11

En cuanto se enteraron de que Clee se quedaba el bebé Stengl, las enfermeras le dieron un sacaleches y le dijeron que debía accionarlo cada dos horas.

—Aunque veas que no sale nada, tú sigue apretando —dijo Cathy. Carla se mostró de acuerdo—. No mires los biberones, tú relájate. Ya saldrá. Tráenos hasta la última gota, por pequeña que sea, y nosotros se la daremos cuando le quiten el suero.

Clee rió nerviosa sosteniendo el aparato con el brazo extendido.

—No sé. Sí. No. Creo que paso. —Se lo devolvió a Cathy—. No es mi rollo.

Esa tarde una mujer madura llamada Mary, de pecho como un tonel, entró en nuestra habitación con un extractor sobre ruedas.

—Soy asesora de lactancia en este hospital y en Cedars-Sinai. Puedo extraer leche en menos que canta un gallo.

Le expliqué que Clee había decidido no dar el pecho; Mary respondió con una breve perorata sobre los beneficios de la leche materna para prevenir la diabetes, el cáncer, las alergias y los problemas respiratorios. Clee se desabrochó la blusa, muerta de vergüenza, la cabeza gacha. Tenía los pechos caídos y sonrosados. Yo no se los había visto todavía. Con brusca eficiencia, Mary le aplicó en los pezones varios conos de diferente medida.

—Sí, señora. Tienes el volumen adecuado. Talla grande.

Clee permanecía con la cabeza gacha, el rostro totalmente escondido tras los cabellos.

Mary ajustó los recipientes a los conos y conectó el vetusto artefacto. Shup-pa, shup-pa, shup-pa, hizo la máquina succionando rítmicamente los pezones de Clee.

—Como las vacas. ¿Has estado en una granja alguna vez? Pues es más o menos lo mismo. Ahora sujeta tú. —Clee sostuvo los conos succionadores—. ¿Sale algo? —Mary echó un vistazo a los biberones—. No. Ya, bueno, tú sigue. Diez minutos cada dos horas.

Apagué la máquina en cuanto Mary hubo salido.

—Ha sido horrible, lo siento.

Clee la encendió otra vez, sin levantar la vista.

Shup-pa, shup-pa. Con cada succión, los pezones le crecían de forma grotesca.

—¿Puedes dejarme un poco de espacio? —dijo.

Me fui rápidamente al otro extremo de la habitación.

—No me gusta que me miren el pecho.

—Perdona —dije—. Ojalá tuviera que hacerlo yo.

Shup-pa, shup-pa.

—¿Lo dices en serio?

—Bueno, no creo que me importara.

Shup-pa.

—¿Es que piensas que no soy capaz de dar leche?

—No, no me refería a eso.

Shup-pa, shup-pa.

—Crees que una vaca puede hacerlo y yo no, ¿eh?

Shup-pa, shup-pa.

—Claro que puedes. Bueno, y una vaca también. Las dos.


Aquella noche no salió nada. Clee programó el despertador de su teléfono móvil para las dos, las cuatro y las seis de la mañana. Nada. A las ocho apareció Mary para ver qué tal.

—¿Qué? ¿Algo? ¿No? Insiste. Piensa en tu niño. ¿Cómo se llama el bebé?

—Jack.

—Pues piensa en Jack.

Clee se enganchó a la máquina. No quería subir a la UCI sin nada de leche, así que fui yo sola y le expliqué a Jack que su mamá estaba esforzándose para hacerle una deliciosa comidita. Cuando volví a la habitación estaba todavía en ello. Los biberones, vacíos.

—Le he dicho que su mamá se estaba esforzando mucho.

—¿Me has llamado «mamá» delante de él?

—¿Prefieres «mami», o «madre»? ¿Cómo quieres que te llamen?

Shup-pa, shup-pa. Su mirada hervía de frustración.

—Puta mierda.

Aporreó el extractor con tal fuerza que hizo saltar de la mesa una taza y unos cubiertos, que cayeron al suelo con estrépito.

Shup-pa, shup-pa, shup-pa.


Amanecía cuando noté que ella me tocaba la oreja. Yo estaba soñando que el sacaleches estaba conectado, pero no era así, reinaba un silencio absoluto, amanecía y ella me estaba tocando la oreja. Recorría sus bordes perfectos con la yema del dedo. La primera luz entraba tímidamente en la exigua habitación. Le sonreí. Ella sonrió a su vez y señaló hacia la mesita de noche. Dos biberones. En cada uno de ellos algo así como veinte centímetros de una leche amarilla.

A Clee le dieron el alta a la mañana siguiente. No así a Jack, por supuesto. El doctor Kulkarni dijo que lo dejarían salir cuando fuera capaz de beber sesenta mililitros de leche y digerirlos bien.

—Calculo unas dos semanas —dijo—. Día más, día menos. Tiene que demostrarnos que es capaz de alimentarse directamente de la tetilla, chupar y tragar.

Dio media vuelta. Clee estaba esperando con el bolso y vestida de calle. Yo agarré al doctor de la manga.

—¿Sí? —dijo.

Vacilé; necesitaba un segundo para perfilar todas las facetas de mi pregunta. Era sobre la posibilidad de que mi vida (esa en la que yo tenía un hijo y una bella y joven enamorada) tuviera continuidad fuera del hospital. O si podía darse únicamente dentro del mismo. ¿Era yo como la miel cuando piensa que el oso es pequeño, sin darse cuenta de que el oso no es más que la forma del frasco de miel?

—Creo que sé lo que está pensando —dijo el doctor.

—¿De veras?

Asintió con la cabeza.

—Es pronto para decirlo, pero de momento se recupera la mar de bien.

Le dijimos a Jack que volveríamos al día siguiente y nos marchamos, pero tuvimos que dar media vuelta porque yo no le había dicho te quiero —«Te quiero, mi pequeño boniato»—, y esta vez nos marchamos de verdad. Salimos un tanto temblorosas a la luz del sol. En el taxi nos cogimos de la mano. Mi calle estaba como siempre. En ese momento la vecina de dos puertas más abajo estaba entrando sus contenedores de basura y nos vio renquear hasta la puerta. Clee empezó a quitarse los zapatos.

—No tienes por qué hacerlo.

—Ya, es que quiero.

—Ahora la casa es tanto tuya como mía.

—Ya me había acostumbrado a ello.

Todo estaba tal como lo habíamos dejado. En el dormitorio, sangre seca por doquier; un amasijo de caracoles en el techo de la cocina; toallas tiradas en los sitios más extraños. El agua que Rick había calentado seguía en sus recipientes sobre el tocador, ahora fría. Me puse a limpiarlo todo mientras Clee bombeaba el sacaleches. Retiré su saco de dormir del sofá y lo metí en el armario de la ropa de cama.

Antes de acostarse en mi lecho por primera vez, Clee murmuró una disculpa sobre el mal olor de sus pies.

—La cromoterapia no funcionó.

—A mí tampoco me ha funcionado.

—¿Tú sabías que la mujer del doctor Broyard es la famosa pintora holandesa Helge Thomasson?

—¿Te lo contó él?

—No, alguien que estaba en la sala de espera.

—¿La recepcionista?

—No, otro paciente.

Nos metimos debajo de la colcha y nos cogimos de la mano. Engañar a un ama de casa era comprensible, él podía haberlo hecho por la mera estimulación intelectual, pero qué mal por parte del doctor Broyard no haber estado a la altura de Helge Thomasson. Yo no había oído hablar nunca de ella, pero sin duda alguna era una mujer de armas tomar. Clee puso un momento la mano sobre mi abdomen y luego la retiró.

—El doctor Binwali me dijo que dentro de ocho semanas podría mantener relaciones sexuales.

Sonreí como una nerviosa tía carnal. Desde aquel primer día no habíamos vuelto a hablar de ello. Hay mujeres que solo intercambian besos, se frotan la espalda y nada más. Me pregunté si el carácter violento de la antigua Clee asomaría de nuevo. Tal vez sería como una simulación. Podíamos empezar con lo del «banco en un parque». Ella me agarra un pecho, pero en vez de resistirme yo dejo que me viole. ¿Tendríamos que comprar un pene de goma? En unas galerías de Sunset, junto a una tienda de mascotas, había visto un lugar donde vendían cosas así.

—Los músculos —dijo—. No se contraen.

Un orgasmo; eso era lo que no podía tener hasta dentro de dos meses.

—Pero, bueno, por ti podría intentarlo. Si quieres.

—No, no —me apresuré a decir—. Esperemos. Hasta que podamos las dos.

Me gustaba esa manera de hablar, obviando ciertos verbos. Quizá no tendríamos que decirlos nunca.

—Bueno, de acuerdo. —Me apretó la mano—. Confío en que podré esperar todo ese tiempo —añadió.

—Lo mismo digo. Es duro esperar.


Desperté sobresaltada, como un pasajero en un avión; por momentos pude notar lo alta que estaba y me sobrevino el subsiguiente terror a la caída. Eran las tres de la madrugada. Acabábamos de dejarlo allí, al pobrecito. Estaba solo en la UCI neonatal, dentro de su caja de plástico. Oh, Kubelko. Sentí ganas de chillar; era un dolor inhumano. O tal vez fuera mi primer sentimiento humano. ¿Me vestiría enseguida y cogería el coche para ir al hospital? Esperé a ver si era capaz. Miré sus cabellos de oro desparramados sobre la almohada que yo normalmente me metía entre las piernas. Esto no podía durar. Era un sueño absurdo. Me obligué a reaccionar.

La radio bramaba, el sol ardía.

—¿Qué tipo de música te gusta? —preguntó Clee, pasando de una emisora a otra entre un refrito de interferencias. Me restregué los ojos. Nunca había utilizado el radiodespertador más que como despertador—. Esto te gusta, seguro. —Me miró tras sintonizar una emisora de country—. ¿No?

Giró el dial, observando mi reacción. Hubo una rápida sucesión de música discordante y molesta.

—Deja eso, quizá.

—¿Esto?

—Me gusta la música clásica.

Subió el volumen y se acostó otra vez, rodeándome con el brazo. Yo no tenía un tipo de música preferido. Tarde o temprano habría que decírselo.

—Esta puede ser nuestra canción —susurró.

Estaba impaciente por empezar a tener una novia.

Escuchamos hasta el final para oír el título; la pieza era insoportablemente larga. Al final salió un británico esnob. Era un canto gregoriano del siglo VII llamado «Deum verum».

—No tiene por qué ser nuestra canción.

—Demasiado tarde.


Íbamos a ver a Jack todas las mañanas y a media tarde. Cada vez que entrábamos en la UCI neonatal con nuestras batas y las manos limpias yo temía las noticias, pero resultó que se estaba recuperando muy bien. A Clee le pareció que el peligro había pasado, y daba la impresión de que era así; todas las enfermeras decían que era el niño blanco más duro que habían visto nunca. Transformamos el cuarto de planchar en un cuarto infantil y compramos bodys, pañales, toallitas, una cuna, un cambiador y un colchoncito (con funda incluida) donde cambiarle los pañales, un capazo, un botiquín de primeros auxilios, una bañerita con forma de ballena, champú para bebés, manoplas y toallas para bebé, mantillas, gasas para cuando el bebé eructa, juguetes sonoros, libros de tela, un monitor de bebés con cámara, una bolsa para pañales, una cubeta para pañales y un sacaleches carísimo con su propio estuche para transportarlo. Aún faltaba una semana para que Jack pudiera mamar, pero se las apañaba muy bien bebiendo la leche de su madre a través de un tubito.

—Tiene un motor superpotente —dijo Clee en tono de admiración—. El mismo que llevan ciertas herramientas eléctricas y las amasadoras que utilizan en las panaderías. Exactamente el mismo motor.

Se puso la correa del estuche en bandolera sobre el pecho, como la bolsa de un mensajero motorizado.


Ir juntas de tiendas era un placer nuevo, lo mismo que estar en el coche, en un restaurante o ir caminando del coche al restaurante. Cada vez que el decorado cambiaba, volvíamos a ser otra vez algo nuevo. Nos paseamos cogidas del brazo por el centro comercial Glendale, la cabeza bien alta. Me gustaba ver cómo los hombres babeaban al mirarla y cómo les cambiaba la expresión cuando yo ponía mi mano en la de ella. ¡Yo! Una mujer que era demasiado mayor para dar la talla y que, de hecho, ni siquiera había dado la talla cuando podía hacerlo. Aquel que ponga en duda la satisfacción de tener una novia no superinteligente y muchísimo más joven que una es que no la ha tenido. Todo son buenas sensaciones. Es como llevar puesto algo muy bonito y comer algo delicioso, las dos cosas a la vez y en todo momento. Phillip lo sabía; lo sabía y había intentado explicármelo, pero yo me hice la sueca. No pude evitar preguntarme si se habría enterado de lo mío con Clee.

Ella era algo más que joven, era caballerosa: me abría puertas, me llevaba bolsas; no me compraba cosas porque no tenía dinero, pero me decía lo que según ella me sentaría bien a mí. Entramos en una tienda de lencería para que yo pudiera comprarme unos «visillos», como Clee los llamaba. La prenda que eligió tenía mucho volante, era casi infantil, e inapropiada para alguien con mi cuerpo y mi edad. De las braguitas rosa chillón asomaban gruesos y entrecanos pelos púbicos, pero Clee no llegó a verlos; me pidió que saliera de la tienda con ellas.

—¿Llevas puestos los visillos?

—Sí.

Me echó el brazo por los hombros.


Cuando Tammy, la enfermera cara de cerdita, nos preguntó si habíamos empezado el contacto físico, nos pusimos coloradas. Ni siquiera habíamos estado desnudas las dos juntas.

—El contacto físico ayuda a regular el ritmo cardíaco del bebé y su respiración. Aparte, naturalmente, de que es estupendo para el vínculo madre-hijo.

—No —dije en voz queda—. Todavía no hemos podido abrazarlo.

—¿Quién quiere ser la primera?

—Cheryl —dijo rápidamente Clee—. Es que yo tengo que ir al baño ahora mismo.

Tammy me miró. Hasta el día en que nos vio besarnos junto al ascensor, ella pensaba que yo era la madre de Clee. Me quité la blusa y el sujetador y los dejé sobre el respaldo de una silla. Tammy metió las manos entre el lío de tubos conectados a Jack y lo sacó con mucho cuidado de la caja. El bebé hizo muecas y se retorció como una oruga. Tammy me lo puso entre los pechos y recolocó sus brazos y piernas de manera que hubiese el máximo contacto posible entre ambos. Luego nos cubrió con una mantita de algodón de color rosa y nos dejó a solas.

Miré a mi espalda. Clee estaba todavía en el baño. El pecho de Jack subía y bajaba; sus máquinas estaban calladas. Entonces soltó como un resoplido y sus enormes ojos negros se volvieron hacia arriba.

«Hola», dijo.

«Hola», dije.

Esperábamos este momento desde que yo tenía nueve años. Me recosté en el asiento e intenté relajarme, la palma de mi mano ahuecada sobre su trasero y sus piernecitas. Me sentí como una estatua que representara la virtud. «Henos aquí. Henos aquí por fin». No era fácil aferrar aquel momento: saltaba de acá para allá como una mancha solar. Al otro lado de la sala Jay Jay estaba pegado al pecho de su mamá en la misma posición, ambos tapados con una manta idéntica. Nos sonreímos.

—¿Cómo se llama el suyo? —susurró ella.

—Jack —susurré yo.

—¿En serio?

—Sí.

—Este se llama igual —dijo, señalando a Jay Jay.

—No es posible.

—Lo es.

—¿No es toda una casualidad?

—No te muevas.

Era Clee; nos hizo una foto con su móvil y luego me besó en la oreja.

—¿A que no sabes cómo se llama ese bebé? —dije.

—Jack —respondió—. Ya lo sabía. De ahí me vino la idea.

—¿Decidiste que el nuestro se llamara como el de ellos?

—No les conocemos de nada. —Clee parecía molesta—. No los vamos a ver más. Me gustó el nombre y ya está.

La mamá del otro Jack no sabía si sentirse adulada u ofendida. Clee le dio una palmadita al nuestro en la fontanela, impertérrita. ¿Se daba cuenta de que esto era real? ¿Acaso lo veía solo como algo transitorio? Podía ser que el quid del amor estuviera en eso, en no pensar.