9
Todas las mujeres de la clase de Clee tenían entre veinte y cuarenta años a excepción de Nancy, la profesora, que era de mi edad. Cada vez que Nancy hacía un comentario sobre los tocólogos de hacía veinte años, la época en que ella había parido a sus hijos, me miraba a mí; yo no podía por menos de asentir, como si recordara mi propia experiencia. De vez en cuando intercambiaba incluso una risita triste con ella, y las jóvenes parejas me dedicaban respetuosas sonrisas por ser una mujer que había pasado por ello y ahora apoyaba a su despampanante —aunque por desgracia soltera— hija. Nos pasaron unos folletos codificados con colores por si durante el parto olvidábamos cómo había que cronometrar las contracciones o qué imágenes visualizar para relajarnos. Aprendimos a expulsar el bebé (era como orinar), qué había que beber durante el parto (bebida energética con miel) y comer después (la propia placenta). Clee parecía muy concentrada en registrar hasta el más mínimo detalle, pero cuando miré su libreta vi que todo eran aburridos garabatos.
En el último trimestre se completaban los sistemas musculoesquelético y hematopoyético y Clee dejó de moverse. Depositó su cuerpo inmenso sobre el sofá y allí se quedó; había que llevárselo todo y retirarlo después. Princesa Buttercup.
—¿Recuerdas lo que dijo Nancy en clase? —le advertí.
—¿Qué?
—Lo importante que era mantenerse activa. Los padres del bebé seguro que agradecerán que no te pases el día entero viendo la tele.
—Pues casualmente están emitiendo su programa preferido —dijo, subiendo el volumen de Los vídeos caseros más divertidos—. Más vale que el bebé se vaya acostumbrando.
—¿Su programa preferido? ¿De quién?
—Amy y Gary. Los padres del bebé.
Rió. En la pantalla, un perro iba de acá para allá con una lata incrustada en la punta del hocico.
—¿Los has conocido?
—¿Qué? No. Viven en Utah o algo así. Los elegí en la página web.
Se llamaba ParentProfiles.com; alguien de Philomena Family Services le había enviado el enlace hacía unos meses.
—¿Y por qué Amy y Gary? —Había páginas y páginas de parejas limpias y desesperadas—. ¿Por qué no Jim y Gretchyn, o Doug y Denice?
—Me gustaron sus favoritos.
Cliqué en sus favoritos. De comida Amy prefería pizza y nachos y Gary el helado de café. A ambos les gustaban los perros, restaurar coches antiguos y el programa de vídeos caseros. Gary era aficionado al baloncesto y el fútbol americano universitarios. La tradición que más gustaba a Amy en época de fiestas era hacer casitas de pan de jengibre.
—¿Y tu favorito de estos favoritos?
Clee estiró el cuello para ver.
—¿No ponía algo de patos? Mira más abajo. Quizá era otra pareja. Casitas de pan de jengibre; eso me gusta.
—¿Fue el factor decisivo?
—No, pero mira ese granero.
Puso el dedo en la imagen de la cabecera.
—Pero si es una foto de archivo… La he visto en un montón de páginas.
—No, ese granero es de ellos. —Intentó hacer clic en el granero—. Bueno, qué más da, ya es oficial.
—¿Les enviaste un e-mail?
—Yo no: Carrie, la de Philomena. Yo no puedo conocerlos.
Entonces lo había hecho; había papeles de por medio.
—¿Fuiste a alguna oficina y firmaste papeles?
—Carrie me mandó una cosa por e-mail. Todo lo hice online.
Un caracol estaba escalando la estantería de libros. Lo tiré al cubo de Rick.
—¿Pusiste quién era el padre?
—Dije que no lo sabía. No estoy obligada por ley a decirlo.
Volví a clicar en Amy y Gary. La pinta estaba bien. Bueno, a excepción de Gary, que parecía llevar gafas de sol incluso sin ellas. Un cliente guay. Cliqué en «Nuestra carta para ti». «Entendemos que estás atravesando un momento de tu vida tremendamente difícil. El amor y la compasión que muestras hacia tu hijo son inconmensurables». Miré a Clee.
—¿Tú dirías que estás atravesando un momento tremendamente difícil?
Paseó la vista por la sala de estar, para comprobar si era así.
—Yo me siento bastante bien. —Cabeceó repetidas veces—. Sí, estoy la mar de bien.
Fruncí el ceño, ufana.
—Eso son las hormonas —dije.
O sea que se me daba bien; era una buena madre. Quise decírselo a Ruth-Anne; era angustioso que ella no lo supiera. Aunque tal vez sí lo sabía. Tal vez me observaba a distancia, no sé cómo. Me remetí el pelo detrás de las orejas y sonreí al ordenador.
—Entra en Grobaby.com —dijo ella.
—Deberíamos ver la parte del sistema musculoesquelético —dije, tocando Embriogénesis con un dedo—. Esa parte no conviene saltársela. —Pero ella salía de cuentas dentro de tres semanas. Seguramente su cuerpo podría terminar la faena sin necesidad de instrucciones escritas. Cliqué en Grobaby.com—. «Hablarle a tu bebé, cantarle o tararear es una manera divertida de establecer un vínculo durante el embarazo. Así que ¡calienta esas cuerdas vocales y pon cara de Broadway!».
—Y si no quieres establecer vínculos, ¿qué? —dijo ella, mirando hacia la tele.
Yo tarareé un poco, me aclaré la garganta.
—¿Te importa si pruebo?
Clee cambió de canal con el mando y se levantó la camisa.
Estaba enorme de verdad. Una fea línea oscura le bajaba desde el ombligo. Acerqué los labios hasta sentir el calor que irradiaba; ella dio un leve respingo.
Tarareé, agudo y grave. Tarareé notas largas como si fuera una persona sabia de otro país que conociera costumbres antiguas. Al rato mi tono profundo pareció escindirse y armonizar consigo mismo, y por un momento creí estar haciendo ese bello canto gutural típico de Tuvá.
Clee seguía con la vista fija en la pantalla pero tenía los labios apretados, como si intentara pillarme el tono. Y era obvio que estaba asustada, ahora sí. Tenía veintiún años y dentro de nada iba a dar a luz, en aquella casa, probablemente en aquel mismo sofá. Intenté que mi tarareo la sosegara. «Todo saldrá bien, no tienes de qué preocuparte», tarareé. De pronto su tripa saltó hacia mis labios; una patadita; sorprendidas, subimos el volumen de nuestras voces al unísono Pensé si habría algún tipo de confusión respecto a cómo terminar, pero el tarareo fue menguando sin más como si se alejara por su propia cuenta, como un tren.
En clase aprendimos que la cara se le hincharía cuando ya faltara muy poco. O que empezaría a restregar las paredes con arrebatado instinto nidificador. Esto último me costó imaginármelo; ¿cómo sabría Clee dónde guardaba yo las esponjas?
Se levantó al alba, convencida de que un gato se había meado en la casa.
—Huele por aquí —dijo, olfateando la estantería. Yo no noté nada. Siguió las invisibles huellas del intruso por toda la casa—. Habrá entrado, meado y salido. —Retiró la cortina de la ducha—. La única solución es buscar el agujero por donde se ha colado.
Y a eso dedicamos las primeras horas del día, hasta que de pronto ella se sentó en el sofá dando un respingo, se llevó las dos manos a la parte baja de la tripa y me miró estupefacta. Una contracción.
—O sea que quizá no era un gato —dije.
—Claro —dijo al punto, como si yo no me enterara de la película.
Llamé inmediatamente a la comadrona, le expliqué lo de los orines de gato, el agujero, las contracciones. Era información valiosa, no para un médico, pero sí, desde luego, para una comadrona con quince años de experiencia como la nuestra.
—¿Le parece que debería venir ya? —pregunté, procurando disimular mi nerviosismo—. ¿O quizá es demasiado pronto?
—Estoy en Idaho —respondió—. Pero no se preocupe, vuelvo inmediatamente. Conduciré lo más rápido que pueda.
—No sé si la entiendo.
—Le llevo el coche a Los Ángeles a una amiga que me lo prestó.
Antes de hacer ningún juicio de valor, traté de ponerme en su lugar. ¿Qué podía hacer ella, no devolver el coche? ¿Qué clase de amiga sería entonces? La clase de amiga que es comadrona.
—Bueno, creo que iremos al hospital.
Se rió.
—No se apure; siempre piensan que el bebé está a punto de salir. Ese bebé no va a ir a ninguna parte como mínimo durante doce horas. La buena noticia es que pueden llamarme todas las veces que quieran. Estoy totalmente disponible por teléfono.
Le dije a Clee que no se preocupara, que el bebé no saldría por lo menos hasta dentro de doce horas.
—No puedo estar así tanto tiempo —gruñó. Estaba arañando el sofá—. Habría que llamar a Carrie, la de Philomena, tendrá que avisar a los padres.
Un ruido muy raro, grave, le salió del pecho; los ojos parecían salírsele también.
—¿Quizá mejor que llame a tus padres? —sugerí.
—¿Estás de guasa?
Las contracciones eran más seguidas y más largas de lo normal, pero yo no estaba segura de que las estuviéramos midiendo bien. Además, se suponía que al principio no había que medirlas; el folleto de color azul sugería invitar a amigos, ir al cine o a bailar.
—¿Te apetece alguna de estas cosas? —le pregunté, pese a que nunca habíamos hecho nada parecido juntas.
Negó con la cabeza y soltó un gemido espantoso. Decidí pasar a los folletos de color rosa. Probamos una de las visualizaciones que habíamos practicado en clase; cada contracción era una montaña.
—Imagínate una montaña, estás a media escalada, ahora estás en la cumbre, ahora empiezas a bajar por la otra vertiente y es más fácil, casi has terminado.
—No me hago a la idea —dijo en voz baja—. Lo visual no es mi fuerte.
Intenté ayudarla describiéndole la escarpada e imponente cima.
—Piensa en la imagen que sale en el billete de un dólar, la montaña. —Cogí mi bolso. En el billete de un dólar no había ninguna montaña, era una pirámide—. Concéntrate en esto, ahora estás en la base —dije, sujetando el sucio billete delante de su cara.
—Vale. —Pegó los ojos a la diminuta pirámide—. Ya empieza. —Con un pasador le fui indicando su ascensión por la empinada cuesta—. No corras tanto —dijo.
La pirámide era tan pequeña que al principio no me fue fácil ir despacio, pero al poco rato le habíamos cogido el truco y cada vez que tenía otra contracción ella me pasaba el billete para que la ayudara a subir hasta el ojo flotante. Era una herramienta que el gobierno proporcionaba a beneficio de las parturientas; se podía utilizar las veces que fuera, pero solo para comprar una contracción.
A las siete Rick entró con su llave. Estábamos a medio camino del ascenso a la pirámide y no le hice caso. Él fue al cuarto de baño y luego se quedó mirándonos desde la puerta. Cuando Clee bajaba ya por el otro lado, me pidió que le dijera que se marchase.
—Estaré en el patio —dijo Rick, tratando de marcharse con sigilo.
—No quiero que me oiga —lloriqueó Clee—. Ni que me mire por una ventana.
Rick se alejó arrastrando los pies. En ese momento me sonó el móvil.
—Soy yo —dijo la comadrona—. ¿Cómo está la chica?
—Bien. Hemos probado con las visualizaciones.
—Estupendo, buena idea. ¿La flor que se abre?
—No, la montaña.
—Donde estoy ahora hay cantidad de montañas grandes. ¿Ha estado alguna vez en Idaho?
—No me diga que aún está en Idaho.
—Es muy bonito pero no en plan típico, ¿me entiende? —Creí oír que intentaba abrir un paquete de patatas fritas con los dientes—. Una vez tuve un novio que vivía por esta zona. Demasiado rural para mí. No sé qué habrá sido de él.
Se aburría. Había llamado porque se aburría.
Clee me tendió el billete y yo colgué. La ascensión era cada vez más lenta y difícil.
—No puedo seguir con esto —dijo.
—Hasta el ojo y ya está. ¿Ves lo que pone en la cumbre? ¿Annuit Coeptis?
—¿Qué demonios quiere decir?
—«Él aprueba lo que hacemos». Se refiere a Dios.
Clee expulsó el aire con furia.
—Lo digo en serio. No puedo más.
Tenía la cara hinchada, el gesto desquiciado. El sudor había oscurecido sus cabellos rubios, que ahora se le pegaban a la cara. Torpemente se quitó el boxer; aparté la vista y pillé a Rick entrando de puntillas en el dormitorio. ¿Cómo estaba allí todavía? Pasé del folleto rosa a los de color blanco.
—Estás en transición —le dije a Clee.
La profesora nos había hablado de ello; era buena señal.
—¿Qué quieres decir? —dijo, como si no hubiera asistido a clase conmigo.
—Peor que ahora no te vas a encontrar.
—¿Nunca?
—Bueno, tanto como nunca… No sabemos cómo vas a morir; eso sí podría ser peor. —Me había salido por la tangente. Acerqué la cara a la suya y añadí—: Puedes hacerlo.
Me miró como si yo lo supiera todo. Estaba pendiente de cada una de mis palabras.
—Vale —dijo, y de repente se me agarró a los brazos—. Ya empieza otra vez.
El billete lo habíamos desechado, gastado en todo su valor. Durante lo que duró cada una de las contracciones, Clee vivió dentro de mis ojos sin pestañear ni una sola vez, sin apartar la mirada, asida a mis brazos como si fueran de acero. Yo no tenía tanta fuerza, pero eso sería un problema para más adelante.
—¿No debería haber llegado? —jadeó Clee, refiriéndose a la comadrona.
Yo le había dicho varias veces que estaba de camino, lo cual no era falso. Esperaba una pausa para explicarle la situación; barajaríamos con calma las alternativas y luego volveríamos al parto propiamente dicho.
—Está yendo de Idaho a California en un coche que tiene que devolver a una amiga. No llegará aquí a tiempo. Tenemos que ir al hospital.
—¿En serio? ¿Me lo dices de verdad?
Asentí.
Clee estaba llorando, y empezaba a tener otra contracción.
—Me van a abrir —dijo—. Y yo no quiero que me abran. —Empezó a orinar, y con la orina todavía resbalando muslo abajo agachó la cabeza hasta el suelo y vomitó. Estaba explotando, desintegrándose. Intenté limpiarla, pero ella se echó hacia la pared—. Si no vamos, ¿quiere decir que el bebé morirá?
—No, no. Claro que no.
Clee dijo «Gracias»; lo único que le importaba era evitar el hospital. De haber tenido que hacerlo todo otra vez le habría dicho: «Es probable. Puede que viva, pero probablemente no». Aparte de eso, la habría llevado rápidamente a ver al doctor Bimwali no bien la comadrona dijo «Idaho». Porque ahora estábamos perdiendo el tren; el hospital parecía esa área de descanso en la autopista que habíamos dejado atrás hacía horas.
Clee soltó un mugido.
—¿Empujo?
—¿Notas ganas de empujar?
—Es que tengo que hacerlo.
—Bueno, solo un poco. Deja que llame a la comadrona.
Pero ella no quería que la dejase sola hasta que hubiera terminado de empujar. La comadrona tenía la radio a todo volumen, una canción country, me pareció.
—¿Qué necesito para el parto? —chillé.
—¿Ha ido a más? Es mejor que vayan enseguida al hospital.
—Está empujando. Lo vamos a tener aquí. ¿Tengo que hervir agua? ¿Qué hago?
La comadrona apagó la radio.
—Mierda. Está bien. De entrada tres toallas limpias, un poco de aceite de oliva, un bol con agua caliente, unas tijeras afiladas y un trozo de cordel limpio.
Yo iba de acá para allá cogiendo cosas a medida que me las iba cantando por teléfono. Rick estaba en la cocina vertiendo agua recién hervida en un tazón.
—¡Necesito esa agua! —le grité.
Se agachó y con mucha calma empezó a deshacer el nudo de una de sus zapatillas deportivas.
—Ya hay agua caliente en el dormitorio —dijo, metiendo el cordón de la zapatilla en el tazón—. No he visto que tenga cordel, pero esto servirá.
Se subió las sucias mangas y procedió a lavarse las manos en el fregadero con mucha energía.
Clee aulló en la otra habitación.
—¿De veras sabe cómo hacer esto?
Rick asintió con gesto humilde.
—Sí.
Le miré bien. Su cara no tenía una expresión blanda ni perturbada; sus ojos eran claros, su frente casi como de halcón aunque muy morena de trabajar al aire libre. Un buen cirujano caído en desgracia: negligencia profesional, despido, vida en la calle. No hice verificaciones, simplemente le seguí al dormitorio. Rick dejó el tazón con cuidado sobre mi tocador, junto a un bol humeante. Las tijeras y el aceite ya estaban allí, lo mismo que unas toallas. Había cubierto el suelo con bolsas de basura negras. Se me puso una sonrisa de alivio.
—Ya lo ha hecho otras veces —dije.
Se le arrugó la frente y fue a decir algo, una respuesta que ya sonaba terroríficamente más larga y más complicada que «Sí». En ese momento Clee entró en el dormitorio arrastrándose a cuatro patas.
Gritaba que ya se le veía la coronilla. Un bebé real. Quería decir que estaba coronando, pero no era así.
Le dije que no se preocupara, que estábamos en manos de Rick (y que él se las había lavado). Confié en que no percibiera el enjambre de dudas que flotaba en la habitación. Pero Clee ya no estaba para esas cosas.
—¿Puedo empujar a tope? Quiero sacarlo ya.
El corazón me dio un vuelco. Comprendí que me había olvidado de lo que llevaba dentro. El bebé. Hasta entonces Clee había estado pariendo el parto, con sus contracciones, sus ruidos y sus líquidos. Pero dentro había alguien.
Le dimos agua y bebida energética con un poquito de miel. Antes se me había pasado por alto, pero con Rick allí pensar era más fácil. Él me sugirió que me lavara las manos antes de la próxima contracción. No hubo tiempo. Ella se puso en cuclillas y con un grito ultraterreno sus piernas se separaron lentamente dejando ver un perfecto inicio de cabeza. Clee bajó la mano y la tocó.
—No tiene cara —dijo.
Rick me cogió las palmas de las manos y me las roció con Purell. Luego agitó las suyas para indicar que hiciera yo lo mismo. Sacudimos ambos las manos. De pronto Clee se reclinó y pareció quedarse dormida. Levanté las cejas mirando a Rick y él hizo un gesto de tranquilidad con la mano para indicar que era normal. Luego se situó delante de Clee y con una voz extraña y grave dijo:
—A la próxima que empuje, saldrá. —Clee abrió los ojos y asintió obediente, como si compartieran una larga historia—. Inspire muy hondo —dijo Rick, y ella lo hizo—. Suelte el aire con ruido y empuje fuerte. Más.
Salió entre borbotones y Rick lo agarró. Un varón. Parecía muerto, pero yo sabía por los vídeos que nos habían puesto en clase que eso era normal. El silencio, sin embargo, fue horrible. Y luego aquel olor fétido. Rick inclinó el bebé hacia un lado y el bebé tosió. Y luego graznó. No como si una persona emitiera el primer sonido de su vida, sino como un verdadero cuervo, un cuervo viejo y en consecuencia un poco cansado y resignado ya. Después, silencio otra vez. Rick lo depositó en el suelo y cortó con mano experta el cordón umbilical utilizando mis tijeras para uñas. Ató el ombligo del bebé con su cordón de zapatilla. Clee intentó ponerse de pie y volvió a quedar en cuclillas, convulsa. De entre sus piernas cayó un amasijo de mollejas. La placenta. Se recostó contra la cama.
—Cógelo tú —me dijo.
No pesaba casi nada. Tenía las piernas cubiertas de un cieno verdoso, parecía puré de guisantes, y los ojos vueltos hacia arriba como un viejo borracho intentando orientarse; un borracho viejo y pálido con brazos y piernas de pelele.
—Está muy pálido, ¿no? —dije.
Miré a Clee, morena incluso pariendo.
—Tú no eres nada pálida. ¿El papá sí lo es?
Intenté pensar en los hombres muy pálidos que había en el entorno de Clee. El bebé era tan blanco que era casi azul. ¿A quién conocemos que sea azul? ¿A quién, a quién conocemos que sea azul? Pero la pregunta no era más que un disfraz, una estúpida nariz de payaso sobre lo que en realidad estaba pensando.
—Llama a urgencias —dije.
Clee levantó la cabeza, medio dormida. Rick se quedó de piedra. Tenía el teléfono al lado, junto a sus rodillas. Lo levantó despacio.
—Puré de guisantes. Nos lo enseñaron en clase. Significa que algo anda mal. Llama a urgencias.
El bebé estaba de un azul más oscuro, casi violeta. «Segundos —empecé a pensar—. Nos quedan segundos». De pronto oímos un sonido de plumas, como si unas alas gigantescas se desplegaran; era el cuerpo de Clee despegándose de las bolsas de basura del suelo. Estaba de pie. Su enorme mano le arrebató el teléfono a Rick. Marcó el número, dio la dirección; conocía el distrito postal, conocía la calle que cruzaba, la persona que atendía el teléfono le estaba dando instrucciones y ella nos las iba transmitiendo con claridad —«Envuélvelo en una toalla», «Cúbrele la parte alta de la cabeza»— y yo iba haciéndolo todo con inusitada fluidez, como si llevara años trabajando en aquella trama, aquella simulación de salvamento de bebés, y se nos hubiera presentado la oportunidad de representarla. Desmelenado y encogido, Rick observaba desde un rincón; volvía a ser un pobre jardinero sintecho.
Los de la ambulancia gritaban y manejaban el equipo como un comando especial. Envolvieron a Clee en una manta beige. Una mujer madura de aspecto atlético iba contando sobre el bebé, tal vez llevando la cuenta de los segundos que hacía que estaba muerto. La mujer no dejaría de contar jamás, seguiría contando eternamente si es que ese era el tiempo que llevaba muerto.
Rick me pasó un tupper justo antes de que yo subiera a la ambulancia.
—Lo he lavado —dijo—. Está limpio.
«Los espaguetis —pensé—. Los espaguetis de Kate por si nos entra hambre».