3

El cuarto de planchar y el dormitorio eran mis dominios, los suyos la sala de estar y la cocina. La puerta principal y el cuarto de baño eran zona neutral. Cuando iba a la cocina a por mi comida, salía a toda prisa, encorvada, como si la hubiera robado. Me ponía a comer mirando por la ventana, demasiado alta, del cuarto de planchar, mientras escuchaba la tele que ella tenía puesta. Los personajes de los programas siempre gritaban, de modo que no era difícil seguir la trama sin las imágenes. Durante nuestra videoconferencia de los viernes, Jim preguntó qué era todo aquel follón.

—Clee —dije—, ¿te acuerdas de que está viviendo en mi casa hasta que encuentre trabajo?

En vez de aprovechar la oportunidad para cubrirme de elogios o mostrar su solidaridad, mis compañeros de trabajo se sumieron en un silencio culpable. Sobre todo, Michelle. Alguien embutido en un jersey color borgoña atravesó la oficina contoneándose, por detrás de la cabeza de Jim. Estiré el cuello.

—¿Es…? ¿Quién era ese?

—Phillip —dijo Michelle—. Acaba de donar una máquina de café al personal de la cocina.

Volvió a pasar de nuevo, con una tacita en la mano.

—¡Phillip! —aullé.

El aludido se detuvo un momento, confuso.

—Es Cheryl —dijo Jim, señalando la pantalla.

Phillip se acercó al ordenador y bajó la cabeza para mirar. Al verme arrimó a la cámara una yema de dedo gigante. Yo hice rápidamente lo mismo en la mía. Nos «tocamos». Phillip sonrió y se fue alejando del campo visual.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Jim.


Después de la llamada me puse la bata y entré en la cocina con aire despreocupado. Estaba harta de esconderme. Si se ponía en plan grosero, le seguiría la corriente y listo. Se había puesto una camiseta enorme con una leyenda alusiva al deporte del voleibol, y lo que llevaba debajo —ya fueran bragas o shorts— quedaba parcialmente a la vista. Parecía estar esperando que hirviera el agua. Eso era esperanzador; podía ser que hubiera renunciado al microondas.

—¿Hay suficiente agua para dos?

Ella se encogió de hombros. Supuse que lo averiguaríamos llegado el momento. Cogí mi tazón; aunque el fregadero estaba lleno de platos, yo había seguido recurriendo a lo mío y nada más. Me recosté en la pared y froté los hombros contra la superficie, sonriendo perezosa a nada en particular. Sigue, sigue, sigue la corriente. El hervidor continuaba a lo suyo. Clee hurgó con un tenedor en los restos de comida calcinada de mi sartén para salado, como si estuvieran vivos.

—Va tomando saborcillo —dije en plan protector, olvidando por un momento seguirle la corriente.

Ella se rió —je, je, je—, y en lugar de ponerme a la defensiva, decidí sumarme a la fiesta; el hecho de reír hizo que la situación fuera francamente graciosa, tanto por la sartén como incluso por mí misma. Me sentí liviana y despejada, me maravillé del universo y sus variadas maneras de embaucarnos.

—¿Por qué te ríes?

De pronto su cara se había vuelto de piedra.

—Pues porque…

Señalé hacia la sartén.

—¿Pensabas que me reía de lo de la sartén? ¿Como diciendo ja, ja, mira que estás majareta, con tu sartén sucia y todas tus manías…?

—No.

—Claro que sí. —Se me acercó un paso, su cara pegada ahora a la mía—. Me reía… —noté cómo sus ojos se paseaban por mi cabello gris, mi cara, los grandes poros— porque eres patética. Pa-té-ti-ca.

Al tiempo que silabeaba, apoyó la palma de su mano en mi esternón, poniéndome plana contra la pared. Sin querer solté una especie de «Uh» y el corazón empezó a latirme con fuerza exagerada, cosa que ella pudo notar en la palma de su mano. Se le puso cara de velocidad y me apretó un poquito más, luego un poquito más todavía, esperando entre ambas veces como dándome ocasión para reaccionar. Yo estaba pensando en decirle «Oye, si sigues así te estarás pasando de la raya», o «Te estás pasando de la raya», o «Bueno, ya está: te has pasado de la raya», pero de repente noté que me estaba haciendo daño, no solo en el tórax sino también en los omóplatos, que tenía incrustados contra la pared, y yo quería vivir y no quedar lisiada.

—Vale —dije—, soy patética.

El hervidor empezó a pitar.

—¿Qué?

—Que soy patética.

—¿Y a mí qué más me da que seas patética?

Asentí rauda con la cabeza para mostrarle hasta qué punto estaba de su lado y contra mí misma. El hervidor chillaba. Clee apartó la mano y vertió el agua en un vaso de porespán con fideos chinos (no apaciguada, ella, sino simplemente asqueada de nuestra estrecha relación). Yo salí por piernas, dos piernas como de goma.

Me acurruqué en la cama y me toqué el bolo. ¿Qué palabra describía mi situación? ¿En qué categoría entraba? Una vez en Seattle, con veintipocos años, me habían atracado, y la sensación que me quedó después fue muy parecida. Pero en aquel caso acudí a la policía, cosa que ahora no podía hacer.

Telefoneé a Ojai, donde estaban mis jefes. Carl descolgó al momento.

—¿Negocios o placer? —dijo.

—Se trata de Clee —respondí en voz baja—. Ha sido estupendo tenerla aquí, pero creo que…

—Espera. ¡Suz, ponte! ¡Clee la está liando! ¡Ese teléfono no, el del pasillo!

—¿Diga?

La voz de Suzanne apenas si se oía con todas las interferencias.

—¡Estás en el teléfono chungo! —gritó Carl.

—¡No, señor! —chilló Suzanne—. ¡Estoy en el del pasillo! ¿Por qué tenemos que ponernos los dos a la vez? —Colgó el del pasillo pero se la oía aún, débilmente, por el teléfono de Carl—. ¡Si cuelgas, hablaré con Cheryl yo sola!

—Llevas todo el día dándome la bronca, Suz.

Suzanne cogió el teléfono, pero no se lo llevó a la oreja enseguida.

—¿Y si te marcharas? No necesito que controles todos mis movimientos.

—¿Piensas ofrecerle dinero? —dijo Carl.

Su manera de susurrar no sonaba en absoluto más discreta que con la voz normal.

—Claro que no. Te crees que le voy a…

Suzanne tapó el auricular con la mano. Esperé, preguntándome sobre qué estarían discutiendo si estaban de acuerdo en que no había que ofrecerme dinero.

—¡Cheryl!

Suzanne otra vez.

—Qué tal.

—Perdona. Ahora mismo mi matrimonio no es nada divertido.

—Vaya por Dios —dije, aunque ellos dos siempre estaban o así o intensamente embelesados el uno con el otro.

—Me hace sentir fatal —dijo, y luego, dirigiéndose a Carl—: Bueno, pues vete; esto es una conversación privada y puedo decir lo que me apetezca. —De nuevo a mí—: ¿Cómo estás?

—Bien.

—No te dimos las gracias por alojar a Clee, pero no sabes lo importante que es… —la voz se le puso gruesa, titubeó; me la imaginé con el rímel corrido— saber que ella está conociendo buenos valores. Ten presente que Clee se crio en Ojai, nada menos.

Se puso Carl.

—Disculpa todo este teatro, Cheryl. No tienes por qué seguir escuchando. Cuando quieras, cuelga.

—Que te den, Carl. Estoy intentando explicar algo. Todo el mundo piensa que es una brillante idea mudarse de la ciudad para criar a los hijos. Pues mira, no te extrañe que la criatura te salga antiaborto y anticontrol de armas. Si vieras a sus amigos… ¿Está yendo a pruebas de casting?

—No lo sé con seguridad.

—¿Se puede poner?

Me pregunté si todavía tenía permiso para colgar cuando me apeteciera.

—Quizá sería mejor que te llamara ella después.

—Cheryl, querida, dile que se ponga, anda.

Suzanne adivinó que le tenía miedo a su hija.

Abrí la puerta. Clee estaba comiendo fideos chinos sentada en el sofá.

—Tu madre.

Le tendí el teléfono.

Me lo arrebató de mala manera y salió con él al patio trasero, cerrando de un portazo. La vi pasearse por delante de la ventana, su boca como un nudo escupidor. Los miembros de aquella familia se empleaban a fondo los unos con los otros; estaban constantemente en el ápice de la vehemencia. Crucé los brazos y bajé la vista al suelo. En la alfombra había un cheeto de color naranja chillón, al lado del cheeto una lata vacía de Diet Pepsi, y junto a la lata un tanga verde de encaje con algo blanco en la entrepierna. Y todo esto solo en la zona adyacente a mis pies. Me palpé la garganta: dura como una roca… pero no hasta el punto de tener que expulsar saliva en vez de tragarla.

Clee volvió a entrar, hecha una fiera.

—Un tal… —miró la pantalla del teléfono— Phillip Bettelheim te ha llamado tres veces.


Devolví la llamada desde el coche. Cuando él me preguntó cómo estaba, hice mi equivalente a llorar: la garganta se me atascó, la cara se me pobló de arrugas, y solté un ruido tan sumamente agudo que fue silencioso. Entonces oí como un sollozo. Phillip estaba llorando a moco tendido.

—Oh, no. ¿Qué te pasa?

Me había parecido que se encontraba bien, al tocarnos la punta de los dedos a través del ordenador durante la videoconferencia.

—Nada nuevo, estoy bien, es por eso que te contaba el otro día.

Sorbió ruidosamente por la nariz.

—La confesión.

—Sí. Me va a volver loco.

Se rió, lo cual dio paso a más llanto. Le oí tragar aire.

—¿No pasa nada si…? Quiero decir, ¿puedo llorar y ya está, un ratito?

Respondí que por supuesto. Ya le hablaría de Clee en otro momento.

Al principio me pareció que se quedaba cortado, pero al cabo de un minuto empezó a llorar de una manera diferente, una manera que a todas luces le gustaba; era el llanto de un niño pequeño que se queda sin respiración, que está fuera de control y no se consuela con nada. Pero yo sí consolé a Phillip. Le dije «Vamos, vamos», y también «Eso es, suéltalo todo», y pareció que acertaba en mis intervenciones porque eso le daba pie a llorar con más ahínco. Yo me sentía francamente metida en faena, como si le estuviera ayudando a llegar a algún sitio al que siempre había deseado ir y Phillip estuviera llorando de agradecimiento y de sorpresa. Bueno, pensándolo bien era bastante increíble, y conste que tuve tiempo de sobra para pensarlo según iban pasando los minutos. Miré hacia las ventanas de mi casa y confié en que la huésped no estuviera rompiéndolo todo. Dudo que ningún hombre haya llorado nunca tanto, por no decir ninguna mujer adulta. Probablemente tarde o temprano intercambiaríamos papeles y él me guiaría en mi superllorera. Me lo imaginé animándome a soltar lastre; el alivio sería casi abrumador. «Estás preciosa», diría Phillip, tocándome una mejilla sucia de lágrimas y al mismo tiempo acercando mi mano a la bragueta de sus pantalones. Con un pequeño ajuste el asiento del coche quedaba en posición casi horizontal; mientras él lloraba a moco tendido, yo me desabroché el pantalón y metí la mano. Nos habíamos sonado los dos y quitado la ropa, pero solo la necesaria. Por ejemplo, yo me dejaba la blusa y los calcetines, quizá incluso los zapatos, y Phillip lo mismo. Nos quitábamos del todo el pantalón y la ropa interior, pero no los doblábamos para no tener que desdoblarlos al cabo de un momento. Simplemente los dejábamos extendidos en el suelo del coche de modo que fuera fácil ponérselos de nuevo más tarde. Tumbados uno junto al otro en la cama, nos abrazábamos y nos besábamos a tope, luego Phillip se ponía encima e introducía su pene entre mis muslos y, con voz grave y autoritaria, me susurraba: «Piensa en tu cosa». Yo sonreía, agradecida a que me diera permiso para ello, y cerraba los ojos, transportándome a una habitación muy parecida donde nuestros pantalones yacían en el suelo y Phillip estaba encima y dentro de mí. Con voz grave y autoritaria, él decía «Piensa en tu cosa», y yo me henchía de gratitud y de alivio, más aún que la última vez. Cerraba los ojos y de nuevo me transportaba a una habitación similar, una fantasía dentro de otra fantasía dentro de otra fantasía, y así continuaba la cosa, cobrando intensidad hasta que me sentía tan sumamente dentro de mí misma que más lejos no podía ir. Ya está. Esa es mi cosa, la cosa en la que me gusta pensar cuando practico el coito o la masturbación. El final es una especie de súbito retortijón en la ingle seguido de una muy relajante fatiga.

Mientras me abrochaba los botones del pantalón, él empezó a calmarse y fue recuperando el resuello. Se sonó varias veces.

—Bueno —dije—, ya está.

Eso le hizo soltar unas cuantas lágrimas extra, tal vez una manera educada de hacerse eco de mis palabras. Al final se impuso el silencio.

—Ha estado bien. Muy bien.

—Sí —concedí—. Increíble.

—Estoy sorprendido. Por regla general no lloro a gusto delante de otros, pero contigo es diferente.

—¿Dirías que es como si nos conociéramos desde hace más tiempo del que nos conocemos en realidad?

—Por ahí va la cosa.

Yo podía decírselo o podía no decírselo. Opté por lo primero.

—Tal vez haya un motivo para eso —le dejé caer.

—Ya.

Se sonó una vez más.

—¿Sabes cuál?

—Dame una pista.

—Una pista. A ver… pues no. Es algo que no tiene partes pequeñas; todo es gordo.

Hice una pausa, inspiré hondo y cerré los ojos antes de continuar.

—Veo una tundra pedregosa y una figura encorvada de rasgos simiescos que se parece a mí. Se ha fabricado un zurrón con tripa de animal y se lo está dando a su compañero, un prehombre robusto y peludo que se parece mucho a ti. Él mete un dedo grueso como salchicha en el zurrón y extrae una piedra de colores. Es el regalo de ella. ¿Ves por dónde voy?

—No estoy seguro. Veo que hablas de hombres de las cavernas que se parecen a nosotros dos.

—Que son nosotros dos.

—Ah, no lo tenía claro. Vale. ¿Reencarnación, quizá?

—Esa palabra no está en mi vocabulario.

—Ya, no, en el mío tampoco.

—Pero sí, desde luego. Nos veo a los dos en época medieval, acurrucados uno junto al otro. Llevamos largas capas. Y corona en la cabeza. Nos veo en los cuarenta.

—¿Quieres decir del siglo veinte?

—Sí.

—Yo nací en el cuarenta y ocho.

—Tiene sentido, porque nos estaba viendo a los dos como una pareja ya mayor en los cuarenta. Seguramente fue la vida anterior a la de ahora.

Me callé. ¿Había hablado más de lo debido? Eso dependía de lo que él dijera a continuación. Le oí carraspear. Luego se quedó callado. Quizá no diría nada, que es lo peor que hacen los hombres.

—¿Cómo es que volvemos una y otra vez? —preguntó con voz queda.

Sonreí. Qué cosa más increíble de preguntar. Ese momento, instalada como estaba en la calidez de mi coche con una pregunta sin respuesta delante de mí, puede que haya sido mi favorito de todas estas vidas.

—No lo sé —dije en voz baja.

Luego apoyé la frente en el volante y nadamos ambos en el tiempo, callados y juntos.

—¿Qué vas a hacer de cena este viernes, Cheryl? Estoy listo para confesar.


El resto de la semana transcurrió pausadamente. Todo era fantástico y yo perdoné a todo el mundo, incluida Clee, aunque no de palabra. ¡Ella era joven! Almorzando de pie en la cocina del personal, Jim me aseguró que los jóvenes de hoy en día eran mucho más expansivos físicamente de lo que lo habíamos sido nosotros; su sobrina, sin ir más lejos: una chica muy física.

—Son bastos —dije yo.

—No les da miedo mostrar sus sentimientos.

—Lo cual quizá no sea tan buena cosa… —sugerí.

—Lo cual es una cosa muy saludable —dijo él.

—A la larga, sí —dije—. Puede.

—Se abrazan más. Mucho más que nosotros a su edad.

—Se abrazan…

—Los chicos y las chicas se abrazan, sin estar liados.

La conclusión a la que llegué —y era importante llegar a alguna porque no es bueno que esa clase de pensamientos ronden por la cabeza sin atribuirles categoría o sacar una conclusión— fue que las chicas de hoy, cuando no estaban abrazando chicos sin estar liadas, se pasaban el día siendo agresivas con todo quisque. Mientras que las chicas de mi época se ponían furiosas pero lo interiorizaban y se autolesionaban y se deprimían, las de ahora te soltaban un moco y te empujaban contra la pared. ¿Qué era mejor? Antes, la chica era quien se hacía daño a sí misma; ahora quien recibía era otra persona, inocente y ajena a todo, y la chica parecía estar la mar de feliz. Puestos a ser justos, el pasado quizá era mejor.

El viernes por la noche me puse otra vez la camisa de vestir de hombre y una pequeñísima cantidad de sombra de ojos gris. Mi peinado era total: un poco de Julie Andrews y otro poco de Geraldine Ferraro. Cuando Phillip hizo sonar el claxon, crucé la salita a la carrera para esquivar a Clee.

—Ven p’acá —dijo.

Estaba en el umbral de la cocina, comiéndose una tostada blanca.

Señalé hacia la puerta.

—Que vengas.

Para allá que fui.

—¿Qué es ese ruido?

—¿Las pulseras? —dije, agitando la muñeca.

Me había puesto dos sonoras pulseras por si la camisa de hombre me daba un aspecto poco femenino. Aquella manaza suya me asió el brazo y empezó a apretar lentamente.

—Te has vestido de gala —dijo—. Querías verte elegante y lo que has conseguido es… esto.

Apretó más.

Phillip hizo sonar el claxon, dos veces seguidas. Ella dio otro mordisco a la tostada.

—¿Quién es? —preguntó.

—Se llama Phillip.

—¿Un noviete?

—No.

Me concentré en el techo. Podía ser que Clee hiciera aquello muy a menudo y fuera especialista en piel humana; por ejemplo, qué cantidad de presión podía soportar la epidermis antes de abrirse. Con suerte, lo tendría en cuenta y no sobrepasaría ese punto crítico. Phillip llamó a la puerta con los nudillos. Clee se terminó la tostada y con la mano libre me bajó suavemente la barbilla hasta obligarme a mirarla a los ojos.

—Te agradecería que cuando tengas un problema conmigo me lo digas a mí, no a mis padres.

—Si yo no tengo ningún problema contigo —me apresuré a decir.

—Es lo que les he dicho yo.

Y nos quedamos tal cual. Phillip volvió a llamar. Y nos quedamos tal cual. Y Phillip insistió de nuevo. Y nos quedamos tal cual. Y luego ella me soltó.

Abrí la puerta apenas lo justo para salir.

Cuando hubimos dejado atrás el vecindario le pedí que aparcara y miramos mi muñeca; no había nada. Encendió las luces interiores: nada. Le expliqué lo corpulenta que era Clee y de qué manera me había agarrado y él dijo que suponía que ella consideraba ese apretón una cosa normal, pero que a una persona delicada como yo tal vez le hacía daño.

—Tampoco es que sea tan delicada.

—Comparada con ella, sí, ¿no crees?

—¿La has visto recientemente?

—Hará ya unos años.

—Es grandota —dije—. A muchos hombres eso les parece atractivo.

—Claro; una mujer con un cuerpo así tiene una reserva de grasa que le permite fabricar leche para las crías aunque su marido no sea capaz de aportar carne. Yo confío en mi capacidad de aportar carne.

Las palabras «leche», «reserva de grasa» y «carne» habían conseguido empañar las ventanillas antes de lo que habrían podido hacerlo palabras más magras. Estábamos inmersos en una especie de nube cremosa.

—Oye, ¿y si en vez de ir a un restaurante —dijo Phillip— cenáramos en mi casa?

Conducía igual que vivía, por derecho propio, sin utilizar el intermitente, deslizándose sin más con su Land Rover a toda velocidad, de carril a carril. Yo al principio volvía la cabeza para ver si el carril estaba realmente libre o si nos la pegábamos, pero al rato decidí mandar al cuerno toda cautela y me acomodé en el asiento de cuero térmico. El miedo era cosa de pobres. Creo que nunca me había sentido tan feliz en mi vida.

Todo era blanco o gris o negro en el lujoso ático de Phillip. El suelo era una inmensa y pura superficie blanca. No había artículos personales, como libros o un montón de facturas o la estupidez de un juguete a cuerda que le hubiera regalado alguien. El detergente para los platos estaba en un dosificador negro de piedra; alguien lo había pasado de su envase de plástico original al más severo de ahora. Phillip dejó las llaves y me tocó el brazo.

—¿Te cuento una cosa rara?

—Sí.

—Las camisas.

Compuse un gesto de pasmo, pero tan exagerado que hube de rebajarlo rápidamente a perpleja sorpresa.

—Eres yo en hembra —dijo.

Mi corazón empezó a bailar como al extremo de una cuerda larga. Él dijo que esperaba que me gustase el sushi. Yo le pedí si podía indicarme dónde estaba el servicio.

En el cuarto de baño todo era blanco. Me senté en el inodoro y contemplé mis piernas con nostalgia. Muy pronto estarían entrelazadas con sus muslos a perpetuidad, para no volver a estar nunca solas aunque así lo desearan. Pero era algo inevitable. Habíamos corrido lo nuestro, yo y yo. Me imaginé matando a un perro viejo, un fiel y viejo sabueso, porque eso era lo que yo era para mí misma. ¡Vamos!, ¡busca! Me observé correteando obediente. Entonces bajaba la escopeta y lo que en realidad ocurrió fue que empecé a tener movimiento intestinal. No estaba previsto, pero estas cosas era mejor terminarlas. Tiré de la cadena, me lavé las manos y, de pura casualidad, miré el interior del retrete. Estaba todavía allí. Era como para pensar que se trataba del perro, herido de muerte pero negándose a morir. La cosa se podía descontrolar; si tiraba y tiraba de la cadena Phillip me preguntaría qué pasaba y yo tendría que decir: «El perro, que no quiere morir con dignidad».

«¿El perro eres tú, tal como te has conocido hasta ahora?».

«Sí».

«No tienes por qué matarlo, mi dulce muchacha —diría él introduciendo en la taza un cucharón perforado—. Necesitamos un perro».

«Pero es viejo y tiene extraños e inalterables hábitos».

«Y yo también, mi vida. Quién no los tiene».

Le di al agua una vez más y la cosa se fue para abajo. Ya se lo contaría en otra ocasión.

Cenamos sin hablar y luego vi que a Phillip le temblaba un poquito la mano y supe que era el momento. Se disponía a confesar. Debo de haber estado sentada delante de él en cientos de reuniones, pero nunca me había permitido el lujo de examinar sus facciones. Era como saber qué aspecto tiene la luna sin detenerse a buscar al hombre que ronda por ella. Tenía unas arrugas que descendían como barrancos desde sus ojos hasta sus mejillas. El cabello era espeso y ondulado en los costados, más fino en la parte de arriba. Barba densa, cejas embarulladas. Nos sonreímos el uno al otro como los viejos amigos que éramos, a un cierto nivel. Él dejó escapar el aire largamente y ambos reímos un poco.

—Hay algo de lo que quiero hablarte desde hace tiempo —empezó diciendo.

—Sí.

Se rió otra vez.

—Bueno, supongo que a estas alturas eso ya lo has entendido. He hecho una montaña de algo que probablemente no lo es.

—Lo es y no lo es —dije.

—Exacto, lo es y no lo es. Lo es para otras personas, no para mí. Bueno, tampoco digo que no sea importante; lo es, una montaña altísima, solo que… —Calló y dejó escapar el aire otra vez, con un sonido de fuelle. Luego bajó la cabeza y se quedó muy quieto—. Verás, me… me he enamorado de… de una mujer que es idéntica a mí en todo, que me desafía, que me hace sentir, que me humilla. Tiene dieciséis años. Se llama Kirsten.

Lo primero que pensé fue en Clee, como si estuviera allí presente y observara mi gesto de desolación. La cabeza echada hacia atrás, un ronco «je, je, je». Apreté con la uña de un dedo una rodajita de jengibre fina como el papel.

—¿Y cómo… —intenté tragar saliva, pero tenía la garganta completamente atascada— conociste a Kristen?

—Es «Kir», como Kirkegaard —dijo él, de pronto filosófico—. Kirsten. Nos conocimos en clase de terapia craneosacral.

Je, je, je.

Asentí con la cabeza.

—Sorprendente, ¿verdad? A sus dieciséis añitos, no te imaginas lo adelantada que está. Es una persona de lo más sabia, y encima con esos antecedentes familiares; su madre está todo el día en Babia y metida en drogas. Pero Kirsten es sencillamente… —boqueó con mirada compungida— el no va más.

Fingí tomar un poco de vino, pero lo que hice fue depositar la saliva que se había acumulado en mi boca.

—¿Ella siente lo mismo por ti?

Phillip asintió.

—De hecho es ella la que insiste en llegar a la consumación.

—Ah, entonces ¿no habéis…?

—No. Hasta hace poco salía con alguien. Nuestro profesor, para ser exactos. Él es joven, se llevan muchos menos años. Un tipo cabal de verdad; en cierto modo creo que Kirsten debería haber seguido con él.

—Puede que tarde o temprano la recupere —aventuré.

—Cheryl. —De pronto puso una mano sobre la mía—. Queremos tu bendición.

Era una mano, la suya, con el calor y el peso que solo tienen las manos de verdad. Ni cien manos imaginarias alcanzarían esa calidez. Me quedé mirando sus gruesas y primitivas uñas.

—No sé qué has querido decir.

—Pues que yo quiero y ella también, pero la atracción es tan fuerte que casi no damos crédito. ¿Se trata de algo real o es solo la fuerza del tabú? Le he hablado mucho de ti y de la relación que tenemos. Le he hablado de lo fuerte que eres, de tu feminismo, de que vives sola, y ella accedió a esperar hasta conocer tu opinión.

Escupí otra vez en el vino.

—Cuando le explicaste la relación que teníamos, ¿qué le dijiste?

—Le dije que eras… —bajó la vista a mis nudillos enrojecidos— una persona de la que yo tenía mucho que aprender. —Introdujo con firmeza sus dedos entre los míos—. Y le hablé de tu perfecto equilibrio en cuanto a energías masculinas y femeninas. —Empezamos a hacer una pequeña ola con el movimiento de enlazar y desenlazar nuestras manos—. Es decir, que puedes ver las cosas desde un punto de vista masculino, pero sin que lo enturbie el yang.

Lo estábamos haciendo ya con ambas manos y mirándonos de hito en hito. Nuestra historia común nos contemplaba, cien mil vidas anteriores de hacer el amor. Nos pusimos de pie, separados apenas por dos ardorosos centímetros, las palmas de las manos unidas.

—Cheryl —susurró.

—Phillip.

—No puedo dormir, no puedo pensar. Me voy a volver loco.

Los dos centímetros ya eran uno solo. Yo estaba volando.

—No tenemos padres, nadie que nos guíe —se lamentó—. ¿Querrás guiarnos tú, Cheryl?

—Pero si soy más joven que tú.

—Quizá.

—No, seguro. Soy veintidós años más joven que tú, Phillip.

—Y yo cuarenta y nueve mayor que ella —jadeó—. Dime que te parece bien. No quiero que una persona como tú piense que soy un… No me atrevo ni a decirlo. No tiene nada que ver con su edad; eso ya lo entiendes, ¿no?

Cada vez que tomaba aire, la discreta curva de mi abdomen presionaba su ingle, y cada vez que sacaba el aire se apartaba otra vez. Dentro, fuera, dentro, fuera. Mi respiración se volvió más seca y más rápida, como breves estocadas; Phillip me apretaba las manos con fuerza. Un segundo más y utilizaría mi barriga para manosearlo y explorarlo, sin dedos, bailoteando arriba y abajo. Tuve que retroceder.

—Es una decisión difícil —dije. Recogí mi servilleta del suelo y la deposité con cuidado sobre la hilera de sushi todavía por consumir—. Debo pensarlo bien.

—De acuerdo —dijo Phillip, enderezándose, y parpadeó como si de repente yo hubiera encendido la luz. Me siguió hasta el armario del vestíbulo y yo cogí la chaqueta y el bolso—. ¿Y…?

—Que te avisaré cuando lo tenga claro. Ahora llévame a casa, por favor.


Clee estaba medio dormida viendo la tele. Cuando entré levantó la vista, sorprendida, como si aquella no fuera mi casa. Ver su cara bonita y su tremendo mentón me puso furiosa al instante. Arrojé el bolso sobre la mesita baja, que era donde solía dejarlo antes de que ella se mudara.

—Tienes que poner manos a la obra y buscar un trabajo cuanto antes —le dije, enderezando la butaca—. O quizá mejor que llame a tus padres y les explique lo que pasa aquí.

Ella sonrió despacio al tiempo que entornaba los ojos.

—¿Y qué es lo que pasa aquí? —dijo.

Abrí la boca. Los meros hechos de su violencia se me escapaban. De repente me sentí insegura, como si ella supiera algo de mí, como si, enfrentadas a un tribunal de justicia, la culpable pudiera ser yo.

—Además —dijo, cogiendo el mando a distancia—, ya tengo un trabajo.

Me parecía improbable.

—Estupendo. ¿Dónde?

—En el supermercado. Ese donde estuvimos el otro día.

—¿Fuiste a Ralphs, rellenaste una solicitud y has hecho una entrevista?

—No, me lo ofrecieron ellos, la última vez que fui. Empiezo mañana.

Me imaginé unas temblorosas manos de hombre prendiendo una etiqueta con el nombre en su imponente delantera y recordé lo que había dicho Phillip sobre su reserva de grasa. Solo un par de horas antes estábamos juntos en su coche y yo pensando: «No perdamos el tiempo hablando de ella cuando tenemos tantas cosas que decirnos el uno al otro». Levanté el extremo del saco de dormir de Clee y rescaté uno de los cojines.

—Este sofá no es para utilizarlo en plan cama. Tienes que dar la vuelta a los cojines, si no se echan a perder para siempre.

Di la vuelta al cojín y empecé a tirar del otro, aquel sobre el que ella estaba instalada. Mis músculos se pusieron tensos; sabía que no era buena idea, pero continué tirando del cojín. A la una… a las dos…

Ni siquiera la vi levantarse. Me agarró del cuello con el pliegue del codo y tiró hacia atrás. Choqué contra el sofá; me había quedado sin respiración. Antes de que yo pudiera recuperar el equilibrio, me clavó una rodilla en la cadera. Manoteé en el aire como una imbécil. Me sujetó por los hombros, contemplando los efectos del pánico en mi rostro. Y, de repente, me soltó y se fue. Yo me quedé allí tirada temblando como un flan. La oír correr el pestillo del cuarto de baño. Clic.

 

 

Phillip me llamó a primera hora de la mañana.

—Kirsten y yo nos preguntábamos si habías tenido tiempo de pensarlo.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —dije, tocándome un cardenal en la parte alta de la pantorrilla.

—Todas las que quieras —dijo Phillip.

—¿Es muy guapa?

—¿Influirá eso en tu decisión?

—No.

—Despampanante.

—¿Color de pelo?

—Rubio.

Escupí en un pañuelo. El bolo se me había hinchado durante la noche; ya no podía tragar saliva.

—No, no he decidido nada —dije.

Estuve tumbada en la cama las tres horas siguientes, la cabeza donde los pies y viceversa. Phillip enamorado de una cría de dieciséis. Yo había invertido años en adiestrarme para ser mi propia criada a fin de que cuando surgiera una situación de desdicha extrema, alguien cuidara de mí. Pero la casa no funcionaba como en otro tiempo, Clee había echado por tierra años de esmerado mantenimiento. Todos los platos estaban a la vista y el desorden general no admitía carpooling de ninguna clase; entre yo y el asco de la vida animal no había nada. Empecé a orinar en tazas, y un día volqué una pero no limpié el suelo. Masticaba pan hasta hacerlo puré, humedeciéndolo con sorbitos de agua hasta que podía engullirlo como hacen los caballos. Solo los líquidos podían salvar el obstáculo de mi bolo, y eso en un escenario de mucho tragar. Para agua harinosa me convertía en el Corcel Negro. Para agua normal, en Heidi introduciendo un cazo metálico en un pozo. De la parte final, cuando está viviendo en los Alpes. Para zumo de naranja me convertía en Sarge, de la tira cómica Beetle Bailey, cuando Sarge y Beetle van a Florida y se beben litros de zumo de naranja. Glu, glu, glu. La cosa funcionó porque no era yo quien tragaba (con cierta brusquedad), sino el personaje; apenas un apunte en una larga historia. Hay un escenario para cada bebida salvo la cerveza y el vino, porque cuando me inventé este truco era demasiado pequeña para tomar alcohol. Mantuve la boca abierta de modo que la saliva pudiera salir fácilmente. No solo tenía dieciséis años, la niña, sino que encima era una rubia despampanante. Y le estaba volviendo loco. Alguien entró por la puerta de atrás. Rick. La tele a tope. No, Rick no.

Volvía de Ralphs, ella: era más tarde de lo que yo pensaba. Me incorporé y estuve escuchando su arrítmico cambio de canales. Me dolía la espalda allí donde había chocado con el sofá, pero casi agradecí tener algo en que pensar aparte del bolo. Era como si mi cuello no tuviera conexión conmigo, algo así como el maletín extraviado de un hombre de negocios. Me toqué la garganta y sonó como a hueso, y luego, de repente, el músculo empezó a tensarse y tensarse, como un nudo al tirar de ambos lados; me entró pánico —¡no, no, no!—, agité las manos en el aire…

Y entonces se trabó.

Había leído algo de eso en internet, pero nunca me había pasado. El músculo esternotiroideo se vuelve tan rígido que se agarrota. A veces de forma permanente.

Quise comprobar si era capaz de hablar todavía. Dije: «Probando, probando». Con sumo cuidado, sin mover el cuello, alcancé el frasco que tenía sobre la mesita de noche. Recurriendo a Heidi, me bebí todo el rojo. No pasó nada. Desplacé el cuello con mucha cautela hasta el teléfono y llamé al doctor Broyard, pero estaba en Amsterdam; el mensaje grabado me sugería llamar al 911 o dejar mi nombre y teléfono a la doctora Ruth-Anne Tibbets. Recordé los dos expositores de metacrilato con sendos bloques de tarjetas de visita; el otro médico era ella. Era la encargada de regar el helecho de la sala de espera. Colgué, y un momento después volví a llamar y dejé mi nombre y número. Para una terapeuta me pareció un mensaje demasiado breve, de modo que añadí, siempre en susurros:

—Tengo cuarenta y tres años. Estatura normal. Cabello castaño que ahora es gris. Sin hijos. Gracias. Llámeme cuando pueda, por favor.


La doctora Tibbets pasaba consulta de martes a jueves. Cuando le propuse ese mismo día, que era jueves, ella me propuso el martes siguiente. Seis días de líquidos; me iba a morir de hambre. Comprendiendo la angustia que sentía, ella me preguntó si corría peligro. Le respondí que, de aquí al martes, probablemente sí. Entonces la doctora dijo que si podía ir enseguida hablaríamos durante el tiempo que ella tenía para almorzar.

Fui en coche hasta el mismo edificio y tomé el mismo ascensor hasta la misma planta de la otra vez. El nombre del doctor Broyard había sido sustituido por DRA. Ruth-Anne TIBBETS, un letrero de material plástico en una guía de aluminio. Me pregunté cuántas de las oficinas que había en aquel pasillo eran compartidas. Los pacientes seguramente ni se enteraban; no era frecuente que alguien necesitara los servicios de dos especialistas distintos sin relación entre ellos. En la zona de recepción no había nadie. Llevaba quince segundos hojeando una revista de golf cuando la puerta se abrió.

La doctora Tibbets era alta, de cabellos grises y sin volumen y con una andrógina cara caballuna; me recordó a alguien, pero no supe a quién. Supuse que era indicio de buen terapeuta, parecerle familiar a todo el mundo. Me preguntó si la habitación estaba lo bastante caldeada —podía encender un pequeño calefactor—, y yo le dije que estaba bien así.

—¿Cómo es que ha querido venir hoy?

Encima de su agenda había una bandeja de bento. ¿Había comido a toda prisa después de la visita anterior, o quizá estaba esperando, medio mareada de hambre?

—Coma, si quiere. A mí no me molesta —dije.

Ella sonrió, paciente.

—Empiece cuando lo crea oportuno.

Giré hacia un costado en el diván de piel, pero enseguida descubrí que no era lo bastante largo para mis piernas; tuve que sentarme derecha otra vez; ella no era esa clase de terapeuta.

Le expliqué lo del globus hystericus y que el esternotiroideo se me había agarrotado. Ella me preguntó si recordaba algún incidente que hubiera podido provocar esa situación. No me sentía preparada para hablarle de Phillip, así que le describí a mi okupa y cómo se paseaba por la sala de estar balanceando su gigantesca cabezota de ojos caídos, una cabeza de vaca, de macizo y pestilente toro.

—Los toros son machos —dijo la doctora Tibbets.

Esa era la cuestión. Una mujer habla, demasiado —y se preocupa, demasiado—, y da y cede. Una mujer se baña.

—¿Ella no se baña?

—Casi nunca.

Le expliqué la nula consideración de Clee con respecto a mi casa e hice una demostración de las diferentes vejaciones a las que me había sometido, como apretarme el pecho y estrujarme la muñeca. Tirar de mi propia cabeza hacia atrás me costó un poco.

—Quizá parece que no es nada porque me lo estoy haciendo a mí misma.

—No dudo de que fuera doloroso —dijo la doctora—. ¿De qué manera se ha resistido usted?

Aflojé el brazo y volví a sentarme.

—¿A qué se refiere?

—¿No se defendió?

—¿Está hablando de autodefensa?

—Sí, claro.

—Bueno, es que no va por ahí la cosa. Digamos que es más bien un caso de muy mala educación. —Sonreí para mis adentros porque sonó como si estuviera negando la evidencia—. ¿Conoce Open Palm? ¿Ejercicios de autodefensa que te ayudan a quemar grasas y fortalecer la musculatura? Se puede decir que eso me lo inventé yo.

—¿Ha gritado?

—No.

¿Le ha dicho que parara?

—No.

La doctora Tibbets se quedó callada como un abogado sin más preguntas que hacer. Yo tenía la cara toda arrugada y el bolo me dolía, de la hinchazón; ella me tendió una caja de kleenex.

De repente comprendí por qué me resultaba tan familiar.

Era la recepcionista del doctor Broyard. ¡Increíble! Ya puestos, ¿era realmente Ruth-Anne Tibbets, o acaso la recepcionista de Ruth-Anne Tibbets? ¿Qué le había hecho a la doctora Tibbets? Esto tenía que denunciarlo. ¿A quién llamar? Ni al doctor Broyard ni a la doctora Tibbets, puesto que sería la usurpadora e impostora que tenía delante quien contestara al teléfono. Con lentos movimientos cogí el bolso y el jersey. Era mejor no ponerla nerviosa, no levantar la liebre.

—Me ha sido de gran ayuda, gracias.

—Le queda media hora más.

—Creo que no la necesito. Era un problema de veintiún minutos y ya lo hemos abordado.

Me miró desde su mesa. No lo veía claro.

—Tendré que cobrarle la sesión entera.

Yo ya traía un cheque firmado; lo saqué del bolso.

—Si fuera posible, regale usted la media hora a alguien que no pueda pagar una terapia.

—Eso no puedo hacerlo.

—Gracias.


Como Clee estaba en Ralphs, me quedé en casa y me apliqué compresas calientes para ir relajando poco a poco mi garganta. A ratos me la presionaba con una cuchara metálica tibia; dicen que ayuda. Y cuando ya pensaba que la cosa estaba mejorando, llamó Phillip.

—Esta noche veré a Kirsten. He quedado en recogerla a las ocho.

No dije nada.

—Bueno, ¿crees que podrás decirme algo antes de las ocho, o…?

—No.

—¿Esta noche nada, o quieres decir antes de las ocho?

Le colgué. Un temblor de furia empezó a subirme desde el pecho, y el bulto de la garganta se fue hinchando otra vez, tensándose como el puño de un hombre enojado. O el mío propio. Miré mis manos venosas mientras las iba cerrando. ¿A eso se había referido ella con defenderme? Pensar en la presumida cara caballuna de la recepcionista endureció mi bolo todavía más. Me levanté de un salto y escudriñé los lomos de mi colección de DVD. Quizá no tenía ninguno. Pero sí: La supervivencia de los más en forma. No era el más reciente de la serie, Carl y Suzanne me lo habían regalado por Navidad hacía cuatro años. Yo, por supuesto, había tenido muchas oportunidades de aprender autodefensa en el viejo estudio, pero nunca el deseo de hacer el ridículo delante de mis compañeros de trabajo. Lo bueno de nuestros DVD (y streaming video), aparte de lo de quemar grasas y fortalecer la musculatura, es que puedes practicar a solas sin que nadie te mire. Pulsé «play».

«¡Hola! ¡Vamos a empezar!». Era Shamira Tye, la culturista. Ya no participa en competiciones, pero seguía siendo muy cara y difícil de conseguir. «Os recomiendo practicar delante de un espejo para que podáis ver cómo se os encoge el pandero». Yo estaba en pijama en medio de la sala de estar. Las patadas se llamaban patadas, pero a los puñetazos los llamaban «pops». «¡Pop, pop, pop, pop! —dijo Shamira—. Yo lo hago hasta dormida, ¡y vosotras lo haréis también!». El movimiento del rodillazo a la ingle se explicaba aquí como el «cancán». «¡Todas a bailar el cancán!». Si alguien te estaba estrangulando, con «la mariposa» te librabas de él y además tonificabas los antebrazos. «Es un círculo vicioso —reflexionaba Shamira al final—. Con vuestro nuevo cuerpazo, ¡es probable que os agredan más a menudo!». Me dejé caer de rodillas. El sudor me bajaba a chorro por los costados y se me colaba en la pretina elástica.

Clee apareció a las nueve con una caja de bolsas grandes de basura. Confié en que fuese una ramita de olivo, puesto que nos habíamos quedado sin bolsas y yo no tenía la menor intención de pelearme con ella. Pero Clee utilizó todas las bolsas para meter ropa y mohosas toallas de playa y comida y aparatos electrónicos que, aparentemente, habían estado en su coche todos estos días. Vi cómo aparcaba las cuatro bolsas junto a la pared en un rincón de la sala de estar. Para tragar necesitaba concentrarme cada vez, pero seguí intentándolo. Hay gente con bolo que escupe y nada más; adondequiera que van tienen que llevar consigo una escupidera.

Eran las once y cuarto cuando me llegó un SMS de Phillip. «QUIERE QUE TE DIGA QUE LA HE TOCADO CON LOS TEJANOS PUESTOS. NOS PARECE QUE ESO NO CUENTA. SIN ORGASMO». Así, en mayúsculas, como si me lo estuviera gritando desde la ventana de su apartamento. Una vez leído el mensaje, no pude quitarme la imagen de la cabeza: los tejanos ceñidos en la entrepierna, las robustas y peludas manos de él frotando a tope. Oí a Clee masticando hielo en la cocina cual vaca rumiando. El ruido era tan fuerte que empecé a pensar si no lo estaría haciendo aposta, para exasperarme. Pegué la oreja a la puerta. Ahora estaba haciendo una imitación de la imitación; era un sonido de molienda atrincherado entre comillas. Comprendí, demasiado tarde, que aquello no iba a tener fin; su autoimitación se cuadruplicó, luego se decimosextuplicó, los ojos fuera de sus cuencas, tejanos salvajemente frotados, dientes como colmillos de ofidio, la lengua soltando zurriagazos por la habitación, una lluvia de fragmentos de hielo. Me escupí en la manga, abrí bruscamente la puerta y fui con paso decidido hacia el sofá. Ella me miró desde su saco de dormir y regurgitó silenciosamente un cubito de hielo.

—¿Me harías el favor de no seguir haciendo ese ruido, por favor?

Repetir «favor» estaba de más, pero mi voz sonó grave y la estaba mirando a los ojos. Adelanté las manos poniéndome en posición. El corazón me latía con tal fuerza en el tórax que sonaba como si alguien estuviera llamando a la puerta. ¿Y si Clee hacía algún movimiento que no salía en el DVD? Bajé la vista para asegurarme de que mi postura era la correcta.

Me miró, fijándose en mis manos a punto de atacar, mis pies bien anclados en el suelo, y luego echó la cabeza hacia atrás y se llenó la boca de hielo. Yo le arrebaté el vaso de la mano; ella parpadeó al ver la palma vacía, masticó lentamente el hielo, tragó y dirigió la vista hacia el televisor, que quedaba a mi espalda. No iba a pasar; no íbamos a pelearnos. Pero ella se daba cuenta de que yo lo quería, se daba cuenta de que estaba dispuesta a todo, una mujer de cuarenta y tres años con blusa y lista para la pelea. Y ella se estaba riendo de eso, por dentro. Je, je, je.