4

Tardé un día en serenarme y recuperar mi orgullo. «Delicada», había dicho Phillip de mí. Pero una mujer delicada no se liaría a puñetazos en su propia casa. ¡Qué mentalidad tan bárbara! Como si no hubiera cien mil otras maneras de abordar el conflicto. Redacté una carta para Clee. Iba al grano y no dejaba lugar a dudas. La verdad es que leerla en voz alta fue bastante emotivo; invitándola a comportarse de manera civilizada, supongo que le estaba mostrando un respeto que poca gente le había mostrado antes. La dignidad ante todo. Escupí dentro de un tarro vacío de manteca de avellana; las escupideras tienen un no sé qué de pintoresco. No era necesario que Clee me diera las gracias por mi franqueza, pero si insistía yo me vería obligada a aceptarlas. Acepté varias veces, a modo de ensayo. Metí la carta en un sobre donde había escrito «CLEE», la pegué con cinta adhesiva al espejo del baño y salí para no estar en casa cuando ella la leyera.

En el restaurante etíope pedí un tenedor. Ellos me explicaron que tenía que comer con los dedos, así que encargué comida para llevar, conseguí un tenedor en Starbucks y me senté en el coche. Pero mi garganta ni siquiera aceptaba comida blanda. La dejé en el bordillo para el primer sintecho que pasara. Lo contento que se pondría, caso de ser etíope. Qué idea tan desgarradora, encontrar comida de tu país en la vía pública.

Cuando volví a casa ella estaba tomando cena de Acción de Gracias, su favorita de entre el surtido de preparados para microondas. Yo me sentía un poco nerviosa por lo de la carta, pero me pareció que estaba de buen humor, escribiendo mensajes en el móvil y leyendo una revista con la tele puesta. Se lo estaba tomando bien. Fui a ponerme la camisa de dormir y me dirigí al baño con mi neceser. El sobre seguía pegado al espejo. O lo había visto y no había leído la carta, o aún no había ido al baño. Antes de acostarme miré el teléfono, por si había llamadas de él. Nada. Phillip se había pasado todo ese rato frotando a Kirsten a través de los tejanos, sin llegar al clímax. Pobres tejanos, estarían ya hechos una pena, él con los dedos llenos de ampollas a la espera de que yo tomara una decisión. Oí tirar de la cadena en el cuarto de baño.

Un minuto después la puerta de mi cuarto se abrió bruscamente.

—¿Quién es el invitado? —dijo.

La habitación estaba a oscuras, pero pude ver que llevaba el sobre en la mano.

—¿Cómo?

—El que vendrá el viernes y por eso he de largarme.

—Ah, un viejo amigo mío.

—¿Un viejo amigo tuyo?

—Sí.

—¿Tiene nombre?

—Se llama Kubelko Bondy.

—Suena a nombre inventado.

Se estaba acercando a la cama.

—Bueno, le diré que te lo parece.

Me levanté de la cama y retrocedí poco a poco. Si echaba a correr ella me perseguiría y eso sería aterrador, de modo que hice lo posible por caminar despreocupadamente hacia la puerta, pero ella la cerró antes de que yo pudiera llegar. Corazón desbocado y microtemblores. Shamira Tye lo llama «el momento adrenalínico»; en cuanto empieza, tiene que seguir adelante, no hay forma de pararlo o de rebobinar. La oscuridad del cuarto me confundía, no pude determinar dónde estaba ella hasta que me empujó la cabeza hacia abajo, como si estuviéramos en una piscina.

—¿Tratando de librarte de mí? —dijo jadeando—. ¿Eh?

—¡No!

La palabra adecuada pero en el mal momento. Intenté incorporarme y ella me hundió de nuevo. Me oí boquear, ahogarme. ¿En qué fase estábamos? Necesitaba el DVD. Tenía la nariz demasiado cerca de aquellos pies que olían a levadura. Estaba mareada, verde. Me salió un grito al tiempo que unos pelos rasposos atoraban mi garganta. Estaba cerca del punto álgido; si no te defiendes en el momento en que alcanzas el punto álgido del miedo, no lo harás nunca. Te mueres; puede que no físicamente, pero te mueres.

Surgió de mis entrañas, el ruido más fuerte que jamás había hecho. No un «no», sino el viejo grito de batalla de Open Palm: «¡Eieieieiei!». Noté cómo mis mulos me catapultaban hacia arriba; casi di un salto en el aire. Clee se quedó un momento inmóvil y luego se abalanzó sobre mí y me tiró al suelo, intentando inmovilizarme. Era demasiado peso para mí. Hice cancán con todas mis fuerzas, pateé todo lo que tenía a la vista, y cuando me fue posible añadí unos cuantos pops. Ella persistía en empujarme contra el suelo… hasta que probé la mariposa. Funcionó; conseguí liberarme. Ella se levantó y salió de la habitación. Oí cerrarse la puerta del baño, clic, y luego los grifos del lavabo a pleno caudal.

Yaciendo junto a la cama, tragué grandes bocanadas de aire. Sentía vibrar ligeramente las extremidades; eran como largos y lánguidos rasgueos de dolor. Había desaparecido; el bolo, pero también toda la estructura que lo rodeaba, la tirantez en el pecho, la mandíbula rígida. Giré la cabeza de lado a lado. Exquisito. Un millón de minúsculas y delicadas sensaciones. Me ardía la piel debido a algo que ella me había hecho, pero por lo demás estaba la mar de relajada. Reí, y una ola me subió brazo arriba, recorrió el trecho entre hombro y hombro y bajó por el otro brazo. ¿Cómo era que llamaban a este baile?, ¿el tobogán eléctrico? Vamos a ver, ¿quién era esa pánfila? La señorita Calzaschungas. Me imaginé bailando flamenco, algo con castañuelas. En el cuarto de baño el agua seguía corriendo, un intento patético de agresión pasiva. ¡Gasta toda el agua que te dé la gana! Si se mudaba al día siguiente, el fin de semana ya tendría la casa en orden otra vez. Mis nuevos músculos brincaron cuando estiré el brazo para coger el teléfono. Después de dejar nombre y número, pedí la misma hora para el martes siguiente. La recepcionista de la doctora Tibbets era un fraude y una ladrona, sí, pero bastante buena terapeuta.


Clee no se marchó al día siguiente. Ni al otro tampoco. El martes todavía estaba en casa, pero decidí ir igualmente a terapia. La recepcionista me sonrió muy amable cuando me aposenté en el diván de Ruth-Anne Tibbets.

—¿Cómo est…?

La interrumpí de inmediato.

—Antes de responder a eso, ¿puedo preguntarle una cosa?

—Desde luego.

—¿Tiene usted título?

—Sí, soy licenciada en psicología clínica y en trabajo social por la Universidad de California en Davis. —Señaló un diploma enmarcado que había en la pared, el de Ruth-Anne Tibbets. Iba ya a pedirle que me enseñara su carnet de conducir, pero ella continuó—: No quisiera violar su confidencialidad como paciente del doctor Broyard, pero recuerdo que le tomé nota para que se visitara con él. Soy su recepcionista tres veces al año, que es cuando utiliza esta consulta. Puede que eso haya dado pie a cierta confusión.

Y tan cierta. ¿Cómo no se me había ocurrido esa explicación, siendo tan evidente y tan sencilla? Le pedí disculpas, ella dijo que no era necesario y yo insistí. Sus zapatos. Eran muy elegantes, europeos. ¿En serio necesitaba ingresos extra?

—¿Cuánto le paga por hacer de recepcionista?

—Unos cien dólares diarios.

—Es menos de lo que me cobra usted a mí por una hora.

—Sí, pero no lo hago por dinero. Me gusta. Atender el teléfono y concertar citas para mi colega el doctor Broyard es un estupendo respiro, se agradece mucho cuando se tiene un trabajo de tanta responsabilidad como este.

Todo lo que dijo me pareció perfectamente razonable, pero la lógica no aguantó más que unos segundos. ¿«Un estupendo respiro»? No parecía tan estupendo, la verdad. Se reclinó en su butaca, esperando a que yo decidiera zambullirme en mi vida privada. También yo esperé: a sentir que podía fiarme de ella. En la habitación se había hecho el silencio.

—Tengo que ir al servicio —dije, solo por llenar ese vacío.

—Vaya por Dios. ¿Es muy necesario?

Asentí.

—Está bien. Tiene dos opciones. En la sala de espera hay una llave con un patito de plástico. Puede coger esa llave e ir al baño de la novena planta, para lo cual, por desgracia, tendrá que bajar en ascensor hasta el vestíbulo y pedir al portero que le abra el ascensor de servicio; en total vienen a ser unos quince minutos. Por otro lado, si mira detrás del biombo verá usted unos envases de comida china para llevar. Puede hacerlo en uno de esos, detrás del biombo, y cuando se marche se lo lleva. Le quedan treinta minutos de sesión.

El chorro produjo un ruido vergonzosamente fuerte al contacto con el envase, pero me recordé a mí misma que ella había estudiado en UC Davis y tal. Temí que fuera a desbordarse, pero la cosa no llegó a tanto. Con el envase caliente en mis manos espié a la doctora Tibbets por un pequeño rasgón en el biombo. Estaba mirando al techo.

—¿El doctor Broyard está casado?

Vi que se quedaba inmóvil.

—Sí. Tiene mujer y familia en Amsterdam.

—Pero su relación con él es…

—Tres días al año adopto el rol sumiso. Es un juego que nos gusta practicar, un juego de adultos inmensamente satisfactorio.

Continuó mirando al techo, a la espera de una nueva pregunta.

—¿Cómo se conocieron?

—Fue paciente mío. Y luego, muchos años después de que acabara de analizarse conmigo, coincidimos en un seminario de rebirthing y me dijo que estaba buscando sitio donde pasar consulta. Yo le propuse este arreglo. De eso hará ocho años, más o menos.

—¿Le propuso compartir despacho, o el resto también?

—Soy una mujer madura. Lo que quiero lo pido, y si el deseo no es mutuo… bueno, al menos no he perdido el tiempo pensando en ello.

Salí de detrás del biombo y fui a sentarme otra vez, dejando el envase con cuidado al lado de mi bolso.

—¿Es algo sexual?

—Para hacer el amor, él ya tiene a su mujer. Nuestra relación es mucho más potente y emocionante para mí si no comprimimos toda la energía en nuestros genitales.

Los de ella, comprimidos. Solo de imaginármelo sentí náuseas. Me apreté los labios con las yemas de los dedos al tiempo que me inclinaba ligeramente al frente.

—¿Se encuentra bien? Si necesita vomitar, ahí tiene una papelera metálica —dijo como si tal cosa.

—Ah, no es por eso por lo que… —Me toqué los labios varias veces para dar a entender que era una manía mía—. ¿Está enamorada del doctor?

—¿Enamorada? No. No conecto con él ni intelectualmente ni emocionalmente. Acordamos que nada de enamorarse; es una cláusula de nuestro contrato.

Sonreí. Dejé de sonreír; ella hablaba en serio.

—Estoy segura de que la creencia general considera más romántico no conocer las intenciones de la otra parte.

Agitó sus grandes manos y vi gallinas de erizadas plumas, estúpidas gallinas cloqueantes.

—El contrato, ¿es por escrito o verbal?

Yo tenía las piernas enredadas y me agarraba un brazo con el otro.

—¿Cómo la hace sentir, toda esta nueva información? —preguntó ella sin alterarse.

—¿Lo redactó un abogado?

—Descargué un formulario por internet; es una simple lista de lo que está permitido y no en la relación. Ahora no lo tengo aquí.

—No pasa nada —dije en un susurro—. Bueno, hablemos de otra cosa.

—¿De qué le gustaría hablar?

Le conté lo de mi pelea. Sonó menos triunfal de lo que yo había pensado, sobre todo teniendo en cuenta que Clee no se había marchado de casa.

—¿Cómo se sintió después de que ella saliera de la habitación?

—Bien, creo.

—¿Y ahora mismo? ¿Qué tal el bolo?

Mi fantasía flamenca había durado poco. A la mañana siguiente Clee no parecía acobardada ante mí; incluso diría que se la veía más relajada, más a gusto.

—No muy bien —admití, apretándome un poco la garganta.

Ruth-Anne preguntó si podía tocarlo; me incliné hacia delante y ella aplicó las yemas de cuatro dedos a mi nuez de Adán. La mano le olía a limpio, menos mal.

—Sí, está un poco duro. Qué incomodidad.

Su compasión provocó en mí una reacción lacrimosa. La pelota subió y se puso más dura; solté un gemido y me llevé la mano a la garganta. Costaba de creer que hacía apenas un rato lo tuviera tan flojo.

—Quizá esta noche notará más alivio.

—¿Esta noche?

—Si usted y Clee celebran otro… combate —dijo, cerrando las manos en forma de puños de boxeador.

—No, no, de eso nada. Ella tiene que marcharse. Ya he aguantado esto más tiempo del que debería.

Me vino a la cabeza Michelle, lo rápido que se la había quitado de encima. Ahora le tocaba a Jim aguantarla; o a Nakako.

—Pero si el bolo…

Negué con la cabeza.

—Hay otros sistemas; cirugía (bueno, no, paso de operarme), pero también terapia.

—Esto es una terapia.

Reparé en las uñas malva de Ruth-Anne. Pintadas, pero en mal estado. Esas uñas eran propias de una recepcionista, no de una terapeuta. Dentro de tres meses le harían otra manicura.


Cogí el coche y me fui a Open Palm: era el día que me tocaba estar allí. Todos los empleados me parecieron raros y sospechosos, como si debajo de sus mesas respectivas no llevaran ropa interior, los genitales comprimidos. ¿Iba sin bragas Ruth-Anne cuando la conocí en su versión recepcionista? Era una imagen asquerosa y antihigiénica, de modo que la deseché y me puse a trabajar. Jim y yo teníamos una sesión de brainstorming con el diseñador de la página web KickIt.com, nuestra iniciativa para jóvenes. Avisamos a Michelle para que coordinara los medios. Antes de sentarse carraspeó y dijo:

—Jim y Cheryl pueden tomar notas solos; son los mejores tomando notas…

Jim la cortó.

—Siéntate, Michelle. Eso es solo para trabajo de grupo.

Se puso colorada de golpe. Las costumbres pseudojaponesas resultaban complicadas para todo empleado nuevo. En 1998 Carl estuvo en Japón para una conferencia sobre artes marciales y se quedó patidifuso con la cultura nipona. «Dan regalos cada vez que conocen a alguien, y todos ellos perfectamente envueltos».

Carl me había dado a mí un paquetito envuelto en una servilleta de tela. Yo entonces todavía estaba en prácticas.

—¿Es una servilleta?

—Allí utilizan tela como papel de envolver. Pero no he encontrado nada parecido.

Desplegué la servilleta y lo que cayó fue mi cartera.

—Es mi cartera.

—Bueno, en realidad no te estaba haciendo un regalo; era por enseñarte la cultura de allí. El regalo sería un juego de tacitas para sake o algo por el estilo. Es lo que me dieron a mí en la conferencia.

—¿Has metido la mano en mi bolso para coger la cartera? ¿Cuándo?

—Cuando estabas en el servicio, hace un rato.

Para dar a la reunión un ambiente más japonés, Carl redactó una lista de pautas que debían seguirse en la oficina. Determinar la autenticidad de la lista no era cosa fácil, pues nadie más de los presentes había estado en Japón. Han pasado casi dos décadas y yo soy la única que conoce el origen de esas normas, pero nunca digo nada porque ahora hay japoamericanos en la plantilla (Nakako, y Aya en educación y divulgación) y no quisiera ofenderlos.

Si una tarea requiere que colaboremos todos —por ejemplo, mover una mesa muy pesada—, primero debe empezar una persona sola y luego, tras una pausa de respeto, puede sumarse una segunda persona, que, haciendo una pequeña reverencia, dirá: «Jim puede mover la mesa solo, es el mejor moviendo mesas; le echo una mano, aunque sé que no aporto gran cosa porque no se me da bien mover mesas». Pasado otro momento, una tercera persona podrá sumarse al esfuerzo, no sin antes hacer una venia y afirmar: «Jim y Cheryl pueden mover la mesa solos», etcétera. Y así sucesivamente hasta reunir a toda la gente necesaria para la tarea. Es de esas cosas que al principio parecen una lata pero que luego se convierten en lo más natural del mundo; al final no hacerlo parece una grosería, casi una agresión a los compañeros.

Al término de la reunión le pedí a Michelle que se quedara un momento.

—Quiero que hablemos de un asunto.

—Lo siento.

—¿Qué sientes?

—No sé.

—Quería preguntarte por Clee.

La cara se le puso gris.

—¿Es que Carl y Suzanne están enfadados?

—¿Se portó mal contigo?

Michelle se miró las manos.

—Ya veo que sí —dije—. ¿Fue violenta? ¿Te hizo daño?

Puso cara de asombro, casi de pasmo.

—No, no, qué va. Pero… —estaba claro que intentaba medir muy bien sus palabras— sus modales eran bastante diferentes a lo que estoy acostumbrada.

—¿Eso es todo? ¿Por eso la echaste?

—Si yo no la eché —dijo—. Se fue ella sin más. Me dijo que quería vivir contigo.


Entré en casa con sigilo pese a que ella estaba en Ralphs. Nunca había metido la nariz en sus cosas, ni ganas, pero no era ningún crimen sentarme en mi propio sofá. Cuando lo hice noté la vaharada de olor corporal que despedía su saco de dormir. Tuve cuidado de no mover los envoltorios de comida ni el cepillo repleto de pelos rubios ni la bolsita de vinilo rosa de la que sobresalían tangas de vistosos colores. Bajé la cabeza hasta su almohada. El olor a cuero cabelludo fue tan intenso que tuve que contener la respiración un momento, no muy segura de poder aguantarlo. Tomé aire, lo expulsé. Tenía el cuerpo rígido, casi flotando, a fin de que el saco color violeta no me rozara la piel. Conté hasta tres, encogí las piernas y me deslicé hacia el cavernoso interior del saco. De tan sucio, estaba casi húmedo. ¿Había oído la puerta? Me levanté de un salto, atrapada, sin habla; no, era solo la lluvia que martilleaba el techo. Me subí las fauces de nailon hasta la barbilla. El nido de Clee, sin ella, era completamente vulnerable, todos sus trastos expuestos a la insulsa luz de la tarde. Tragué saliva de la emoción y sonreí ligeramente al notar que el bolo se endurecía. Estábamos juntas en esto. Ahora tenía una socia, una compañera de equipo.

Dentro de unas horas: pop, mariposa, mordisco, patada.

Ella me había elegido.


La única manera que tenía de llegar rápido a Ralphs era corriendo. La urgencia era anterior a los coches; tenía que ser yo sola abriéndome paso a la carrera, sacando pecho, cabellos peinados al viento. Los conductores al verme pensaban «Le va la vida en esa carrera; si no llega a su destino, morirá», y estaban en lo cierto. Lástima que a pie era un trecho más largo de lo que yo imaginaba, y encima llovía a cántaros. Cada vez sentía la ropa más pesada, y el agua me lavaba la cara una y otra vez. Los conductores al adelantarme pensaban: «Será una rata gigante o algún otro animal chorreante al que el hambre ha privado de toda dignidad». Y estaban en lo cierto.

Una vez en la tienda, la gente se asustó al ver a un monstruo que era grotesco por lo empapado que estaba. Las cajeras se quedaban boquiabiertas; al hombre que atendía la charcutería se le cayó lo que tenía en la mano. Recorrí, monstruo chapoteante, todos los pasillos, buscando y buscando. El flacucho pelirrojo que se encargaba de llenar bolsas me sonrió con complicidad y señaló hacia el pasillo 15.

Estaba de espaldas a mí.

Pasando condimentos de un palé a la estantería. Mostaza amarilla en envases terminados en punta, de cuatro en cuatro. Se volvió cansinamente, en plan: «¿Y ahora qué tío me está mirando?». Pero no era un tío.

La cabeza se le fue hacia atrás: un respingo automático, como cuando estás en el cole y aparece tu madre.

—¿Qué haces aquí?

Me pasé los dedos por la chorreante cabeza y traté de calmarme. No tenía ningún plan; suponía que ella vería que yo ahora lo sabía, que estaba en el ajo. Todo era un juego, un juego de adultos. Sonreí, levanté las cejas un par de veces. Ella torció el gesto; no se enteraba.

—Lo sé —dije—; sé lo que pasa.

Y para que no cupiera lugar a dudas, señalé hacia ella y hacia mí varias veces seguidas.

Se ruborizó de furia, miró rápidamente a su espalda y a los costados y luego siguió colocando envases de mostaza en los estantes, ahora con violencia. Lo había captado.

Ya no llovía. Me sequé y me fui haciendo más grande de camino a casa. Los conductores que me adelantaban debían de pensar: «Ahí va alguien que acaba de diplomarse o que ha conseguido un ascenso o ganado algún premio». Y estaban en lo cierto.


Yo estaba fregando los platos cuando llegó. Cerré un poco el grifo del agua para poder oírla. Tele encendida. El proceso normal. Luego entró en la cocina, sacó su comida, se quedó detrás de mí viéndola girar en el microondas y fue a comérsela al sofá. De repente se me ocurrió que tal vez no pasaba nada. No era la primera vez que me sucedía. En muchas ocasiones había añadido capas y capas de significado a cosas que carecían de él. Era una estupidez pensar que Phillip seguía frotándole los tejanos a Kirsten. A estas alturas se los habría bajado y tan contentos sin mi visto bueno. Dejé que el agua corriera entre mis manos. Clee tenía veinte años; nada de lo que ella pudiera hacer significaba nada.

Me puse el camisón y fui a acostarme temprano. Estaba tumbada con las manos cruzadas sobre el pecho cuando oí que el grifo de la cocina goteaba. Aparté la manta y me levanté.

Al abrir la puerta me la encontré allí mismo, a punto de entrar.

Me sobresalté de tal manera que por un momento olvidé que era un juego. La dejé allí de pie y fui a la cocina; había que cerrar el grifo que goteaba. Ella me siguió. En cuanto crucé la puerta, me empujó contra la pared de la cocina, igual que la primera vez. Ante la presión, mis huesos entraron en pánico, y empecé a notar una especie de rítmica vibración en las venas, una especie de vals, así que me puse a bailar. Le hice la mariposa y sus codos se doblaron como acto reflejo. Procurando mantener el equilibrio con la espalda pegada a la pared, intenté golpearle la cabeza contra la misma. Cuando me puse a hacer cancán ella me tiró al suelo de bruces y me inmovilizó con una rodilla hincada en mi espalda. La vez anterior se había reprimido, eso lo entendía ahora. Una cosa enorme me estaba aplastando la columna y yo no podía dejar de gritar, un ruidito desagradable que quedó flotando en el aire. Traté de meter los brazos debajo para levantarme del suelo, pero ella presionó con el torso, y noté su duro cráneo pegado al mío.

—Prohibido ir a la tienda —dijo entre dientes, sus labios rozando mi oreja—. Si estoy allí es para no tener que mirarte.

Hice acopio de toda mi energía y traté de hacerla caer soltando un aullido gutural. Ella me observó sin alterarse. Me rendí. Y justo cuando de mi espalda empezaban a brotar llamas, aparecieron las endorfinas como la vez anterior, solo que con más fuerza. Mi garganta era un charco calentito; la cara pegada al suelo producía una sensación fresca y maravillosa. Tal como Ruth-Anne había dicho, era un juego adulto inmensamente satisfactorio. Mirando de lado podía ver las puntas de sus pestañas a media asta y la zona entre la nariz y el labio superior, que le vibraba, con gotitas de sudor. Ella debía de pensar que no la veía. Para mí, ese momento fue casi emotivo pese a que había en él algo atroz, o quizá lo atroz era el dolor que irradiaba de mi espalda, o puede que fuera eso lo que quería decir con «atroz»: doloroso. Ella se apartó lentamente y yo gemí de alivio, pero flojito. En vez de marcharse corriendo al baño se quedó allí tumbada, recuperando el resuello; nuestros hombros se rozaban. Noté como si el suelo se bamboleara un poco; brazos y piernas me vibraban sin parar. ¿Le pasaba a ella también? Transcurrieron caleidoscópicamente los minutos y, muy poco a poco, la cocina empezó a cobrar forma, las encimeras, el fregadero, allá arriba. Clee se movió por fin, comenzó a levantarse del suelo, y yo experimenté una absurda oleada de abandono. Su inexpresiva cara de mema fue hacia la puerta. Y entonces, en el último momento posible, volvió los ojos hacia mí y vio que la miraba. Rápidamente me incorporé sobre los codos, lista para cualquier pregunta, pero se había marchado ya.


Estaba tan impaciente por ver a Ruth-Anne que llegué al edificio quince minutos antes de la hora. Hice limpieza del coche y luego curioseé en la tienda de regalos de la planta baja. Olía como a vitaminas y el ambiente estaba demasiado caldeado. Una mujer india muy embarazada estaba mirando unas figuritas de elfos. Hice girar un expositor de gafas de lectura hasta que estuve segura del todo, y luego me situé discretamente a su lado al tiempo que cogía un elfo provisto de esquíes. La barriga de la embarazada sobresalía tanto que su ombligo estaba más cerca de mí que de ella.

«¿Kubelko?»

«Sí. ¿Estoy dentro de ti?».

«No. De otra».

Siguió un silencio incómodo y triste. Busqué una manera de expresar la congoja que sentía cada vez que Kubelko y yo nos topábamos. Entonces mi móvil pitó: un mensaje.

«Disculpa».

«ME HA HECHO UN STRIPTEASE: LE HE VISTO EL COÑO Y LAS TETAS. UAAAU. PERO YO NI TOCARLA». Seguía esperando mi bendición. Por supuesto que sí. Tenía que tener fe en él. Juntos habíamos sido cavernícolas, medievales, rey y reina; ahora éramos esto. Un apartado más en la respuesta a su pregunta «¿Por qué volvemos?». Phillip no había terminado conmigo y yo con él tampoco. Y los detalles —esos mensajes de texto— no eran sino enigmas del universo. Pistas. Cuando me volví hacia Kubelko, la embarazada se había marchado ya.


El diván de Ruth-Anne aún estaba tibio del paciente anterior, y ella radiante y con las mejillas coloradas.

—¿Buena sesión? —le pregunté.

—¿Cómo?

—La veo contenta.

—Ah —dijo, apagándose un poco—. Acababa de almorzar y he… he echado un sueñecito. ¿Cómo se encuentra?

O sea que el calorcillo era de ella. Presioné el cuero con los dedos e intenté buscar la manera de empezar.

—Eso que hace con el doctor Broyard, lo de… ¿cómo fue que lo llamó el otro día?

—¿Roles? ¿Un juego de adultos?

—Ah, sí. ¿Diría que es algo inusual?

—¿Qué entiende por «inusual»?

—Bueno, ¿hasta qué punto es normal?

—Más normal de lo que se imagina, diría yo.

Le expliqué lo ocurrido, empezando por lo que Michelle había dicho y terminando en el suelo de la cocina.

—¡Y el bolo se fue y no ha vuelto! No sé si me lo nota —me incliné hacia delante y tragué saliva—, pero ahora me cuesta mucho menos. Y todo se lo debo a usted.

Metí la mano en el bolso y saqué una caja.

A veces la gente dice gracias antes de abrir siquiera el regalo: gracias por pensar en mí. Ruth-Anne, no; se miró el reloj al tiempo que arrancaba sin miramientos el papel de envolver. Era una vela de soja; no de las pequeñas, sino un verdadero pilar dentro de su tarro de cristal con tapa de madera.

—Aroma de granada y grosella —dije.

Me devolvió la vela sin olerla.

—No creo que esto sea para mí.

—¡Cómo que no! Acabo de comprarlo.

Señalé hacia el suelo, a la tienda de la planta baja.

Ella asintió, a la espera.

—¿Para quién cree que es? —dije tras esa pausa.

—¿Para quién cree usted que es?

—¿Quiere decir aparte de para usted?

Ruth-Anne asintió con un lento cerrar y abrir de ojos. Yo estaba nerviosa, la vela en la mano cual patata caliente.

—¿Para mis padres?

—¿Sus padres?

—No sé. He pensado que como esto es una terapia quizá era la respuesta acertada.

—¿A quién podría querer darle una vela? Vela, llama, luz… iluminación…

—… pábilo… cera… soja…

—¿A quién? Piense.

—¿A Clee?

—Mmm… interesante. ¿Por qué a Clee?

—¿He acertado? ¿Es Clee?


El papel de envolver estaba todavía en condiciones, así que lo reutilicé. Mientras ella estaba en el baño dejé el paquete encima de su almohada, pero resbaló e hizo ruido al caer al suelo; entró justo cuando yo estaba agachada. Mi idea era no dárselo en mano.

—Toma.

Le entregué el pesado cilindro. Aunque la fragancia era intensa, nada tenía que ver con granadas ni con grosellas, ninguna de las cuales es famosa por su olor. Estaba clarísimo que era una vela, el regalo más tonto que pueda hacerle uno a nadie. Clee deshizo el envoltorio y olfateó el objeto. Leyó la etiqueta y luego dijo:

—Gracias.

—De nada —dije yo.

Era horroroso, y no había más que hablar.

Me encerré en el cuarto de la plancha y redacté un e-mail que tenía pendiente desde hacía tiempo; era para todo el personal y versaba sobre reciclaje, superpoblación y petróleo; luego lo retoqué un poco y al final lo borré. Oí la ducha. Clee iba a ducharse. Llamé a Jim y hablamos del personal de almacén.

—Kristof está presionando para tener un aro de baloncesto —me dijo.

—Eso lo probamos una vez y luego nadie daba un palo al agua.

Confié en que siguiera insistiendo en lo del aro para así poder ponerme muy enfática, pero lo dejó estar. Su mujer le estaba esperando y tenía que irse.

—Por cierto, ¿y cómo está Gina?

Pero tenía que colgar de verdad.

Anochecía cuando salí del cuarto de la plancha. Ella estaba sentada en el borde del sofá con las rodillas muy separadas. Se había peinado el pelo hacia atrás y tenía una toalla alrededor del cuello; parecía un boxeador, ni más ni menos. Miraba con el ceño fruncido por encima de sus manos, unidas al frente. La tele estaba apagada. Me estaba esperando.

Yo nunca me había sentado en el sillón. Era bastante incómodo.

Clee hizo un gesto de cabeza dando a entender que se había percatado de mi presencia, y su garganta emitió un ruido como si quisiera sacar una flema.

—Es posible que me hayas… —buscó la palabra adecuada— interpretado mal. —Levantó la vista hacia mí, como para asegurarse de que la entendía—. Te agradezco el regalo, pero yo no soy… en fin, que me van las pollas.

Tosió bruscamente y escupió en una de las botellas de Pepsi vacías que había sobre la mesita baja.

—En ese sentido, estamos en el mismo barco —dije yo.

Me imaginé a ambas en una pequeña embarcación, lamiendo pollas en la oscuridad mar adentro.

—En mi caso va un poco más allá. —Sin darse cuenta estaba haciendo botar las rodillas—. Supongo que soy una «misógina» o qué sé yo.

Nunca había oído dar a esa palabra el sentido de una orientación sexual.

—Si quieres, paro —dijo, la mirada perdida en la distancia.

Primero pensé que se refería a hablar, a parar de hablar. Pero no.

—¿Tú quieres?

—¿El qué?

—Parar.

Se encogió de hombros, indiferencia absoluta. Probablemente era la cosa más mala que había hecho nunca. Se encogió de hombros otra vez, igual que antes, pero añadió «No», como si fuera lo que había estado diciendo desde un principio. No, ella no quería parar de agredirme.

Me sentí como sin aire, un poco mareada. Estábamos haciendo un pacto; esto iba en serio. La miré con precaución y advertí que ella tenía la vista fija en la repulsiva telaraña de venas violáceas que afeaba una de mis piernas. Me recorrió un escalofrío; Clee estaba enganchada a aquella sensación de ira superespecial que yo parecía provocarle.

—¿Quieres que firmemos un contrato? —murmuré, apenas sin voz.

—Firmar ¿qué?

—Un contrato donde diga lo que queremos hacer y lo que no. Por internet se puede descargar un modelo.

Esto lo dije en voz demasiado alta, como si ella fuera sorda.

Vi que parpadeaba tres o cuatro veces.

—No sé de qué estás hablando, la verdad, pero paso de rollos raros. —Se presionó la frente con los nudillos y, de pronto, dejó caer la mano, sorprendentemente exasperada—. ¿Tú has hecho eso otras veces?, ¿lo del contrato y demás?

—No, no —dije—. Una amiga me lo comentó el otro día.

—¿Es que hablas de esto con gente?

Ahora sus rodillas botaban con frenesí.

—Bueno, no es una amiga. Una terapeuta. Todo absolutamente confidencial.

Su angustia pareció estabilizarse. Estaba mirando el mando a distancia desde lejos. Yo se lo alcancé y ella paseó las yemas de los dedos una o dos veces por los botones de goma.

—¿Hay algo más que tengamos que…?

—No, creo que eso es todo —dije, tratando de recordar qué era lo que habíamos acordado.

Ella asintió con aspereza y encendió el televisor.