Nia, excepto tal vez alguno de esos bichos raros de las reuniones de Jóvenes Comprometidos, o del Club de Derecho, o de comoquiera que se llamase el Lamentable club al que pertenecía. Y por muy guay que fuera Hal ahora, aún se movía con un grupillo de pringados cuyos nombres desconozco. Pero no con Amanda.
—Mire, es obvio que no va a creernos si le decimos que somos inocentes. Así que ¿por qué no se lo pregunta directamente a Amanda? Ella se lo dirá —sugirió Nia, y lo curioso es que ahora su firmeza no me recordaba tanto a Cisco como a Amanda, la única persona que conocía que nunca se achantaba ante la autoridad.
El subdirector Thornhill se levantó y se colocó delante de su escritorio. Después se apoyó en él, cruzó los brazos y nos miró uno por uno.
—Es una idea estupenda, Nia, y me encantaría llevarla a cabo. Pero tu plan tiene un inconveniente, y es que, como sabéis perfectamente los tres, Amanda Valentino ha desaparecido.