Capítulo 3
Más que hablarme, tenía la sensación de que el señor Thornhill me había golpeado la cabeza con un trozo de madera del taller de mi padre. ¿Que Amanda había desaparecido?
—Pero… —estaba a punto de decir que Amanda no había desaparecido, que el día anterior había estado en mi casa; pero antes de que pudiera terminar la frase, Nia me interrumpió.
—Pero es que no parece entenderlo, señor Thornhill. Nosotros no somos amigos de Amanda Valentino.
Levanté de golpe la cabeza para mirarla. Por un lado, sabía que Nia estaba diciendo la verdad. ¿Cómo era posible que Amanda fuera amiga de alguien tan…? Bueno, tan raro. Además, no había mencionado nunca a Nia, ni una sola vez. Por supuesto que no eran amigas.
Pero el rostro de Nia estaba más pálido que la mascota del instituto, y por la forma en que se aferraba al reposabrazos de la silla, daba la sensación de que estaba mintiendo. Lo cual significaría que Amanda y ella eran amigas. Pero eso era…
—Imposible, Nia —dijo el subdirector Thornhill, que ya parecía estar harto de su actitud—. Eso es sencillamente imposible.
Se dirigió hacia la ventana y subió la persiana.
—Venid a echar un vistazo.
El cielo estaba despejado tras la lluvia de la noche anterior, y el reflejo del sol sobre el húmedo suelo del aparcamiento era casi cegador. Entrecerré los ojos para protegerlos de la luz, y los tres nos levantamos para acercarnos a la ventana.
—¿Qué es lo que tenemos que mirar? —preguntó Hal, y entonces me di cuenta de que estaba tan absorta en mis pensamientos que casi se me había olvidado que teníamos que mirar algo.
—Mi coche —dijo el subdirector.
Por la forma en que lo dijo, no tardé ni un segundo en darme cuenta de cuál debía de ser su vehículo. Estaba aparcado en un extremo del aparcamiento del profesorado, y era el objeto más brillante que había a la vista. De hecho, podría haber sido el más brillante del mundo entero. Incluso desde lejos, parecía vibrar por su colorido. No pude descifrar todos los símbolos, pero había un gigantesco arco iris que se extendía desde la rueda delantera hasta la trasera, y un enorme símbolo de la paz que, cubría la mayor parte de la puerta del copiloto. También pude distinguir lo que parecía un grupo de estrellas en la puerta trasera, y un brillante sol amarillo en el tapacubos que había debajo.
El conjunto era tan extravagante que me eché a reír de repente. No pude evitarlo, era como si el coche entero fuera una de las bromas pesadas de Amanda. Y cuando empecé a reírme, ya no pude parar. Estaba segura de que los demás también se reirían, pero al ver que no lo hacían empecé a inquietarme, como si me estuviera dando un ataque de histeria. Casi deseé que alguien me tirara un vaso de agua helada a la cara.
—Me alegra que te parezca divertido, Calista —siseó el señor Thornhill.
Aunque no era un vaso de agua helada, el efecto fue el mismo. Como si tuviera un botón de encendido y apagado, dejé de reírme inmediatamente. El señor Thornhill dejó la persiana subida, volvió a su escritorio y se sentó. ¿Debíamos sentarnos nosotros también? Dado que ni Nia ni Hal hicieron ningún amago de volver a sus asientos, me quedé junto a ellos, al lado de la ventana. Pero no volví a mirar el coche. Temía que pudiera volver a entrarme un ataque de risa.
—Aunque Amanda le hubiera pintado el coche —dijo Hal—, ¿qué le hace pensar que nosotros hemos tenido algo que ver? Como ha dicho Nia, ni siquiera somos amigos suyos.
Cuando estaba a punto de abrir la boca para corregir a Hal y decirle al señor Thornhill que yo sí era amiga de Amanda, aunque evidentemente Hal y Nia no lo fueran, Hal me miró directamente con sus asombrosos ojos azules y añadió:
—No la conocemos de nada.
¿Era mi imaginación o me estaba intentando decir algo?
¿O trataba de decirme que me callara?
—Si no sois amigos suyos —dijo el subdirector Thornhill—, ¿entonces por qué, además de estropear mi coche, pintó con espray un símbolo en cada una de vuestras taquillas?
¿Amanda había pintado algo en mi taquilla? Estuve a punto de preguntar el qué, pero antes de que pudiera decir nada, el señor Thornhill prosiguió.
—Y quizá también podríais contarme si dejó algo dentro de vuestras taquillas.
¿Había abierto mi taquilla? ¿Por qué pensaba que lo había hecho? En cualquier caso, mi taquilla estaba cerrada y solo yo conozco la combinación.
Como si me hubiera leído el pensamiento, Hal dijo:
—¿Cómo es posible que Amanda haya abierto nuestras taquillas?
Por primera vez desde que entramos en su despacho el señor Thornhill sonrió.
—Excelente pregunta, Hal —se colocó las manos detrás de la cabeza y se reclinó en su silla—. ¿Por qué no me lo decís vosotros?
«—Me gusta tenerlas, saber que en alguna parte hay un candado que yo podría abrir si quisiera hacerlo. —Afuera estaba lloviendo.»
✿✿✿
Era una gélida lluvia de febrero, y parecía que no iba a terminar nunca. La lluvia hizo que mi habitación, que ya es maravillosa de por sí, pareciera incluso más acogedora, como si fuera un pequeño refugio que ni el frío ni la humedad pudieran penetrar. Ni siquiera me molestó el silencio que reinaba en el taller de mi padre, aunque, probablemente, eso significaba que estaba bebiendo en lugar de trabajar. Amanda estaba contándome por qué coleccionaba llaves.
—No valen nada —le señalé.
Como de costumbre, mi mente se había dirigido rápidamente hacia el dinero. Es curioso: cuando no lo tienes, todos los caminos parecen terminar conduciéndote hacia él.
—Es cierto —asintió Amanda mientras toqueteaba aquella diminuta llave que parecía muy antigua. Siempre la llevaba con un lazo alrededor del cuello—. Pero me gustan por su valor simbólico.
Estábamos sentadas en el suelo. Amanda tenía la espalda apoyada en la enorme butaca y yo estaba frente a ella, apoyada en la cama. Las dos llevábamos un par de pantuflas. Yo tenía las piernas envueltas en el edredón. El día anterior, Amanda se había cortado el pelo muy corto, pero hoy llevaba una larga peluca de color platino. Le pregunté si la llevaba porque no le gustaba el corte, pero ella me respondió:
—No, sí que me gusta. ¿Por qué lo preguntas?
Lo dijo como si ponerse una peluca el día después de haberse cortado el pelo fuera la cosa más normal del mundo.
—Pero ¿dónde consigues esas llaves usadas? —le pregunté.
—Pues en mercadillos o en tiendas de antigüedades. Por otro lado, si alguien tiene un llavero enorme con un montón de llaves, normalmente hay al menos una que ya no utiliza —hizo balancear el suyo adelante y atrás, admirando su colección.
—Se parece a los que llevan los conserjes —dije.
Una vez vi a un conserje del Endeavor sacar algo de un armario de suministros. Aunque su anilla debía de tener por lo menos cien llaves, localizó la que necesitaba en menos de un segundo.
—Si yo tuviera tantas como ellos, sería incapaz de encontrar la llave correcta —comenté.
Amanda me miró.
—Nunca llevas la llave de tu casa.
Era una afirmación, aunque con un pequeño deje interrogativo; como si esperase una explicación, pero tampoco quisiera obligarme a dársela.
Mi familia no cerraba nunca la puerta principal. Tampoco es que tuviera mucho sentido hacerlo. Las casas de labranza construidas a finales del siglo pasado podían tener mucho encanto, pero no solían estar diseñadas con una seguridad inquebrantable. Aunque nos molestásemos en cerrar las puertas, si alguien quisiera echarlas abajo no necesitaría mucho más de diez segundos para hacerlo.
—No tengo llave —dije— Mi madre vivió una temporada en Nueva York, y cuando mi padre y ella compraron esta casa, dijo que lo que más le gustaba de vivir en el campo era no tener que cerrar la puerta.
En cuanto aquellas palabras salieron de mi boca, me di cuenta de que era posible que mi madre no volviera a abrir nunca la puerta de nuestra casa, con o sin llave. Aquel pensamiento hizo que me ardieran los ojos.
Amanda permaneció en silencio. Apartó la mirada y se puso a examinar su llavero. Sé que no estaba evitando el tema, sino que me estaba dando unos instantes de privacidad. Inspiré profundamente.
—Toma —me dijo de repente, y pasó las llaves rápidamente alrededor de la anilla antes de sacar una—. Quédate esta.
Cogí la llave de su mano y la examiné. Era una llave normal y corriente, pero tenía un número de cinco dígitos y las palabras NO DUPLICAR grabadas en la parte superior.
—¿Qué es lo que abre? —pregunté.
Amanda se encogió de hombros. Después sonrió, y sus ojos, ya de por sí brillantes, centellearon cuando bromeó:
—Bueno, abra lo que abra, espero que la duplicaran antes de perderla.
Me reí y me guardé la llave en el bolsillo.
—Gracias.
—¡Desatornillemos los cerrojos de las puertas! ¡Liberemos a las puertas de sus jambas! —exclamó.
—Por supuesto —al ver que Amanda ignoraba mi expresión de perplejidad, me levanté—. Y ahora vamos a comer. Estoy hambrienta.