8

No me agredió en todo el mes de julio. Ni me habló tampoco. Ni me miró. La vulgar era yo, yo quien la había ensuciado, y no al revés. ¿Cómo habíamos llegado a esto y cómo podía yo rehabilitar mi nombre? Estaba dispuesta a hacer actos de penitencia tan pronto se presentara la oportunidad, pero no hubo tal. Las horas, en cambio, transcurrían a paso de tortuga y ella estaba cada vez más cerca de mudarse. Cosa que en principio debía alegrarme pero que, absurdamente, me destrozaba por dentro.

El último día del mes, una manta de calor descendió en plena noche y despertó a todo el mundo, provocando arrebatos de ira. Miré por la ventana de la cocina hacia la noche sin luna y agucé el oído. Un animal estaba siendo atacado en el patio de atrás, probablemente sería algún coyote dando cuenta de una mofeta, pero a lo bruto, sin destreza. Unos minutos después oí que Clee se acercaba desde la sala de estar. Escuchamos los alaridos del animal en su agonía; el tono había entrado en el registro humano, y cada exclamación contenía una vocal u otra. En cuanto se formaran palabras, yo iría y pondría fin a aquello. Las palabras, aun toscamente formadas, cambiarían el juego por completo. Serían fortuitas, claro está —del mismo modo que un hombre al ser torturado podía emitir sonidos propios de un cerdo—, pero aun así me vería obligada a intervenir. Ambas estábamos atentas a que sonase una palabra. Tal vez «Socorro», o un nombre propio, o «No, por favor».

Pero murió sin tiempo para nada de eso: un silencio brusco.

—Yo no creo en el aborto —susurró Clee, meneando la cabeza con aire triste.

Era una extraña manera de enfocarlo, pero daba igual: Clee me dirigía la palabra.

—Opino que debería ser ilegal —añadió—. ¿Y tú?

Intenté ver algo en la oscuridad del patio. No, yo no. Yo había firmado peticiones para que no lo fuera. Claro que tal vez se refería a lo que acabábamos de hacer, o de no hacer.

—Yo estoy de parte de la vida —dije, no en el sentido antiabortista, sino simplemente de ser fan de la vida.

Ella asintió varias veces, muy de acuerdo. Volvimos a nuestras camas respectivas con cierto aire de ceremonia, como dos diplomáticos que acabaran de firmar un tratado de histórica importancia. Yo había sido perdonada, pero la atmósfera había cambiado entre las dos. Por la mañana le preguntaría: «¿Sabes dónde está la farmacia más cercana?». La vi sonreír con alivio, como si le hubiera pedido para bailar. Todo perdonado.


El día comenzó con una llamada telefónica. Suzanne estaba que se subía por las paredes.

—No quiero tener nada que ver en esto. Y no me siento para nada culpable. ¿Te he despertado?

—No.

Eran las seis.

—Si lo tuviera, me pondría furiosa con ella, pero pensaría que mi obligación era implicarme. Según la mamá de Kate, no es ese el plan. Estupidez fingida y nada más. Lo hace para poder sentirse como una porquería de chica cristiana, como Kate, como todas ellas.

Notaba un cosquilleo en el cerebro, como cuando tienes la sensación de que estás a punto de recordar una palabra. Supe que en cuestión de segundos entendería de qué me estaba hablando Suzanne.

—Te doy permiso para que la eches ahora mismo; mejor dicho, insisto en que la eches. Necesita un baño de realidad. ¿Quién es el padre? Que se vaya a vivir con él.

El padre. ¿Papá Noel? ¿Padre, pobre, peltre, puente? ¿Me estaba saliendo líquido de la oreja? Fui a mirarme en el espejo; pues no. Pero mirarme la cara resultó interesante. Estaba haciendo toda una exagerada representación teatral de una persona estupefacta: la boca abierta, los ojos saltones y desorbitados, la tez pálida. En alguna parte una maza blanda golpeó un címbalo gigante.

La palabra que definía eso de que estábamos hablando era «preñada».

Clee estaba preñada.

¿Había muchas maneras de quedarse en estado? Muchas no. ¿Podías quedarte preñada por culpa de una fuente pública? No. El oído me pitaba de tal modo que apenas si pude oír cómo me preguntaba Suzanne si sabía quién era el padre; tampoco me fue fácil escuchar mi respuesta.

—No —chillé.

—Kate tampoco lo sabe. ¿Está Clee en casa?

Abrí la puerta apenas un dedo. Allí estaba, metida en su saco de dormir, incorporada. Tenía el rostro como hinchado, quizá de llorar, o quizá de la mera preñez.

—Está —dije en voz baja.

—Bien, pues dile que se las apañe ella sola. Se lo diría yo misma, pero no me contesta las llamadas. Mira, ¿sabes qué? No le digas nada, pero asegúrate de que no se va. Dentro de media hora estoy ahí.

Ella había violado el contrato. Esto no lo cubría, naturalmente, ¿por qué iba a cubrirlo? ¿Y qué me importaba a mí? ¿Contrato? ¿Qué contrato, si no teníamos ninguno? Pegué la cara a la sábana, asfixiándome. ¿Era el fontanero? No, claro que no era el fontanero; aquello fue una cosa imaginada. Pero algo no imaginario había sucedido, a buen seguro más de una vez, probablemente muchas, y con numerosas personas. Así era ella. Vale, pues muy bien. No era asunto de mi incumbencia. Que realizara todos los coitos no imaginarios que le diese la gana. Naturalmente, tendría que largarse de casa; nuestro contrato quedaba anulado. ¿Qué contrato? ¿Y dónde lo habían hecho?, ¿en mi cama? Yo misma tiraría a la calle sus bolsas de basura. Me puse ropa de gimnasia para tener más libertad de movimientos.

El Volvo de Suzanne llegó sin hacer ruido; debía de haber apagado el motor en el último trecho. Intenté mostrarle el pulgar levantado desde la ventana, pero no me vio. Ella también vestía ropa deportiva y parecía haber estado peleando con sus lágrimas durante todo el trayecto; ahora estaba lista para entrar a matar. Llamó con vehemencia a la puerta, no sé si con un pico metálico o con las llaves. Eché los hombros hacia atrás y salí del dormitorio con cara de póquer.

Clee estaba espiando por un resquicio en las cortinas del salón. Miró primero la cara de su madre roja de ira y después la mía; mi ropa de gimnasia y luego la de su madre. Con los brazos cruzados sobre la tripa retrocedió hasta chocar con la pared donde estaban sus bolsas de basura. Toc, toc, toc, hizo el pico. Toc, toc. Reparé en los pies descalzos de Clee; tenía uno encima del otro, protegiéndolo. Toc, toc, toc. Ambas miramos hacia la puerta, que temblaba un poco. Suzanne empezó a aporrearla.

Abrí. No la puerta grande, sino la pequeñita encajada en ella. Era apenas lo bastante grande como para que cupieran todas mis facciones. Las pegué al rectángulo y miré a Suzanne.

—¿Sigue ahí? —preguntó con voz apenas audible, señalando hacia las ventanas con gesto conspiratorio.

—Me parece que ahora no quiere verte —dijo la puerta.

Suzanne pestañeó, presa del desconcierto. Pegué el cuerpo a la madera y dije:

—Aquí no hay nadie. Váyase.

—Venga, Cheryl, ja, ja. Muy teatral. Deja que hable con Clee.

Miré a la aludida. Ella negó con la cabeza al tiempo que me dedicaba un esbozo de sonrisa agradecida. Redoblé, retripliqué mis esfuerzos.

—No quiere hablar contigo, Suzanne.

—Pues no le queda más remedio.

El picaporte empezó a sacudirse frenéticamente.

—Es de cerradura doble —dije.

Suzanne estampó el puño en la pequeña rejilla de hierro tras la cual estaba mi cara. Para eso precisamente era la rejilla. Se miró el puño y luego miró hacia su coche, y vio el de Clee aparcado detrás, el coche que había sido de Suzanne. Por momentos pareció una madre cansada y preocupada, incapaz de expresarse con gentileza.

—Todo irá bien —dije—. No le pasará nada. Yo me ocupo.

Suzanne me miró con ojos entornados; el rectángulo se me estaba clavando en la piel.

—¿Me das permiso al menos para ir al baño? —preguntó con frialdad.

Cerré la puertecilla un momento.

—Dice que quiere ir al baño.

A Clee le brillaban los ojos.

—Déjala pasar —dijo con cautelosa magnanimidad.

Descorrí los pestillos y abrí la puerta. Suzanne dudó un momento, mirando a su hija como si tuviera un último plan descabellado en mente. Clee le indicó la dirección del baño. La oímos orinar y tirar de la cadena y lavarse las manos. Salió de casa sin mirarnos ni a la una ni a la otra, y el Volvo arrancó.

Clee tomó un largo trago de una Diet Pepsi hace tiempo disipada y lanzó la botella vacía hacia donde estaba el cubo de la basura, en la cocina. La botella cayó y rebotó en el suelo. Entonces comprendí. Me había perdonado, en caliente, de manera provisional pero no de corazón. Con todo el lío yo me había olvidado de hacer la cama; fui hacia el dormitorio.

—Oye —dijo Clee en voz alta. Me detuve—. Quizá no sepa mucho sobre salud y todo ese rollo, pero me imagino que tú seguramente sabrás qué es lo que debería comer. Vitaminas o cosas por el estilo.

Volví la cabeza y la miré desde la puerta de mi dormitorio. Ella estaba de pie en la luna y si yo decía algo estaría en la luna también, a su lado. Con ella y lejos de todo lo demás. Parece que esté muy distante, pero basta con alargar el brazo y la puedes tocar.

—Bien —dije pausadamente—, de entrada deberías tomar vitaminas prenatales. ¿Y de cuánto estás ya?

Me salió espontáneamente, como si hubiera tenido la frase esperando en la punta de la lengua.

—Once semanas, creo. No estoy segura del todo.

—Pero sí de que quieres tenerlo.

—No, qué va —rio—. Lo daré en adopción. ¿Tú me imaginas a mí de madre?

Reí también.

—No quería ser grosera, pero…

Hizo como que acunaba un bebé, meciéndolo a lo bestia con una sonrisa de loca en los labios.


En la duodécima semana era solo un tubo neural, una columna sin espalda; la semana siguiente la parte superior del tubo engordaba hasta formar una cabeza, con puntos oscuros a cada lado que con el tiempo serían ojos. Le fui leyendo estas cosas en voz alta cada semana, de la página de Grobaby.com.

—¿Atasco total? La culpa es de esas malditas hormonas del embarazo. Hora de ingerir mucha fibra.

Clee iba estreñida, me confesó, desde principios de semana. La página web tenía una misteriosa habilidad para predecir lo que iba a pasarle, como si su cuerpo reaccionara conforme a las actualizaciones semanales. De ahí que yo a menudo le insistiera en ciertas partes. («Manos y pies palmeados aparecen esta semana. Manos y pies: esta semana. Y serán “palmeados”»). Si accidentalmente me saltaba una semana, las células hacían señas a la espera de nuevas instrucciones. Clee se tomaba las vitaminas y lo que yo le daba de comer, pero la aterraba la idea de hacerse un chequeo prenatal.

—Ya iré cuando falte menos —dijo un día, encorvada sobre su saco de dormir.

No quise insistir. Hablar así con ella era como representar un rol, no muy diferente de «Mujer preguntando una dirección»: «Mujer cuidando de muchacha embarazada».

—No quiero que me toquen médicos, enfermeras ni nada por el estilo —dijo horas más tarde—. Tiene que ser un parto en casa.

—Ya, pero has de hacerte un chequeo. ¿Y si hay algún problema?

Se me ocurrían las frases adecuadas como si hubiera visto a Dana diciendo eso en un vídeo.

—No habrá ningún problema.

—Esperemos que tengas razón, porque a veces pasa que no sale como debería salir; crees que llevas un bebé y resulta que solo son trocitos inconexos, y cuando empujas y lo sacas es como sopa de arroz con pollo.

Cuando el doctor Binwali nos enseñó el feto en la ecografía, yo estaba segura de que lloraría como cualquier astronauta al ver la Tierra desde el espacio, pero lo que hizo fue mirar para otro lado.

—No quiero saber el género.

—Oh, descuide, es demasiado pronto para eso —dijo el doctor. Pero ella miró rápidamente al techo, a fin de evitar la visión de sus propias piernas abiertas. Clee quería decir nunca. Confiaba en no verlo jamás—. Puede que la abuela sienta curiosidad por ver el último trocito de la cola —añadió el doctor, tocando la pantalla con la punta de un dedo.

No le corregimos, ni ella ni yo. Todo nos iba rodado; la gente buena del mundo se afanaba en abrir puertas y cargar bolsas a beneficio de madres e hijas, y nosotras nos dejábamos querer.


Su silueta debería haber tomado una apariencia de fertilidad, pero lo que más me llamaba la atención era su abultada barbilla y su masculina manera de moverse. Sumado a la barriga hinchada, el resultado era una imagen peculiar, por no decir estrambótica. Cuanto más embarazada estaba, menos mujer era. Cuando nos encontrábamos en público yo miraba a ver si la otra gente daba un respingo o reaccionaba de manera extraña. Aparentemente, sin embargo, la única que veía algo era yo.

—«Semana decimoséptima» —leí—. «En esta semana tu bebé desarrolla grasa corporal (¡bienvenido al club!), así como sus únicas y personales huellas dactilares». —Yo no sabía si me estaba escuchando—. Bien, pues a hacer grasa y huellas dactilares esta semana —dije, a modo de resumen.

Ella levantó un caracol de la mesita baja y me lo pasó. Fui a tirarlo al cubo que teníamos tapado junto a la puerta principal; Rick se iba ocupando de ellos.

—«Tu bebé pesa 16,70 gramos y es del tamaño de una cebolla».

—Di «el bebé», no «tu bebé».

—El bebé es del tamaño de una cebolla. ¿Quieres que te lea «Consejo de nuestras lectoras»?

Se encogió de hombros.

—«Consejo de nuestras lectoras: no derrochéis en ropa premamá, ¡coged prestadas las camisas de vestir de vuestro marido!».

Clee se miró la barriga; era como si por debajo del top asomara una tripa cervecera.

—Yo tengo una camisa que podrías usar —dije.

Me siguió hasta el armario ropero. Todas las prendas estaban limpias, pero en conjunto despedían un aroma íntimo y untuoso en el que no había reparado hasta entonces. Ella empezó a mover perchas. De repente, sacó un vestido largo de pana, de color verde, y lo sostuvo en alto.

—Es de torti —dijo.

Era el vestido que yo me había puesto para salir aquella vez con Mark Kwon, el padre de Kate. ¡Qué rápido lo había encontrado! Tenía unas mangas feas y botoncitos a todo lo largo, desde el repulgo de la falda a media pantorrilla hasta el cuello alto, unos treinta o cuarenta botones.

—Seguramente todavía te vale.

—No lo creo.

Una mujer más mayor, de sangre azul y cabello blanco y pendientes de perlas auténticas, habría estado elegante con él. Cualquiera más joven o más pobre parecería un soldado de uno de esos países donde se ven mujeres empuñando armas automáticas. Saqué la percha con mi camisa de hombre de raya fina. Clee se la llevó al cuarto de baño, pero cuando volvió a salir seguía con el top puesto.

—No es mi estilo —dijo, y me la devolvió.

—¿Tú lo ves como algo natural? ¿Lo de estar preñada? —le pregunté.

—Es algo natural —respondió—. Pero los médicos y demás hacen que sea todo lo contrario.

Su amiga Kelly había dado a luz en la bañera de su casa. Y su amiga Desia también. Por lo visto, en Ojai había todo un grupo de chicas que habían dado a sus bebés en adopción a través de Philomena Family Services, una organización cristiana; todos ellos paridos en casa vía comadrona.

—Pero aquí en Los Ángeles los hospitales son muy buenos; no tienes por qué hacerlo así.

—No me digas lo que debo o no debo hacer —replicó ella, entornando los ojos.

Por un momento pensé que me empujaría contra la pared, pero no, claro. Eso se había terminado.


En Open Palm todo el mundo estaba al corriente, y a todos les parecía un gran detalle que yo la hubiera «recogido».

—No, si ella ya estaba en casa; lo único que hice fue no ponerla de patitas en la calle.

—Bueno, ya me entiendes —dijo Jim—. Arriesgando tu puesto de trabajo.

Mi puesto de trabajo no corría ningún peligro; Suzanne y Carl les sacaban noticias de Clee a mis compañeros de oficina. Después de cada visita médica, me ocupaba de diseminar y divulgar la información. Todos daban por sentado que yo sabía quién era el padre; yo no sabía nada de nada. Abordar la cuestión sin rememorar al mismo tiempo nuestro propio pasado en común, las simulaciones, mi traición, se me antojaba imposible. Había un acuerdo tácito entre las dos: no mirar atrás.

Hacia la mitad del segundo trimestre vi a Phillip. Estaba aparcando su Land Rover justo cuando yo salía de la oficina. Me metí en un portal y aguardé veinte minutos mientras él hablaba por teléfono desde el coche, seguramente con Kirsten. No quise pensar en ello. Las cosas estaban en un equilibrio precario y era preciso que siguieran así. Por fin, cuando pude volver al coche, las piernas me temblaban y toda yo apestaba a sudor.

Todas las noches la oía ir tambaleándose hacia el baño, chocar con el marco de la puerta y darle otro viaje al salir. Era una tortura.

Al final, una noche le grité desde la cama:

—¡Ten cuidado!

Se detuvo al instante. A través de la puerta entreabierta de mi cuarto la vi allí de pie, a la luz de la luna, tocándose la tripa con expresión de pasmo; como si la preñez le hubiera acaecido de golpe y porrazo justo en aquel momento.

—¿Fue Keith? —pregunté en voz alta.

No se movió. Desde mi cama no era posible saber si estaba despierta o si se había quedado dormida de pie.

—¿Fue uno de los que estaban en la fiesta? ¿Pasó allí, en la fiesta?

—No —respondió con voz ronca—. Fue en su casa.

O sea que él tenía «casa» y lo hicieron allí y lo que hubo fue sexo. Era más o menos lo que me interesaba saber.

—Esto es una pesadilla —dijo, las manos sobre el vientre.

—¿Ah, sí? —Me moría de ganas de saber más. Ella volvió pesadamente al sofá—. ¿Ah, sí? —grité de nuevo, pero ella ya debía de estar medio dormida.

Seguro, tener algo dentro que iba creciendo y a quien esperabas no verle nunca la cara solo podía ser una pesadilla.


A la mañana siguiente hice un intento de fisgonear un poco más.

—Opino que por razones de seguridad debería saber quién es el padre. ¿Y si te ocurre algo? La responsable soy yo.

Me miró con sorpresa, casi ligeramente emocionada.

—No quiero que él lo sepa. No es una buena persona —dijo en voz queda.

—¿Y cómo pudiste hacer eso con alguien que no es buena persona?

—No lo sé.

—Si no hubo consentimiento mutuo, entonces deberíamos llamar a la policía.

—No es que no hubiera consentimiento mutuo, sino que no es el tipo de persona que yo suelo buscar.

¿Cómo llegaron al consenso previo? ¿Votaron, quizá? ¿Los que estaban a favor dijeron «Sí»? Sí, sí, sí… Fui al cuarto de la plancha y volví a salir con un boli, un papel y un sobre.

—Te prometo que no lo abriré.

Se metió en el cuarto de baño para escribir el nombre. Cuando salió introdujo el sobre entre dos libros de la estantería y luego dejó con cuidado la lengüeta de una lata de refresco delante de los libros. Como si fuera imposible volver a dejar la lengüeta de una lata de refresco exactamente donde estaba.


Actué con rapidez. Lo primero, concertar una cita urgente con la terapeuta antes de que Clee tuviera tiempo de pensar si le convenía fiarse de mí. En cuanto estuve detrás del biombo de hacer pipí le pedí a Ruth-Anne que buscara en mi bolso.

—Hay un sobre cerrado y un sobre vacío abierto —dije—. Abra el que está cerrado.

—¿Lo rasgo y ya está?

—Ábralo como si fuera un sobre cualquiera.

Oí un ruido: su sistema era chapucero.

—Ya está.

—¿Hay un nombre escrito en un papel?

—Sí. ¿Quiere que se lo lea?

—No, no. ¿Es de hombre?

—Sí.

—Bien. —Cerré los ojos como si el hombre en cuestión estuviera al otro lado del biombo—. Anótelo, por favor.

—¿Dónde?

—Donde sea, en una tarjetita de esas para apuntar la siguiente cita.

—Vale. Listo.

—¿Ya? —Era un nombre muy corto. No un nombre raro, largo, extranjero, con muchos acentos y umlauts que hubiera que mirar dos veces—. Bueno, ahora meta el papel en el sobre abierto y ciérrelo.

Oí un frufrú de papeles y luego un golpe.

—¿Qué hace?

—Nada. Se me han caído al suelo y al recogerlos me he dado en la cabeza contra la mesa.

—¿Se encuentra bien?

—Pues un poco mareada, la verdad.

—¿El sobre está bien cerrado?

—Sí, ahora sí.

—Bien. Ahora meta el sobre en mi bolso y deje la tarjetita con el nombre en un sitio donde yo no pueda verla.

Ruth-Anne se rió.

—¿Dónde está la gracia?

—No, es que la he escondido en un sitio muy bueno.

—Entonces ¿ya está? Voy a salir, ¿de acuerdo?

—Sí.

Ruth-Anne estaba de pie, los ojos muy abiertos, sonriente, las manos detrás de la espalda. El sobre, convertido en mil y un pedacitos esparcidos por toda la alfombra. Cuando haces autenticar algo, el procedimiento en sí suele tener visos de cosa digna, aunque el notario sea un simple empleado. Yo me esperaba algo en esa onda.

—¿Qué esconde ahí detrás?

Pasó las manos al frente, vacías. Estaba volviendo los ojos de un modo extraño hacia un costado de la sala.

—¿Qué hace ahora? ¿Por qué mira hacia allá?

Ruth-Anne volvió a mirar al frente. Apretó los labios, enarcó las cejas y se encogió de hombros.

—¿La tarjeta está allí?

Se encogió de hombros otra vez.

—No quiero saber dónde la ha puesto. —Me senté en el diván—. Imagino que esto no es muy ético. —Esperé a que ella me hiciera desembuchar. Quedaban unos diez minutos de sesión. Se sentó y se frotó la barbilla sujetándose el codo y cabeceando exageradamente. Parecía representar el papel de un terapeuta burlón, como si un niño fingiera serlo—. No quiero romper la promesa que le hice a Clee —continué—, pero quiero tener la opción de saberlo. ¿Y si surge algún problema? ¿Y si necesitáramos el historial médico del padre? ¿A usted le parece mal?

Algo se deslizó pared abajo. Ruth-Anne agrandó los ojos, pero se esforzó en fingir que no pasaba nada.

—¿Eso era la tarjeta?

Asintió vigorosamente. La había escondido detrás de uno de sus diplomas y ahora yacía en el suelo. Desvié la vista.

—No hace falta esconderla como si fuera un huevo de Pascua. Métala en un cajón de su mesa.

Corrió a buscarla, pero no volvió a su mesa sino que salió a la recepción y cerró un cajón de allí como si la tarjetita fuera un individuo díscolo que pudiera fugarse en cualquier momento.

—¿Dónde estábamos? —dijo al volver, sin resuello, y adoptó de nuevo la pose terapéutica.

—Le preguntaba si a usted le parecía mal esto.

—Y yo ya se lo he dicho.

De repente volvía a ser la de siempre, muy digna e inteligente.

—No entiendo.

—Ha querido jugar como una niña, y eso hemos hecho.

Me recosté en el diván y los ojos me escocieron de lágrimas secas. Por eso era tan buena terapeuta, siempre encontraba la manera de ponerte entre la espada y la pared.

—Puede tirar la tarjeta —le dije, desinflada.

—La tendré guardada ahí todo el tiempo que usted quiera. La vida está llena de travesuras infantiles. No renuncie a jugar, pero sea consciente de ello: «Oh, siento que me apetece jugar como una niña. ¿Por qué? ¿Por qué quiero ser niña otra vez?».

Confié en que no me obligara a responder.

—¿Alguna vez ha considerado la técnica del rebirthing?

—No sé qué es eso, ¿nacer otra vez?

—Renacer, más bien. El doctor Broyard y yo hemos pensado que quizá sería buena idea.

—¿Le ha hablado de mí al doctor Broyard?

Ruth-Anne asintió.

—¿Y la confidencialidad?

—No es aplicable entre profesionales del mismo ramo. ¿Un especialista en pulmón le negaría información a un neurólogo?

—Ah, ya.

No había caído en la cuenta de que yo fuera un caso grave.

—Estamos habilitados para trabajar en equipo —dijo, señalando hacia un diploma en la pared.

Traté de leer lo que ponía desde el diván: MÁSTER EN REBIRTHING TRASCENDENTAL.

—¿En serio le parece necesario?

—¿Necesario? No se trata de eso. Necesario sería comer lo suficiente para sobrevivir. ¿Fue usted feliz en el útero?

—No lo sé.

—Lo sabrá después de una sesión con nosotros. Recordará cuando era una simple célula, y luego una blástula, y cómo se contraía y se expandía violentamente. —Hizo una mueca al tiempo que contraía el torso con un escalofrío teatral y a continuación gruñía al expandirlo—. Ese movimiento está dentro de usted. Y es una pesada carga para una niña pequeña.

Me imaginé tendida en el suelo con la entrepierna de Ruth-Anne pegada a mi coronilla.

—¿Por qué tiene que estar presente el doctor Broyard?

—Buena pregunta. Todo bebé puede tener conciencia antes incluso de la fertilización, como dos animales independientes: esperma y huevo. Nos gusta empezar por ahí.

—¿Por la fertilización?

—Naturalmente, es solo un ritual que la simboliza. El doctor Broyard haría el papel de espermatozoide y yo el de óvulo. La sala de espera —señaló en aquella dirección— se convierte en el útero y usted nace al franquear esa puerta.

Miré la puerta.

—Ha venido con su mujer a pasar el fin de semana, un viaje especial. ¿Le va bien el domingo a las tres?

—De acuerdo.

Miró el reloj; se nos había acabado el tiempo.

—¿Quiere que…? —Señalé los papelitos esparcidos por la alfombra.

—Sí, gracias.

Mientras yo los recogía arrodillada en el suelo, ella miró los mensajes que tenía en el teléfono. Me llevé los papeles al salir; no quería atiborrar la papelera de Ruth-Anne.

Después de meter otra vez el sobre entre los libros y colocar en su sitio la lengüeta de la lata, abrí otra vez la página de Grobaby.com. No decía nada de que la blástula se contrajera y expandiera. Contemplé un feto de dibujos animados mientras me mordía una uña. No era una página web que sirviera realmente de guía. Si lo que Clee llevaba dentro contaba de un modo o de otro con mi narración, su desarrollo sufriría importantes brechas. Me imaginé un perezoso embrión mascando chicle y enviando mensajes de móvil, mientras formaba órganos vitales con escaso entusiasmo.

Embriogénesis llegó al día siguiente; derroché en envío urgente. Sus 928 páginas no estaban divididas en semanas, así que empezar por el principio me pareció lo más seguro. Esperé a que Clee hubiera terminado de comer su tempeh con col rizada y cuando estuvo sentada en el sofá me aclaré la garganta:

—«Un torrente de millones de espermatozoides recorre el útero camino de las trompas de Falopio…».

Clee levantó la mano.

—Alto. No sé si me interesa oírlo.

—Eso ya pasó, solo estoy recapitulando.

—¿Y tengo que escuchar?

Cogió el móvil y los auriculares.

—El bebé tiene que oír mi voz; la música puede que lo confunda.

—Pero yo la cabeza la tengo aquí arriba.

Se concentró en el móvil, buscó algo con un ritmo contundente, y luego me hizo una seña para que continuara.

—«El esperma victorioso» —peroré, inclinándome hacia su oronda barriga— «se fusiona con el huevo y los núcleos de ambos se fusionan para dar forma a un nuevo núcleo. Con la fusión de sus membranas y núcleos los gametos se convierten en una célula, el cigoto».

Lo vi con toda claridad: el cigoto, un bulbo reluciente, lleno del recuerdo eléctrico de ser dos pero condenado a la eterna soledad de ser solo uno. La tristeza que no remite nunca. Clee tenía los ojos cerrados y su frente estaba sudorosa; no mucho tiempo atrás ella fue dos animales, el esperma de Carl y el óvulo de Suzanne. Y ahora dentro de ella estaba ocurriendo lo mismo, un ser lleno de tristeza trataba de componerse lo mejor que podía.

Al día siguiente saludé a mis jefes con la máxima empatía; lo lógico sería pensar que uno no deja de hablarse con algo que ha nacido de sus entrañas. Sin embargo, hacía meses que Suzanne y Carl no sabían nada de Clee. Estaban sentados en la otra punta de la mesa, las manos juntas sobre el tablero, una demostración de urbanidad. Jim me sonrió como para darme ánimos; era mi primera reunión de junta. Sarah tomaba notas en mi antiguo asiento, situado a un lado de la mesa. Me dieron formalmente la bienvenida y se hizo mención de la renuncia de Phillip.

—No está muy bien de salud —explicó Jim—. Yo voto por enviarle una cesta de quesos variados.

Probablemente no se atrevía a dar la cara; ¡y no era para menos! ¡Echarse una amante de dieciséis años! Cuando Suzanne mostró su desacuerdo con subsidios de jubilación para Kristof y el resto del personal de almacén, yo me levanté de la mesa y agité un puño como si entendiera de sindicatos. Ocupar el puesto de Phillip me envalentonaba, fue una sensación maravillosa. La votación se decantó por mi apuesta, y Suzanne dijo en voz baja: «Touchée». Vi que me examinaba el pelo y la ropa, como si fuera nueva en la casa. Yo a Sarah la llamé señorita Sarah, rebajándola a la categoría de criada. Suzanne rió al oírlo y después le pidió a la señorita Sarah que nos trajera más café.

—Puedes sentarte, Sarah —intervino Jim—. No hagas caso, solo están bromeando.

Me sentí ebria de camaradería. Yo había estado buscando un amigo durante años, pero Suzanne no necesitaba amigos. Una rival, sí; eso le interesó. Levantada la sesión, fuimos las dos a la cocina del personal y preparamos sendos tés en silencio. Yo esperé a que ella iniciara el diálogo. Bebí un poco. Ella bebió también. Al cabo de un rato comprendí que la conversación consistía en eso; estábamos dialogando. Ella me daba la bendición para cuidar de su pequeña y yo aceptaba el encargo con humildad. Cuando entró Nakako, Suzanne se marchó. Mantendríamos las distancias por aquello del honor.


Ruth-Anne me había advertido que no aparcara en el garaje; el fin de semana no había vigilante. Dejé el coche en la calle. Una anciana estaba limpiando el ascensor cuando subí. Roció rápidamente la puerta con limpiacristales en cuanto se hubo cerrado y luego se puso a limpiar los botones, que brillaron como gemas según lo iba haciendo, pero tuvo el detalle de concentrarse en los de más arriba de la planta que yo había pulsado.

La puerta estaba cerrada con llave; era temprano. Desconecté el móvil para que no sonara durante el rebirthing y me senté en el suelo. Se estaban retrasando un cuarto de hora ya; por lo visto no eran tan profesionales en esta faceta laboral, como si se tratara de un hobby. Bueno, la tonta era yo por llegar exactamente a la hora. Al cabo de un rato me acordé de que la cita era a las tres, no a las dos; aún faltaban cuarenta minutos. Me di una vuelta. Los fines de semana no trabajaba nadie; en el edificio reinaba el silencio. El despacho de Ruth-Anne estaba al final de un largo pasillo conectado con otro largo pasillo por un largo pasillo. Una especie de H. Era bueno saberlo; nunca me había aclarado mucho con la distribución de la planta. «¿Cómo podría sacarle provecho al tiempo que queda? —me pregunté—. ¿Qué puedo hacer que de todas maneras necesite hacer?». Volví hacia la puerta apretando el paso, di media vuelta, hice lo mismo por cada uno de los pasillos; una gimnasia estupenda, y la distancia tampoco estaba nada mal. Treinta o cuarenta haches vendrían a ser unos mil quinientos metros, doscientas calorías. Después de siete haches me faltaba el resuello y estaba empapada. En el momento en que pasaba frente al ascensor oí un cling. Aceleré, y pude doblar la primera esquina justo cuando se abrían las puertas.

—Pero el vigilante del parking no trabaja los fines de semana —estaba diciendo Ruth-Anne.

Dejé atrás su despacho y giré hacia el otro pasillo. Necesitaba un momento para recobrar el resuello y secarme el sudor de la cara.

—Oh, no —dijo ella.

—¿Qué pasa?

—La llave está en el otro llavero. Acabo de comprarme uno nuevo y…

—Por Dios, Ruth-Anne.

—¿Qué hago? ¿Voy a buscarlo?

Su voz sonaba extrañamente aguda: un ratón a lomos de un caballo.

—Para cuando vuelvas habrá terminado la sesión.

—Podrías trabajar tú con ella hasta que regrese.

—¿Dónde? ¿En medio del pasillo? No. Llámala y cancela la visita.

Ruth-Anne buscó mi número en su teléfono móvil.

—Me sale el buzón de voz. Estará aparcando. Seguro que aparece dentro de un minuto o dos.

Me costaba dominar los jadeos; la nariz me silbaba. Debería haberme alejado más, pero era demasiado arriesgado hacerlo ahora.

El doctor Broyard suspiró.

—Esto nunca acaba de funcionar. —Sonaba como si estuviera desenvolviendo un caramelo. Algo crepitó dentro de su boca—. Cuando no es una cosa es otra.

—¿El rebirthing?

—Sí, todas esas cosas que te inventas para poder verme cuando estoy con mi familia.

Ruth-Anne no dijo nada. Estuvieron un buen rato callados; él empezó a masticar el caramelo.

—¿Va a venir ella? ¿O ya tenías planeado que estuviéramos aquí los dos, en el pasillo, y…? ¿Y luego qué? ¿Un polvo? ¿Es eso lo que quieres? ¿O solo quieres chupármela? ¿O frotarte contra una pierna como los perros?

Un ruido agudo que no supe distinguir pareció descender por los conductos de ventilación para transformarse en una masa de húmedos boqueos convulsos. Ruth-Anne estaba llorando.

—Va a venir, te lo prometo. Es una sesión de verdad. En serio.

Él masticó con furia el resto del caramelo.

Me remetí el pelo detrás de las orejas y me alisé las cejas; sería embarazoso para todos, pero al menos así quedaría claro que ella no le mentía. Inspiré hondo y enfilé valientemente el pasillo.

—¿Y tú…? —Lloraba con tal violencia que apenas si podía articular palabra—. ¿Tú dices eso porque… porque quieres que yo —el final de la frase le salió en un gorjeo— te la chupe?

Mis pasos hacia atrás fueron sigilosos y raudos. Ni él ni ella me habían visto.

—No, Ruth-Anne. Yo no he dicho eso.

Suspiró de nuevo, ahora más fuerte.

—Porque —dijo ella— es posible que me apetezca hacerlo.

Casi pude oír cómo le sonreía, coqueta pese a la nariz tapada y el rímel corrido.

Al principio de todo a ella él ni siquiera le gustaba. Era un hombre arrogante y con tendencia a pasar de lo que no le conviniera. Broyard se sorprendió mucho, se quedó pasmado, cuando ella le señaló esos defectos. Le entraron ganas de tirársela para dejar claro dónde estaba cada cual. Pero era un hombre casado y no merecía la pena. Ruth-Anne no era su tipo; un poquito demasiado mayor, los hombros un poquito varoniles, la quijada un poco caballuna. Ella lo captó con tanta claridad como si él hubiera dicho: «Eres un poquito demasiado mayor, tienes los hombros un poquito varoniles, la quijada un poco caballuna». El insulto hizo que el interés de ella se mantuviera, así como el hecho de que Broyard estuviera casado. Nada la inspiraba tanto como pensar en la marujona señora Broyard, obsesionada con preparar la cena y con la consistencia de las deposiciones de sus hijos. Al final se salió con la suya. Una noche, después de la clase de rebirthing, mientras tomaban una copa de vino, él le reconoció que su esposa y él estaban pasando una mala época. Fue aquella noche cuando ella le propuso el acuerdo; se lo explicó como si fuera una forma de terapia. Broyard le dijo que confiaba en ella, y durante los primeros meses esa confianza fue la base de su dinámica en común. Ella era su nueva recepcionista, pero parecía que fuese él quien trabajaba para Ruth-Anne. Ella le fue guiando a lo largo de todo el proceso. Fue muy bonito y él llegó incluso a quererla un poco. Ella, por su parte, se sentía satisfecha y en paz. Poco a poco él fue ganando confianza y el juego subió de temperatura. Para él era tonificante como una sesión de aeróbic; en sus mejores momentos juntos admiró la complexión atlética de Ruth-Anne, la anchura de sus espaldas. Una mujer más enclenque se habría cansado mucho antes, mientras que ella tenía una resistencia bestial.

Pero con el tiempo ella deseaba aquello más que él, lo cual la situaba en un plano inferior. No había manera de tumbar a una mujer que ya estaba tirada en el suelo. Los coitos, en versión ritual, se sucedieron durante un tiempo, pero fueron menguando hasta reducirse a una palmada en el trasero cuando se cruzaban. Y luego nada de nada, desde hacía varios años.

—¿Adónde vas? —preguntó ella, sorbiendo por la nariz.

El doctor venía derecho hacia donde yo me encontraba. Extendió un brazo justo en la esquina del pasillo y utilizó la pared para impulsar el hombro, la mano apoyada apenas a unos centímetros de mi frente. La miré y la mano desapareció. Le oí gruñir y volver hacia donde estaba Ruth-Anne.

—Deja que te pague una tarifa normal. La secretaria que tengo en Amsterdam cobra tres veces más que tú.

—Pero ella es secretaria de verdad.

—Tú también lo eres.

Como si la hubieran abofeteado, ella guardó silencio.

—¿En qué eres diferente de una secretaria? A ver. Llevamos años, Ruth-Anne. Años.

El contrato, pensé yo. Háblale de las cláusulas del contrato.

Ella guardó silencio.

—Si no aceptas un salario normal, entonces tendré que contratar a una secretaria.

Ruth-Anne carraspeó.

—Muy bien. Contrata a otra secretaria.

Volvía a ser la de siempre, serena y astuta.

—Eso haré. Gracias. Creo que es lo mejor para los dos —dijo él—. ¿Nos vamos?

—Vete tú. Yo me quedo un rato más.

El doctor Broyard rio, cansado. Seguía sin creer que yo fuera a venir.

—¿Estás segura? —dijo.

No estaba segura en absoluto, más claro el agua. Lo que estaba haciendo era darle a él una última oportunidad de elegirla, de quedarse para siempre, de respetar todas las complicaciones de ella y compartir sus vidas en un nuevo mundo de amor y sexualidad.

—Sí, lo estoy.

Casi pude oír la sonrisa con que acompañó sus palabras. «Es tu última oportunidad», le estaba diciendo. La última y definitiva.

—Bien. Puede que no vuelvas a verme antes de que Helga y yo tomemos el avión. Nos llamamos cuando esté de vuelta en Amsterdam, ¿de acuerdo?

Ella tal vez asintió. Él fue hacia el ascensor, pulsó el botón de llamada y ambas, mi terapeuta y yo, esperamos a que terminara esa secuencia en la que él se había marchado pero estaba aún con nosotras. Oímos subir el ascensor, el murmullo de las puertas al abrirse y cerrarse, el largo descenso después, su sonido cada vez más tenue pero que no parecía tener fin. Ella se sentó en el suelo y empezó a sollozar. El edificio se volvió más silencioso aún, como si hubieran desconectado algo, la calefacción o el aire acondicionado. Intenté no escuchar sus húmedas y asfixiantes boqueadas. Pasado un rato oí que se sonaba la nariz, con fuerza, cogía su bolso y se marchaba.

Estar de nuevo en mi coche, calentita, fue una sensación maravillosa; volver a casa, a Clee. Conecté el teléfono; había un mensaje nuevo.

«Hola, Cheryl, soy Ruth-Anne. Son las tres cuarenta de la tarde, sábado. No se ha presentado a la sesión de rebirthing que teníamos a las tres. Como no ha llamado para cancelar con veinticuatro horas de antelación, tendrá que pagar la tarifa entera. Que el talón vaya a mi nombre, por favor. Nos vemos a la hora de siempre el martes. Cuídese».

No podía hacer otra cosa; devolví la llamada y concerté una visita de urgencia. Tendría que decirle lo que había hecho y reconocer que estaba batallando con la noción que de ella tenía. Porque ahora me parecía una mujer patética y desesperada. Obsesionada.

«Bien, bien —diría probablemente ella—. Continúe así». Resultaría que ahí estaba la clave, en presenciar aquella conversación entre la madre primordial y el padre primordial.

«¡Pero si escuché a escondidas!», exclamaría yo.

«Era de vital importancia que representara el papel de espía, de niña mala», diría Ruth-Anne, entusiasmada porque por primera vez en sus veinte años de práctica un paciente había «cambiado de campo», por emplear la jerga psiquiátrica. Quería decir que se podía hablar de todo abiertamente, sin tapujos, responder a todas las preguntas, una relación diáfana entre médico y paciente que a la postre conduciría a una verdadera amistad, cuyo momento inaugural quedaría escenificado mediante el reembolso de todos los honorarios por parte del terapeuta, un montón de pasta. Entonces saldría el doctor Broyard con una máscara que sería un tosco bosquejo de su propia cara, para poner en evidencia que cuanto había ocurrido en el pasillo era una farsa, que en eso consistía el rebirthing.

«Asistió usted al reverso de la concepción y sobrevivió a ello. Eso es muy potente».

«Pero ¿cómo supieron que iba a llegar temprano?», diría yo, incrédula, casi recelosa.

«Mírese el reloj», diría el doctor Broyard. Lo llevaba una hora atrasado. El doctor se quitaría la máscara dejando ver un rostro muy similar, y entonces Ruth-Anne fingiría que su propia cara era una máscara, y como tenía el cutis un poquito fofo parecería por un momento que fuera realmente a arrancarse la máscara. Pero, afortunadamente, no podría. Nos echaríamos los tres a reír y luego reiríamos de lo bien que sentaba reír. «Un buen masaje para los pulmones», diría uno de nosotros.

Ya casi empezaba a pensar que no era necesario ir a la visita de urgencia, pero fui de todos modos. Sentía curiosidad por saber si recuperaría todo el dinero, un montón de pasta: parecía bastante improbable, pero si realmente había cambiado de campo entonces me parecía lo más justo. Suponiendo que cambiar de campo fuera algo real, cosa que, sentada ya en el diván, recordé que no lo era. Expliqué que había llegado demasiado pronto y que oí todo lo que hablaron.

Ruth-Anne abrió mucho los ojos.

—¿Y por qué no dijo nada?

—No lo sé. En serio. Pero ¿cree que quizá era importante que yo representara el papel de… —ya vi que no se lo parecía— de niña mala, de espía?

—No me cabe en la cabeza que fuera capaz de una cosa así. —Se llevó las manos a la cara—. Es una violación.

¿Y si esto formaba parte también de la farsa? Esbocé una sonrisa, a título experimental.

—Así entre nosotras —dije—: yo creo que hizo lo correcto. Renunciando a su puesto, me refiero.

Ella se levantó, hizo una pausa para recogerse el pelo en una cola de caballo y luego me dijo que nuestro trabajo había terminado.

—Hemos llegado hasta donde podíamos llegar. Incumplió el pacto de confidencialidad del paciente, Cheryl.

—¿Eso no es para proteger al paciente? —dije.

—También al terapeuta —respondió. Me quedé a la espera, a ver qué pasaba—. Bien, adiós. Hoy solo le cobraré la parte proporcional, ya que no hemos hecho una sesión completa. Son veinte dólares.

Parecía hablar en serio, de modo que saqué el talonario.

—¿No lleva efectivo?

—Me parece que no.

Miré en el billetero. Solo billetes de un dólar.

—¿Cuánto tiene ahí?

—Seis dólares.

—Con seis me vale.

Le entregué el dinero, incluidas dos mitades de un billete que desde hacía años tenía pensado restaurar con cinta adhesiva.

—Ese puede quedárselo —me dijo.

Mientras salía del aparcamiento del edificio noté cómo ella me miraba desde la duodécima planta. El proceso terapéutico me tenía pasmada. Para mí era avanzar mucho, que me abandonaran de aquella forma. Nuestro trabajo más contundente hasta la fecha.