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Me despertó antes de hora un ruido de ramas cayendo en el patio de atrás. Tomé treinta mililitros de rojo y escuché el afanoso vaivén de la sierra. Era Rick, el jardinero sin techo que venía incluido con la casa. Yo jamás contrataría a nadie para que esté merodeando por mi finca e invada mi intimidad, pero al mudarme decidí no despedirlo porque no quería que pensara que yo tenía más prejuicios que los Goldfarb, los antiguos propietarios. Ellos le dieron una llave, Rick a veces usa el baño o me deja unos limones en la cocina. Siempre procuro buscar una excusa para salir antes de que él llegue, lo cual no es fácil a las siete de la mañana. En ocasiones me limito a dar vueltas en el coche hasta que pasan las tres horas y él se marcha. O bien aparco a varias manzanas de distancia y echo un sueñecito. Una vez me vio cuando regresaba a su tienda de campaña, o quizá chabola, y pegó a la ventanilla del coche su risueño rostro con barba de días. Medio dormida como estaba, me costó sudores darle una explicación.
Hoy he decidido ir a Open Palm más temprano y así preparar las cosas para la reunión de la junta. Mi plan era comportarme con garbo infinito, de manera que Phillip no fuera capaz de acordarse de la torpe fémina con la que había hablado la víspera. No utilizaría acento británico para hablar en voz alta, pero sí mentalmente, y eso se notaría.
Jim y Michelle habían llegado ya, lo mismo que Sarah, la chica que está en prácticas. Había traído a su bebé e intentaba evitar que asomara la cabeza por encima de la mesa, pero lógicamente todos oíamos a la criatura. Pasé un paño por la mesa de juntas y distribuí blocs y bolígrafos. No me correspondía hacerlo, puesto que mi cargo es de directora comercial, pero me gusta tener ese detalle con Phillip. De pronto Jim gritó «¡Llegando!», lo cual quería decir que Carl y Suzanne estaban a punto de entrar. Cogí un par de jarrones llenos de flores mustias y fui rápidamente hacia la cocina del personal.
—¡Yo lo hago! —exclamó Michelle.
Era nueva, y no la había contratado yo.
—Demasiado tarde —dije—. Los estoy llevando.
Se puso a correr a mi lado y me arrancó de la mano uno de los jarrones, ajena al sistema de contrapesos que yo tenía montado. Uno se me estaba resbalando, gracias a su ayuda, y dejé que ella lo cazara al vuelo. No fue así. Carl y Suzanne franquearon la puerta en el momento en que el jarrón se estrellaba contra la moqueta. Phillip iba con ellos.
—Saludos —dijo Carl.
Phillip llevaba puesto un impresionante jersey de color vino. Me quedé sin aliento. Siempre tengo que reprimir las ganas de acercarme a él como esposa, como si lleváramos miles y miles de años viviendo juntos. El hombre, y la mujer, de las cavernas. Rey y reina. Monje y monja.
—Os presento a Michelle, nuestra nueva coordinadora de medios —dije, señalando hacia abajo con un gesto raro.
La pobre estaba a cuatro patas, recogiendo viscosas flores marrones, y al oírme intentó ponerse de pie.
—Yo soy Phillip.
Michelle le estrechó la mano desde una desconcertada postura semigenuflexa, el rostro arrasado en lágrimas. Yo había sido cruel sin querer; esto me pasa únicamente en momentos de mucha tensión y mi arrepentimiento es siempre descomunal. Mañana le llevaría algo a Michelle, un vale de regalo o una Smoothie Maker extragrande. En realidad debería haberle hecho ya algún regalo; me gusta tener ese detalle con los empleados nuevos. Luego llegan a casa y dicen: «Este trabajo es la monda; todavía no me lo puedo creer. ¡Fíjate lo que me ha dado la directora comercial!». Así, si alguna vez vuelven a casa con lágrimas en los ojos, su cónyuge les dirá: «Pero, cariño, ¿la Smoothie Maker? ¿Estás segura?». Y la nueva empleada se lo pensará dos veces, o incluso puede que se eche la culpa a sí misma.
Suzanne y Carl se alejaron tranquilamente con Phillip; Sarah acudió enseguida para ayudar a limpiar el desastre. Su bebé empezó a chillar de manera insistente y agresiva. Al final tuve que ir a la mesa de Sarah, y cuando miré debajo, la criatura prorrumpió en arrullos de paloma melancólica y me miró con una sonrisa cálida reconociéndome al instante.
«Siempre nazco donde no me toca», dijo el bebé.
Asentí compungida. «Lo sé».
¿Qué podía hacer? Deseaba sacarlo del portabebés y rodearlo por fin con mis brazos una vez más, pero eso no podía ser. Hice un gesto de disculpa y él lo aceptó con un lento y sabio pestañeo que me provocó una punzada en el pecho y una hinchazón del bolo histérico. Yo me hacía vieja a marchas forzadas y él, mi esposo pequeñín (o, más exactamente en esta fase: mi hijo), se mantenía siempre joven. Sarah llegó a la carrera y pasó el portabebés al lado contrario del escritorio. El pie se le volvía loco, de tanta patada.
«No te rindas, no te rindas».
«¿Yo? —dije—. Eso nunca».
Sería demasiado doloroso verle con regularidad. Carraspeé, muy seria.
—Creo que ya sabes que no es correcto traer a tu bebé al trabajo.
—Suzanne me dijo que no pasaba nada, y que ella traía a Clee de pequeña.
Y así era. La hija de Carl y Suzanne solía venir al viejo estudio al salir del parvulario y rondaba por allí, venga a correr, gritando y distrayendo a todo el mundo. Le dije a Sarah que por hoy estaba bien, pero que no lo convirtiera en una costumbre. Me lanzó una mirada herida, porque ella es una mamá que trabaja, el feminismo y tal. Yo le devolví idéntica mirada, porque soy mujer con un cargo de importancia, ella se está aprovechando, el feminismo y tal. Sarah bajó un poco la cabeza. Las becarias siempre son chicas que les dan pena a Carl y Suzanne. Yo lo fui, hace veinticinco años. En aquel entonces Open Palm no era más que un estudio de autodefensa para mujeres, un dojo de taekwondo reconvertido.
Un tío te mete mano en un pecho; ¿qué haces? Una pandilla de tíos te rodea y te tira al suelo a golpes, y empiezan todos a bajarse la bragueta; ¿qué haces? Un tío al que creías conocer te acorrala contra una pared y no te deja ir; ¿qué haces? Un tío hace un comentario vulgar, a gritos, acerca de una parte de tu anatomía que quiere que le enseñes; ¿se la enseñas? No. Das media vuelta y le miras a la cara, le señalas la punta de la nariz y, desde el diafragma, lanzas un alarido gutural: «¡Eieieieiei!». Eso del grito les gustaba mucho a las alumnas. El estado de ánimo cambiaba cuando aparecían los agresores enfundados en sus trajes de gomaespuma con cabeza gigante y simulaban una violación, una violación en grupo, una humillación sexual o caricias no deseadas. Los hombres que iban dentro eran gente afable y pacífica —casi en exceso—, pero en los juegos de rol se volvían bastante groseros y agresivos. Eso despertaba diversos sentimientos en muchas de las mujeres, que era lo que se pretendía: cualquiera puede responder a un ataque cuando no está aterrorizado o humillado, cuando no está sollozando o pidiendo que le devuelvan el dinero. La sensación de éxito en la última clase era siempre muy emotiva. Agresores y alumnas se abrazaban y se daban mutuamente las gracias bebiendo chispeante sidra. Todo quedaba perdonado.
Seguimos haciendo sesiones para adolescentes, pero solo para conservar el estatus de organización sin ánimo de lucro; ahora el verdadero negocio son los DVD de fitness. Fui yo quien tuvo la idea de vender autodefensa como ejercicio gimnástico. Nuestra línea de vídeos está a la altura de lo mejor del mercado en este terreno; por regla general, los compradores dicen que ni siquiera piensan en el aspecto de combate, les gusta la música marchosa y los resultados que produce en su estado de forma. ¿Quién quiere ver cómo acosan a una mujer en un parque? Nadie. De no ser por mí, Carl y Suzanne aún estarían haciendo aquellos lamentables vídeos instructivos. Están más o menos jubilados desde que se mudaron a Ojai, pero continúan metiendo las narices en asuntos de personal y asistiendo a las reuniones de la junta. En la práctica, aunque no de manera oficial, yo pertenezco a la junta. Tomo notas.
Phillip se sentó muy lejos de mí, y tuve la sensación de que evitaba mirar hacia mi lado durante toda la reunión. Quise pensar que eran paranoias mías, pero más tarde Suzanne me preguntó si había algún problema entre él y yo. Le confesé que le había metido un poco de caña.
—¿Y eso qué significa?
Hacía casi cinco años que ella me había sugerido hacerlo; supongo que ya no empleaba esa expresión.
—Pues le dije que, en caso de duda… —No me atreví a seguir.
—¿Qué?
Suzanne acercó su cara a la mía, con el subsiguiente bamboleo de pendientes.
—Que en caso de duda, pegara un grito —susurré apenas.
—¿Eso le dijiste? Una frase muy provocativa.
—¿Sí?
—¿De mujer a hombre? Desde luego que lo es. Está claro que le has… ¿cómo era?
—Metido caña.
En ese momento entró Carl en el despacho con un saco de lona sucio —ALIMENTOS NATURALES OJAI— y empezó a meter galletas y té verde y un tetrabrik de leche de almendras, todo de la cocina del personal. Luego fue hasta el armario de suministros y cogió varias resmas de papel, un puñado de bolígrafos y rotuladores y unos cuantos botes de tipex. También sacan de allí cosas con las que no saben qué hacer: un coche viejo que no funciona, una camada de gatitos, un viejo y apestoso sofá que no saben dónde meter. Esta vez fue una gran cantidad de carne.
—Lo llaman vacasonte —dijo Carl—, es el híbrido fértil de vaca y bisonte.
Suzanne abrió una neverita portátil.
—Hicimos un pedido demasiado grande —explicó—, y caduca mañana.
—Y en vez de dejar que se pudra, hemos pensado que todo el mundo se dé un atracón de vacasonte… ¡pagando nosotros! —exclamó Carl, levantando las manos como Papá Noel.
Empezaron a llamar a la gente. Los empleados fueron levantándose por turnos y recibieron un paquetito blanco con su nombre. Suzanne dijo el de Phillip y el mío casi seguidos. Nos acercamos los dos y ella nos entregó nuestra porción de carne al mismo tiempo. Mi paquete era más grande. Vi que él se fijaba y, por fin, se dignó mirarme.
—Te lo cambio —dijo en voz baja.
Fruncí el entrecejo para disimular mi alborozo. Él me dio el paquete de carne que ponía PHILLIP y yo le di el paquete que ponía CHERYL.
Mientras distribuían vacasonte, Suzanne preguntó en voz alta si alguien podía acoger a su hija unas semanas hasta que encontrara un piso y un empleo en Los Ángeles.
—Es una actriz de extraordinario talento.
Nadie dijo nada.
Suzanne se bamboleó un poco en su larga falda. Carl se frotó la prominente tripa y levantó las cejas, esperando respuesta del personal. La última vez que Clee había estado en la oficina tenía catorce años. Llevaba el pelo, de un rubio muy claro, recogido en una prieta cola de caballo, mucha sombra de ojos, enormes pendientes de aro, pantalones medio caídos. La pinta era de pandillera. Habían transcurrido seis años de eso, pero nadie se ofrecía voluntario. Hasta que alguien se decidió: Michelle.
El vacasonte tenía un regusto salvaje. Limpié bien la sartén e hice pedazos el papel con el nombre de Phillip. No había terminado aún la faena cuando sonó el teléfono. Nadie sabe por qué cuando haces pedazos un nombre ese alguien llama por teléfono, la ciencia no se lo explica. Borrar un nombre produce idéntico efecto.
—Se me ha ocurrido pegar un grito —dijo Phillip.
Fui al dormitorio y me tumbé en la cama. En principio la única diferencia, en cuanto a la llamada, era que en seis años Phillip jamás me había telefoneado de noche al móvil privado. Hablamos de Open Palm y de temas de la reunión como si no fueran las ocho y yo no estuviera en camisón. Luego, justo cuando en circunstancias normales la conversación habría tocado a su fin, se produjo un largo silencio. Me quedé a oscuras preguntándome si Phillip habría colgado sin molestarse en colgar. Por fin, susurrando con voz grave, dijo:
—Pienso que quizá soy una persona horrible.
Le creí, durante una fracción de segundo, creyendo que se disponía a confesar un crimen, tal vez un asesinato. Luego me di cuenta de que todos pensamos que podemos ser personas horribles, pero eso solo lo decimos antes de pedirle a alguien que nos quiera. Es un poco como desnudarse.
—No —respondí en un susurro—. Tú eres bueno.
—¡Que no! —protestó él, agitado, alzando la voz—. ¡Tú no sabes nada!
Respondí con igual volumen y vehemencia.
—¡Claro que lo sé, Phillip! ¡Te conozco mejor de lo que crees!
Mi reacción lo sumió en el silencio. Cerré los ojos. Rodeada de cojines por todas partes, situada al borde mismo de la intimidad, me sentí como un rey, un rey sentado en su trono y con un banquete delante.
—¿Puedes hablar ahora? —dijo.
—Si tú puedes…
—Quiero decir si estás sola.
—Vivo sola, Phillip.
—Eso pensaba.
—¿De veras? ¿Y qué pensaste cuando lo pensabas?
—Pues eso. Pensé: Me parece que vive sola.
—Acertaste.
—Tengo que confesarte una cosa.
Cerré los ojos otra vez: monarca total.
—Necesito sacarlo fuera —prosiguió—. No tienes por qué decir nada, pero si pudieras escucharme…
—De acuerdo.
—Uf, esto me pone muy nervioso. Estoy sudando. Recuerda, no hace falta que contestes. Diré lo que tengo que decir y luego podemos colgar y así podrás irte a dormir.
—Ya estoy en la cama.
—Perfecto. Así te duermes enseguida y luego por la mañana me llamas.
—Es lo que pienso hacer.
—Bien, pues mañana hablamos.
—Espera; no has hecho tu confesión.
—Ya, es que me ha entrado miedo y… No sé, el momento ha pasado. Mejor que te duermas.
Me incorporé.
—¿Sigues queriendo que te llame por la mañana?
—Te llamaré yo mañana por la noche.
—Gracias.
—Buenas noches.
Una confesión que provocara sudores solo podía estar relacionada con sangre o con amor. ¿Y cuántas veces sucede que alguien, algún conocido nuestro, cometa un crimen de los gordos? Estaba tan agitada que no pude dormir. Amanecía cuando experimenté un involuntario y total vaciado de mis intestinos. Tomé treinta mililitros de rojo y me apreté el bolo. Duro como una piedra. Jim me llamó a las once para decir que había una pequeña emergencia. Jim es el administrador in situ.
—¿Se trata de Phillip?
Quizá habría que ir corriendo a su casa, y así podría ver dónde vivía.
—Michelle se ha echado atrás con lo de Clee.
—Ah.
—Quiere que se vaya.
—Bueno.
—¿Tú puedes hacerte cargo de ella?
Cuando una vive sola la gente suele pensar que puede quedarse unos días en tu casa, cuando es justo lo contrario: deberían ir a casa de una persona cuya situación sea ya caótica por culpa de otras personas y así una más no importe.
—Ojalá pudiera, Jim. En serio que me gustaría ayudar —dije.
—Esto no ha sido idea mía, sino de Carl y Suzanne. Me da que les extrañó que no te ofrecieras de entrada, ya que eres casi de la familia.
Apreté los labios. Carl me había llamado ginjo una vez; pensé que era «hermana» en japonés, hasta que él me aclaró que quería decir «hombre», en especial el anciano que vive aislado y se encarga de avivar el fuego para toda la aldea.
«Según una vieja leyenda, el anciano echa sus prendas al fuego y después sus huesos, para que no se extinga», me explicó Carl. Yo me quedé muy quieta para que continuara hablando; me encanta que otros me describan. «Y luego, como necesita algo más para mantener el fuego encendido, tiene ubitsu. No es palabra de fácil traducción, pero se podría decir que son sueños tan densos que poseen una masa y un peso infinitos. El anciano les prende fuego y así la hoguera no se extingue nunca». Entonces me dijo que mi estilo de gestión era más eficaz a distancia y que, por lo tanto, a partir de ahora yo trabajaría desde mi casa, aunque podía ir a la oficina una vez por semana y cuando hubiera reunión de la junta.
Mi casa no es muy grande; intenté imaginármela con otra persona dentro.
—¿Han dicho que yo era casi como de la familia?
—Ni que decir tiene que… Oye, a ver, ¿tú dices que tu madre es como de la familia?
—No.
—¿Lo ves?
—¿Y cuándo será eso?
—Clee aparecerá con sus cosas esta noche.
—Pues precisamente esta noche tengo una importante llamada telefónica privada…
—No sabes cuánto te lo agradezco, Cheryl.
Saqué mi ordenador del cuarto de planchar e instalé una cama plegable que es más cómoda de lo que parece. Dejé una manopla doblada encima de una toalla de manos encima de una toalla de baño y lo puse todo sobre una colcha que ella podía utilizar, si quería, encima del edredón. Puse un caramelo de menta sin azúcar encima de la manopla. Di un baldeo con Windex a los grifos de la bañera y del lavabo para que todo pareciese nuevo, así como a la manija del inodoro. Luego puse la fruta en una fuente de cerámica para poder señalarla cuando dijera: «Coge lo que te apetezca. Como si estuvieras en tu casa». El resto de la casa estaba en perfecto orden, como siempre. Gracias a mi sistema particular.
No le he puesto nombre; yo lo llamo mi sistema. Supongamos que una persona está con la depre, o tiene el día vago, y deja de fregar los platos. A los pocos días hay un ochomil de platos en el fregadero y se diría que es imposible limpiar ni siquiera un tenedor. La persona en cuestión empieza a utilizar tenedores sucios y platos sucios para comer y esto hace que se sienta como un sintecho. En consecuencia, deja de bañarse. Y cada vez es más difícil salir de casa. La persona empieza a tirar basura por todas partes, a mear en tazas porque le quedan más cerca de la cama. Todos hemos sido esta persona, así que la censura está fuera de lugar, pero la solución no puede ser más simple:
Menos platos.
Así, si no los lavas no se amontonan tanto. Esto es lo principal, pero añadamos:
Nada de trasladar cosas a cada momento.
¿Cuánto tiempo inviertes en mover cosas de acá para allá? Antes de llevar una cosa muy lejos de donde está, recuerda que tarde o temprano vas a tener que trasladarla otra vez a donde estaba: ¿merece la pena? ¿No puedes leer el libro de pie, junto a la estantería, con el dedo metido en el hueco donde lo vas a dejar? O mejor todavía: no lo leas. Y si es que tienes que transportar algún objeto, asegúrate de coger también cualquier otra cosa que deba ir en la misma dirección. A eso lo llaman carpooling. ¿Pastilla de jabón nueva para el cuarto de baño? Mejor espera a que estén listas las toallas de la secadora y aprovecha para llevarlo todo a la vez, toallas y jabón. Hasta entonces puedes dejar el jabón encima de la secadora. Y quizá mejor no dobles las toallas hasta la próxima vez que necesites ir al servicio. Llegado ese momento, mira si puedes apartar el jabón y doblar las toallas mientras estás sentada en el retrete, ya que tienes las manos libres. Antes de limpiarte, utiliza el papel higiénico para secarte el exceso de grasa en la cara. Hora de cenar: pasa de plato. Lleva la sartén a la mesa y ponla encima de un posafuentes. Los platos son un extra que puedes reservar para cuando tengas invitados y quieras que se sientan como en un restaurante. ¿Hace falta lavar la sartén? Si la utilizas solo para comer cosas saladas, no.
Muchas de estas cosas las hacemos todos alguna que otra vez; con mi sistema las haces todas y siempre. Persevera; sin darte cuenta se convierte en algo automático, y así la próxima vez que estés con la depre funcionará por sí solo. Dado que soy rica, tengo en casa a una sirvienta las veinticuatro horas para que lo mantenga todo en orden. Y puesto que la sirvienta soy yo, nadie invade mi territorio privado. Mi sistema puede proporcionar una experiencia vital más llevadera. Los días transcurren plácidos, sin aristas, sin las pegas ni los desastres por los que la vida es famosa. Después de muchos días en soledad, va tan como una seda que a partir de un cierto momento ni me noto a mí misma, es como si no existiera.
El timbre sonó a las nueve menos cuarto y yo seguía sin noticias de Phillip. Si llamaba mientras estaba con Clee, tendría que disculparme. ¿Y si seguía teniendo pinta de pandillera? O quizá no estaba cómoda con la idea de imponerme su presencia y nada más verme empezaba a deshacerse en disculpas. Mientras iba hacia la puerta, el mapa del mundo se despegó de la pared y cayó con ruido al suelo. No era necesariamente un indicio de nada.
Era mucho mayor que a los catorce años. Ahora era una mujer. Tan mujer que por un momento no supe qué era yo. Llevaba al hombro una bolsa enorme de color violeta.
—¡Clee! ¡Bienvenida! —Se echó hacia atrás de inmediato, como si yo pretendiera abrazarla—. En esta casa se va sin zapatos, así que puedes dejar los tuyos ahí.
Señalé un punto, sonreí, esperé, señalé de nuevo. Ella miró mi hilera de zapatos, marrones y de diferentes modelos, y luego se miró los suyos, que parecían hechos de goma de mascar rosa.
—No creo —dijo con una voz asombrosamente grave y ronca.
Permanecimos allí de pie un momento. Le dije que esperara y fui a por una bolsa de plástico. Ella me miró con una expresión agresivamente ausente mientras se quitaba los zapatos y los metía en la bolsa.
—Cuando salgas asegúrate de cerrar las dos cerraduras, pero si estás dentro con una es suficiente. Si llaman a la puerta, puedes abrir esto… —Abrí la puertecita incrustada en la puerta principal y miré por ella—. Así ves quién llama.
Cuando aparté la cara de la mirilla, Clee ya estaba en la cocina.
—Come lo que te apetezca —dije, correteando para alcanzarla—. Tú como si estuvieras en tu casa.
Cogió dos manzanas e hizo ademán de metérselas en el bolso, pero entonces vio que una estaba tocada y la cambió por otra. Le enseñé el cuarto de la plancha. Clee se metió el caramelo de menta en la boca y dejó el envoltorio sobre la manopla.
—¿En este cuarto no hay tele?
—El televisor está en la zona común. La sala de estar.
Fuimos a la sala de estar y ella se quedó mirando el televisor. No era de pantalla plana pero sí grande, incrustado en la estantería de libros. Estaba cubierto por una pequeña tela tibetana.
—¿Tienes cable?
—No, pero tengo una buena antena. Todos los canales locales se ven muy bien.
No había terminado yo de hablar cuando ella sacó su móvil y se puso a teclear. Me quedé un momento a la expectativa, hasta que ella me miró como diciendo: «¿Todavía estás aquí?».
Me fui a la cocina y puse agua a hervir. Con mi visión periférica podía ver a Clee, y no pude evitar preguntarme si la madre de Carl era muy pechugona. Suzanne, aun siendo alta y atractiva, no es lo que se llama una rubia explosiva, mientras que esta expresión le iba que ni pintada a la persona que estaba recostada en mi sofá. No solo por las dimensiones de su busto, es que era toda ella rubia y bronceadísima. Podía ser que le sobraran unos kilos. O tal vez no; tal vez era la forma de vestir, el ceñido pantalón de chándal color magenta a ras de cadera y varios tops superpuestos, o quizá era un sujetador morado y dos tops, no sé; sus hombros mostraban una acumulación de tirantes. Era guapa de cara, pero la cara no parecía cuadrar con el resto del cuerpo. Había demasiado espacio entre los ojos y la pequeña nariz, así como cierto exceso de carne debajo de la boca. Un mentón enorme. Sin duda sus facciones eran mejores que las mías, pero si mirabas los espacios entre ellas, ganaba yo. Podría haberme dado las gracias; un regalito de bienvenida no habría estado de más. El hervidor pitó. Ella levantó la vista del teléfono y compuso un gesto burlón, queriendo decir que esa era la pinta que yo tenía.
A la hora de cenar le pregunté a Clee si le apetecía comer pan tostado con pollo y col rizada. Si le chocaba la idea de cenar tostadas, yo pensaba explicarle que es mucho más rápido de preparar que arroz o pasta, y no dejan de ser cereales. No iba a exponerle todo mi sistema de una sola vez, simplemente un consejito aquí y un consejito allá. Clee dijo que había traído comida.
—¿Necesitas plato?
—Lo comeré directamente del recipiente.
—¿Tenedor?
—Vale.
Le di el tenedor y subí el sonido de mi teléfono, explicándole que estaba esperando una llamada importante. Ella miró a su espalda, como si buscara a la persona a quien pudiera interesar semejante información.
—Cuando termines, limpia el tenedor y lo dejas aquí junto con tus otras cosas —dije, y señalé el pequeño contenedor donde estaban su taza, su bol, su plato, su cuchillo y su cuchara—. Mis platos van aquí, pero ahora se están usando, claro —añadí, tocando el contenedor vacío contiguo al suyo.
Ella miró los dos contenedores, luego su tenedor, de nuevo los contenedores.
—Ya sé que puede parecer un poquito lioso, porque tu plato y el mío son iguales, pero mientras todo se esté usando, o se esté lavando, o en su respectivo contenedor, no habrá ningún problema.
—¿Y los otros platos dónde están?
—Hace años que vengo haciéndolo así, porque no hay cosa peor que un fregadero lleno de platos sucios.
—Ya, pero ¿dónde están?
—A ver, sí que tengo más. Por ejemplo, si quieres invitar a alguien…
Cuanto más intentaba no mirar hacia la caja que había en el estante de arriba, más lo hacía. Ella siguió la dirección de mi mirada y sonrió.
Unas veinticuatro horas después, el fregadero estaba lleno de platos sucios y Phillip no había llamado aún. Como en el cuarto de planchar no había tele, Clee se instaló en la salita con su ropa y su comida y litros de Diet Pepsi, todo al alcance de la mano desde el sofá, que ahora contaba como accesorios con un enorme cojín floreado y un saco de dormir violeta. Era su centro de operaciones; desde allí hablaba por el móvil, enviaba mensajes y, sobre todo, miraba la tele. Yo trasladé mi ordenador al cuarto de planchar, plegué la cama y la subí al desván. Mientras yo tenía la cabeza al otro lado del techo, ella me informó de que se había presentado alguien con una oferta gratuita de prueba de televisión por cable.
—Tú estabas en el trabajo. Puedes cancelarla a final de mes, cuando yo me marche. No tienes que pagar nada.
Si no le canté las cuarenta fue porque me pareció una especie de seguro de que se marcharía. La televisión estaba encendida día y noche, tanto si ella estaba despierta o mirándola como si no. Había oído hablar de gente así; mejor dicho, lo había visto en la tele. Al cabo de tres días escribí el nombre de Phillip en un papel y luego lo hice pedazos, pero el truco no funcionó; nunca funciona cuando dependes excesivamente de él. Probé también a marcar su número al revés, que no cuesta nada, y luego sin prefijo, y después los diez números en orden aleatorio.
Un olor como a caldo empezó a cuajar alrededor de Clee, un tufillo íntimo del que ella parecía no ser consciente, o no parecía preocuparle. Yo pensaba que se ducharía todas las mañanas con tóxicos geles limpiadores de color azul y lociones de componentes plásticos. Pues no; Clee no se lavaba. Ni el día después de su llegada ni tampoco el siguiente. El olor corporal venía a sumarse al de los hongos de sus pies, que te alcanzaba dos segundos más tarde de pasar ella, un olor con retardo solapado. El sábado, por fin, se bañó. Olía a mi champú.
—Puedes usar mi champú, si quieres —le dije cuando salió del cuarto de baño.
Llevaba el pelo peinado hacia atrás y una toalla colgada del cuello.
—Es lo que he hecho.
Me reí. Ella rió también, pero con una carcajada impostada, sarcástica, como un rebuzno que se prolongó bastante, cada vez más desagradable hasta que cesó sin más. Pestañeé, agradecida por una vez a no ser capaz de llorar, y ella pasó de largo golpeándome ligeramente con el hombro. Mi cara compuso una expresión como de «¡Eh, mucho ojo! No está bien que me ridiculicen en mi propia casa, y menos cuando yo la ofrezco generosamente. Por esta vez, pase, pero espero que en el futuro, señorita, su comportamiento dé un giro de ciento ochenta grados». Pero ella no se fijó porque estaba tecleando en su teléfono. Saqué el mío e hice otro tanto: los diez números, y en el orden correcto.
—¡Hola! —chillé.
Ella volvió automáticamente la cabeza; seguramente pensaba que yo no conocía a nadie.
—Hola —dijo él—. ¿Eres Cheryl?
—Sí, la Chernobyl —le espeté, mientras iba como si tal cosa hacia mi habitación. Cerré rápidamente la puerta—. No era mi voz de verdad —susurré, agachándome detrás de la cama—, y de hecho no hace falta que hablemos. Simplemente necesitaba fingir que llamo por teléfono y he marcado tu número de casualidad.
La primera parte de la frase sonaba más plausible que la segunda.
—Lo siento —dijo Phillip—. Te dije que llamaría y no lo he hecho.
—Bueno, pues dejémoslo en empate, ya que te he utilizado para mi llamada de mentira.
—Creo que me asusté.
—¿Te asustaste de mí?
—Sí, y de la sociedad. ¿Me oyes bien? Estoy conduciendo.
—¿Adónde vas?
—Al súper. Ralphs. Permite que te haga una pregunta: ¿a ti te importa la diferencia de edad? ¿Te plantearías siquiera tener una relación con alguien mucho mayor o mucho más joven que tú?
Los dientes empezaron a castañetearme, era demasiada energía de una sola vez. Phillip tenía veintidós años más que yo.
—¿La confesión era esto?
—Tiene que ver.
—Bien. Mi respuesta es sí, me lo plantearía. —Me sujeté la mandíbula para que los dientes se estuvieran quietos—. ¿Y tú, Phillip?
—¿De veras quieres saber lo que pienso, Cheryl?
«¡Sí!».
—Sí.
—Pues pienso que todo aquel que coexiste conmigo en este planeta es un posible objetivo. La gran mayoría de los seres humanos será tan joven o tan vieja que sus años de vida no coincidirán apenas con los de uno; esa gente es terreno prohibido.
—En más de un sentido, de hecho.
—Así es. De modo que si resulta que una persona nace en el pequeñísimo lapso de tu paso por la tierra, ¿qué sentido tiene ser quisquilloso por unos años de más o de menos? Es casi una blasfemia.
—Aunque hay ciertas personas que apenas coinciden —sugerí—. Esas personas quizá sí son terreno prohibido.
—¿Hablas de…?
—Los niños pequeños…
—Pues no sé —dijo Phillip, pensativo—. Tiene que ser algo mutuo, y físicamente confortable para ambas partes. Creo que en el caso de un bebé, suponiendo que pueda determinarse que el bebé siente lo mismo, la relación solo podría ser sensual o tal vez energética, pero en modo alguno romántica y significativa. —Hizo una pausa—. Es un asunto controvertido, ya sé, pero creo que entiendes lo que quiero decir.
—Desde luego que sí.
Phillip estaba nervioso; los hombres siempre piensan que los van a acusar de un crimen horrendo cuando hablan de sentimientos. Para que se tranquilizara, le conté lo de Kubelko Bondy y nuestros treinta años de desencuentros.
—Ah, entonces ¿no es un solo niño, sino muchos?
Creí detectar un timbre raro en su voz. ¿Celos, tal vez?
—No, es uno solo, pero representado por muchos. O quizá sería mejor decir «presentado».
—Entiendo. Y eso de Kubelko, ¿es checoslovaco, tal vez?
—Es solo el nombre que yo le puse. Puede que me lo inventara.
Me pareció que Phillip había parado el coche y pensé si ahora practicaríamos sexo telefónico. Yo no lo había hecho nunca, pero supuse que se me daría muy bien. Algunas personas opinan que es realmente importante estar ahí, es decir, estar presente con la otra persona; yo considero que lo importante es cerrar el paso a la persona y sustituirla, a ser posible del todo, por mi cosa. Lo cual sería mucho más sencillo por teléfono. «Mi cosa» no es más que una fantasía concreta en la que me gusta pensar. Le pregunté cómo iba vestido.
—Pantalón y camisa. Calcetines. Zapatos.
—Suena bien. ¿Querías decirme algo?
—Me parece que no.
—¿Ni confesiones ni nada?
Rio, nervioso, y dijo:
—Cheryl. He llegado.
Por un momento pensé que se refería a mi casa, que estaba justo en mi entrada. Pero se refería al súper. ¿Acaso era una invitación sutil?
Suponiendo que estuviera en el lado este, había dos Ralphs a los que podía haber ido. Me puse una camisa de hombre, de rayadillo, que tenía reservada. Al verme así, él, inconscientemente, tendría la sensación de que acabábamos de despertarnos en la misma cama y que yo me había puesto su camisa. Una sensación relajante, me parece a mí. Las bolsas reutilizables del súper estaban en la cocina; intenté entrar y salir sin que me viese Clee.
—¿Vas a la tienda? Necesito un par de cosas.
No había una manera fácil de explicar que no se trataba de una escapada normal al súper. Clee puso los pies encima del salpicadero, sucios deditos morenos en sus chancletas color azul cielo. El olor era indescriptible.
Después de cambiar de idea varias veces, me decidí por el más caro de los Ralphs. Paseamos por los pasillos de alimentos procesados, Clee un poco por delante empujando un carrito, los pechos como dos globos. Las mujeres la miraban de arriba abajo y apartaban la vista. Los hombres no la apartaban; seguían mirándola después, para disfrutar de la vista trasera. Yo me volvía y les ponía mala cara, pero ellos ni caso. Algunos incluso le dijeron hola, como si la conocieran, o como si lo de conocerla hubiera de empezar en ese preciso instante. Varios empleados de Ralphs le preguntaron si necesitaba ayuda para encontrar algo. Yo estaba preparada por si me topaba con Phillip en cualquier momento; él se alegraría mucho y nos pondríamos a hacer la compra juntos como la pareja que habíamos sido durante cien mil vidas anteriores. Pero o acababa de irse o estaba en el otro Ralphs. El hombre que nos precedía en la cola para pagar empezó a decirle a Clee, sin venir a cuento, lo mucho que quería a su hijo, el cual estaba despatarrado en el carrito de la compra. Él, dijo el hombre, ya conocía el amor antes de tener un hijo, pero la verdad era que ningún amor podía compararse al que sentía por aquella criatura. Establecí contacto visual con el pequeño, pero no se produjo vibración alguna entre los dos. Tenía la boca abierta como un bobo. Un empleado pelirrojo abandonó apresuradamente otra cola para ayudar a meter en bolsas lo que Clee había comprado.
Catorce envases de comida congelada, una caja de fideos chinos, una barra de pan blanco y tres litros de Diet Pepsi. Mi compra, un rollo de papel higiénico, me cabía en la mochila. De regreso a casa dije algunas palabras sobre el barrio de Los Feliz y su diversidad, hasta que me quedé callada. La camisa de hombre me hacía sentir como una estúpida; el ambiente dentro del coche era de decepción. Ella iba mirándose las pantorrillas en busca de pelos enquistados y se los arrancaba con las uñas.
—Bueno, ¿y tú a qué aspiras exactamente, como actriz? —dije.
—¿A qué te refieres?
—Si piensas dedicarte al cine, o más bien al teatro…
—Ah. ¿Eso te ha contado mi madre? —Soltó un bufido—. No me interesa ser actriz.
Mala noticia. Yo ya me había imaginado el gran salto al estrellato, la reunión o el casting que la sacarían de mi casa definitivamente.
Berzas y huevos, directamente de la sartén. No le dije si quería. Me acosté temprano. Pude escuchar todo lo que ella hacía desde mi habitación a oscuras. Tele encendida, excursión al baño, tirar de la cadena —sin lavarse las manos después—, excursión para ir a buscar algo que tenía en el coche, portazo, otro portazo al volver a entrar en casa. Nevera abierta, congelador abierto, y luego un pitido familiar. Salté de la cama.
—No funciona —le dije, frotándome los ojos. Clee estaba maltratando los botones del microondas—. Venía incluido con la casa, pero es más viejo que Matusalén. Aparte de peligroso, no funciona.
—Bueno, probaré igual —dijo ella, y pulsó para ponerlo en marcha. La máquina ronroneó, el plato empezó a girar lentamente. Clee atisbó por el cristal—. Parece que va.
—Yo de ti me apartaría. Por la radiación. Es mala para los órganos reproductores.
Ella estaba mirando mis piernas desnudas. No suelo enseñarlas, y por eso no las llevo depiladas. Nada que ver con motivos políticos, es por ahorrar tiempo. Volví a la cama. Cling del microondas, puerta al abrirse, portazo para cerrarla.
El jueves me escabullí de casa antes de las siete para eludir a Rick. Justo cuando estaba entrando en la oficina, me llama él.
—Siento mucho molestarla, señorita, pero aquí hay una mujer que me pide que me marche.
La sorpresa fue doble; Rick tenía mi número de teléfono, ¡y además tenía teléfono!
—Disculpe, dice que quiere hablar con usted.
Se oyó un ruido, el teléfono que caía, y se puso Clee.
—Ha entrado como si tal cosa, sin coche ni nada. —Apartó la cabeza del auricular—. ¿Tiene algún documento que le identifique?, ¿una tarjeta de visita?
Su grosería me dio vergüenza ajena; claro que a lo mejor así me libraba de Rick para siempre.
—Hola, Clee. Perdona, se me olvidó hablarte de Rick; arregla el jardín.
Ella quizá le prohibiría volver a casa y yo no podría hacer nada al respecto.
—¿Cuánto le pagas?
—Pues… a veces le doy veinte dólares. —Mentira; nunca le había dado nada. De repente tuve la sensación de estar en el banquillo de los acusados—. Es casi de la familia —expliqué. No era verdad, se mirara por donde se mirase; ni siquiera sabía su apellido—. ¿Puedes decirle que se ponga otra vez?
Clee hizo algo que sonó como si hubiera arrojado el teléfono al suelo.
Rick volvió a ponerse:
—¿Quizá no es un buen momento?
—Lo siento muchísimo. Esa chica no tiene modales.
—Yo tenía un acuerdo con los Goldfarb… ellos me agradecían que… pero usted quizá…
—Yo lo agradezco todavía más que los Goldfarb. Mi casa es tu casa. —Dije la última frase en español.
—¿Cómo dice?
Siempre había pensado que Rick era latino, pero veo que no. En cualquier caso, probablemente tampoco era oportuno decirlo.
—Usted siga con lo suyo, por favor. Ha sido un malentendido.
—La tercera semana del mes que viene tendré que venir el martes.
—Ningún problema, Rick.
—Gracias. ¿Y cuánto tiempo va a estar aquí su huésped, señorita? —preguntó educadamente Rick.
—No mucho. Dentro de unos días se irá y todo volverá a ser como antes.