Capítulo 11
Últimamente, cada vez que cruzaba el camino de entrada a nuestra casa me planteaba un pequeño juego llamado «señala el punto en el que un extraño se daría cuenta de que algo no anda bien en este lugar». Durante un tiempo, después de que mi padre perdiera su empleo, podías llegar hasta la nevera sin notar nada raro. Una vez abierta la puerta, y tras comprobar que no había nada de comida —a excepción de un puñado de salsas—, lo normal era preguntarse que comíamos exactamente los habitantes del numero 90 de Crap Apple Road.
Sin embargo, últimamente bastaba con recorrer el camino de entrada para darse cuenta de que algo pasaba. En diciembre, mi padre dejó de pagar al tipo que nos cortaba el césped. Ahora, en algunas partes del jardín, me llegaba casi hasta las rodillas. La luz de la puerta principal se había fundido hacía meses, pero nadie se había molestado en cambiarla, y había un enorme estropicio de hojas, ramitas y suciedad que habían quedado amontonadas en el porche durante una de las tormentas del invierno pasado.
Pero era en el interior donde comenzaba la verdadera diversión. Después de lo que lo despidieran, mi padre decidió que se iba a ganar la vida haciendo muebles. En realidad, no es una locura tan grande como pueda parecer, ya que mi padre sabe hacer unos muebles estupendos. Por ejemplo, el verano pasado construyó una fantástica mesa para el comedor como regalo de aniversario para mi madre. Está hecha enteramente de madera (incluso las clavijas que sostienen las patas son de madera, no usó ningún clavo de metal), que recogió de un viejo granero que alguien estaba desmantelando para dejar espacio a uno de los nuevos complejos residenciales que se estaban levantando en Orion. El día que mi madre recibió el regalo, su jefe vino a cenar, y su esposa Sheila estaba encantada con la mesa. No paraba de preguntarles cuánto pedían por ella, pero mi madre le dijo que no estaba en venta. Después le ofreció mil dólares, pero mi madre siguió en sus trece. Y os prometo que incluso llegó a ofrecerle cinco mil antes de que su marido le dijera que parase. Yo había deseado que lo hubiera hecho desde el primer momento en que abrió la boca.
Mi madre se pilló un buen cabreo, y en cuanto se fueron empezó a soltar una de sus típicas charlas sobre las personas que piensan que pueden comprar todo lo que se les antoje, convencidas de que todo tiene precio; y que con qué derecho hacían eso, que como se atrevían y bla, bla bla, bla. Finalmente, mi padre consiguió tranquilizarla diciendo:
—Muy bien, cariño ¿cuánto pides por lavar los platos? Te daré mil doláres. No, mejor tres mil si de paso sacas la basura.
A mi madre se le pasó bastante el enfado, se río y empezaron a besarse. Era lo que me faltaba, pues ya había fastidiado bastante tener que perderme una noche con mis amigas para cenar con el aburrido jefe de mi mamá y su esposa, la mujer más irritante del universo.
Cuando pienso en noches como aquella, estoy segura de que lo que empujó a mi padre al abismo que todo el mundo pensara que su matrimonio no había sido feliz. En Navidad incluso sus amigos decían: «Escucha, Dan, ella hizo la maleta y se llevó el ordenador y todos sus papeles. Ésta claro que se marchó por su propia voluntad. Puede que las cosas no fueran tan bien entre vosotros como pensabas». Eso lo mató. Y para probar que la gente se equivocaba, cogió el pase de alta seguridad que tenía de la época en que se había encargado de la vigilancia del equipo NAVSTAR-GPS de mi madre (esto fue en colorado, en donde se conocieron) y empezó a usarlo para investigar su desaparición, entrando en base de datos que no estaba autorizado a utilizar. Fue entonces cuando lo despidieron.
Pero a veces pienso que con que solo una persona hubiera creído que mi madre no quería marcharse (aunque técnicamente, se montó en el coche por su propio pie), que se fue porque se sentía perseguida o asustada, tal vez mi padre hubiera podido seguir con su vida mientras esperaba su regreso. Quizá habría podido salir de la cama para hacer otra cosa que no fuera beber vino hasta perder el conocimiento.
Cuando abrí la puerta principal, se me quitaron por completo las ganas de seguir con mi juego. Porque el interior de nuestra casa no hacía pensar que allí pasaba algo, sino que nos habíamos vuelto locos.
Había como un millón de trozos de madera añeja desperdigados por todas partes: desde enormes tablones que mi padre había arrancado de edificios en ruinas en los alrededores de Orion, hasta extrañas (y normalmente gigantes) ramas que le llamaban la atención por su forma o por su color. Solo en el vestíbulo principal había madera suficiente para construir una casa nueva, y para poder coger la chaqueta del armario tenias que escalar literalmente por ella.
—¿Hola? —repetí.
En mi voz se notaba un pequeño tono de miedo, un eco de temor que sentía cada vez que regresaba a casa. Cualquiera que entrara allí se daría cuenta de que al propietario de la casa le quedaban pocas razones para querer seguir viviendo. Y si meditabas sobre ello, te dabas cuenta de que en cualquier momento esas escasas razones podían reducirse a cero.
Había una luz en el comedor, y en cuanto atravesé el umbral vi a mi padre. Estaba roncando con la cabeza apoyada en la mesa y la mano a escasos centímetros de un vaso de vino vacío. Como muestra de lo mal que estaban las cosas, lo único que pude pensar fue: «los muertos no roncan». Pensé en despertarlo, pero ¿para qué? Quizá lo hiciera después de hervir un poco de agua para la pasta. Por lo general, se volvía un poco más coherente con el estómago lleno.
Cuando abrí el armario para sacar una cacerola, me fijé en un post-it que llevaba meses pegado en la nevera.
Callie: tu parka está en la secadora.
No es que fuera la primera vez que lo veía —era la última nota que me había escrito mi madre, así que la había mirado como un millón de veces—, pero después del día que había tenido, ver la letra de mi madre y el logo de su laboratorio, una galaxia roja en forma de espiral, fue demasiado para mí. Cerré el armario sin sacar nada y me fui de la cocina. Que mi padre se hiciera su propia cena: a mí se me había quitado el apetito.
Pulsé el interruptor que había al principio de las escaleras, pero el piso de arriba siguió en una completa oscuridad. Me hice una nota mental para acordarme de comprar bombillas nuevas el fin de semana.
Al menos, todavía podíamos permitirnos comprar un puñado de bombillas.
Mi habitación hace esquina y está situada al final del pasillo. Siempre me ha encantado. Desde la ventana trasera se puede divisar la colina Crab Apple, a la que solíamos subir mi madre y yo para ver las estrellas, con su potentísimo telescopio de alta resolución. Supongo que, técnicamente, ahora es mío, pero ya no tengo ganas de usarlo.
Cuando pulsé el interruptor de mi cuarto, la luz tampoco se encendió.
—¡Venga, hombre! —gruñí con fuerza.
Volví a pulsarlo, pero fue en vano. ¿habrían cortado la luz? Pero entonces me acordé de la luz del comedor, la prueba de que aún había electricidad en la casa. Me abrí camino hasta la cama y me acerqué a la lamparita que tengo sobre la mesita de noche.
Tiré de la cadena de la lámpara y la luz suave rosada bañó la habitación. Mi habitación era así, suave, pero no desde el punto de vista de una niña cursi. Las paredes estaban empapeladas con un estampado de diminutas rosas amarillas, sobre la cama había un esponjoso edredón blanco y los muebles estaban construidos con madera antigua, que era suave al tacto como el satén. Antes solía tumbarme en la cama por las noches y pensar en todas las familias que habrían vivido entre esas mismas paredes a lo largo de doscientos años que la casa llevaba levantada: familias felices, desgraciadas, extrañas, normales… pero últimamente prefería meterme en la cama e intentar dormirme directamente, para no pensar en nada.
Me tumbé y me cubrí la cara con una almohada. Tenia la espalda dolorida por la cantidad de veces que había tenido que agacharme durante la limpieza del coche de Thornhill. Levante los brazos por encima de mi cabeza para estirarme. Mientas lo hacía, mi mano se topó con el borde de lo que parecía un trozo de papel.
Lo agarré sin incorporarme, recordando que un par de noches atrás me había quedado dormida mientras estudiaba para un examen de biología. Pero al tocarlo mejor, me di cuenta que no era un trozo de papel, sino una tarjeta, y supuse que una de mis fichas de clase se habría caído allí cuando había hecho la cama. Puede parecer raro que no me hubiera dado cuenta hasta entonces, pero si vivierais en una casa abarrotada de basura, también dejaríais de fijaros en lo que hay encima de vuestras camas. Saqué la tarjeta debajo de la almohada y estiré el brazo delante de mis ojos. Me pregunté si la ficha tendría escrito algo que hubiera olvidado memorizar para el examen.
Pero en cuanto la miré, dejé de preocuparme por la biología. Porque aquello no era una ficha de clase, sino un sobre morado, idéntico al que había visto en el coche del señor Thornhill. En el lugar donde normalmente se escriben el nombre y la dirección del destinatario, había un sello que representaba a un coyote.
Rasgué el sobre con las manos temblorosas. En el interior había dos mil quinientos dolares en billetes nuevos de cincuenta dólares.