EPÍLOGO
El vuelo procedente de China iba repleto de familias y tardaron mucho en desembarcar. Luego vino la interminable cola en la aduana, y el adolescente que estaba delante de ellos no encontraba el pasaporte. Por fin enfilaron el largo pasillo hasta Llegadas. Mamás y papás y maridos y esposas lanzando exclamaciones y repartiendo abrazos. Mientras caminaban, él se enjugó la cara con el dorso de la mano y se alisó el pelo. Ella le miró, nerviosa.
—¿Llegamos tarde?
—Un poco. Tranquila.
—¿Y si le caigo fatal?
—Lo dudo mucho.
—¿Cómo tengo que llamarla, señora Glickman?
—No, llámala Cheryl.
—¿Es aquella? ¿La que hace señas?
—¿Dónde?
—Al fondo de todo. Junto a una señora rubia. ¿La ves?
—Ah. Sí. Está muy mayor. Ha venido Clee también. Es la de al lado.
—Qué contenta está de verte… ¡Oh, ha echado a correr!
—Ya.
—Pues hay un buen trecho.
—¿Corremos también y nos encontramos a mitad de camino?
—No sé, llevo la maleta. ¿Y si corres tú y yo ya iré llegando?
—No, no. Sigamos andando.
—Es que con la maleta… Dios mío, es capaz de correr todo el trecho.
—Eso parece.
—Anda, ve tú.
—¿Estás segura?
—Sí. Dame tu maleta. Ya te alcanzaré. Venga, corre.
Así lo hizo él. Ella seguía corriendo, y cuando ya estaban cerca el uno del otro empezaron a reír. Reían y reían sin dejar de correr y correr y correr y sonaba música, instrumentos de metal, un tema arrebatador, en la sala todo el mundo llorando, salieron los créditos. Ovación clamorosa.