Capítulo 18

¿Es posible que el tiempo se mueva hacia atrás? ¿Qué retroceda? Durante un rato, me dio la impresión de que el reloj de la biblioteca no solo no avanzaba, sino que cuando lo volví a mirar marcaba dos minutos menos que la vez anterior. ¿Qué estaría haciendo Nia? ¿Qué tendría pensado decirle a Thornhill para justificar su tardanza? Aunque no era yo la que tendría que dar explicaciones, el corazón me retumbaba con fuerza en el pecho. Si seguía así durante mucho rato, acabaría necesitando que me reanimara una de esas máquinas que utilizan los médicos para soltar descargas de diez mil voltios en el pecho.

Durante un buen rato tuve la certeza de que la feliz despreocupación en la que se encontraba Hal era directamente proporcional a lo inquieta que estaba yo. Mientras me movía intranquila en mi asiento —mirando el libro que tenía abierto ante mí, para después volver a mirar la hora—, él siguió concentrado en su cuaderno, haciendo tranquilamente un dibujo de la biblioteca. ¿Cómo podía quedarse allí sentado tan ancho? ¿Cómo podía tener esa serenidad? Pero entonces el señor Thornhill se levantó y vi que Hal se llevaba la mano en el bolsillo. Mi corazón latía con tanta fuerza que estaba segura de que todos los que estaban allí podían oírlo. Me pareció que Hal estaba marcando un número, pero cuando el señor Thornhill cogió una grapadora de la mesa del bibliotecario y regresó a su asiento, Hal se sacó la mano del bolsillo. No supe si habría hecho la llamada o no.

Menos de un minuto después, la puerta se abrió y Nia, jadeante y con la cara colorada, entró en la biblioteca. Si tres días antes me dices que iba a alegrarme tanto de ver a Nia Riviera, me habría reído en tu cara.

—Has tardado demasiado para ser una simple visita al lavabo, Nia —dijo el señor Thornhill sin levantar la mirada de sus papeles.

—Lo siento —dijo Nia—. Todos los baños de chicas que hay en esta ala estaban cerrados, así que he tenido que ir al que está al lado del salón de actos.

¿Estaba mintiendo? De ser así, era una mentira un poco descarada, pues el señor Thornhill no le costaría nada comprobar si de verdad estaban cerrados. Pero antes de que pudiera decir nada más, Jason levantó la mano:

—Señor Thornhill, yo también tengo que ir al baño.

El señor Thornhill le contestó sin mirarle.

—Seguro que puedes esperar un rato, Jason.

—No, en serio, señor Thornhill. Tengo un problema en la vejiga, y si no voy al baño al menos una vez cada hora…

—No es necesario que compartas con toda la clase los detalles de tus desórdenes fisiológicos, Jason —le interrumpió el señor Thornhill—. Acércate, por favor.

Muy a mi pesar, sentía cierta curiosidad por saber lo que le iba a decir Jason al señor Thornhill. ¿Realmente eran desórdenes cuando tenías que ir al baño cada hora? Oí que Jason decía algo de un médico y me pareció que el señor Thornhill no se estaba tragando lo que le contaba. De repente, la cadera de Nia chocó contra mi mesa y en mitad de los cines salvajes aparecieron la célebre llave y una notita de papel.

La llave funciona. Coge el expediente.

Levanté la mirada, pero Nia ya estaba en su pupitre. Solo el hecho de que estuviera un poco jadeante me hizo posible creer que todo aquello estuviera pasando. ¿De verdad había entrado en el despacho de Thornhill? ¿Había conseguido coger la grabación? Durante un segundo me pregunté por qué no habría cogido el expediente de Amanda mientras estaba allí, pero entonces el señor Thornhill le dijo algo a Jason y, mientras este salía de la biblioteca, me di cuenta de que era mi turno para empezar a pensar en la manera de salir de allí.

Jason tardó casi el mismo tiempo que Nia en volver del baño, y no pude evitar imaginármelo colándose también en el despacho de Thornhill. Pero no parecía probable que todos los que estábamos allí castigados tuviéramos los mismos planes. El señor Thornhill no le preguntó a Jason por qué había tardado tanto, así que supuse que se habría creído la historia de Nia sobre que los baños estaban cerrados.

El reloj seguía avanzando. Estaba segura de que Nia me estaba mirando, pero cada vez que me daba la vuelta la veía absorta en su lectura. «Ahora», pensé, «hazlo de una vez». Pero seguí sin moverme del sitio. De repente levanté la mano, pero fue como si se hubiera accionado por su propia voluntad. El corazón me latía tan deprisa que me sentí un poco mareada, y la profunda bocanada de aire que tomé no sirvió para tranquilizarme.

—Cinco minutos, Callie —dijo el señor Thornhill. No levantó la mirada de lo que estaba leyendo.

—Señor Thornhill, ¿puedo…?

Thornhill levantó la cabeza.

—He dicho que tienes cinco minutos. No me hagas ir a buscarte.

¿Fue simple paranoia, o cuando dijo esas palabras sonó como si, en caso de que fuera a buscarme, supiera perfectamente dónde encontrarme? Recogí la mochila y me dirigí hacia la puerta de la biblioteca

El despacho del subdirector estaba en la otra punta del instituto. Nada más cerrar la puerta de la biblioteca, eché a correr, contenta de haberme puesto zapatillas en lugar de botas, que habrían resonado por el pasillo como una docena de caballos desbocados. Pero aunque estaba corriendo tan rápido como podía, me pareció que solo en llegar hasta la zona de dirección tardaría al menos cinco minutos.

La mano me temblaba tanto que apenas podía sostener la llave. Se me resbalaba entre los dedos y no acertaba a meterla en la cerradura. Llegué incluso a pensar que Nia me habría devuelto una llave equivocada. Pero cuando iba a comprobar si tenía las palabras NO DUPLICAR, la llave se deslizó dentro de la cerradura y la puerta se abrió.

Era muy extraño estar sola dentro de la zona de dirección, sin el ajetreo de las secretarias, los teléfonos o los alumnos que entraba y salían. Escuché un ruido y me sobresalté, pero al momento me di cuenta de que no era más que mi respiración. El sonido era fuerte y extraño. «Contrólate, Callie», pensé. «Solo tienes una oportunidad para hacer esto bien».

La puerta del señor Thornhill chirrió ligeramente; cuando se abrió, me encontré a solas en su descacho.

Me acerqué a los archivadores que había en la pared. Todavía me temblaban las manos, y me costaba incluso recordar el alfabeto. ¿Valentino iba antes o después de Valence? ¿Valentine? Tuve que empezar a tararear la canción del alfabeto, intentando no pensar en la pinta que tendría si me pillaban canturreándolo. Seguro que no me enviaban a la cárcel, sino a un jardín de infancia.

Valentine, Jane P. Velat, Richard M. Velez, Thomas J.

Un momento.

Volví al principio del apartado de la V y empecé a pasar los expedientes, esta vez más lentamente. Pero cuando llegué hasta Richard Velez, tuve que rendirme a la evidencia: el expediente de Amanda no estaba allí.

¡Maldita sea! ¿Dónde podría estar? Empecé a dar vueltas. La mesa del señor Thornhill estaba tan despejada como el jueves por la mañana. Incluso había quitado las carpetas que tenía entonces, así que no había nada que trastocara el inmaculado verde del papel secante que reposaba sobre la superficie gris del escritorio.

¡El escritorio! Me acerqué y me quedé quieta unos instantes, dudando sobre si abrirlo o no. ¿Me atrevería a hurgar en la mesa del subdirector?

«Callie, te acabas de colar en su despacho utilizando una llave robada. ¿De verdad piensas que las cosas podrían ponerse peor si te descubre rebuscando en sus cajones?».

De repente, se me ocurrió que tal vez el señor Thornhill hubiera traído la carta de Amanda (si es que el sobre morado que creí ver en su coche era, efectivamente, una carta suya) a su despacho aquella mañana. Lo visualicé descubriendo el sobre mientras salía del coche, sacándolo de entre el montón de periódicos y leyendo la nota mientras entraba en el edificio. Entonces la habría dejado… Volví a mirar la superficie despejada del escritorio.

¿Dónde?

Lenta y cuidadosamente, como si no ser descubierta dependiera del sigilo con el que actuase, abrí el cajón superior de la fila central del escritorio de Thornhill.

El expediente de Amanda no estaba allí, pero sí casi todas las demás cosas que puedan existir en el universo. Por muy desordenado que pareciera el interior de su coche desde la ventanilla, no era nada comparado con este cajón. Había miles de bolígrafos y lapiceros, algunos muy desgastados; viejos post-its arrugados, gomas, sellos, sujetapapeles… Hacia el fondo, enterrado bajo algunos de estos detritos, entreví una carpeta similar a la de los expedientes. ¡El de Amanda! ¡Tenía que ser el de Amanda! El corazón me latía con frenesí. Estiré la mano y lo saqué, pero no tenía escrito ningún nombre ni había nada en su interior. Intenté volver a dejarlo en su sitio, pero se enganchaba con algo. Ahora sí que estaba muerta de miedo. Empujé todo lo fuerte que pude, pero la carpeta seguía sin entrar. Finalmente, introduje la mano en el fondo del cajón y extraje lo que resultó ser un sobre en blanco.

¿Quién habría pensado que un simple sobre podría causarme tantos problemas? Ahora que estaba fuera, la carpeta entró perfectamente en el cajón. Pero me temblaban tanto las manos que, cuando fui a meter el sobre debajo de la carpeta, se me cayó al suelo. Al ir a cogerlo, estaba tan nerviosa que lo arrugué. ¿Se daría cuenta Thornhill? Lo recogí y le di la vuelta, con la intención de alisarlo un poco.

Al fijarme en él, observé en la esquina superior izquierda el dibujo de esa galaxia en espiral roja que conocía tan bien. También había un nombre garabateado en la parta frontal del sobre: «Roger». Y la letra era la de mi madre.

Durante un segundo pensé que tenía que estar equivocada. Era imposible. Puede que solo se pareciera a la letra de mi madre. ¿Por qué, si no, tendría que haber una carta suya en el cajón de la mesa del señor Thornhill?

Estaba empezando a sentirme mal y, cuando me sonó el teléfono, tardé segundos en reconocer el sonido. Sin mirar el móvil, pues seguía con la mirada fija en esas cinco letras que sin duda había escrito mi madre, pulsé el botón central. Después leí lo que ponía en la pantalla.

SAL DEL DESPACHO YA.