6
Cada año el evento para recaudar fondos es un lío mayúsculo y no muy lucrativo para Open Palm, pero siempre me pongo nerviosa cuando me visto para ir allí, consciente de que Phillip también se pondrá de punta en blanco. Si esto fuera una película se nos vería alternativamente, yo poniéndome las medias de nailon, Phillip lustrándose los zapatos, yo cepillándome el pelo, etcétera. Antes era la única vez que nos veíamos fuera de la oficina; ahora podría decir «Me manda mensajes a cada momento» y estaría haciendo honor a la verdad. Cuando me viera con mi nueva blusa color palosanto, tal vez se sentiría avergonzado o incómodo por los mensajes. «Hola —le diría—. Mira bien. —Señalándome los ojos—. En esta relación no hay lugar para la vergüenza, ¿de acuerdo?». ¿Me atraería Phillip hacia él tirando de mi collar de mercadillo agrícola, que yo había decidido ponerme otra vez? ¿Y qué pasaría entonces? Alguien tendría que acompañar a Clee a casa, porque yo quizá no estaría disponible. Eso se lo diría a ella cuando terminara de ducharse. ¿Y por qué venía, a ver? No había puesto el pie en ninguno de esos eventos desde que era una cría y se dedicaba a enredar en la pista de baile.
Cambié de opinión cuando la oí salir del baño pisando fuerte; Clee necesitaba una acompañante. Llevaba un top que hacía que la miraras aunque no fuera ese tu deseo; eran dos piezas de tela negra unidas mediante un gigantesco aro dorado, un poco peligroso para ir por la calle. Si era preciso podía dejarla en el trabajo camino del ático de Phillip.
—¿Habrá bebidas? —preguntó mientras íbamos en coche hacia el Presbyterian Fellowship Hall.
Descargó sus malolientes pies sobre el salpicadero; había elegido unos zapatos de altísimo tacón con hebillas y múltiples tiras entrecruzadas.
—Sí, pero nada de alcohol. No creo que te parezca divertido.
Se había cambiado el pantalón de chándal por unos vaqueros superceñidos. Eso me hizo pensar en Kirsten. Dudé de que él se atreviera a traerla.
—Bueno, no importa. Jim tiene algo para mí.
—¿Jim, el de Open Palm? ¿Va a llevar alcohol para ti?
—No, otra cosa. Ya lo verás.
El resto del trayecto lo hicimos en silencio.
Suzanne y Carl abrazaron a su hija y Clee, sorprendentemente, se dejó hacer. Yo observé el largo intercambio a tres bandas como un guardia con porra o una maestra de escuela.
—¡Cheryl! —trinó Suzanne una vez que se separaron—. ¿Qué te ha pasado en las piernas?
Miramos todos mis pantorrillas. Estaban llenas de moretones de nuestro antiguo estilo de pelea.
Phillip no había llegado todavía. Las chicas de Kick It hicieron una demostración práctica de autodefensa con música de rap y luego empezó el DJ. Le pregunté si no creía que el volumen estaba un poquito demasiado alto.
—A mí me parece demasiado flojo —gritó, sujetando un auricular pegado a su oreja.
—Vale, pero no lo subas.
—¿Qué?
—¡Que ya está bien así! —chillé a mi vez, levantando un pulgar.
Mientras el encargado del catering explicaba no sé qué problema con la cafetera, me dediqué a observar a Clee, que estaba hablando con las de Kick It. Iban vestidas igual que ella y Clee parecía conocer a varias de las chicas; supuse que eran las hijas de amigos de sus padres. Intenté imaginarme haciendo tramas con una de las chicas, una de flequillo castaño que le estaba enseñando algo a Clee en el móvil.
—Entonces ¿servimos menos café, o lo aguamos?
—Servid menos.
Era impensable; la chica del flequillo castaño era apenas una niña. De vez en cuando Clee me miraba, y yo apartaba la vista. Verla en público, con sus padres allí, era inquietante. El DJ puso una canción que era muy popular y las chicas corrieron a la pista de baile levantando los brazos. Se pusieron a bailar en plan hip-hop y Carl empezó a menearse entre ellas de manera intencionadamente torpe, y las de Kick It se morían de risa. Entonces me vio a mí y me hizo señas. Yo me llevé la mano al cuello para dar a entender que estaba hasta ahí de tareas de gerencia. Un invisible lazo corredizo empezó a girar sobre su cabeza; Carl me atrapó. Como todo el mundo miraba, me dejé arrastrar a la pista. Clee me vio mover las caderas embutida en mi arrugada falda étnica y se volvió, horrorizada. Chasqueé los dedos para demostrar que me lo estaba pasando bomba y vi cómo las chicas hacían movimientos más propios de un local de striptease que de un acto para recaudar fondos. Iban todas con tacón alto; de haber tenido que defenderse de un agresor, ninguna habría podido escapar corriendo, por no hablar del daño que debían de hacerles los pies. A todo esto no paraban de gritar palabras que yo desconocía. «¡Holla, holla!», gritaban. ¿Era siquiera una palabra? La gente me miraba mal; supongo que era porque no estaba siguiendo el ritmo, o lo que fuera. ¿Dónde se había metido Phillip? Alguien chocó conmigo y giré dispuesta a fulminarlo con la mirada. Era Clee. Me empujó otra vez, como si pudiéramos montar un combate de lucha libre allí, en la mismísima pista de baile. Aunque quizá era su manera de bailar, no sé. Chocó de nuevo conmigo, pero esta vez apoyó una mano en mi estómago mientras estaba detrás de mí, lo cual hizo que nuestros ritmos se emparejaran a la fuerza. Volví la cabeza y me di cuenta de que era un tipo de baile y que mucha gente lo estaba haciendo. No podía verle la cara, pero sí intuir que esto a ella le parecía divertido, intentaba hacer reír a las otras chicas. Y bueno, yo podía aceptar una broma, un minuto o dos, pero la cancioncita seguía y seguía y, francamente, aquello me pareció poco apropiado. La cara que ponía Suzanne me hizo ver que ella pensaba lo mismo. Me separé con un pequeño bailoteo. El móvil me vibró dentro del bolsillo.
Phillip. En este mensaje no hablaba de Kirsten. Me concernía únicamente a mí y revelaba de manera inequívoca sus verdaderos sentimientos acerca de nosotros.
«DONACIÓN ENVIADA. PORFA ENVÍA RECIBO CUANDO TENGAS UN SEGND».
Un aburrido y respetable SMS para una mujer aburrida y respetable. Nunca habíamos sido pareja, a ningún nivel y en ninguna vida anterior. Eh, pero un momento: el móvil otra vez. Quizá lo de antes era una broma y este mensaje diría: «Era broma».
«¡ESPERO QUE ESTA NOCHE HAYA SIDO TODO UN ÉXITO!».
Cortesía: la única cosa peor que el aburrimiento. Yo había demorado mucho mi decisión y ahora tocaba vengarse. Me costó teclear con la música aporreando. Lo escribí todo en mayúsculas, como hacía él, un grito en la noche.
«¡CASI LO TENGO DECIDIDO!».
Me quedé mirando el teléfono, a la espera. Nada.
Añadí:
Nada.
Esperé respuesta otros veinte minutos. Nada. Contemplé deprimida aquel mar de gente bailando. Hora de volver a casa. Jim se ocuparía del resto. Le dije a Clee que me marchaba, y ella reaccionó abandonando de inmediato la pista de baile.
—Espera, que busco a Jim.
Jim llevó algo al maletero de mi coche. Preguntó a Clee para qué lo quería y ella se encogió de hombros. Estaba envuelto en un papel floreado. Visto por el retrovisor me pareció que se movía.
—¿Qué es?
—Ya lo verás —dijo Clee.
En casa, se metió en el baño con el objeto. Pocos minutos después alguien me tocó en el hombro. Llevaba puesto el traje antigolpes completo. No había visto uno igual desde finales de los años noventa: la cabeza y las manoplas gigantes, las hombreras, la protección en la ingle. Enseguida empezó a arrearme, sin guión. Era como ser atacada por un monstruo de pesadilla. Me olvidé de las simulaciones y luché con fiereza, a matar. Ni compasión ni compasión avanzada; solo sangre. Machaqué a puñetazos la semicalva de Phillip y el vientre plano de Kirsten, les pegué a ambos al mismo tiempo, como una puerta batida por el viento.
—Eh, eh, eh —dijo Clee, sujetándome los brazos—, frena un poco.
Frené un poco.
Ella estaba casi inmóvil, más que agredirme lo que hacía era restregar su cuerpo acolchado contra el mío. Mis golpes, con el freno puesto, parecían tai chi. Al cabo de un rato el alien de cabeza gigante me inmovilizó. O me sujetó. Transcurrieron sesenta extraños segundos. Cuando conté hasta setenta, tosí. Ella se echó torpemente atrás y arrancó la cabeza de gomaespuma. Tenía todo el pelo alborotado y la cara sudorosa y colorada.
—Ha sido una idea chorra —dijo.
No hubo doble apretón.
Al día siguiente me anunció que durante dos semanas trabajaría en el turno de noche. Yo tenía que moverme con sigilo por las mañanas, irme a la oficina para dejar que durmiera. ¿Añoraba ella las simulaciones? Parecía que no. A mí me costaba trabajar y también dormir. El móvil estaba muy callado. Desde mi mensaje de respuesta, Phillip y yo estábamos en compás de espera. Lamenté haber añadido el smiley. A veces iba al baño a las cinco de la mañana, cuando Clee llegaba a casa, para que viera que estaba despierta y disponible, pero ella hacía caso omiso y se ponía a mirar la tele con una camiseta extrañamente enrollada a la cabeza, como quien se ha extraviado en el desierto. Muchas veces tenía la almohada sobre la cara, y no había manera de saber con certeza si estaba dentro de su saco de dormir o no había vuelto aún del trabajo. Un día toqué la almohada, para cerciorarme, y ella se incorporó cual momia sobresaltada, el pelo todo apelmazado y la mirada frenética.
—Perdona —dije en voz baja—. Es que no sabía seguro si estabas aquí dentro.
Se me quedó mirando, a la expectativa, como si esperara otra explicación.
—A veces es difícil saber si estás ahí o no —reiteré—, porque el saco queda como hinchado y eso… Solo intentaba…
Ella volvió a esconder la cabeza debajo de la almohada.
Al cabo de las dos semanas durmió un día entero y luego se dio una ducha que parecía no tener fin. Mientras estaba allí metida a mí me llegó un SMS de Phillip: «BAÑO. ENJABONAMIENTO MUTUO PERO NADA MÁS». Y luego: «LO TIENES DECIDIDO YA?». Continuaba esperándome, claro que sí. Sin embargo, me sentí más nerviosa que aliviada. Empecé a dar vueltas por la cocina. El sonido de la ducha se eternizaba. No sería difícil calcular los litros de agua por minuto, con un envase de los grandes. Cuando por fin oí que cerraba el grifo miré el reloj: cuarenta y cinco minutos. Nunca habíamos hablado de ir a medias con los gastos, pero quizá había llegado el momento. ¿Dos cuentas, o pago yo y luego ella me devuelve la mitad? Pero ¿qué era ese ruido? El secador de pelo. Se estaba secando el pelo con el secador. Salió del cuarto de baño vestida con un pantalón holgado y una blusa como de raso, el cabello uniforme y brillante. Se había aplicado una crema fungicida en los pies que olía a mentol. Si pensaba salir, «Un día en el parque» sería la mejor opción y no tardaríamos mucho. Luego tendría toda la casa para mí sola. Me colgué el bolso del hombro, paseé por la sala de estar y por último me senté en el «banco de parque». Ella me miró el bolso.
—¿Sales?
—No… —dije, en un tono sugerente.
—Yo tampoco.
La noche fue larga. Ella ordenó la sala de estar, lavó sus platos. En un momento dado me la encontré ante la estantería con la cabeza ladeada.
—¿Tienes algún libro favorito? —me preguntó.
—No.
Su actitud, al margen de lo que estuviera tramando, me estaba poniendo muy tensa. Con la tele apagada no había separación de espacios ni sensación de intimidad.
—¿Los has leído todos?
—Sí.
—Mmm…
Pasó las yemas de los dedos por los lomos, esperando que le recomendara una lectura. Su pelo lacio estaba adornado con una horquilla, y yo hacía rato que se lo miraba sin darme cuenta.
—¿Eso es…? —Señalé la horquilla—. ¿Lleva una piedra de imitación?
No pegaba nada con su estilo, y tal como lo llevaba parecía algo fortuito, como una ramita que se le hubiera enredado.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Nada. No estaba segura de que supieras que lo llevabas.
—¿Cómo no iba a saberlo? Es evidente que me lo he puesto yo.
Se ajustó ligeramente la horquilla y sacó del estante un libro titulado Mipam.
—Es una novela tibetana —le advertí—. Del siglo diecinueve…
—Parece interesante.
Se sentó en el sofá como si aquello fuera un sofá y nada más, no una cama ni un banco de parque ni un coche. El libro quedó abierto sobre su regazo y ella leyó o fingió leer. Pasado un rato renuncié y me fui a la cama.
Al día siguiente vi que se había puesto el top y el pantalón de chándal como todos los días.
—Va a venir a verme mi amiga Kate —dijo con frialdad—. Dormirá en el cuarto de la plancha.
—Estupendo.
Pero no era estupendo en absoluto. ¿Cómo íbamos a hacer nada, con su amiga allí en medio? Habían pasado más de dos semanas desde que hiciéramos aquella escenificación. El bolo no había vuelto, pero yo me sentía tensa por todas partes, tirante, a punto de partirme. Si pudiéramos practicar solo una vez más, no me importaría quién pudiera venir de visita.
—Está en camino —dijo Clee—. Ha salido de Ojai hace una hora.
Instalé la cama plegable en el cuarto de planchar y coloqué las toallas y el caramelo de menta sin azúcar encima.
—Llegará de un momento a otro —dijo ella.
Vertí un poco de bicarbonato en el triturador del fregadero.
—Veo que está aparcando —dijo Clee, ahora a mi espalda.
Di media vuelta. Quedamos encaradas. Ella rió un poquito y meneó la cabeza con gesto de incredulidad. ¿Qué? ¿Qué tenía que hacer yo para que pasara, a ver? Aquello parecía otra vez la fiesta para recaudar fondos, como si hubiera algún rollo hip-hop que todo el mundo conocía excepto yo.
—¿Holla? —dije.
La vi fruncir el entrecejo, confusa. Sonó el timbre de la puerta.
Kate era una asiática fornida con una risa estentórea y un diminuto crucifijo de oro bailando entre sus pechos. Su camioneta llevaba un extraño remolque. Al franquear el umbral, dijo «A ver ese trasero», y le dio una palmada a Clee en el culo. Luego sacó el suyo propio y Clee le dio una palmada a su vez.
—Es el equivalente del choca esos cinco —dijo Kate, acercándose a mí con una gran sonrisa.
Levanté una mano para darle a entender que prefería la versión normal del saludo. Ella me pasó un tupperware lleno de espaguetis cocidos, sin más.
—No te creas que tienes que alimentarme; comeré eso y ya está.
Me escondí en mi dormitorio hasta que salieron a mirar aquella cosa que había detrás de la camioneta. Coloqué otra vez la mesa de jugar a las cartas, enchufé el ordenador y me puse a trabajar. Un ruido espeluznante me llegó del camino de entrada. Salí corriendo al porche pensando que vería humo, pero Clee y Kate solo estaban charlando a viva voz al lado del ensordecedor vehículo, que tenía el motor en marcha.
—Es como un todoterreno corriente, pero es legal en todas partes —gritaba Kate.
Estaba fumando.
—No tiene los caballos de un todoterreno corriente —chilló a su vez Clee.
—Para su tamaño tiene los mismos; en realidad, más. Si lo ampliaras a tamaño normal tendría más potencia.
—Si solo ampliaras la mitad trasera, sería igual que tú.
Las dos rieron. Kate lanzó la colilla a mi camino de entrada.
—¿Tan grande tengo el culo?
—Enorme.
—A Sean le gusta. Dice que le gusta perderse en él.
—Pensaba que ya no salíais.
—Y no salimos. A veces viene, se mete en mi culo y luego se va. —Miré a izquierda y derecha preguntándome qué pensarían los vecinos de aquella conversación—. La verdad es que lo tengo tan grande que a él ni lo noto. Así que mi padre tenía razón, ¿eh?
—Pues sí, es una auténtica Beebe. Ella no es tan mala como la señora Beebe, pero aun así es mala.
—Sí que lo parece, desde luego.
¿«Ella» quería decir yo? Parecer ¿qué?
Bajé los escalones saludando desde lejos y de repente callaron. Clee dio un puntapié al enorme neumático de la camioneta y luego, de repente, montó de un salto en el asiento y arrancó con un rugido que me dejó sorda. Vimos que frenaba al final de la manzana; lanzó un grito triunfal y luego chilló algo que no alcanzamos a oír.
—¿Quién es la señora Beebe?
Kate rió tapándose la boca con el dorso de la mano, un gesto extrañamente melindroso. Sería que su madre era menuda y melindrosa.
—¿Has oído eso? Vaya por Dios, ¡si solo estábamos de coña! —Me miró de hito en hito para ver si yo estaba loca—. A Clee no le pasa nada. Le gusta hacerse la dura y eso, pero cuando la conoces bien ves que es un pedazo de pan. Yo la llamo Princesa Buttercup. —Rio, nerviosa, y se toqueteó el anillo que llevaba en el meñique—. Creo que tú conoces a mi padre. Se llama Mark Kwon.
El alcohólico divorciado con quien Suzanne había querido liarme hacía años. Conque su padre, ¿eh? Entonces ella era Kate Kwon.
En ese momento llegó la Princesa Buttercup armando ruido.
—¡Qué marcha tiene esto!
Hizo unos cuantos giros y luego se apeó. Kate Kwon dio unas palmaditas al asiento y dijo:
—Ahora tú, Cheryl.
—Déjalo. Creo que mi permiso de conducir no incluye este tipo de…
Clee me llevó hacia el grotesco artefacto rodante.
—¿Has montado en moto alguna vez?
—No.
—Pues es más fácil aún. Venga, monta.
Monté.
—Esto es el acelerador y eso es el freno. Diviértete.
Pisé el acelerador con la mínima fuerza posible. Kate y Clee me observaron mientras me apartaba lentamente del bordillo y luego, cual mujer a horcajadas de una tortuga gigante, empezaba a avanzar por la calzada. Era interesante estar tan arriba y no encerrada. Jamás me había movido con tan poca prisa por mi propia manzana. Las casas de los vecinos me parecían extrañas, casi desteñidas. El put-put del motor se imponía sobre los sonidos habituales; estaba encerrada en una burbuja de ruido. Un perro ladró sin voz; una mamá joven con sombrero de paja aplicaba loción solar a las caras de dos niños pequeños que lloraban sin voz. Callaron al pasar yo despacio. Gemelos. Nunca los había visto. Pero sí.
«¿Adónde vas?», preguntaron los dos a la vez.
«Calle abajo, supongo».
«Pero ¿volverás a por nosotros?».
«Volveré. Otro día».
Quedaron consternados los dos. Ambos Kubelko Bondy hasta cierto punto. ¿Por qué esta alma me rondaba desde hacía tanto tiempo? ¿Se mantenía siempre joven o envejecía también? ¿Acaso renunciaría a mí tarde o temprano? Pregunta incorrecta: evidentemente, era yo quien renunciaría tarde o temprano. No era más que una costumbre, como memorizar matrículas de coche. Un tic estúpido, nada más. Pisé el acelerador a fondo y el minitodoterreno saltó hacia delante, ya en la siguiente manzana. El ruido me arrancó todo cuanto tenía en la cabeza. ¡Qué manera más mágica de ir por ahí! Siempre había considerado que esta clase de máquinas eran simples juguetes para gente analfabeta a la que le importaba un pimiento el medio ambiente, pero quizá no fuera así. Esto podía ser una especie de meditación. Me sentía conectada a todo y el volumen del motor me mantenía en un nivel de alerta al que no estaba habituada. Me despertaba a cada momento para despertar otra vez, y otra más. ¿Sería que todo lo palurdo tenía algo místico? ¿Y las armas? Volví la cabeza. Clee y Kate se veían pequeñitas, pero me fijé en que hacían gestos para que volviera. En un visto y no visto las tenía frente a mí, y ellas se apartaron gritando como posesas.
Querían montar una fiesta.
—No es una fiesta. Solo serán algunos amigos míos y de Clee de cuando el instituto, que ahora viven aquí —explicó Kate—. Antiguos compañeros de clase, ¿no?
Clee asintió. Estaba hojeando pausadamente una revista, empeñada una vez más en fingir que yo no existía.
—No permitiré nada que pueda depreciar el valor de la casa —dije—. Ese es el límite.
—Tranquila, el valor no se va a depreciar —dijo Kate.
—¿Habrá música a todo volumen?
—Qué va —dijo—. Yo ni siquiera escucho música.
—¿Y qué hay de la bebida?
—Nada de nada.
—Después tendríais que limpiar.
—Me encanta limpiar —dijo Kate—. Es lo mío, ¿sabes?
—Bien, supongo que no pasa nada porque se reúnan unos cuantos amigos del instituto.
—Ahora que lo pienso, creo que algunos sí beberían. Pero si quieres puedo decirles que no saquen las botellas de su bolsa de papel.
Primero llegó un numeroso grupo de chicas ruidosas. Después un grupo de chicos, y Kate conectó su teléfono a mi equipo de música mediante un cable que había traído uno de ellos. Sacaron mis objetos de artesanía mexicana de encima de los altavoces, cosa que agradecí. Me sonó el móvil. «ME HA COGIDO EL MIEMBRO ERECTO UNO O DOS MINUTOS, PERO SIN MOVIMIENTO».
El chico en cuestión subió el volumen del equipo al máximo absoluto, con lo cual todo el mundo tuvo que gritar si quería hablar.
Llegaron más chicos y chicas, una avalancha.
Yo me fui al cuarto de planchar y escribí una nota para los vecinos referente al ruido. Imprimí seis copias. Cuando ya estaba fuera me di cuenta de que la música llegaba a toda la manzana y que seis copias eran pocas. Cuando entré para imprimir más, los chicos y las chicas estaban jugando a rociarse de alcohol unos a otros.
«LO RECONOZCO. QUIERO EYACULAR EN SU BOCA».
E inmediatamente después: «PERDONA POR EL ÚLTIMO SMS, ERA DE MAL GUSTO Y MUY POCO RESPETUOSO PARA CON KIRSTEN. CONFÍO EN QUE NO ME LO TENGAS EN CUENTA. ESPERAMOS IMPACIENTES TU DECISIÓN. ¡NO HAY PRISA!».
Llegaron varios hombres, ni siquiera parecían jóvenes. Uno de ellos, que podía ser de mi edad, me sonrió. Daba la impresión de que traían droga. Hachís o hierba, seguro, y quizá alguna otra cosa. No había manera de ir al baño; estuve haciendo cola más de veinte minutos hasta que apareció Kate y gritó:
—¡Gente, gente, gente! ¡Esta mujer es la dueña de la casa! ¡Se llama señora Beebe! ¡Dejad que se ponga la primera! —Estaba muy borracha. Le di las gracias y ella, en vez de decir «De nada», me gritó—: ¡La gente como yo somos así!
Me pasó lo que estaba bebiendo.
—¿Esto lleva alcohol? —pregunté, chillando.
—¡Es ponche! —me gritó ella al oído.
Bebí mientras orinaba para ahorrar tiempo, aunque en aquel momento no es que necesitara más. Sabía a alcohol. Las toallas estaban todas tiradas por el suelo húmedo. «¿QUIERES VER UNA FOTO DE ELLA?», me mensajeó Phillip. Lo borré.
Apoyada en la pared de la sala de estar, observé a Clee. Ella saltó sobre la espalda de uno de los chicos, gritando «¡Juego sucio! ¡Juego sucio!» y agitando una mano en alto. Sabía que yo la miraba. Ahora estaba diciendo «¡Jo, tía, tienes que depilarte!», y Kate: «¡No, señora, yo soy asiática!». Las vi levantar las piernas para que diferentes chicos compararan. Pobre Kate, tan poco agraciada y tener que aguantar ser la mejor amiga de alguien como Clee. Alguien cuyos ojos, aunque un poquito alejados de la nariz, tenían una exótica forma felina, alguien cuyo cabello era tan lánguido y dorado que parecía caer cual incesante cascada, incluso en la foto que encontré de ella en internet, donde fingía hacer signos pandilleros en la zona de restaurantes de un centro comercial. Alguien cuya boca era demasiado tierna en realidad para estar en público. Observé los rostros ansiosos y anhelantes de los dos chicos reclutados por Kate para el examen de piernas. Ella estaba gritando: «¡Cerrad los ojos y así no sabréis de quién es cada pierna!». Ellos estaban manoseando la de Clee, incluido el maloliente pie, y Clee me estaba mirando. Le devolví la mirada. Hacía casi tres semanas que no montábamos una simulación. ¿Por qué estaba todavía en mi casa? Me vibró el móvil.
Miré bizqueando la fotografía de la pantalla. Kirsten era de baja estatura, espaldas anchas y cabello rubio sucio y largo hasta la barbilla, no sé si húmedo de aceite para masaje o es que lo tenía así. Usaba gafas de montura redonda tipo John Lennon y un pantalón de kárate con una camiseta blanca holgada en cuya pechera se veía a un caimán danzante. El caimán lucía rastas de color verde, negro y rojo, y decía: «MSC ROCKS, MON». La sonrisa de Kirsten era enorme y esperanzada, mucha encía ensalivada. Sus menudos ojos pugnaban por abrirse y sus brazos estaban abiertos como los de una vacilante cantante de ópera, o una quinceañera. Era menos atractiva aún que yo cuando tenía su edad.
Cuando levanté la vista Clee había desaparecido. Salí, y tampoco estaba fuera. Probablemente estaría en un coche haciendo algo con alguien. Me froté un costado de la cabeza, un pinging. Quizá me estaba muriendo. O borracha. Caminé hasta la calzada y eché a andar. Yendo a pie no me fue fácil recordar qué casa era hasta que vi a los niños en la ventana. Solo sus siluetas a través de una cortina amarilla. Como eran gemelos, todo cuanto hacían era idéntico como manchas de tinta, una mariposa simétrica, leche derramada, el cráneo de una vaca. Seguía oyendo los graves de la música, pero por lo demás reinaba el silencio cuando marqué el número.
Phillip contestó al instante.
—¿Cheryl?
—Lo he decidido —dije, mirando fijamente la cortina amarilla.
Le oí expulsar el aire con una risita.
—Me temo que te he estado acosando.
—Pues sí, la verdad, pero he llegado a una conclusión.
—Algunos de mis mensajes estaban fuera de lugar.
—Todos.
—No estaba seguro de que los hubieras recibido todos.
—Los he recibido.
—Como no siempre contestabas… Yo le decía a Kirsten que tienes mucho que hacer.
—No es para tanto.
—No, ya, tu vida no está tan llena de actividades superfluas como la del resto de nosotros.
—Lo que pasa es que aún no tenía una respuesta.
—Es lo que yo le dije a Kirsten. ¿Has recibido el último, el de la fotografía?
—Sí.
Se quedó callado. La luz del dormitorio de los niños se apagó; la cortina se volvió oscura.
—¿Quieres que te diga cuál es mi decisión?
—Por supuesto.
—Hazlo.
Cuando volví a casa Clee y otras cuatro personas estaban subidas al sofá cantando una canción que no parecía ser en inglés. Lo que más les gustaba a todos era un fragmento que sonaba más o menos como «jiddy jiddy jiddy rah rah». Phillip estaba ya en pleno coito con Kirsten; lo noté… desde la perspectiva de él. Yo estaba en él, en ella. Cada vez que Clee cantaba «jiddy jiddy jiddy rah rah» adelantaba la pelvis al compás y sus pechos saltaban. Santo Dios, jadeó Phillip, mira qué tetas. Yo susurré la palabra:
—Tetas.
Él quería frotarla a través de los tejanos. «Jiddy jiddy jiddy rah rah». Y eyacular en su boca. Enjabonarse el uno al otro. «Jiddy jiddy jiddy rah rah». Mi miembro estaba erecto. La canción se aproximaba al clímax, ella y las otras chicas, las feas, saltaban cada vez más y más rápido mientras los hombres cantaban a voz en cuello, pero aquello ya no era la canción, simplemente chillaban porque le hace sentir bien a uno.
Fui a mi habitación, cerré la puerta, corrí el pestillo, le quité su sujetador violeta de tirantes resplandecientes y metí mi semicalva cabeza entre sus tetas. Mi mano peluda recorrió la parte delantera de sus tejanos, y mis dedos de gruesas y contundentes uñas se deslizaron hasta su coño. Ella estaba mojada y suspiraba. «Phillip —gimió—, métemela». Y yo, con sigilo, a la fuerza, la introduje en su boca. Esa era la clase de mujer joven que él se merecía: una rubia explosiva, no una chiquilla con cara de rata.
Tras unos prolegómenos tan largos, el clímax fue inmediato y espectacular. Cuando eyaculé aquello fue un desparrame total, semen por doquier. No solo en sus cabellos, sus tetas y su cara, sino también el edredón y la alfombrilla. Un chorrito de esperma alcanzó incluso la superficie del tocador, salpicando mi cepillo para el pelo, mi estuche para los pendientes y la foto de mi madre de joven.
No ayudaron a limpiar. Fingieron hacerlo; hacia las doce del mediodía Kate recogió unas cuantas botellas de cerveza y preguntó dónde estaba el cubo de la basura, pero cuando le dije «Estas son reciclables» se le descompuso la cara y se sentó. Clee se paseaba en boxer y top, el pelo apelmazado en la espalda. Tenían ambas una resaca descomunal.
Al principio pensé que quizá había sido una cosa excepcional, fruto del famoso ponche, pero mientras pasaba la aspiradora y fregaba el suelo y limpiaba las paredes tuve que bajar la vista repetidas veces para asegurarme de que no estaba palpitando o hinchándome a la vista de todos, porque sentía vibrar mi entrepierna con tremenda energía. Era una nueva experiencia para mí. Cuando Clee separó las piernas para que yo pudiera limpiar la mesita baja, tuve que dejar la esponja y obligarme a ir al dormitorio. Tapé con la mano la boca gimiente de Clee para que Kate no lo oyera. Bueno, no mi mano, sino la de Phillip. Sus envites eran tan fuertes que sus orejas peludas se sacudían.
Al atardecer Kate encargó una pizza.
—Es una pizza de agradecimiento —dijo—. Gracias.
Clee atacó con hambre y yo di un mordisco a una pequeña porción.
—Por cierto, mi padre se ha vuelto a casar —dijo Kate, masticando tras una mano educada.
Sonreí asintiendo con la cabeza. Apenas si me acordaba de qué cara tenía él, pero habría sido una grosería decirlo.
—Lo pasamos bien, pero no fue más que una cita.
—¿Recuerdas cómo ibas vestida? —preguntó Kate.
Clee le lanzó una mirada.
—No —reí—, fue hace mucho tiempo.
Kate tomó un sorbo de refresco y carraspeó.
—Mi padre dijo que… ¡ay! —Se miró el sitio donde Clee acababa de darle un puntapié—. Dijo que te vestías como una lesbiana.
Sonreí. No era difícil imaginarse a Mark Kwon exagerando mi fracaso en resultarle atractiva; él era así. Clee miró hacia otro lado como si la conversación le resultara tediosa.
—¿Eso dijo tu padre?
—Sí. ¿Qué llevabas puesto?
—No me acuerdo.
Pero, ahora que lo preguntaba, me acordé perfectamente.
—¿Era algo parecido a lo que llevas ahora?
Me señaló los pantalones y la camiseta metida por dentro.
—No, esto es solo para hacer limpieza. No, creo que llevaba un vestido largo verde con muchos botones en la parte delantera. De pana.
Todavía tenía ese vestido.
Por alguna razón a Kate le hizo muchísima gracia; se echó a reír y miró a Clee boquiabierta hasta que la otra finalmente sonrió.
Kate se lo había pasado bomba. Kate no necesitaba recuperar el tupper. Kate le enviaría un SMS a Clee respecto a Kevin y Zack. Kate tenía problemas a la hora de cargar el minitodoterreno. Kate quería saber dónde estaba la estación de servicio más cercana. Kate necesitaba ir al baño otra vez. Kate se quedó mirando su teléfono, sentada en la camioneta. Kate, por fin, al fin, se marchó.
Clee cerró la puerta y me miró, entornando los ojos. Por un momento pensé que adivinaba lo que yo había hecho. Luego, sin más, me dio un bofetón, como si la visita de Kate fuera culpa mía y hubiera podido evitarse. «Pelea dentro de un coche» empezaba con un bofetón (simulado), de modo que seguimos esa trama.
—Ven acá, encanto —recitó, adusta.
Estábamos de vuelta, salvo que era demasiado tarde; yo ahora estaba jugando a otra cosa. Parodié rodillazos y codazos, moviendo torpemente una erección fantasma. Al final me fui cojeando a mi cuarto, empalmada, cerré la puerta y le aticé en la mejilla con mi enorme mano peluda. Instantes después de eyacular en su boca, me sonó el móvil. Si era él le preguntaría qué le había hecho a Kirsten y luego se lo haría yo a Clee. No era más que otro rincón turbio en nuestra travesía en común; yo sentía lo que él sentía y era asombroso, increíble.
Pero era de la consulta del doctor Broyard, para confirmar la cita del martes, 19 de junio. Me imaginé contándole que ya no tenía bolo e intentando a continuación explicarle el remedio aludiendo a su relación con Ruth-Anne. Pude oírla a ella respirar.
—¿Ruth-Anne?
—Si necesita cancelar la visita, llame por favor con cuarenta y ocho horas de antelación.
Era ella, sin duda.
—¿Podríamos hablar ahora? ¿Una sesión telefónica? Me encuentro en pleno conflicto de emociones nuevas.
Ella guardó silencio.
—Bueno, creo que puedo esperar hasta mañana.
—La veremos el martes diecinueve —dijo ella.