13

En casa no había máquinas. Si a Jack se le aceleraba el pulso o le subía o le bajaba la tensión o la ingesta de oxígeno, no teníamos manera de saberlo. Comía cada hora, día y noche; Clee no hacía casi otra cosa que darle al sacaleches y yo siempre estaba calentando, lavando o sujetando un biberón. Ella volvió al sofá y Jack dormía en la cama conmigo, en un capazo. A cada momento tenía que tocarlo para que se calmara, pero no podía quedarme dormida con la mano encima por el riesgo de aplastarlo. Me tiraba horas seguidas con la mano en alto y luego tenía el hombro y el cuello contracturados, un dolor atroz que en otras circunstancias habría pasado a primer plano. El pobre tenía cólicos; después de cada biberón se retorcía de dolor, a veces durante horas. «Haz algo. Haz algo», gritaba Clee. Jack no movía las tripas. Yo le daba masaje en el estómago y le hacía pedalear. Estaba claro que algo grave le pasaba; me parecía altamente improbable que llegara a sonreír el 4 de julio porque ahora mismo no era más que unos intestinos con piel. Tenía la cara cubierta de arañazos y rasguños, pero ni Clee ni yo nos atrevíamos a cortarle las uñas. Lo de mi hombro fue a peor. La segunda semana trasladé el capazo de Jack al suelo y dormí a su lado. No lo bañaba por temor a que se me resbalara de las manos o a que se le abriera el ombligo. Y luego, una noche a eso de las tres, desperté con la sensación de que apestaba a pollo putrefacto. Al depositarlo en el lavabo me di cuenta de que no eran horas para bañar a un bebé y me eché a llorar por lo confiado que era el pobrecillo; yo podía hacer cualquier cosa, que a él le parecía todo bien.

Clee se dedicaba exclusivamente a sacarse leche. A veces se quedaba dormida haciéndolo. Básicamente veía la tele sin volumen. Si no estaba en el sofá me la encontraba fuera, sentada en el bordillo. Cuando me quejaba de que nunca me echaba una mano, ella decía «¿Qué quieres, que Jack beba leche artificial?», como si quisiera ayudar pero no pudiera. Estaba clarísimo que no se podía contar con ella para llevar adelante aquel proceso, pero ¿qué podía hacer yo? No había tiempo para discutirlo, y Jack seguía con los intestinos atascados. Doce días ya. Todos los platos estaban sucios; Clee intentó lavarlos en la bañera de una sola vez (me dijo que lo había hecho anteriormente). El desagüe se atascó a la primera de cambio. Vino el fontanero gordo, el mismo de la otra vez; Jack, nada más mirarle, reaccionó con una impresionante descarga intestinal que acabó reventando el pañal; aquello era un mar de requesón. Lloré de alivio, le cubrí de besos, limpié su escuálido culito. Clee dijo «Lo siento» y yo dije «Soy yo quien lo siente» y esa noche me trasladé a la cama; ¿por qué demonios se me ocurrió que dormir en el suelo iba a servir de algo? Clee continuó en el sofá. No pasaba nada; aún quedaban cuatro semanas para la fecha de la consumación, según el doctor Binwali.

Además de hacer caca, comer y dormir, Jack tenía hipo y emitía viscosos ruidos de pterodáctilo, bostezaba y de cuando en cuando dejaba asomar una lengua torpe entre la pequeña O de sus labios. Clee preguntó si podía ver en la oscuridad como los gatos y yo le dije que sí. Más tarde comprendí mi error, pero eran las cinco de la mañana y Clee estaba durmiendo. Al día siguiente se me olvidó. Cada día olvidaba decirle que el bebé no veía en la oscuridad como los gatos y cada noche me acordaba otra vez, con una creciente sensación de urgencia. ¿Y si nos pasábamos años así y nunca llegaba a decírselo? Mi cuerpo estaba tan cansado que con frecuencia flotaba a mi lado o encima de mí, y tenía que bajarlo como si fuera una cometa. Por fin, una noche, escribí en un papel «No puede ver en la oscuridad» y se lo puse junto a la cara mientras dormía.

—¿Qué es esto? —preguntó ella al día siguiente mostrándome el papel.

—Oh, menos mal, sí. Que Jack no ve en la oscuridad como los gatos.

—Ya lo sé.

De repente no tuve claro cómo había empezado la cosa. Quizá ella no me lo había preguntado nunca. Lo dejé correr, no sin abrigar dudas respecto a mi estado mental. Al día siguiente, por la noche, me sobrevino la sospecha de que aquel bebé no era Kubelko Bondy, que me habían engañado. Una hora más tarde decidí que Jack era el bebé de Kubelko Bondy, es decir, que Kubelko Bondy lo había dado a luz y que nosotras no hacíamos sino de canguros hasta que el propio Kubelko Bondy tuviera edad de cuidar de él.

«Pero si eres el bebé de Kubelko Bondy, entonces ¿dónde está Kubelko Bondy?».

«Kubelko Bondy soy yo».

«Sí, tienes razón. Bueno, así es más fácil».

Rodeé con el brazo aquella cosa envuelta. Tratar de acunarlo era como tratar de acunar una magdalena, un tazón. No había superficie suficiente. Con mucho cuidado planté un beso en cada una de sus enrojecidas mejillas. Su vulnerabilidad me mataba, pero ¿era «amor» la palabra que mejor definía este sentimiento? ¿No sería simplemente piedad, y del tipo más febril? Soltó un alarido que hendió el aire: le tocaba otro biberón.

Por la noche se los daba a la una, las tres, las cinco y las siete. El de las tres era el peor. El resto de las horas conservaba algún elemento de civilización, pero a las tres yo me veía contemplando la luna con el hijo de otra en brazos, un hijo que me había robado la vida. Cada noche mi plan era llegar como fuera hasta el amanecer y luego barajar las opciones. Pero ahí estaba el problema: no había tales opciones. Las hubo, antes del bebé, pero yo no había actuado en consecuencia. Por ejemplo, viajar sola a Japón para ver cómo eran allí las cosas. Ir a clubes nocturnos para decirle a un desconocido: «Háblame de ti, cuéntamelo todo». Ni siquiera había ido al cine sola. Había estado callada cuando no había motivo para estarlo, había sido coherente cuando la coherencia era lo de menos. En los últimos veinte años había vivido como si estuviera cuidando de un bebé recién nacido. Hice eructar a Jack contra la palma de mi mano, aguantando su cogote de muñeco de trapo con el dedo gordo. Clee puso en marcha el aparato en la sala de estar. No era el benévolo shup-pa del extractor que tenían en el hospital, sino un sonido más seco y estridente, tipo uch-pa, uch-pa. Un perpetuo toque de repulsa: ¿por quiénes nos habíamos tomado, teniendo a aquella criatura? Éramos unas uch-pa, uch-pa, uch-pa.

Pero empezó a salir el sol, y mientras yo coronaba la cima de mi autocompasión recordé que, a fin de cuentas, me moriría cuando se acabara esta vida. ¿Qué importancia tenía que me dedicara a cuidar del pequeño en vez de a cualquier otra cosa? Yo siempre sería un ser terrenal; él no me había privado de mi capacidad para volar ni para vivir eternamente. Ahora valoraba a las monjas, no las de clausura, sino las mujeres modernas que optaban por eso. Si una era lo bastante inteligente para saber que esta vida iba a consistir básicamente en abandonar cosas que una quería, ¿por qué no especializarse en el abandono, en vez de en el intento de poseer? Tan exóticas revelaciones brotaban espontáneamente, y empecé a comprender que la falta de sueño y el estar siempre pendiente del bebé y de sus horas de comida eran como un lavado de cerebro, un proceso por el cual mi yo de antaño estaba tomando una nueva forma, de manera lenta pero constante, y esa forma tenía un nombre: madre. Era doloroso. Intenté estar consciente mientras sucedía, como si observara lo que el cirujano me estaba haciendo. Confié en poder conservar aunque fuera un poquito de mi antiguo yo, lo suficiente para advertir a otras mujeres. Pero sabía que era poco probable; cuando el proceso tocara a su fin no quedaría de mí nada con que lamentarme, ya no me dolería más, no recordaría nada.

Clee no tocaba a Jack a menos que yo se lo pusiera encima, y aun así lo sostenía apartado de su cuerpo, las flacas piernas colgando. Chavalín, le llamaba.

—¿A ti no te parecen raras, las manos del chavalín?

—No. ¿Por qué lo dices?

—No sé, es como si no las controlara. He visto que le pasa a otra gente, no sé, ancianos en silla de ruedas y eso.

Yo sabía bien a qué tipo de gente se refería. Nos quedamos mirando cómo sacudía los brazos sin ton ni son.

—Es pequeño y nada más. Hasta que sonría, lo demás no cuenta. El 4 de julio.

Clee asintió poco convencida y luego preguntó si necesitábamos algo de la tienda.

—No.

—Bueno, creo que iré de todos modos.

Desde que estaba completamente curada salía con frecuencia, lo cual a veces era un alivio para mí, así solo tenía que cuidar del bebé y no del bebé y de ella. Esto me hizo sonreír, porque era igualita que un ama de casa de los años cincuenta. Clee era mi «hombretón», y yo su «cari».

—Tú eres mi hombretón.

—Si te empeñas…

—Y yo tu cari.

—Eso.

Solo que ella no era como un marido de los cincuenta porque no ganaba los garbanzos de la familia. Intentó recuperar su puesto de trabajo en Ralphs, pero habían cambiado a la persona encargada de contratar personal; era una mujer. Le dije a Clee que tanteara el terreno. Tú tantea el terreno; nunca se sabe lo que puede pasar. Ella tanteó un solo terreno, el de Kate, con un mensaje al móvil: «Sabes de algun kurro??????».


Estaba completamente agotada, pero el 17 de mayo, la víspera del último día de la octava semana, me depilé todo el vello púbico; estaba segura de que ella lo preferiría así, no con mi felpudo entrecano. Suzanne se acordó también del día especial y no se privó de mandarme un SMS: «Recapacita, por favor».

La noche del 18 metí a Jack en el cochecito y empecé a dar vueltas y vueltas a la manzana hasta que se quedó profundamente dormido. Luego volví, lo deposité en la cuna, puse las manos en su cabeza y sus pies, conté hasta diez, las retiré de un solo y suave movimiento y salí con sigilo del cuarto de planchar. Me remetí el pelo detrás de las orejas con el cepillo, me puse los «visillos» rosa fucsia y dejé la puerta entreabierta.

Sentí un cierto alivio al ver que ella no entraba. Yo no quería que el sexo se apoderara de nuestra relación; que si pelis porno, que si juguetitos de silicona… De vez en cuando miraba la pizarra para ver si había rayitas nuevas. No, ninguna todavía, pero la de color violeta de arriba del todo seguía allí. Pasé hojas de calendario contando las semanas que faltaban para el 4 de julio. Cuando él sonriera, todo lo demás encajaría y brotarían rayitas como hierba nueva.


Resultó que la hermana de la madre de Kate organizaba fiestas y tenía su propio servicio de catering.

—Un trabajo de verdad, no como lo de Ralphs —dijo Clee—. Es una profesión.

—La tía de Kate, ¿eh?

Jack estalló dentro del pañal.

—Hermana de su madre. Mi objetivo es aprender todo lo necesario y luego montar mi propia empresa.

—¿Una empresa de organizar fiestas?

—Bueno, no sé, quizá. Esa sería una idea. Rachel, una chica que está con ellos, va a montar una de palomitas con sabores. El maíz de las palomitas ya lo tiene, en su habitación.

—¿Quieres hacerlo tú?

Le puse a Jack en brazos.

—¿El qué?

—Cambiarlo.

Cuando se cumplían ocho semanas y siete días me rasuré otra vez y me puse los visillos, porque si no contábamos la primera semana (y ella seguramente no la había contado), entonces esa noche era la última de la octava semana.

A partir de entonces no volví a depilarme el pubis.


Para ir a los servicios de catering Clee tenía que llevar camisa de esmoquin blanca y corbata negra de lazo. Estaba imponente, desde luego; la habían contratado justamente por eso. La primera noche volvió a casa a las dos.

—No veas qué caos; me he tirado horas limpiando —rezongó.

Empezó a vaciar con ruido una bolsa grande de papel donde había botellas de champán a medio beber, cupcakes a puñados y un taco de servilletas monogramadas: ZAC & KIM.

—Chsss…

Señalé, furiosa, el monitor del bebé. Había tenido que dar cuatro vueltas enteras a la manzana para que se durmiera.

Clee soltó la bolsa como si quemara.

—Está bien, tengo que decirte una cosa.

Su semblante estaba serio, el gesto extraño. Sentí un vahído en el estómago. Quería que nos separáramos.

—¿Cuándo puedo hablarte? Normalmente no parece que te interese lo que digo. No sé, nunca me preguntas nada, y eso me hace pensar que te importa un pito. No sonrías. ¿Por qué sonríes?

—Perdona. Claro que me interesa. ¿Qué era lo que me importaba un pito?

—Bueno, y esto es solo un ejemplo cazado al vuelo. Cuando explicaba eso de que Rachel iba a montar una empresa de palomitas con sabores, ¿no? Pues no me has preguntado nada.

—Entiendo. Ya, bueno, creo que en ese caso concreto habías dado suficientes detalles como para que no fuera necesario preguntar nada más.

—A mí se me ocurre una pregunta.

—¿Cuál?

—¿Qué sabores? Eso sería lo primero que una persona que estuviera realmente interesada podría preguntar.

—Vale. De acuerdo.

Clee cambió de postura, esperando a que yo dijera algo más.

—¿Qué sabores?

—Pues un poco de todo, verás: papaya, leche, cacao, chicle… cosas así. ¿Has comido alguna vez palomitas al chicle?

—No. He mascado chicle y he comido palomitas, pero no…

—No en un solo producto.

—Nunca.

Las dos de la mañana era temprano. A veces las fiestas terminaban a las tres y ella se tiraba hasta las cinco limpiando. Un día Rachel y ella tuvieron que llevar un pedestal de mármol hasta el condado de Orange a las cuatro de la mañana para que la tía de Kate no tuviera que pagar el alquiler de otro día. A veces regresaba a casa borracha, algo que se suponía que era parte del trabajo.

—Como quedan tantas bebidas… —dijo, o más bien farfulló.

Se desabrochó la camisa de esmoquin, puso en marcha el extractor y se sacó leche con alcohol, uch-pa, uch-pa, uch-pa. La tiré por el desagüe y ella me dio un besito. Luego me dio otro, esta vez más largo, y con un sabor curioso.

Clee vio la cara que yo ponía.

—¿Sabe a tequila?

Asentí.

—¿Te gusta?

—No soy muy bebedora, la verdad.

—Bien, señora, pues un día de estos te voy a emborrachar.

No solía llamarme «señora», y eso me hizo sentir vieja. Puso una mano en mi cadera.

—¿Dónde está ese vestido?

—¿Qué vestido?

Hizo una mueca, una de las antiguas.

—Déjalo.

Encendió la tele y yo me metí en el dormitorio y cerré la puerta. Ahora, cada vez que estaba sola, me sumía en una especie de estupor perplejo, me agarraba los brazos e intentaba reconocerme llevando aquel tipo de vida. Normalmente no llegaba muy lejos, porque Jack empezaba a llorar y yo me ponía en movimiento, olvidándome de mí misma. Cuando no lloraba, mis pensamientos se volvían cada vez más retorcidos y alocados, que fue lo que me pasó en aquel momento. Comprendí a qué vestido se refería.

Clee se puso colorada al verme. Clavó la vista en las moneditas de mis zapatos y fue subiendo lentamente, botón a botón, a todo lo largo del vestido de pana. Cuando llegó a la cabeza, retrocedió unos pasos y me miró entera. Parecía acongojada, dolida casi. Se pasó la mano por el flequillo y se secó un par de veces las palmas en el pantalón de chándal. Jamás me habían mirado así, fue una fantasía hecha realidad.

Se puso de pie, inclinó la cabeza y me besó en el cuello, unos centímetros más arriba del cuello del vestido. La manera como me empujó fue brusca. No como antaño, pero sí un poquito como antaño. Se me llenaron los ojos de lágrimas: nosotras éramos también así. Descendió hasta mis pies, hasta el dobladillo del vestido. Había botones difíciles, casi un poquito grandes para los ojales. Se peleó con ellos como si fuera la primera vez, como si no hubiera aprendido ningún truco o ninguna técnica desabotonadora. Yo estaba pensando que había pocas probabilidades de que llegara a mi pubis antes de que Jack llorase, si es que era allí a donde se encaminaba. Luego, al no oírlo berrear, pensé que quizá se había muerto, pero me quedé tendida en el suelo porque no quería ser yo quien lo encontrara. Sus dedos se afanaron más arriba de mi cintura. Observé su rostro serio mientras ella procedía a desabotonar la parte de los pechos. Su aliento etílico denotaba ansiedad. Era un sonido que enardecía; a cualquier persona, independientemente de sus tendencias, le habría excitado oírlo. Cuando llegó al último botón, bajo mi barbilla, separó lentamente las dos partes del vestido como quien abre un pescado por la mitad. Yo no llevaba nada, ni siquiera los visillos. Clee se sentó sobre los talones, fijó la vista en mis acuosos pechos y empezó a murmurar algo en voz muy baja.

—Cheryl puede hacerlo sola… Yo le echo una mano a pesar de que…

Aceleró el resto hasta el final como si rezara el Padrenuestro. No fue fácil, estando en el suelo, inclinar la cabeza en señal de reconocimiento, pero no bien lo hube hecho ella se bajó rápidamente el pantalón de chándal y el tanga y se tumbó de manera que quedaran pegados su monte de Venus rubio oscuro y el mío gris semitrasquilado. Levanté la cabeza para besarla; ella cerró los ojos y se aclaró la garganta al tiempo que desplazaba ligeramente las caderas hacia un lado. Muy concentrada, empezó a moverse despacio sobre mi hueso púbico. Era mucho peso y yo no estaba segura de dónde poner las manos. Las tuve a unos centímetros de sus nalgas desnudas antes de plantarlas allí. Apreté. La sensación era agradable, desde luego, pero me fue difícil sacarle algún provecho. Entonces cerré los ojos y Phillip me dio ánimos: «Piensa en tu cosa». Hacía ya mucho tiempo que no pensaba en mi cosa. Puse los pies en punta e intenté generar un eco, una fantasía dentro de otra fantasía, pero en eso estaba cuando mis ojos se abrieron solos. Ella estaba presionando mi pecho duro y peludo con sus senos hinchados, y noté cómo su coño mojado, su coño de verdad, patinaba sobre mi miembro tieso. Hundí los dedos en su trasero y empujé hacia arriba; la sensación fue increíble, me la estaba follando. Embestí una y otra vez hasta que eyaculé entre espasmos volcánicos, colmándola por dentro. Clee vio mi rostro contraído y aceleró; su frotamiento se volvió engorrosamente enfático. Intenté acoplarme al movimiento, pero era demasiado rápido para dos personas y opté por quedarme quieta cual buena farola para perro con ansia de rascarse. El olor de sus pies me llegó en oleadas que alternaban con aire limpio. Noté la barriga donde había estado Jack. Clee continuó insistiendo; algo me rozaba. Por fin toda ella se estremeció, lanzando un gemido agudo que casi sonó falso. Yo sabía que me acostumbraría a oírlo. Incluso podía ser que hiciera yo también algún ruidito la próxima vez.

Se quitó de encima y volvió a ponerse el tanga y el pantalón de chándal. Al levantarse de un salto, a punto estuvo de caer de espaldas y se rió como una loca.

—Dios mío —dijo, pero a nadie en particular—. ¡Dios mío!

Como parecía que ahí terminaba la cosa, empecé a abotonarme el vestido.

—Ahora mismo encargo una pizza y me la como entera. —Estaba ya marcando el número—. ¿Tú quieres? No, ¿verdad?

—No.

Encendí y apagué el monitor para asegurarme de que la imagen no se hubiera congelado.

—Hace rato que no se mueve —dije.

Volvió la cabeza hacia el aparato.

—¿Qué quieres decir?

—Pues eso, que no se mueve.

—¿Es mala señal?

—Si está vivo, no.

—¿Y si fueras a comprobarlo?

—¿Y que se despierte…?

Me quedé sentada a solas con el monitor; apoyé el canto de una uña en el pecho del bebé para calibrar cualquier indicio de que respiraba. La resolución de la imagen no era lo suficientemente alta. «Saldré gritando a la calle, eso es lo primero que haré. Después de eso, ya veremos».

El bebé se despertó al poco rato, cuando el repartidor de pizza llamó al timbre. Clee se la había comido ya casi toda para cuando bajé con Jack en brazos.


El 3 de julio Jack se lo pasó berreando, como si supiese que le quedaba solo un día para sonreír y no cumplir el plazo le pusiera muy triste.

«Tranquilo, no pasa nada, quítatelo de la cabeza».

«De todos modos, presiento que vas a sonreír».

«No hay ninguna prisa».

Clee estuvo media hora seguida dándole la lata con ruiditos y caras raras, hasta que se rindió y salió de casa hecha una fiera. La vi pasearse arriba y abajo, fumando y hablando por el móvil.

El día 4 fuimos a Ralphs y ella consiguió que le dieran un perrito caliente gratis por ser empleada a pesar de que ya no trabajaba allí. El gerente sostuvo a Jack en brazos y también una tal Chris y lo mismo el encargado de la carnicería y luego la propia Clee, que lo acunó como si no hiciera otra cosa en todo el día. Jack intentó engancharse a uno de los botones de su camisa de esmoquin. Clee se la ponía a diario, incluso cuando no iba a trabajar. Y unos pantalones verdes, del ejército. Durante el último mes su peculiar estilo había cambiado por completo y de manera solapada. Le sentaba bien. Cuando ya empezaba a ponerse nerviosa, el pelirrojo que ayudaba a llenar bolsas le arrebató a Jack y lo lanzó al aire varias veces.

—Cuidado —dije yo.

—A él le gusta —dijo el pelirrojo—. ¡Mirad!

Clee y yo levantamos la vista y el bebé nos sonrió desde las alturas. Nos echamos a reír, nos abrazamos, abrazamos al pelirrojo y a Jack. Había sonreído dentro del plazo.

Tras lo de la sonrisa, ahora tocaba reír y después darse la vuelta. Días y noches empezaron a desentrelazarse otra vez: las tres de la mañana se convirtió en una hora normal. Los primeros meses eran duros para todos los padres, una auténtica prueba de fuego, ¡y nosotras la habíamos superado! A todo esto era verano. Lavé la ropa de cama. Abrí todas las ventanas e hice lo que buenamente pude para dejar el patio en condiciones; podé y arranqué malas hierbas mientras Jack se daba la vuelta sobre una manta. Si alguna vez regresaba, Rick tendría que vaciar el balde de los caracoles, porque estaba casi lleno. A Clee le dio por llevar pantalones cortos de tela vaquera y con parte del dinero del catering le compró a su amiga Rachel su viejo ciclomotor porque ella se iba a comprar uno nuevo. Los fines de semana salían juntas de excursión motera y estaban pensando en apuntarse a alguna competición.

—¡Porque corremos que nos las pelamos! —exclamó, quitándose el casco.

—Jack y yo podríamos ir a veros a las carreras —dije.

Me imaginé sentada junto a una nevera portátil, el bebé en el regazo y agitando un banderín. Loción bronceadora.

Ella torció el gesto.

—Es que no funciona así —dijo—. No hay carreras.

—Ah, vale. Como has dicho algo de una competición…

Cogió algo de la cocina y volvió a salir. Yo miré desde la ventana de delante con Jack pegado a la cadera. Clee estaba mojando las ruedas de su ciclomotor con la manguera y frotándolas con mi estropajo vegetal. Había perdido buena parte del peso del embarazo; sus pechos todavía más grandes parecían cosa de otro mundo, en el buen sentido. Cortó el agua y retrocedió para contemplar el resultado: la moto resplandecía. A muchas personas les habría costado quitarle las manos de encima. ¿Esperaba eso de mí? Naturalmente.

Aquella noche me puse los visillos. Como me daba vergüenza salir medio desnuda, me cubrí con el albornoz y una vez que estuve sentada a su lado en el sofá me lo quité. Tardó unos segundos en apartar la vista del televisor, pero lo hizo. Apenas un instante.

—Mira, yo… —dijo, pestañeando a toda velocidad— necesito que me avises con antelación.

Volví a ponerme el albornoz.

—Está bien. ¿Cuánta antelación necesitas?

—¿Qué?

—No sé si te refieres a una hora, un día, o…

Se miró las rodillas como una adolescente cuando la riñen sus padres. La pregunta se evaporó al cabo de un rato. En vista de que no iba a obtener respuesta, fui a preparar té a la cocina.

Todavía le daba un besito de vez en cuando, pero sus labios parecían tensarse, como si respingaran por su cuenta. A veces deseaba volver a la lucha libre de otros tiempos, pero eso era imposible y encima habríamos tenido que llamar a un canguro. De hecho, tampoco quería pelear; Clee no se estaba portando mal conmigo. Lavaba los platos, cortaba el césped poniéndose unas botas de goma sucias que le llegaban hasta las rodillas. ¿Cuándo se las había comprado? O podían ser las que utilizaba Rick para sus labores. De repente me invadió la melancolía, como si añorara a mi jardinero sintecho. O quizá añoraba el pasado: el hospital, las enfermeras, los botoncitos para llamar, el aspecto de Clee con trenzas y la bata de algodón que apenas si la contenía. La primera marca violeta estaba todavía en la esquina superior de la pizarra, pero alguien que no supiera de qué se trataba podía pensar que era un resto de una anotación anterior que no había quedado bien borrada.


Era una idea que estaba trabajando. Pensaba en ello durante apenas unos segundos y lo dejaba. Al cabo de un par de días, mientras Jack estaba durmiendo, la volvía a poner sobre el tapete y la trabajaba un poco más. Era como un bordado de grandes dimensiones; no quería ver la imagen final hasta que estuviera completo. Por la sencilla razón de que la imagen final era muy triste.

Nos habíamos enamorado; eso seguía siendo verdad. Pero, dadas las condiciones psicológicas adecuadas, una persona podía enamorarse de cualquiera, fuera persona o cosa. De un escritorio, siempre dispuesto, siempre a cuatro patas. ¿Qué esperanza de vida tenían estos improbables amores? Una hora. Una semana. Como mucho, varios meses. El fin era algo natural, como las estaciones, como envejecer, como que la fruta madure. Lo más triste era eso; no había a quién echar la culpa ni manera de invertir el proceso.

De ahí que solo estuviera esperando a que ella me abandonara, lo que incluía que se llevara consigo al niño que legalmente no era hijo mío. Tarde o temprano se marcharían. Clee querría evitar una escena y lo haría rápido. Seguro que iría a casa de sus padres; Carl y Suzanne la ayudarían con Jack. Ahora le habían retirado la palabra, pero eso cambiaría en cuanto ella se presentara allí con un niño de pecho y una bolsa violeta al hombro. Esta nueva perspectiva de mi situación trajo consigo inquietud y pérdida de apetito; sostenía a Jack con manos heladas, siempre al borde de las lágrimas. Por primera vez en mi vida entendí que todo el mundo viera la televisión. Era una ayuda. No a largo plazo, claro, pero sí minuto a minuto. El único alimento que me apetecía eran extrañísimas patatas fritas y galletas no orgánicas, así como una cosa francamente adictiva que combinaba las dos anteriores: unas galletas saladas fritas. Cuando se terminaron dejé a Jack con ella para ir a Ralphs.

—Si se despierta o llora, espera unos cinco minutos antes de entrar; probablemente tardará un par de minutos en dormirse otra vez.

Ella asintió como diciendo: «Ya, ya, si ya lo sé». Estaba dándole al sacaleches.

—¿Me traes esos refrescos de pomelo? —dijo.

Regresaba en coche cuando caí en la cuenta de que había olvidado comprar los refrescos, y entonces pensé: «Da igual, porque Clee no estará cuando yo llegue. No estarán ninguno de los dos». Dicho y hecho: el coche de Clee no estaba en el camino de entrada.

Habría sido perverso entrar en la casa momentos después de que ella se marchara; tuve que esperar un poco, dejar que la cosa se asentara. Aparte de que no podía moverme apenas, de tanto como lloraba. A moco y a grito pelado. Había pasado lo que yo temía. «Oh, mi niño. Kubelko Bondy».

De repente se detuvo a mi lado el Audi gris plata; dos botellas de dos litros de Diet Pepsi en el asiento de atrás, Jack dormido en el asiento del copiloto. Nos apeamos de nuestros respectivos coches.

—Lo he dejado llorar cinco minutos —susurró—, y como no callaba me lo he llevado a dar una vuelta.

A partir de entonces ya no me separé de Jack en ningún momento. Intenté hacer cosas que pudiera recordar —a nivel celular, me refiero— después de que ella se lo llevara. Organicé una excursión al paseo del muelle de Santa Mónica, con sus estimulantes e indelebles sonidos y panoramas.

—¿Puedo traer a alguien? —me preguntó Clee.

—¿A quién?

—Da igual, tampoco pasa nada.

El muelle estaba absolutamente repleto de gente obesa comiendo gigantescas rosquillas fritas y algodón de azúcar fluorescente. Clee se compró una Oreo chorreante de aceite.

—Con eso te saldrá la leche más dulce —dije, pensando en las propiedades inflamatorias del azúcar.

—¿Qué? —gritó ella entre el estrépito infernal de una montaña rusa.

Cada vez que pasaban los vagones, una mujer latina sostenía en alto a su bebé y este agitaba brazos y piernas creyendo que iba montado en la atracción. La siguiente vez yo levanté también a Jack; pensé que eso lo recordaría. La mujer me sonrió y yo hice un gesto deferente para darle a entender que no trataba de suplantarla; la jefa era ella. Lanzamos al aire a nuestros respectivos, una y otra vez, enseñándoles lo que era ser madre, lo que se sentía estando terroríficamente enamorada pero sin opción de largarse. Los brazos se me estaban cansando, pero yo no era quién para decidir cuándo había que parar. Deseé con toda mi alma ser una de aquellas personas que deambulaban por allí en plena libertad. De repente la montaña rusa se detuvo con un topetazo; las portezuelas se abrieron y un grupito de hombres y niños se acercó a mi compinche latina, riendo y tambaleándose con flojera de piernas. Casi no tuve fuerzas para meter a Jack en su canguro; los brazos me colgaban como fideos.

Y Clee se había ido.

Contuve la respiración y permanecí totalmente inmóvil mientras la gente pululaba a nuestro alrededor.

Clee había esperado a que yo estuviera distraída.

Su amigo, o amiga, había pasado a buscarla.

Iban camino de San Francisco.

Había abandonado a Jack.

Sujeté su carita entre mis manos al tiempo que intentaba acompasar la respiración. Él aún no lo sabía. Era algo espantoso, un crimen. Pero podía ser que ella lo hubiera planeado así, buscar una opción madura y generosa. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Ella creía en mí, creía que yo podía hacerlo. Y yo podía. El alivio que sentí se entrecruzó con el golpe del abandono. Empecé a girar en círculos, tambaleándome hacia la salida, luego los servicios, y finalmente me paré a mirar medio aturdida cómo un papá flacucho erraba una y otra vez el tiro sin acertar al pato de goma, bang, bang… bang. Ella también estaba mirando. Sí, era ella, con su camisa de esmoquin, zampándose un pretzel gigante. El papá flacucho se rindió, y vi que Clee miraba disimuladamente a su alrededor, en busca de otro entretenimiento. Entonces nos vio y saludó con el brazo.

—¿Tú crees que está amañado?

—Lo más seguro —respondí temblorosa.

—Bueno, probaré de todos modos. ¿Me aguantas esto?

Un mes más tarde comprendí que Clee tal vez no sabía nada. Tendría que esperar años, quizá. Ella podía envejecer en aquella casa, con su hijo y con la persona a sueldo de sus padres, sin llegar a saber que tarde o temprano me abandonaría. Su impaciencia iría perdiendo fuelle, sus rubios cabellos encanecerían e iría ganando peso. Cuando ella tuviera sesenta y cinco años yo tendría ochenta y tantos; dos mujeres viejas con un hijo ya mayor. No éramos la pareja ideal, pero quizá tampoco era tan grave. Darme cuenta de ello me consoló en gran medida; pensé que me serviría de indefinido sustento, como una hogaza de pan escondida. Y entonces, una tarde, volviendo Jack y yo del parque, vimos algo a lo lejos.

«¿Qué es eso que hay en la acera?», dijo él.

«Una persona», dije yo.

Una persona gris y encorvada. Clee. No es que su pelo fuera gris, pero sí su piel. Y su cara. Ajada y descompuesta por un peso tan grande que cualquiera podía verlo; una mujer que odiaba su existencia. Y era así como ella pensaba vivir, sentada en el bordillo, fumando. ¿Cuánto tiempo llevaba deprimida? Meses, eso se me hizo evidente. Había estado saliendo a fumar desde que trajimos a Jack a casa. Supongo que ocurre a cada momento, una pasión fugaz tuerce el verdadero rumbo de una persona y no hay nada que se pueda hacer. Miré a Jack; tenía la frente arrugada de preocupación.

«Es muy dinámica a veces —le aseguré—. Y divertida».

No me creyó.

Clee levantó la cabeza y nos vio acercarnos. Sin saludar, lanzó el cigarrillo cansinamente a la alcantarilla.


Una de mis series de televisión favoritas iba de un hombre que sobrevivía en la jungla. En un episodio reciente, parte de un pie le quedaba atrapada bajo una roca y el hombre no tuvo otro remedio que cortársela con una diminuta sierra de arco. Después de serrar y serrar, lanzó a los arbustos la parte del pie atrapada. Estaba negra y azul. En nuestro caso el pie tendría que cortarse solo para liberar al hombre. Para liberar a Clee. Yo lo haría con ternura y ceremonia, pero con la misma inquebrantable determinación. Me estremecí, y un gemido de pánico escapó de mi garganta. Esto no iba a ser como la vez que la madre de Kubelko me arrebató a su hijo, yo ya no tenía nueve años. Jamás me recuperaría. Pero no podía conservar a Jack conservándola a ella, no era propio de una madre, ni de una esposa, y difícilmente podía acabar bien. Coge la sierra y empieza. Adelante, atrás, adelante, atrás.

Como las velas de verdad son un peligro, compré unas votivas, eléctricas, que se encendían al agitarlas. Un paquete de treinta; había mucho que agitar. El CD de canto gregoriano no era «nuestra canción», pero sonaba parecido a lo que habíamos oído aquella primera mañana por la radio. Lo puse, a poco volumen, y apagué las luces. Jack y yo contemplamos cómo las llamas de plástico ondeaban en la oscuridad; entre ellas había una vela de verdad, aquella tan gruesa con aroma a granada y grosella que yo le había regalado hacía dos años. La habitación palpitaba con la luz. Intenté llorar en silencio para que el niño no se diera cuenta. Mi boca abierta y crispada, lágrimas entrando en su interior. Fue por pensar que volvía a ser una después de haber sido tres; la idea del silencio y el orden tras tanto ruido.

Tenía cuarenta minutos para hacer que se durmiera antes de que Clee llegara del trabajo. Lo bañé como si fuera la última vez. La canción de cuna me salió como una marcha fúnebre, de modo que abrí un cuento infantil y le empecé a leer, pero dadas las circunstancias la historia resultaba excesiva y devastadoramente bonita. Jack empezó a moverse y a armar alboroto.

«¿Por qué tan poca fe?», preguntó.

Le dije que la fe no tenía nada que ver, que no siempre puedes conseguir lo que anhelas. Pero tenía razón él. Una madre de verdad lanza el corazón por la verja y luego trepa para rescatarlo.

Cerré el cuento, apagué las luces y lo cogí en brazos.

«Me he puesto frenética, ¿verdad? Qué tonta soy. Nos diremos adiós un millón de veces y hola otro millón a lo largo de tu larga, larguísima vida».

Jack me miró, preguntándose qué había pasado con el cuento de ir a dormir.

«Muy bien. Un día —dije—, cuando seas mayor, yo estaré esperando un avión y tú irás a bordo. Vendrás de la China o de Taiwán y yo me pondré de pie cuando anuncien la llegada de tu vuelo. Clee se levantará también, estará allí conmigo. Esperaremos junto a mamás y papás y maridos y esposas al fondo del largo vestíbulo de Llegadas. Empezarán a salir pasajeros. Yo buscaré con la mirada, me pondré nerviosa, dónde está, dónde está, y entonces te veré a ti, Jack, mi pequeño. Allí estás, alto y guapo en compañía de tu nueva novia, o novio. Agitaré los brazos. Tú primero no me verás, pero luego sí. Me harás señas. Y yo no podré evitarlo, empezaré a correr por el pasillo. Una larga distancia, pero una vez que empiece no podré frenar. ¿Y sabes qué harás tú? Pues correr también. Tú correrás hacia mí y yo hacia ti y cuando ya estemos cerca nos pondremos a reír los dos. Reiremos y reiremos, sin dejar de correr y correr y correr, y mientras sonará música, instrumentos de metal, un tema arrebatador, en la sala todo el mundo llorando, saldrán los créditos. Ovación clamorosa. FIN».

Se había dormido.


El canto gregoriano seguía sonando cuando ella llegó a casa. Ya la estaba esperando en el dormitorio a la luz de las velas. Clee se asomó, perpleja. Serví tequila en un vaso de chupito; solo tenía uno, y en los últimos dieciséis años había servido como recipiente para broches y pasadores.

—Qué luces más raras —dijo, tomando un sorbo mientras miraba a su alrededor.

El CD había cambiado de corte, ahora era un himno que inducía al silencio. Nos acostamos, mudas, en la cama.

Ella se acurrucó contra mí como en los viejos tiempos, dos eses.

Terminó la pieza y dio comienzo una nueva; era una voz sola en medio de una inmensa catedral y la voz se encumbraba y reverberaba y loaba a Dios. El cantor estaba inspirado e iluminado de gratitud, no por una cosa en concreto sino por la vida en su conjunto, incluido el martirio de vivir. Hasta en latín entendías que daba gracias a Dios especialmente por el martirio, pues no en vano le permitía ser todavía más fiel al mundo. Apreté los brazos de Clee y ella los estrechó a mi alrededor.

—Tienes que marcharte de casa.

Se quedó paralizada. Visualicé al hombre serrándose parte del pie. Cerré los ojos y serré, adelante y atrás…

—Necesitas tu propio sitio, aprender a cuidar de ti misma, ser libre. Enamorarte.

—Estoy enamorada.

—Qué bien. Que lo hayas dicho.

Como la tenía detrás de mí, durante mucho rato no supe qué estaba pasando. Luego la oí tomar aire con fuerza, tragarse los mocos del llanto.

—No sé cómo voy a… —sollozó pegada a mi nuca— cuidar de él.

Esperé. Conté hasta nueve.

—Yo podría quedármelo, si tú quieres. Quiero decir hasta que te hayas instalado.

Rompió a llorar de una manera que esta vez sí pude notar; todo el cuerpo le temblaba.

—Supongo que soy la peor madre que ha existido nunca —dijo entre toses.

—No, no. En absoluto.

El CD seguía sonando. Quizá había llegado al final y estaba repitiéndose desde el principio, era difícil saberlo. Nos dormimos. Yo me levanté para darle un biberón a Jack. Volví a la cama, me deslicé entre sus brazos, dormí y dormí. La mañana se había extraviado por el camino. Yaceríamos eternamente como estábamos ahora, siempre diciéndonos adiós sin separarnos jamás.