Capítulo 19

Tarde unos segundos en reaccionar; entonces me guardé el sobre en el bolsillo, cerré de golpe el cajón y salí corriendo hacia la puerta. Cuando la abrí, tuve la sensación de que me daría de bruces con el señor Thornhill, pero el pasillo de dirección estaba vacío. Lo recorrí a toda velocidad, y nada más atravesarlo aterricé en el suelo junto con todo el contenido de mi mochila.

Fue entonces cuando lo oí.

—De verdad, no hay problema, Jane.

—No sabes cuánto te lo agradezco, Roger. Si no enviamos hoy estas solicitudes de financiación, estamos perdidos.

Me puse en pie a duras penas y recogí mi móvil, mi pintalabios, la cartera, junto con media docena de bolígrafos y lapiceros, y volví a guardarlo todo en la mochila.

—Es una suerte que se me ocurriera llamar a la ventana de la biblioteca. Cuando vi tu coche en el aparcamiento, me imaginé que debías de estar en alguna parte del edificio.

Pude ver la punta del zapato del señor Thornhill cuando me escondí en el pequeño hueco que hay al lado de la puerta de acceso al pasillo de dirección, donde se encuentra el teléfono público del instituto. Tenía la respiración acelerada, y tan fuerte que estaba segura de que el señor Thornhill y la tal Jane podrían escucharla. Pero entonces cerraron la puerta y dejé de escuchar las voces, así que salí disparada en dirección a la biblioteca.

Cuando tengo miedo, me entran unas ganas terribles de hacer pis. Así que, un segundo después de traspasar dando tumbos la puerta de la biblioteca, me di cuenta de que me lo haría en los pantalones si no iba inmediatamente al baño. Tuve tiempo para fijarme en la expresión de Nia, que me estaba mirando, y en Hal, que estaba medio levantado con el teléfono en la mano. Los demás parecían estar medio dormidos, así que aproveché la oportunidad.

—Tomad —dije al tiempo que les tiraba la llave—. El expediente no estaba.

Después me di la vuelta y salí corriendo, con la esperanza de no toparme con Thornhill y de que la historia de de Nia sobre los lavabos fuera mentira.

Y lo era. Así que me senté en el retrete durante un largo rato, con el sobre en el regazo. Me quedé mirando aquella escritura que conocía tan bien. Tenía muchas ganas de abrirlo. Empecé a hacerlo un par de veces, pero me detuve. ¿Qué descubriría cuando leyera lo que había en su interior? ¿Tendría entre mis manos una autorización antigua o una justificación por llegar tarde? ¿Algo tan intrascendente como el resto de papelotes que había encontrado en el cajón de Thornhill? ¿Pero y si fuera algo más importante, como una nota de suicidio o una carta de amor que explicaría por qué mi padre odiaba tanto a Thornhill? ¿Acaso estaba preparada para regresar a la biblioteca tras descubrir que mi madre estaba secretamente enamorada del señor Thornhill? Desde luego que no; así que volví a doblar el sobre y me lo guardé en el bolsillo.

Cuando regresé a la biblioteca, Hal se había ido. Apenas tuve tiempo de sentarme en mi sitio y de darme la vuelta para preguntarle a Nia dónde estaba, cuando entró el señor Thornhill. Empecé a juguetear con la correa de mi mochila para disimular mi nerviosismo.

—¿Dónde está Hal Bennett? —quiso saber Thornhill.

—Dijo que volvería enseguida —respondió Nia con un tono sorprendentemente sereno—. Tenía que ir un segundo al lavabo.

—Parece que el tema de hoy son las vejigas incontinentes —resopló el señor Thornhill, que regresó a su mesa y empezó a mirar los papeles que tenía delante.

—Sí, incontinentes —susurró Nia. Cuando me di la vuelta para mirarla, estaba concentrada de nuevo en su libro, pero pude ver una sonrisa asomada a sus labios.

En cuanto Hal entró por la puerta de la biblioteca, el señor Thornhill empezó a echarle la bronca por no haber esperado a pedirle permiso para ir al baño, así que Hal no tuvo oportunidad de contarnos lo que había encontrado. Se volvió a sentar delante de mí, abrió su cuaderno y empezó a dibujar con toda tranquilidad, como si no acabara de transgredir la que posiblemente es la norma más importante del instituto (por no hablar de quebrantar la ley). Eché un vistazo a Nia, que también parecía estar leyendo despreocupadamente. ¿Sería yo la única que estaba completamente aterrorizada?

Todo parecía apuntar a que sí.

El resto del tiempo hasta la hora de la comida pasó sin que ninguno de nosotros pidiera salir, y para cuando el señor Thornhill se levantó y anunció que el castigo había terminado, yo estaba a punto de perder la cabeza. Lo único que quería era regresar a casa, a la soledad de mi habitación, para poder leer la carta de mi madre.

Me levanté rápidamente para volver a dejar el libro de poesía en la estantería y, cuando pasé junto a la mesa de Nia, me susurró:

—Mira en tu taquilla.

Giré la cabeza para mirarla, pero ya se había marchado hacia la mesa de Hal. Me pregunté si le estaría transmitiendo el mismo mensaje.

—Hal, Nia, Calista, os veré a los tres el próximo sábado a la misma hora. A no ser que, antes de esa fecha, queráis compartir conmigo cierta información.

Nos miró a los tres como si supiera perfectamente que estábamos tramando algo. Cuando le respondí, traté de hacerlo sin que mi rostro reflejara ninguna expresión.

—Señor Thornhill, el libro que pensé que había traído esta mañana debe de estar en mi taquilla, y lo necesito para hacer un trabajo. ¿Puedo ir a recogerlo de camino a la salida? —no podía creer la facilidad con la que aquella mentira salió de mis labios. Una vez que empezabas a hacerlo, continuar resultaba tan fácil que daba miedo.

El subdirector miró su reloj.

—Voy a ir a mi despacho a recoger mi maletín, y quiero que todo el mundo se presente en la entrada del edificio dentro de dos minutos, que es cuando activaré el sistema de seguridad. Si en ese plazo no os da tiempo a coger lo que tengáis que coger o ir al lavabo —al decir esto, le lanzó una mirada a Jason—, os sugiero que lo dejéis para otro momento.

No me gustó nada que fuera a su despacho antes de salir del instituto. De repente, se me ocurrieron miles de evidencias que podría haber dejado de mi paso por allí. ¿Y si no había guardado la carpeta vacía en el lugar exacto del cajón en donde la había encontrado? ¿Y si por alguna razón a Thornhill le entraban ganas de volver a leer la carta de mi madre? ¿Qué haría cuando se diera cuenta de que había desaparecido? Mi única esperanza era que pensara que la habría perdido entre el caos de su cajón.

Pensar en la nota me hizo preguntarme, aterrorizada, si habría cerrado del todo el cajón. De no ser así, seguro que Hal lo habría cerrado bien cuando salió del despacho. A menos que al encontrarlo abierto pensara que había sido Thornhill, y no yo, quien lo había dejado así.

Las posibilidades de que me descubriera parecían infinitas. Si no volviera a su despacho hasta el lunes, habría tiempo suficiente para que olvidara cómo había dejado exactamente sus cosas. Sentí que volvían a sudarme las manos, que habían estado relativamente secas durante el último par de horas.

Estaba tan concentrada pensando en que Thornhill descubriera algo, que casi me olvido de pasar por mi taquilla. Quería salir del edificio lo antes posible. Pero entonces recordé lo que me había dicho Nia y los tótems que Amanda había dibujado en nuestras taquillas. ¿Habría dejado otro dibujo, uno que Thornhill y los conserjes no hubieran descubierto aún? La posibilidad de que hubiera un mensaje de Amanda me hizo correr hacia allí, ansiosa por saber algo de ella.

Esta vez no tuve que colocarme frente a la taquilla para ver el mensaje de Amanda. Había un trozo de papel de color amarillo chillón metido en la rejilla. Lo saqué cuidadosamente con la convicción de que era una nota, y estaba en lo cierto. Me temblaban las manos, pero pude ver que las palabras que contenía habían sido escritas indudablemente por Amanda. En una línea ponía «Meg sabía», y en la otra «pensad».

¿Qué quería decir eso? ¿Se suponía que debía ser un mensaje? Porque, de ser así, no es que me fuera de mucha utilidad. De repente me inundó un sentimiento de frustración. ¿Por qué no podría Amanda limitarse a coger el teléfono y llamar, como hace la gente normal? Estaba tan furiosa que le pegué una patada a la taquilla que había debajo de la mía, y el dolor abrasador que me recorrió la pierna me hizo enfurecerme todavía más. Durante un segundo, estuve tentada de hacer una pelota con la carta y tirarla. Si Amanda tenía que contarme algo, que lo hiciera directamente. Estaba cansada de sus juegos, cansada de no saber nada de ella (mejor dicho, de no saber nada de ella por los medios tradicionales con los que la gente se comunica). Me había pasado la mañana castigada. ¿Por qué? Por Amanda. Me había colado en el despacho del subdirector, exponiéndome a que me expulsaran. ¿Por qué? Por Amanda. Había salido disparada por los pasillos del Endeavor como si mi vida dependiera de ello, solo para descubrir al final de la carrera que lo que me estaba esperando era un trozo de papel con unas palabras absurdas. ¿Y por qué?

Por Amanda.

Eso sin hablar de mis tobillos, que estaban empezando a dolerme un montón.

Estaba tan furiosa que empecé a mirar en busca de una papelera en la que poder tirar lo que, para mí, no era más que un inútil trozo de papel. Pero entonces me di cuenta de todo el tiempo que llevaba allí parada. Genial, ahora no solo me iba a meter en problemas por lo que había hecho por la mañana, sino que encima me iba a quedar encerrada en el instituto hasta el lunes. Me guardé el dichoso papel en el bolsillo trasero y me dirigí a la puerta principal, con una mueca de dolor cada vez que mi pie derecho tocaba el suelo de linóleo.