Capítulo 7

El recuerdo de las clases de biología y de inglés está totalmente borroso, excepto cuando la señora Burger señaló que aquel día era quince de marzo y nos advirtió que tuviéramos cuidado con los idus de marzo. Sus palabras me produjeron un aguijoneo de ansiedad en el estómago. ¿Habría alguna conexión entre la fecha y la gamberrada de Amanda? ¿Pero cuál? Ni siquiera recordaba por qué se suponía que debíamos tener cuidado con los idus de marzo, y para cuando la señora Burger nos dijo que abriéramos los libros por el soneto 138 de Shakespeare, yo ya había vuelto a mi estado anterior de ignorar todo cuanto ocurría a mi alrededor. Solo estaba concentrada en el reloj, contando los segundos que quedaban para la última clase.

Pero eso no iba a funcionarle esta vez.

Cuando no puedo concentrarme en clase de mates, tampoco me supone un gran problema. Si no presto atención en historia, sé que estoy perdida para el siguiente examen. Pero con las mates es diferente. Las mates son como… Bueno, como cuando sales a comprarte unos vaqueros y te pruebas diez millones de pares y son demasiado ceñidos, o demasiado anchos, o tienen algún estampado cutre. Y de repente, cuando ya estás a punto de tirar la toalla, pensando que podrás continuar con tu vida sin unos vaqueros nuevos, te pruebas un último par y, mientras se deslizan por tus piernas, es… es como si hubieras nacido para llevarlos. Así son las mates para mí: como un lenguaje aprendido de forma innata.

De hecho es probable que naciera sabiéndolo. Mi madre es una de las mejores matemáticas del mundo. A mí se me da bien, pero ella es brillante. Si me pides que multiplique dos números de tres dígitos, puedo calcular el resultado mentalmente con bastante rapidez, pero no es nada comparado con lo que puede hacer mi madre. Cuando estamos en el supermercado y quiere calcular cuánto va a costar todo, le basta con echar un vistazo al carrito para sacar hasta el último céntimo del total. Y si le preguntas en julio cuántos días quedan para Navidad, te puede decir la respuesta en menos de un segundo.

Para mí, es más como… Bueno, cuando la señora Krim anota un nuevo concepto en la pizarra, como cuando aprendimos lo del seno y el coseno este otoño; me da la sensación de que, durante el rato que está hablando y escribiendo cosas, yo estoy pensando: «Vale. Vale. Claro. Eso tiene sentido». No sé explicar cómo es que entiendo todo cuando se trata de mates, pero es así.

Por eso me dio muchísima pereza cuando, el pasado mes de octubre, la señora Krim me pidió que ayudara a ponerse al día a la chica nueva, Amanda Valentino. Era uno de sus primeros días en el instituto. Creo recordar que fue en Halloween. En primer lugar, yo ya estaba con la mente en otra parte por todo lo que estaba pasando con mi madre, pero incluso cuando funcionaba a pleno rendimiento, era incapaz de explicar los conceptos matemáticos a otra persona. Traci solía pedirme que la ayudara con los deberes de mates cuando empezamos a ser amigas; después de intentar enseñarle un par de veces, se irritó tanto por mi incapacidad para mostrarle cómo llegaba a las soluciones que acabó por decirme que lo olvidara. Así que sabía que la decisión de que fuera yo la encargada de enseñar dos meses enteros la asignatura a Amanda Valentino estaba condenada al fracaso. ¿Pero qué podía decir? «Lo siento, señora Krim, le prometo que no he copiado, pero es que no soy capaz de explicarle a otro ser humano el proceso que he llevado a cabo». En vez de eso, me limité a decir lo que siempre se dice cuando un profesor te pide que hagas algo: «Por supuesto».

✿✿✿

—¿Cuánto tiempo llevas viviendo en Orion?

—Toda la vida.

Mi respuesta fue bastante seca, porque Amanda me pareció un poco rara. En primer lugar, llevaba los labios pintados con un color rojo chillón, que parecía incluso más brillante porque su piel es muy blanca, como si se hubiera echado polvos de talco sobre una tez ya de por sí pálida. Y no es que fuera fea. De hecho, era bastante guapa; no en el sentido de Heidi, Traci y Kelli, ni la clase de belleza que encontrarías en un catálogo de moda, pero tenía algo que te impulsaba a mirarla dos veces si te la encontrabas entre una multitud. Es posible que se debiera a su forma de vestir. Llevaba el pelo recogido en un moño alto y ceñido, coronado por dos palillos entrecruzados, y un vestido gris que era sencillo pero a la vez elegante, como el que luciría una modelo del Vogue. Alrededor del cuello llevaba un fino collar con un lazo azul que desaparecía bajo su vestido. Era algo que nadie se pondría en el Endeavor.

—Debe ser maravilloso vivir toda la vida en el mismo sitio —su voz sonaba nostálgica, cosa que me sorprendió porque, según decía, había vivido por todo el mundo. ¿Por qué una persona con una infancia como la suya tendría que envidiar a alguien que se ha pasado la vida en Orion, Maryland, capital de ninguna parte?

—Supongo —dije. Después me sentí mal por ser tan borde—. Esto… ¿Tienes algún país preferido?

—¿País? —me preguntó.

—Si —dije, dándome cuenta demasiado tarde de que podría molestarle saber que la gente de Endeavor ya estaba chismorreando sobre ella—. He oído que has vivido en muchos lugares del mundo.

Amanda se rió con una risa espontánea que no cabría esperar de alguien con un aspecto tan estudiado.

—Fascinante. ¿Quién te ha dicho eso?

Lo había visto en la nota que me pasó Heidi en la clase de historia.

«¿Has visto a la nueva?

Dice que es una «ciudadana del mundo».

Es una creída.»

Me encogí de hombros. Supuse que el nombre de Heidi Bragg no significaría nada para ella.

—Una amiga.

Amanda asintió.

—¿Y qué más te contó sobre mí?

Como ya habéis leído el resto de la nota, no hace falta que lo repita.

—Nada más —dije.

La mirada de Amanda me hizo pensar que sabía que le estaba mintiendo. Era una mirada que conocería muy bien con el paso de los meses.

—¿No has vivido por todo el mundo? —le pregunté, sin estar completamente segura de lo que significaba ser una ciudadana del mundo.

—Para nada —dijo Amanda—. He crecido en este país.

Me pareció extraño que no nombrara una ciudad concreta, o no siquiera un estado.

—¿En dónde?

Here, there and everywhere —su sonrisa era indescifrable.

—Ah —dije. ¿Cómo se supone que podía responder a eso? No fue hasta mucho después que descubrí su afición por citar frases célebres o, como en este caso, títulos de canciones de los Beatles—. Bueno, bienvenida a Orion.

—Gracias —asintió con la cabeza y echó un vistazo al pasillo en donde estábamos sentadas—. Tengo la impresión de que me va a gustar este lugar.

—No estés tan segura —le dije—. Aquí no hay casi nada.

Vale, sé que no estaba actuando según las recomendaciones del comité de bienvenida de Orion, pero en ese momento no estaba lo que se dice para tirar cohetes. Hacía dos semanas que se había ido mi madre, y mi padre estaba empezando a perder la chaveta.

Amanda no pareció dar importancia a mi negatividad, y no me preguntó por qué hablaba así de mi pueblo natal. En vez de eso, continuó asintiendo, como si acabara de darle una información muy valiosa.

—Lo tendré en cuenta —añadió.

Yo no estaba de humor para seguir hablando. De hecho, no estaba de humor para hacer nada aparte de mirar por la ventana y preguntarme si mi familia volvería a ser normal alguna vez. Sabía que enseñar a alguien mates (y fracasar en el intento) no iba a mejorar mi estado de ánimo, pero pensé que cualquier cosa sería mejor que charlar.

—Bueno —empecé a decir—, vamos con el seno y con el coseno.

Abrí el libro por la página por la que estábamos y después retrocedí hasta el comienzo de la lección.

—Esto… A propósito de eso… —dijo Amanda.

De repente, parecía un poco cortada. Aquello me sorprendió, habida cuenta de lo serena que había estado cuando la señora Krim la presentó a la clase, pidiéndole que se pusiera de pie delante de todos como si fuera un animal a punto de ser vendido en la feria del condado.

Dejé el libro abierto por la página 138 y la miré. En el dedo índice llevaba un enorme anillo de plata con la forma de un racimo de uvas, y empezó a juguetear con él.

—¿A propósito de qué?

—La verdad es que ya me sé lo de los senos y cosenos. Mi padre me lo enseñó. Supongo que te parecerá un poco raro —añadió rápidamente.

—Para nada —le dije con sinceridad—, mi madre sabe muchísimo de matemáticas. Siempre está enseñándome cosas.

Era increíble. Todos mis amigos pensaban que era rarísimo que mi madre y yo habláramos tanto de matemáticas. Cuando empezamos a salir juntas, Heidi me preguntó un día que había hecho la noche anterior. Yo le contesté que mi madre y yo habíamos cogido su telescopio para buscar M31 en la galaxia de Andrómeda, y que, con toda la intención, usamos un plano de estrellas desactualizado porque así tendríamos que realizar los cómputos nosotras mismas, si queríamos saber hacia dónde mirar en el cielo. Cuando terminé, Heidi me miró como si acabara de confesarle que era una víctima de la violencia doméstica.

—Qué alivio —dijo Amanda—. Estaba dudando entre fingir que no sabía de qué me estabas hablando, o decir que lo había aprendido en el instituto. No quería que pensaras que soy rara.

Esta vez fui yo la que solté una buena carcajada.

—Tranquila, soy la última persona del mundo que pensaría que eres rara por aprender mates en casa con uno de tus padres. Y te habrías arrepentido si hubieras fingido no saber qué son el seno y el coseno. Soy una profesora horrible.

—¡Yo también! —amanda levantó la voz más de la cuenta, y se tapó la boca con la mano—. Yo también —repitió, esta vez con un susurro—. No soy capaz de explicar cómo llego a las soluciones en los exámenes. Simplemente… las veo. Los profesores siempre me acusan de copiar —estaba radiante de alegría.

—¡Eso también me pasa a mí! —dije, con una voz casi tan alta como la que usó ella antes.

Entonces empezamos las dos a reírnos, como si el hecho de ser acusadas de copiar en un examen de mates fuera la cosa más graciosa del mundo.

Amanda fue la primera en dejar de reírse, y entonces se quedó mirándome fijamente durante un buen rato, tanto que empecé a sentirme un poco rara.

—¿Qué? —pregunté rascándome la nariz con timidez. ¿Tendría algo extraño en la cara?

—¿Has tenido alguna vez una intuición sobre el futuro? —preguntó. Sus ojos eran enormes, de un color gris oscuro, como el de las nubes de tormenta, un tono que más tarde descubriría que cambiaba según la luz.

—¿Te refieres a algo como la percepción extrasensorial? —dejé de frotarme la nariz.

—No exactamente —respondió mientras se daba unos suaves golpecitos con el boli en el labio superior—. Es más bien tener la sensación de que algo está predestinado a ocurrir.

—Eh… —vaya, cuánta solemnidad. Un segundo antes estábamos bromeando sobre los exámenes de mates, ¿y ahora de repente pasábamos a hablar del destino?

A Amanda no pareció importarle que no le respondiera. Se inclinó hacia delante y me tocó el hombro suavemente con su boli.

—Eres tú —dijo.

—¿Qué? —dije, sin saber muy bien cómo hacerle ver que estaba empezando a rayarme.

Sin prestar atención a mi respuesta monosilábica y poco entusiasta, y con una firme sonrisa en los labios, suspiró, apoyó la espalda en la pared y cerró los ojos.

—Tú vas a ser mi guía —dijo con serenidad.

Aunque no tenía ni idea de lo que me estaba contando, sentí que mi corazón se aceleraba.

—¿Tu guía? —pregunté en voz muy baja.

Amanda abrió los ojos y me miró fijamente.

—Sabía que te encontraría —dijo.

Como no se me ocurrió qué responderle, me quedé callada.

De vez en cuando se produce un fenómeno geológico tan dramático que es capaz incluso de desplazar el eje de la Tierra: un tsunami, un terremoto… Si pudieras subir al espacio y grabar la imagen del planeta en el momento exacto en que ocurre este suceso, verías literalmente cómo se mueve el mundo. En ese momento no me di cuenta, pero eso mismo es lo que supondría para mí conocer a Amanda Valentino.