10

Una cosa gorda metida en su diminuta garganta; una especie de cordón incrustado en su ombligo en carne viva; todo él cubierto de parches blancos; un lío de cables y tubos entre él y numerosas máquinas que emitían fuertes pitidos. Tantas cosas y tan poco bebé donde meterlas.

—¿Tú dirías que lo saben? —me susurró Clee desde la silla de ruedas.

Estábamos tomadas de la mano entre los pliegues de nuestras respectivas batas de hospital; un pequeño cerebro duro formado por el entronque de nuestros blancos nudillos. Miré hacia las enfermeras. Todo el mundo sabía que el bebé era para darlo en adopción.

—Da igual. Lo que importa es que no lo sepa él.

—¿El bebé?

—Sí.

Pero era una idea horrible, que un bebé se debatiera entre la vida y la muerte sin saber que estaba completamente solo en el mundo. No contaba con nadie, de momento; legalmente podíamos marcharnos y no verle nunca más. Estábamos allí petrificadas como dos criminales que hubieran olvidado salir por piernas.

Mis propios pensamientos no eran sino un ruido lejano. Lo que importaba era que cada equis segundos ella o yo apretáramos el puño, lo que significaba «Vive, vive, vive». Alguien entró a toda prisa con una bolsa de sangre procedente de San Diego. Yo había estado una vez en el zoológico de San Diego. Me imaginé a alguien extrayéndole sangre a una musculosa cebra. Buena idea; los humanos se debilitaban a cada momento, ahora un infarto, ahora una neumonía, la sangre de animal sería mucho más resistente. «Vive, vive, vive». Un tipo cachas con uniforme sanitario nos hizo señas.

—Está grave pero estable —dijo—. Si empieza a desaturar tendrán que dejarlo a solas.

Le mostró a Clee cómo meter las manos en los agujeros de la incubadora de plástico transparente. Milagrosamente, la palma del bebé se cerró en torno al dedo de ella. El hombre dijo que era solo un acto reflejo. «Vive, vive, vive».

Clee estaba murmurando una salmodia, pero tan bajo que yo casi no podía oírlo; primero creí que rezaba, pero luego me di cuenta de que estaba diciendo «Oh, mi niño, oh, mi niñito» una y otra vez. Solo calló cuando vino el jefe del servicio, un médico alto de origen hindú. Estaba terriblemente serio. Hay gente que siempre pone esa cara, los han criado así. Pero conforme iba hablando quedó claro que él no era de esos. Repitió varias veces la palabra «meconio». Recordé haber oído ese término en la primera clase de preparación al parto: heces. Excrementos que habían sido «aspirados» hasta provocar una «PPHN». O quizá «PPHM». El doctor hablaba despacio, pero no lo suficiente. «Ácido nítrico». «Ventilador». Y nosotras venga a asentir con la cabeza. Parecíamos dos actrices de televisión, actrices malísimas incapaces de dar un viso de realidad a su actuación. Lo último que dijo fue «constantemente monitorizado». Se nos olvidó preguntarle si el bebé viviría.

Una enfermera joven y dentuda, con gafas, le sugirió a Clee que fuera a echarse en una sala de la planta de Maternidad. Clee dijo que se encontraba bien. «Pues está sangrando mucho», dijo la enfermera. La parte de atrás de la bata la tenía completamente empapada. Clee se dejó caer en la silla de ruedas, ya no se encontraba nada bien. Tenía los ojos extrañamente hundidos. La enfermera dijo que si había algún cambio nos avisarían. Clee y yo intercambiamos miradas pesimistas. Si no nos marchábamos, no podríamos recibir una horrible llamada telefónica.

—Ya me quedo yo —dije, y a Clee se la llevaron en la silla de ruedas.

Me daba miedo mirarle. Había otros diez o quince bebés, todos ellos conectados a una máquina que pitaba y que de tanto en tanto disparaba una alarma; las alarmas se sucedían creando un caos sonoro. En el otro lado de la UCI neonatal, otro equipo de médicos y enfermeras formaba corro alrededor de algo pequeño e inmóvil. Los padres estaban separados entre sí, como dando a entender que la culpa era del otro y que jamás de los jamases se lo iban a perdonar. Su oración era de rabia. La madre me miró; yo aparté la vista.

Sin la mano de Clee donde agarrarme, mis pensamientos se dispararon aterradoramente. Podía pensar cualquier cosa, por ejemplo: «¿Por qué estoy aquí?». O «Esto acabará en tragedia». O: «¿Y si no puedo manejarlo, y si me vuelvo loca?». Empecé a soltar enormes lágrimas.

¡Vaya! Estaba llorando.

Resultó estúpidamente fácil. Me sequé la nariz con las manos, sin pensar en que las contaminaba. Regresé al vestíbulo y me las lavé otra vez; el tacto del agua caliente me provocó nostalgia. Esta vez me pidieron que firmara. En «Parentesco con el bebé» puse «abuela», porque es lo que todo el mundo pensaba que era.

Me obligué a mirar aquel cuerpecito gris. Tenía los ojos cerrados. No sabía dónde estaba. No podía deducir, por los pitidos y por el sonido de pasos sobre linóleo, que se hallaba en un hospital. No sabía qué hospital era. Todo le era nuevo, nada tenía sentido. Como en una película de terror, pero él no podía establecer comparaciones porque nada sabía de ese género. Ni del terror mismo, del miedo. Él no podía pensar «Estoy asustado»; ni siquiera sabía que existía un «yo». En casa había sido más fácil, cuando todavía estaba dentro de su madre. Pero, visto a posteriori, aquello parecía un programa tonto de televisión, los tres flotando en bruma y creyendo que siempre estaríamos a salvo. Lo de ahora era la vida real. Tarareé durante tanto rato que me entró mareo. Cuando abrí los ojos, él me estaba mirando. Muy despacio, cansinamente, parpadeó.

Con familiaridad.

Kubelko Bondy.

Me alisé la bata de hospital y me remetí el pelo detrás de las orejas.

«Me avergüenza confesar que hasta ahora no he sabido que eras tú», dije. Él me miró con la misma calidez que en todas las ocasiones anteriores desde que yo tenía nueve años… pero extenuado, como un guerrero que lo ha arriesgado todo para volver a casa, medio muerto a su llegada. Y ahora era insoportable verlo allí tendido sin otro contacto que el de agujas y tubos. Abrí las puertas circulares y le toqué con cuidado la mano y el pie. Si se moría lo haría para siempre. Yo nunca volvería a ver a otro Kubelko Bondy.

«Verás, se trata de esto, de existir en el tiempo —empecé diciéndole—. Eso es vivir, y tú lo estás haciendo como lo hacemos todos». Podía ver que trataba de decidirse. Estaba experimentando y no había llegado aún a ninguna conclusión. El lugar oscuro y caliente del que procedía contra el mundo iluminado y ruidoso y seco de ahora.

«Procura no basar tu decisión en esta sala, no es representativa del mundo en su conjunto. En alguna parte el sol calienta una hoja carnosa, las nubes dibujan formas y formas y más formas, una telaraña se quiebra pero todavía sirve. —Y, por si la naturaleza no era su fuerte, añadí—: Y en cuanto a tecnología es una época de lo más excitante. Seguramente tendrás un robot y eso será de lo más normal».

Era como hablarle a alguien que está a punto de saltar al vacío.

«No existe una opción “correcta”, naturalmente. Si eliges la muerte no me enfadaré. Yo misma he querido elegirla más de una vez».

Sus enormes ojos se esforzaron por mirar hacia lo alto, a los atractivos fluorescentes.

«¿Sabes qué? Olvida lo que acabo de decir. Tú ya formas parte de esto. Comerás, te reirás de cosas estúpidas, pasarás la noche en vela solo para ver qué se siente, te enamorarás perdidamente, tendrás tus propios bebés, dudarás y lamentarás y anhelarás y guardarás un secreto. Te volverás viejo y decrépito y, exhausto de tanto vivir, te morirás. Entonces es cuando toca morirse, no ahora».

Cerró los ojos; le estaba cansando. Era difícil bajar el tono de mi mente. La enfermera asiática de las gafas se fue a almorzar y fue sustituida por una con cara de cerdito y pelo corto. Me miró de arriba abajo y me sugirió que fuera a descansar un rato.

—Coma algo, dé una vuelta a la manzana. Él no se va a mover de aquí.

—¿Seguro?

La enfermera asintió. No quise fastidiar preguntándole si el bebé iba a vivir, en general, o solo hasta que yo regresara. Y si no me iba, ¿viviría también?

«Me marcho, pero solo un ratito». Era imposible abandonarlo.

Lo abandoné.

La culpa quedó suavizada una vez fuera, por el solo hecho de no estar en aquella sala ruidosa y espeluznante. Seguí las indicaciones para ir a Maternidad y Partos, aturdida por los sosegados pasillos y su ajetreo habitual.

En el puesto de enfermeras hubo cierta confusión.

—¿Puede repetirme el nombre de la madre?

—Clee Stengl.

—Ajá. Mmm… mmm… mmm… —La enfermera gorda tecleó en un ordenador—. ¿Está segura de que es en este hospital?

—Le han dicho que bajara aquí, a la UCI neonatal, porque tenía… —Me señalé el trasero para indicar una hemorragia. Me acordé de sus ojos hundidos, y tuve la repentina certeza de que Clee estaba en grave peligro, de que ahora mismo se hallaba entre la vida y la muerte. Una enfermera mayor estaba leyendo una revista y observando desde lejos. Me incliné sobre el mostrador—. Oiga, ¿ha buscado… bien? —En el sentido de que quizá la habían llevado a un quirófano, o a saber dónde, pero no quería decir ni lo uno ni lo otro—. Stengl. ¿No habrá añadido usted una vocal entre la g y la l? No hay ninguna vocal, es un apellido sueco. Una chica muy rubia. —Y por si servía de algo, añadí—: Yo soy su madre.

La mayor de las dos dejó a un lado la revista.

—Sala de admisiones —dijo en voz baja a su compañera, situándose detrás de ella—. Dos cero nueve, creo. Parto en casa.

La puerta de la habitación 209 estaba entreabierta. Clee se encontraba en una cama mecánica, vestida con un blusón. Un tubo iba desde su brazo hasta una bolsa de líquido colgada de su soporte. Estaba dormida, o no dormida, porque los ojos se le movían.

—Qué bien —dijo al verme—. Eres tú.

Me sentí extrañamente mansa y nerviosa a la vez. Clee llevaba dos trenzas; nunca la había visto así. Pensé en Willie Nelson o en un indio americano.

—Creo que de momento está bien. Una enfermera ha dicho que podía irme.

—Me lo han explicado.

—Ah.

Parecía que llevara toda la vida en aquella habitación y supiera qué se cocía en el hospital, mientras que yo había estado dando tumbos como un vagabundo cualquiera.

—¿Qué hay en esa bolsa?

—Suero. Estaba deshidratada. El doctor Binwali ha venido a verme. Dice que me pondré bien.

—¿Sí?, ¿en serio?

—Claro.

Me quedé un minuto mirando al techo. Ahora que lo tenía fácil para llorar, era demasiado fácil.

—Es que pensaba que… —reí un poquito—, que te estabas muriendo.

—¿Por qué iba a morirme?

—No sé. No tendría por qué.

Nunca hubiéramos podido hablar de estas cosas de no ser porque nos habían llevado juntas en una ambulancia con la sirena a tope. Que fue cuando ella me cogió por primera vez la mano.

Entró una enfermera.

—¿Ha llamado?

—¿Puede traerme más agua, por favor? —dijo Clee.

La enfermera se marchó con la jarra dejando atrás un extraño olor metálico.

Pensé que era mejor no decir nada, puesto que iba a volver enseguida. Y así lo hizo, entrando en tromba con la jarra y aquel olor mineral redoblado. Esperé a que se marchase la enfermera primero, y su olor después.

—¿Me alcanzas una cosa? —preguntó Clee—. Ese tupper de ahí.

Los espaguetis de Kate. Sobre una silla de plástico.

Clee levantó la tapa del tupper y bajó la cabeza hasta meter la nariz en el recipiente. Luego formó una pala con la mano y empezó a meterse comida en la boca. No eran los espaguetis. Claro que no; Kate había venido hacía un montón de meses. Me levanté y miré hacia la ventana para evitarme el espectáculo. A ella la veía reflejada en el cristal, pero no así la cosa sanguinolenta que se estaba zampando. ¿Qué ocurre cuando te comes algo de ti misma? Ahora estaba recostada y simplemente masticaba, masticaba, masticaba. Se había metido demasiado en la boca y tenía que acabar con ello. El cristal tenía un tinte o película ámbar y en el reflejo se la veía anticuada. Era increíble, la diferencia entre aquella mujer y Clee. Cerró el tupper con cuidado, clic, se limpió las manos en una servilleta, bebió agua y apoyó la cabeza en la cama inclinada. Ahora las trenzas descansaban sobre su pecho y su aspecto era triste y sombrío, una foto de la época de la Gran Depresión. Sabías que su vida entera iba a ser dura, desde el primer segundo hasta el último.

—Si vive —dijo—, ¿saldrá mal?

—No lo sé.

—Amy y Gary no lo querrán —dijo despacio—. A los bebés que salen así, ¿qué les pasa si no los adoptan?

Clee me estaba mirando, por el cristal. Yo era del mismo triste color sepia.

Pasé toda la tarde haciendo compañía a Kubelko Bondy, contemplando cómo se agarraba a mi pulgar con sus deditos en miniatura. Sabía que era un acto reflejo —lo mismo habría hecho con una zanahoria—, pero nadie me había cogido de manera tan rotunda y prolongada. Cuando retiré despacio la mano vi que él la buscaba a tientas con la suya. «Volveré mañana por la mañana». Cosa que de momento era verdad.

Dormí en una cama plegable metálica que habían colocado entre la de Clee y la ventana. Durante la noche un bebé no dejó de llorar y llorar hasta que de golpe se quedó callado. Oí pasar un carrito por el pasillo y alguien preguntó «¿Quién?», y otra voz dijo: «Eileen». Sonó una alarma, la apagaron, volvió a sonar hasta que alguien la apagó definitivamente. Yo dormí apenas unos minutos y me desperté como la de siempre, despreocupada y tonta, hasta que me fue viniendo todo, cual cadáver flotante. Abandonarlo sería como asesinar a alguien y salir impune. La culpa me acosaría para siempre. ¿Para qué era esta vida, vamos a ver? Todo había terminado.

Él estaba allí arriba, solito. Quizá ni siquiera vivo. Tuve ganas de chillar. ¿Dónde estaba la verdadera abuela? ¿Dónde el pastor, el jefe de la tribu, Dios, Ruth-Anne? No había nadie. Estábamos solos.

En aquel catre era imposible dormir. Cuando pasé los pies al suelo, el colchón formó una V a mi alrededor.

—¿Te vas? —susurró ella—. No te marches, por favor.

—No me marcho.

Inclinó su cama y el motor hizo un ruido demasiado fuerte.

—Me vienen malos pensamientos a la cabeza —dijo.

—Ya. A mí también.

No era una trama en la que se pudieran decir palabras de consuelo como «Todo irá bien». No, el problema era que nada iría bien. Me levanté y le busqué la mano; podíamos intentar el puño otra vez. Ella me agarró todo el brazo.

—En serio, no me dejes aquí.

Tenía los ojos muy abiertos, le castañeteaban los dientes. Era presa del pánico. Retiré la manta de la cama plegable y se la puse sobre los hombros, subí el termostato aunque dudaba de que estuviera conectado a algún aparato. Fui al baño, llené la jarra con agua caliente y utilicé la manopla del hospital para hacer compresas.

Clee se preguntó en voz alta si debía llamar a sus padres.

—Creo que sería una buena idea —dije.

—¿Sí?

—Su hija acaba de tener un bebé. Les gustará saberlo.

—Ellos no son así.

—Es algo biológico; no podrán evitarlo.

—¿Tú crees?

Asentí como si estuviera muy segura.

Marcó el número y yo empecé a salir de puntillas, pero ella negó violentamente con la cabeza al tiempo que señalaba la silla con gesto autoritario.

—Mamá, soy yo.

La voz de Suzanne tenía una cadencia brusca; no llegué a entender lo que decía.

—En el hospital. He dado a luz.

»No lo sé. Aún no lo sabemos. Está en la UCI.

»No pude. Todo fue muy bestia.

»Te digo que no pude. No he llamado a nadie.

»No. Con Cheryl.

»No sé, pasó así y ya está. Vino conmigo en la ambulancia.

Suzanne empezó a gritar; me fui hacia la ventana para no tener que oírla.

—Mamá…

»Mamá…

»Mamá…

Clee se rindió y sostuvo el teléfono con el brazo estirado; los gritos sonaban distorsionados, crepitaban en el aire de la habitación. ¿Sujetaba así el teléfono para hacer una broma o por grosería? No. Estaba hiperventilando. Con la otra mano se agarraba el estómago; algo le había sentado mal. Me incliné hacia el teléfono y oí la voz sarcástica que decía: «… por lo visto ya no soy tu madre; me han sustituido…». Tuve ganas de atizarle un puñetazo a Suzanne, de estrangularla y tirarla al suelo y aporrear su cabeza una y otra vez contra el linóleo. Tu (¡zas!) hija (¡zas!) está pasando un infierno (¡zas!). Sé amable con ella.

Le hice señas a Clee de que colgara y ella me miró con ojos de fiera, sin comprender.

—Cuelga ya —dije en susurros—. Cuelga.

Su mano me obedeció; el teléfono quedó mudo.

Le pedí disculpas por animarla a llamar. Ella dijo que nunca le había colgado el teléfono a su madre.

—¿En serio?

—Sí.

Nos quedamos en silencio. Al cabo de un rato Clee se sirvió un vaso de agua y se lo bebió entero.

—¿Quieres más? —Me levanté para coger el vaso—. ¿Llamo a la enfermera?

—¿Será la misma de antes?

—Olía raro, ¿verdad?

—Olía como a metal —dijo, muy seria.

Me reí.

—Sí —dijo—. ¡Me dolían los dientes con ese pestazo!

Eso también me pareció gracioso. La risa, un poco histérica, hizo que me agarrara a la baranda de su cama. Ella se reía con carcajadas poco favorecedoras; la boca se le puso enorme. Había en ella una sonrisa que solo le había visto una vez. Seguía mirando mis labios, y yo me los froté mientras acababa de reír. Se nos había pasado el ataque. Ella no dejaba de mirarme la boca y yo no retiré la mano. Clee me apartó los dedos y me besó suavemente. Luego se echó hacia atrás, tragó saliva y volvió a hacerlo. Nos estábamos besando. Por un momento la besé pensando que no era esa clase de beso. Sus labios eran extrañamente mullidos y gruesos y yo los seguí besando mientras razonaba que en muchas familias era costumbre besarse en los labios; los franceses, los jóvenes, la gente de campo, los romanos… La hipótesis se vino abajo pronto; ahora ella me estaba frotando la espalda, el pelo, me tocaba la cara. Yo acaricié repetidamente sus trenzas como si lo hubiera deseado toda la vida y no pudiera cansarme de hacerlo. Al cabo de unos diez o quince minutos, los besos fueron menguando. Hubo unos cuantos más, besos finales, de despedida, besos como quien pone la tapa a una caja, y luego la tapa saltaba por los aires y había que ponerla otra vez. Bueno, este es el último; no, este sí es el último. Vale, ahora en serio, el beso final. Y ahora le doy a este beso un beso de buenas noches.

Apagó la lámpara de la mesita. Yo retrocedí hasta mi catre y me acosté. Ella bajó la cama mecánica y el ruido llenó la habitación. Después se hizo el silencio.

Nunca había estado tan despierta en toda mi vida. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué significaba? Yo hacía años que no besaba a nadie. Nunca había besado unos labios sedosos. ¿Podía decir que me gustaba? Era un poco escalofriante. Tenía ganas de repetir. Probablemente no volvería a pasar. Estábamos atravesando una crisis. Era una de esas cosas que sucedían así por las buenas, en plena crisis y de noche. ¿Qué significaba? Me ruboricé pensando en cómo había actuado, todo aquel ardor. Como si me muriera de ganas de hacerlo. Y, en realidad, nada podía estar tan lejos de mi pensamiento. Levanté el índice en el aire —¡la cosa más alejada de mi pensamiento!—, pero el jurado era inescrutable. ¿Qué pasaría por la mañana? Kubelko Bondy. Costaba de creer que pudiera morir ahora, ya que formaba parte de esto. «Mullidos» no era la palabra adecuada. ¿«Satinados»? ¿«Suaves»? Una palabra nueva, me la inventaría ya. ¿Qué letras podía emplear? Una S, por descontado. Quizá una O. ¿Fue así como se crearon las palabras? ¿Cómo la haría pública? ¿Con quién debía ponerme en contacto?


Al despertar ella no estaba en su cama. Me puse rápidamente los zapatos y subí en ascensor a la UCI neonatal. Los pasillos de linóleo eran interminables y fluorescentes y el episodio de los besos quedaba muy atrás, uno de los muchos y dramáticos acontecimientos del día anterior. Hoy, con un poco de suerte, era su segundo día de vida. Me lavé las manos y me puse la bata. Clee estaba encorvada sobre la vitrina de cristal, salmodiando aquello de «mi dulce niñito». Ya no llevaba las trenzas. Sin mirarme, se apartó para que pudiera ocupar su puesto.

El tubo que el bebé tenía conectado a la garganta parecía más grueso, como si él se hubiera encogido durante la noche. Sus cansados ojos negros acababan de abrirse cuando apareció aquel médico indio tan alto.

—Buenos días. —Nos estrechó la mano a las dos—. Acompáñenme, por favor.

Por su semblante adusto, deduje que nos dirían que el niño no iba a sobrevivir. Quizá ya estaba técnicamente muerto y solo eran las máquinas las que daban una ilusión de vida. Clee me miró muy asustada.

—¿Puede quedarse ella? —pregunté—. El bebé acaba de despertarse.

Seguí al doctor. En ese momento suspiré por un abogado y por el derecho a hacer una llamada telefónica. Pero nosotras no estábamos arrestadas. Ni siquiera teníamos esa opción. Lo que él me dijera sería la nueva realidad y solo cabría aceptarla. El doctor me condujo hasta una mujer muy flaca que sostenía una carpeta y me presentó:

—Es la abuela del bebé Stengl.

—Hola, me llamo Carrie Spivack —dijo ella, tendiéndome la mano con naturalidad.

—Carrie es de Philomena Family Services.

Y dicho esto dio media vuelta. Yo lo agarré.

—¿No habría que esperar a ver si…?

Bajó la vista y se miró el bolsillo: mi mano estaba dentro. La saqué.

—Si ¿qué?

—Pues si vive…

—Ah, descuide. Vivirá. Es fuerte, el chaval. Pero tiene que demostrarnos que es capaz de utilizar los pulmones.

Carrie, de Philomena, me tendió otra vez la mano. Yo la abracé, en la medida en que era posible abrazarse a aquel junco quebradizo. «Vivirá».

Se desembarazó de mí; no era de ese tipo de persona cristiana.

—He venido para hablar con su hija; ¿es esa que está allí?

—No.

—¿No es ella?

—Digo que ahora no es un buen momento.

—Claro, me lo imagino.

—¿Sí?

—Se está despidiendo de él —dijo Carrie.

—Y puede que tarde un poco.

—Sin duda. Toda adopción se desarrolla en un arco.

—¿De los de flechas?

—Un principio, una parte intermedia y un final. El final siempre es el mismo.

—Ah, pues no sé.

—Eso es porque ella está en el principio. Nadie lo sabe, cuando está en el principio. Va por el buen camino.

—¿Y cuánto tarda la cosa?

—No mucho. A mí me gusta dejar espacio y que las hormonas hagan su trabajo.

—Ya, pero aproximadamente.

—Tres días. Dentro de tres días volverá a ser la de siempre.

Carrie dijo que regresaría al día siguiente y que no me preocupara. Amy y Gary estaban ya en camino.

—¿Van a venir aquí?

—Ella no tendrá que conocerlos. Tome, le doy mi tarjeta; para que ella sepa que no está sola.

—Es que no está sola.

—Estupendo.


Clee tenía la frente pegada a la incubadora Isolette. El bebé había cerrado los ojos otra vez.

—¿Quién era esa?

—El doctor ha dicho que vivirá. Y que es un chaval fuerte.

Clee se enderezó.

—¿Un chaval fuerte? —Le temblaba el mentón. Abrió una de las puertas circulares y aplicó la boca al agujero para el brazo—. ¿Has oído, mi niño? —susurró. El bebé tenía sus flacos bracitos de moteada piel inertes sobre el torso diminuto—. Eres fuerte.

Miré a mi alrededor. ¿Tres días contando desde hoy? ¿O ayer era el primer día y hoy ya el segundo? ¿Entraba en el cálculo de Carrie el hecho de que la noche anterior nos habíamos besado y besado y besado? La vergüenza me hizo dar un respingo.

En ese momento pasó una enfermera a toda prisa. «Perdón», dijo, demasiado ocupada para atenderme. Miré hacia donde estaban los padres que se culparían eternamente el uno al otro. Este era su lugar —tanto de la madre como del padre—, y el de las enfermeras y los médicos y el de Clee. Ninguno de ellos reconocía a la intrusa que se había colado, pero eso no tardaría. Yo me había dejado llevar por el drama de la situación y me había implicado en algo que no me incumbía.

Lo mejor era volver a casa.

El bebé viviría, Carrie Spivack estaba allí, en cuestión de tres días (según cómo se llevara la cuenta) Clee saldría del hospital sin el bebé. Yo limpiaría y pondría orden en la casa. Me imaginé quitándome los zapatos y dejándolos en el porche. Qué curioso que hasta hacía solo unos minutos pensara que todo aquel miedo incoherente, aquel limbo, fuera a durar toda la vida. Traté de sonreír para ver si realmente tenía gracia, ja, ja. De repente noté una presión en la garganta. Globus hystericus. Yo creía que había desaparecido para siempre, y no, claro. En el fondo nada cambia.

Me incliné sobre el lado opuesto de la incubadora. Movía los deditos, parecían plantas subacuáticas. ¿Cómo le reconocería si nuestros caminos se cruzaban algún día? Las manos como algas se habrían convertido en manos normales de hombre. Ni siquiera podría saber cómo se llamaba, porque no tenía nombre.

«¡Por poco!», dije. Estaba siendo caballerosa, alanceando mi propio corazón, porque no había una manera buena de ser. «Casi lo conseguimos. ¡Hasta la próxima!».

Kubelko Bondy me miró incrédulo, estupefacto.

Salí de la UCI neonatal antes de que Clee se diera cuenta. Bajé en el ascensor y crucé el vestíbulo para salir a la calle. El sol me cegó. Pasaba gente pensando en bocadillos o en haber sido incomprendidos. ¿Dónde había dejado el coche? En el aparcamiento. Lo busqué por todas las plantas, hilera tras hilera. La ambulancia. Había venido en ambulancia. Tendría que llamar a un taxi. Pero el móvil se había quedado en la habitación. Bueno, pues ve a buscarlo. Entrar y salir. Subí en el ascensor hasta la séptima planta. Todo parecía estar igual; la enfermera cara de cerdita seguía teniendo cara de cerdita. Qué bonito era el mundo del hospital, con sus preocupaciones reales. Allí estaba la pareja que se echaba las culpas mutuamente; ahora estaban cogidos de la mano y sonreían con ternura. Yo era un fantasma que espiaba mi antigua vida pero sin mí. Habitación 209. Clee volvería de la UCI de un momento a otro. El móvil, cogerlo y salir pitando.

Estaba sentada en el borde de la cama, llorando. Algo espantoso había ocurrido durante mi breve ausencia. Me miró mal y soltó una especie de gruñido amorfo.

—No te encontraba. He buscado por todas partes.

No había ocurrido nada espantoso.

—Solo quería hacer una llamada —le dije, dando unas palmaditas al móvil dentro de mi bolsillo.

Porque allí era donde estaba; todo el tiempo lo había tenido metido en el bolsillo. Había vuelto por otra cosa.

Sus últimas lágrimas explotaron en una especie de suspiro ahogado después del primer beso. Empezamos con una serie de impacientes besos descentrados, como si con las prisas no supiéramos plantarlos donde era debido, luego nuestras bocas se tornaron dedos que avanzaban a tientas entre montículos y hondonadas faciales. Ella paró, echó un poco la cabeza hacia atrás y me miró. Tenía la boca abierta y su mirada denotaba la lentitud del pensamiento. Estaba examinándome como si quisiera descomponer mi cara, encontrar en ella algún atractivo, o tal vez determinar cómo habíamos llegado a esto.

—Ven —dijo, levantando la almidonada sábana blanca.

—Si no hay sitio para las dos…

Me senté con cuidado en el borde de la cama.

—Métete dentro.

Me quité los zapatos mientras ella se movía hacia un lado de la cama, despacio y dolorida. Entre baranda y baranda no cabía más que la anchura combinada de nuestros traseros.

Nos pusimos otra vez, ahora despacio. Y a fondo. Sus senos, sueltos bajo la tela, se pegaron a los míos; me sondeó con fuertes y maduros movimientos de lengua mientras yo sujetaba con mis manos aquel rostro de suave cutis color de miel. Ni Phillip ni el fontanero ni todos los demás lo habían entendido. El truco estaba en besarse. De repente ella dio un respingo y se quedó inmóvil.

—¿Te duele?

—Pues mira, sí —dijo, un poco cortante.

Era asombroso cómo podía cambiar en un momento.

—Quizá necesitas más fluidos, ¿no? —Miré la bolsa del suero—. ¿Llamo a la enfermera?

Soltó una carcajada ronca.

—Dame un minuto para pensar en otra cosa. —Expulsó el aire, despacio, controlando—. Supongo que no estoy preparada para tener sensaciones como estas.

—¿Qué sensaciones?

—Sexuales.

—Oh.

A las once fui a buscar el almuerzo a la cafetería del sótano; ella tomó la sopa minestrone y las galletas saladas y la tarta amarilla y el zumo de naranja. Luego tuvo que echar una siesta, pero no sin antes besarme en el cuello mientras acariciaba mi pelo, tan corto. Era como un sueño en el que la persona más inverosímil —una estrella de cine o el marido de otra— no se harta nunca de ti. ¡No me lo puedo creer! Pero la atracción es mutua e innegable; es la razón de sí misma. Y así como en la luna o en el campo de batalla cabe esperar sorpresas, también este era territorio para el asombro. El clima fétido de la 209 estaba engendrando una flor exótica, y no esa cosa natural que Carrie Spivack había mencionado. Aunque ella quizá diría que justo antes de entregar el bebé las cosas a veces se ponían muy sensuales; tal vez formaba parte de ese arco. Mañana era el tercer día.

Esperé a que se despertara y, en vista de que no lo hacía, subí yo misma a la UCI neonatal. Una pareja se estaba quitando las batas mientras yo me ponía la mía. Estaban hablando de coches usados.

—No hay que comprar un coche sin antes dar un buen puntapié a los neumáticos —decía él, mientras hacía una pelota con su bata y la tiraba luego, por error, en la cesta de reciclar.

—Lo comprarías si hicieras un acto de fe y confiaras en que Dios sabe qué es lo que más te conviene.

—Estoy casi seguro de que Dios no querría que te compraras una cafetera de coche.

—En fin, ya es demasiado tarde —dijo ella, cerrando la mano en torno a la correa de su bolso.

Aparentaba más años que en la foto de ParentProfiles.com; él también. Apestaban a su hogar allá en Utah, con las viejas alfombras impregnadas de humo de tabaco. Así iba a oler la vida del bebé, así olería él.

—¿En serio? —dijo Gary—. ¿Demasiado tarde en términos legales?

Estaba asustado. No quería el coche que habían comprado por catálogo.

—Sí —dijo ella.

Y le miró como diciendo: «No hablemos del tema delante de esa mujer». Eran gente horrorosa, incluso por encima del promedio. Me quedé allí parada, forcejeando con las mangas de la bata. ¿Qué hacer?, ¿debía presentarme, o intentar matarlos a los dos? Bueno, no con violencia, sino de manera que dejaran de existir. Amy me saludó brevemente con la cabeza cuando salía. Le devolví el saludo y esperé a que la puerta batiente se cerrara. El doctor, pensé, había dicho que el bebé viviría, pero no que pudiera correr o comer o hablar. En este caso «vivir» solo significaba no morir, sin que ello incluyera ningún tipo de extra.

Kubelko Bondy tenía los ojos abiertos, a la espera.

«Todo tú eres perfecto», le dije.

«Has vuelto», dijo él. Asentí con la cabeza y traté de pensar en una promesa cuyo cumplimiento no dependiera de mí.

«Me encantan tus preciosos hombritos —dije—. Siempre me gustarán».

Clee durmió hasta las doce pasadas y luego subimos las dos juntas otra vez. En el ascensor me rodeó con el brazo y no lo quitó de allí mientras caminábamos por el pasillo. Nuestras caderas chocaban siguiendo un ritmo complicadamente sincopado. Nos cruzamos con la pareja que antes se culpaba mutuamente y nos saludaron sin pestañear. Pensé para mis adentros que aquellas dos personas serían siempre las primeras que supieron de mi «salida del armario». Pareció que lo aceptaban muy bien. Algunas enfermeras contemplaron en asombrado silencio nuestra nueva intimidad; tal vez porque habían pensado que yo era la madre de Clee. O porque ahora tenían que vérselas con dos pares de padres y nosotras no éramos los de verdad. Clee me plantó un besito en los labios delante de la Isolette. Y de esta manera llegamos al bebé.

Carrie Spivack había estado allí; su tarjeta de Philomena Family Services asomaba de la etiqueta de plástico donde decía BEBÉ STENGL. La escondí rápidamente en mi mano cual hábil prestidigitadora y luego me la metí en el bolsillo.

—No podemos seguir llamándole «el bebé» —dije en voz baja.

—Vale. ¿Se te ocurre un nombre?

Me emocionó que Clee pensara que yo tenía algún derecho a sugerir tal cosa. Me imaginé tratando de justificar que le pusiéramos Kubelko Bondy.

—Deberías hacerlo tú, eres su madre.

Clee rio, o eso me pareció a mí; la risa degeneró en una especie de intento ahogado de tragar. Vimos que en el bracito tenía una extraña marca roja. Hice señas a una enfermera de cabello rubio oxigenado.

—Hola, chiquitín —graznó, echando un vistazo al monitor—. Hoy es un gran día para ti. —Apestaba a perfume, quizá para disimular el olor a tabaco. La marca: una quemadura de cigarrillo. Sentí que me vencía la ira, pero yo era directora comercial y sabía cómo manejar estas situaciones; me la imaginé llorando en cuanto oyera lo que le iba a decir—. Dentro de unas horas saldrá del ventilador —continuó ella—. Se supone que ya sabe respirar bien.

Clee y yo nos miramos alarmadas. Respirar. Eso estaba en el primer puesto de la lista de cosas que confiábamos en que sería capaz de hacer.

—¿Usted se encargará de sacarlo? —pregunté, nerviosa.

«No, por favor».

—Sí. Lo pondremos en CPAP, presión de aire constante, a ver qué tal se adapta.

Guiñó un ojo. No fue un guiño amable, sino un guiño que venía a decir: «Las demás enfermeras y todo el personal de Open Palm me han hablado de ti y ahora [guiño] ha llegado la hora de la venganza». Miré la etiqueta con su nombre: CARLA. Era demasiado tarde para comprarle a Carla un bono de regalo o una cafetera extragrande para cinco tazas. Bueno, quizá unos caramelos, o invitarla a café.

Carla miró la marca de cigarrillo en el bracito del bebé y chasqueó la lengua.

—A veces cuando les quitan el gota a gota queda una marca. Pero si lo hubiese hecho yo —otro guiño—, no la tendría.

El guiño era un tic, nada más. Ni cruel ni conspiratorio, simplemente algo que le pasaba a la enfermera. Por supuesto, estaba prohibido fumar en la Unidad de Cuidados Intensivos Neonatal. Observé cómo arreglaba los cables para que no se le clavaran al bebé. Sus dedos se movían con gran rapidez, como si lo hubiera hecho novecientas veces.

Clee preguntó a qué hora lo desconectarían del ventilador.

—Lo han programado para las cuatro. Podrán visitarlo después; estará sedado, pero seguramente se encontrará mucho más a gusto.

—Gracias, Carla —dije—. Os agradecemos todo lo que estáis haciendo.

No era suficiente; sonó falso y estúpido.

—No hay de qué.

La enfermera sonrió con toda la cara; a ella no le parecía estúpido.

—Va en serio —repetí con ímpetu—. Os agradecemos mucho todo lo que estáis haciendo.


A las cuatro y media llamamos a la UCI neonatal desde la planta de abajo.

—Les está costando un poquito más de lo previsto —dijo la recepcionista—. El doctor está todavía con él. Les avisaremos cuando terminen.

—¿Es ese doctor indio, el alto?

—Sí, el doctor Kulkarni.

—Es bueno, ¿no?

—El mejor.

Colgué.

—Está con el doctor indio, el alto, y me han dicho que es el mejor.

—¿El doctor Kulkarni?

Le pedí a Clee que me fuera diciendo los nombres de todo el personal médico. El enfermero bajito y fornido se llamaba Francisco; la asiática dentuda con gafas, Cathy; la de cara de cerdito, Tammy.

—¿Y tú cómo sabes todo eso?

—Llevan una etiqueta con el nombre.

La oscuridad se adueñó de la habitación y no encendimos la luz. La encenderíamos cuando llegaran buenas noticias, y si no llegaban viviríamos eternamente en aquella penumbra.


Pasó otro cuarto de hora. Y luego otro más. Me levanté de la cama plegable y prendí los fluorescentes.

—Pongámosle un nombre —dije. Clee pestañeó—. ¿Has pensado en alguno?

Levantó un dedo y tomó un sorbo de agua. Se había olvidado de pensar un nombre. Estaba improvisando uno ahora mismo. Volví a sentir desprecio por ella, como antaño.

—Tengo dos —dijo, y carraspeó antes de continuar—. El primero te parecerá como que ahora no le cuadra, pero creo que más adelante sí.

Me sentí avergonzada de mis pensamientos. Esa vergüenza se me antojó amor.

—Vale.

—Lo soltaré y ya está —dijo ella, indecisa.

—Pues dilo.

—Gordito.

Esperé, mi cara una página en blanco. ¿Era ese el nombre?

—Porque… —de repente sus ojos se llenaron de lágrimas y se le quebró la voz— algún día estará gordo.

La rodeé con el brazo.

—Es un nombre precioso. Gordito.

—Gordito —susurró ella entre sollozos.

—Pues creo que nunca he conocido a nadie con ese nombre —dije, frotándole la espalda—. ¿Y cuál es el otro? —pregunté con aire despreocupado, sabiendo que iba a ser así como se llamaría, fuera cual fuese el nombre.

Ella inspiró hondo y al expulsar el aire dijo:

—Jack.


A las cinco y media llamaron para decirnos que lo habían desconectado del ventilador y que estaba en CPAP respirando bien. Corrimos escaleras arriba.

Sin un tubo grande en la boca estaba totalmente cambiado. Era un bebé, una monada de bebé pequeñito, con una cosa de plástico metida en la nariz.

—Hola, Jack —susurró Clee.

«Ahora te llamas Jack —le expliqué—, pero tu alma siempre se llamará Kubelko Bondy. —Tomé aire y me obligué a añadir—: Y tendrás un tercer nombre, el que Amy y Gary te pongan. Puede que Travis, puede que Braden. Aún no lo sabemos».

Estábamos una a cada lado de la incubadora y metimos cada cual un brazo. Jack apretó el dedo de Clee con su mano derecha y el mío con la izquierda. Él pensaba que eran dedos de una misma persona, una persona con una mano joven y otra vieja. Estuvimos así cerca de media hora. La espalda me dolía y la mano se me durmió. De vez en cuando Clee y yo nos mirábamos por encima de la incubadora y yo sentía un vahído en el estómago. Entró un capellán y empezó a repartir bendiciones. Miré a mi alrededor para ver si era legal. ¿Y la separación Iglesia-Estado? A nadie parecía importarle. Llegó a la altura de Jack y antes de que yo pudiera negar con la cabeza, Clee le indicó que procediera. Su oración nos abarcó a los tres; noté como un cosquilleo en la cara y la cabeza me dio vueltas. Me sentí santa, casi desposada.

Mientras volvíamos del brazo a la 209 me fijé en que la mujer que caminaba delante de nosotras era Carrie Spivack. Sutilmente aminoré el paso de las dos esperando a que Carrie torciera a derecha o izquierda. Pero no lo hizo, claro, porque se dirigía a nuestra habitación. Era el día tres. Más adelante había un extintor de incendios y una ventana. Me decidí por la ventana. Hablar era arriesgado, de modo que hice un simple gesto, un movimiento expansivo hacia el panorama. Clee contempló el aparcamiento de abajo. La pareja que antes se echaba la culpa mutuamente se acercó a nosotras y se detuvo, entre sonrisas desconcertadas, para ver qué estábamos mirando. Permanecimos los cuatro pegados a la ventana. Un hombre de mediana edad estaba ayudando a una anciana a levantarse de su silla de ruedas y a montar en el asiento delantero de un coche familiar.

—Eso seremos nosotros algún día —dijo la mujer de la pareja que antaño se echaba la culpa mutuamente—. Jay Jay y yo.

Su esposo le apretó un hombro. Supuse que Jay Jay era el nombre de su bebé.

La anciana no sentía las piernas, de modo que su hijo la estaba transportando hasta el asiento del copiloto en un solo y complejo y prolongado movimiento. Su madre lo tenía asido por el cuello con ambas manos como quien se agarra a un salvavidas. Algún día Amy, la de Amy y Gary, se agarraría de igual manera al cuello de Jack. Ahora él era demasiado chiquitín, pero llegaría el día en que sería un hombre maduro y robusto, quizá hasta musculoso o cachas. Trasladaría a su madre con mucha más rapidez de lo que era capaz el hombre de abajo, y le diría: «Listo, mamá, deja que te abroche el cinturón y enseguida nos vamos». Me sentí abrumada de celos y tuve que apartar la vista.

Carrie Spivack se enderezó al acercarnos nosotras, afiló las puntas de su sonrisa y abrió la puerta de nuestra habitación como una azafata. Clee entró enseguida, pensando que era otra enfermera y que venía a tomarle la tensión.

—Supongo que no le importará dejarnos un momento a solas —me dijo Carrie Spivack.

Se había figurado que yo no era la abuela, o alguien se lo había dicho. Clee me miró encogiéndose de hombros y me dedicó media sonrisa. La misma media sonrisa de los pasajeros del Titanic a sus seres queridos abajo en el muelle cuando el barco empezó a moverse. Bon voyage, Kitty! Bon voyage, Estelle!

Fui como flotando por el pasillo hasta el ascensor.

—¿Baja?

Era una pareja joven de latinos con un recién nacido en brazos. Atados al asa de la silla de ruedas bailoteaban unos globos azules.

—Vale, bajo.

Estaban radiantes; era el momento más increíble de su vida. Estaban a punto de sacar al mundo exterior, el mundo real, a su recién nacido. El bebé tenía mucho pelo, negro y como húmedo, y estaba más gordo que Jack. Cuando se abrieron las puertas, el joven padre se volvió para mirarme y yo asentí con la cabeza como diciendo: «Sí, ahí tienes tu vida; es eso, lánzate». Y se marcharon.

Deambulé por el vestíbulo. Eché un vistazo a mis contactos en el móvil; no había nadie a quien llamar. Eliminé mecánicamente todos los mensajes guardados, salvo aquel que yo misma había dejado hacía meses. Los diez noes sonaban como alaridos de mujer desconsolada desgañitándose en medio de la calle. «NO NO NO NO NO NO NO NO NO NO».

Aparte de la cajera, en la cafetería no había nadie. Pedí agua caliente y me la trajeron con una rodajita de limón y una servilleta. Tomé pequeños sorbos, y me quemé la lengua cada vez. Tres de las paredes eran blancas y la cuarta estaba pintada en tonos rosas y naranjas. No era fácil ver que se trataba de un mural representando una puesta de sol en la Toscana, o tal vez Rodesia. La puerta que yo acababa de cruzar estaba en la parte de la playa; a la izquierda del sol, un expendedor de toallas de papel vacío recordaba unas fauces abiertas, una boca estupefacta. Nada se podía pensar de lo que estaba sucediendo arriba; era impensable. Al pie de la pared habían pintado una baranda, lo que situaba al espectador en la terraza de un chalet o de un palazzo. Me llegó un olor a aire salado; grandes olas rompían incesantemente contra las rocas. Lloré y volví a llorar. Cerca del techo revoloteaban gaviotas. A lo lejos una silueta caminaba por la playa. Hombre o mujer, iba vestido con una ondulante capa blanca. Cabellos dorados y cálida sonrisa mediterránea. Ella me hizo una seña. Me enjugué las lágrimas con el dorso de las manos. Se sentó en la silla contigua a la mía.

—He mirado primero en el vestíbulo —dijo.

—Sí, he estado allí un rato.

Me soné con la servilleta de papel.

Ella miró en derredor antes de decir:

—Qué poca gente, ¿no?

—Ya.

Metió el dedo en mi rodaja de limón, apretó y se lo lamió.

—No sabía que en ese sitio fueran tan beatos.

—¿Qué sitio?

—Philomena Nosecuántos. Si Amy y Gary lo hubieran rechazado, habría ido a parar a alguna otra asquerosa familia cristiana.

Una cosa extraña empezó a pasarle al mural. El sol se fue elevando despacio, muy despacio.

—La mujer no era mala persona, de todos modos; no ha intentado comerme el coco ni nada. Solo le he dicho que mi situación había cambiado.

Me cogió la mano.

Quizá era que ya estaba elevándose antes, que el mural representaba la salida del sol, no el ocaso. «Oh, mi niño. Mi dulce Kubelko Bondy».

—Oye, no me estoy equivocando, ¿verdad? —dijo Clee, incorporándose en la silla—. Me refiero a lo nuestro.

—No, no te equivocas —le dije en un susurro.

—Eso pensaba. —Volvió a recostarse y extendió las piernas al frente formando una V—. Pero, bueno, yo creo en la comunicación, ¿me entiendes?

Le dije que yo también y ella dijo que Jack le parecía un bebé monísimo. Añadió que ser madre —cosa que ella no había previsto— no le parecía tan difícil a no ser que te saliera un capullo de hijo, pero que estaba segura al cien por cien de que Jack no lo era.

—Además —añadió—, pensé que te haría mucha ilusión.

Le dije que así era. Ocho o nueve preguntas me vinieron de inmediato a la cabeza acerca de su relación conmigo y de la mía con el niño, pero no quise abrumarla y estropear las cosas. Ella me presionó la palma de la mano con el pulgar y dijo:

—Tengo que buscarte algún apodo.

—¿Qué tal Cher? —sugerí.

—¿Cher? Uf, me suena a viejo. Espera, deja que piense un poco.

Así lo hizo, presionándose las sienes con los nudillos.

—Ya está —dijo al cabo—, ya lo tengo. Cari.

—¿Cari?

—Eso. Cari.

—¿Como el actor, Cary Grant?

—Qué actor ni qué actor. Cari. De cariño. Mi cari.

—Muy interesante. Cari, ¿eh?

—Cari.

—Cari.