14

Clee pensó que sería menos lío si yo me convertía legalmente en tutora de Jack.

—Es que igual tardo un poco en montarme un piso.

—Sí, es verdad —dije, conteniendo la respiración.

Una vez decidido, ella empezó a dar los pasos necesarios con empuje y rapidez atípicos. Recibí una notificación para presentarme en los juzgados. Ella me llevó en coche y no paró de hablar en todo el trayecto. Como pude comprobar, secuestrar legalmente a un hijo de otra es lo más fácil del mundo, siempre y cuando te plantes delante del juez y digas que estás «totalmente de acuerdo». Un trabajador social vendría a controlarme cuatro veces durante el siguiente año y Clee tendría su propia vivienda.

—Estaremos encantados de ayudarla a pagar su alquiler —me aseguró Suzanne—. Naturalmente, deberíamos haberlo hecho desde el primer momento. Todos los padres cometemos errores, ya lo comprobarás. ¿Cuándo vuelves al trabajo?

Ella creía haber ganado, que competíamos por el amor de su hija y que a la postre ella había salido vencedora.

Le dije a Clee que podía pasar del sacaleches puesto que de todas formas tendríamos que recurrir a la artificial, pero ella me prometió reservas de leche materna para un mes entero.

—Y cuando venga a veros los viernes, puedo sacarme más.

—Se te quedarán mustios. No te preocupes, ya tiene siete meses. Has cumplido.

Acudieron lágrimas a sus ojos. Lágrimas de júbilo. No me había dado cuenta de lo mucho que odiaba sacarse leche.


Ni ella ni yo dijimos que la última era la última noche, pero a la mañana siguiente ella se trasladaba a su piso de Studio City y por lo tanto dormiría allí, no solo esa noche sino todas las noches durante años hasta que se mudara, probablemente a una vivienda más grande, tal vez con alguien, alguien con quien tal vez se casaría y tal vez tendría hijos. Pasarían los años y alcanzaría la edad que yo tenía ahora, Jack iría a la universidad, y este tiempo, el poco que íbamos a vivir él y yo juntos, se convertiría en una pequeña anécdota familiar acerca de algo que ocurrió y de una amiga de la familia y lo bien que acabó la cosa para todos. Los detalles se irían borrando hasta desaparecer; por ejemplo, nadie lo contaría como una moderna gran historia de amor americana.

A la mañana siguiente las bolsas de basura con sus cosas estaban en fila junto a la puerta. Un poco más cerca y hubieran salido por su propio pie. La famosa Rachel vino a ayudarla para la mudanza.

—Me contaron que ibas a montar una empresa de palomitas con sabores —dije, al tiempo que hacía eructar a Jack sobre mi hombro.

Ella respingó un poco.

—Se la podría llamar así. Bueno, sobre el papel es lo que es.

Clee dio un empujón a la puerta y agarró dos bolsas. Se fijó en que Rachel y yo conversábamos. Su amiga estaba muy flaca y tenía rasgos judíos. Llevaba una blusa a franjas diagonales de tonos pastel que me pareció muy años ochenta; era un chiste sobre lo estúpida que fue la época anterior a que ella naciera.

—¿Quizá lo entendí mal? Creo recordar que Clee me dijo que habría palomitas de chicle.

—Es difícil de explicar, ¿sabes?, porque estoy trabajando a un montón de niveles a la vez. —Se echó al hombro la más voluminosa de las bolsas—. Me extraña que ella te lo comentara siquiera.

—Bueno… de hecho solo me habló del nivel palomitas al chicle.

Rachel me miró de arriba abajo y luego de abajo arriba, pero se detuvo en mi cuello y no en los ojos.

Clee entró resoplando en aquel momento. Agarró la última bolsa.

—¡Ya está todo! —dijo.

—¿Sí? —Miré a mi alrededor—. ¿Y el cuarto de baño?

—Ya he mirado ahí.

—Ah, bueno.

Le rascó la coronilla a Jack.

—Adiós, chavalín. No te olvides de tu tía Clee. —¿Tía? ¿Cuándo había decidido llamarse así? Él le agarró el pelo, ella se soltó. Rachel sacó su teléfono móvil y se volvió; ahora nos tocaba despedirnos. Clee parecía nerviosa. Dudé de que se presentara cada viernes a las diez de la mañana. Abrió los brazos como un oso amistoso—. Gracias por todo, Cheryl. Os llamaré esta noche.

—No tienes por qué.

—Llamaré igualmente.

Las vimos subir al coche y alejarse y luego recorrimos el interior de la casa. Las habitaciones se veían diferentes, el techo más alto, vacías.

«Antes siempre estaba así —le expliqué—. Este es el aspecto normal de la casa».

«¿No se ha dejado nada? —preguntó él—. ¿Nada?».

Miramos en cada habitación. Clee había sido muy meticulosa. El sobre remetido entre dos libros no estaba en su sitio, y tampoco la lengüeta de la lata de refresco. Pero al final encontramos algo que sí se había dejado.

Cogí el cristal Sundrop del cuarto de baño y lo colgué encima del fregadero de la cocina. Jack miró cómo chocaba varias veces contra el cristal de la ventana y luego giraba en silencio.

«Arcoíris. Mira cuántos». Señalé hacia la pared, animada ahora por un conjunto de arcoíris en movimiento. La boquita se le quedó abierta, de fascinado que estaba.

«Cosas así son las que yo me esperaba, más o menos —dijo—. Esto, desde luego, será una de mis prioridades, mi principal foco de interés».

«¿Los arcoíris?».

«Y todo lo parecido a esto».

«Parecido a esto no hay nada. Los arcoíris son únicos; no existe otra cosa igual».

El cristal empezó a moverse hacia el otro lado y la reluciente tropa atravesó su cuerpecito. Vi que no me creía, y lo cierto es que costaba de creer. Me devané los sesos pensando en cosas similares. Reflejos, sombras, humo; en el mejor de los casos eran tristes primos lejanos del arcoíris. No existe realmente nada tan espectacular como un arcoíris, impresionantes todos y cada uno de ellos, ninguno de segunda clase, ninguno al que le falte algún color. Siempre todos los colores y siempre en el orden correcto. Clee no telefoneó.


Diariamente derretía un carámbano de leche y miraba a Jack beber lo que Clee se había sacado del pecho exactamente un mes antes, cada biberón con la fecha en una etiqueta. Primero se tomó el día en que hicimos el amor; se lo zampó entero. Se bebió el día en que fuimos a enseñarlo a Ralphs. Se bebió también la leche al algodón de azúcar de cuando fuimos al muelle. La última tanda era del día en que ella se marchó, una leche repleta de planes que yo desconocía por completo. Cuando Jack se terminó aquel biberón, ella se había ido del todo, hasta la última gota. Pero como no era fácil sustraerse al hábito de recordar lo sucedido exactamente un mes antes, seguimos adelante. Mientras se tomaba el primer biberón de leche preparada yo recordé nuestra primera noche a solas, la casa amargamente silenciosa hasta que encendí el televisor. Recordé cómo me acordaba de hacer el amor y de llorar sobre Jack, directamente en sus ojos. Cuando Clee llevaba ya dos meses fuera, recordé que había derretido las últimas existencias de leche materna y pensé que ahora se había marchado del todo, hasta la última gota. Hice eructar a Jack y ahí terminó la cosa; no empecé desde el principio con un triple proceso recordatorio.

Los dos primeros viernes no vino, el siguiente tampoco. La llamé varias veces para decírselo de manera suave, pero nadie contestó al teléfono. Me imaginé su móvil tirado en alguna alcantarilla. Ella era, ni más ni menos, el tipo de mujer que acaba asesinada.

—No quiero alarmarte —dije, sin forzar la voz—, pero he pensado que debías saberlo.

—La vimos ayer, precisamente —dijo Suzanne.

—Ah. ¿Y qué tal está?

—La mar de feliz en su nueva casa. Tendrías que verla. Rachel y ella han pintado las paredes de los colores más locos que te puedas imaginar. ¿Conoces a Rachel?

—¿Rachel vive con ella?

—Pues claro; son inseparables. Y debo decir que hacen muy buena pareja. Clee está totalmente gagá por esa chica. ¿Sabías que Rachel estudió en Brown, la misma universidad a la que fue Carl?

—Cuando dices «gagá», ¿a qué te refieres?

—A que están enamoradas.


Guardé todos los platos excepto los míos y la cucharita de plástico de Jack. Tapé el televisor con la tela tibetana. Luego retiré la tela y saqué el televisor a la calle, junto a los contenedores de basura. Cuando todo recuperó su sitio de siempre, le fui explicando mi sistema a Jack, el carpooling y lo demás.

«Así la casa se limpia prácticamente sola, ¿ves?».

Jack desmigajó una galleta de arroz sobre su regazo.

«De esta manera, si estás con la depre no tienes que preocuparte porque las cosas se pongan asquerosas».

Tiró a la alfombra una cajita de bloques de plástico.

Por lo que se refería a juguetes, mi idea era no preocuparme por tenerlos en su sitio, ya que eso iba a ser una batalla interminable, sino hacer como con los platos: cuantos menos, mejor. Los metí todos en una maleta salvo una pelota, un sonajero y un oso de peluche. Estas tres cosas podían estar en cualquier lugar de la casa, pero a ser posible no amontonadas. Dos podían estar en la misma habitación, pero yo prefería que la tercera estuviese en otro sitio, de lo contrario se me hacía muy caótico. Ella quería una amiga, alguien con quien salir por ahí y hacer cosas. Exploración del cuerpo, condición de mujer, etcétera. Una vulgaridad. Jack se extrañó de la desaparición de sus juguetes; iba a gatas buscándolos por toda la casa. Saqué la maleta de donde la tenía guardada y vacié el contenido en la sala de estar. Vasos y bloques apilables, coches blandos, animales de peluche, cuentos de cartón, sonajeros de anillas con ojos saltones y colas de material rugoso. Mi sistema no valía para bebés. Los bebés lo echaban todo a perder. ¿El plan secreto de meterse en la cama y no moverse de allí nunca más? Imposible. ¿La propensión a orinar en frascos en momentos de gran tristeza? De eso nada.

Todos los días iba al parque con Jack en el cochecito. Nos parábamos a mirar cómo jugaban al baloncesto, preguntándonos si Clee habría visto alguna vez a aquellos hombres y si ellos la habrían mirado a su vez. Había uno calvo y musculoso a cuya casa ella podría haber ido. El hombre no pareció darse cuenta de nada, pero ¿por qué iba a pensar que el hijo de una mujer a quien no conocía era su hijo?

«¿Notas algún parentesco con alguno de estos hombres?».

«No». Jack estaba creciendo y algunos días se parecía mucho menos a Clee y mucho más a otra persona. Su semblante cuando estaba preocupado no era peculiar; yo había visto personas, varones, con el ceño fruncido de esa manera. Pero no fui capaz de ponerle cara a esa expresión; era un pensamiento que se desvanecía, como un sueño que se aleja cuando una trata de acercarse. Miramos a gente correr y a niños mayores jugar en el tobogán y los columpios.

Una pareja tumbada en la hierba sonrió a Jack.

«¿Nos conocen?».

«No. La gente te sonríe porque eres un bebé».

Nos estaban haciendo señas. Eran Rick y una mujer. Se acercaron.

—Estaba diciendo: «¿Será ella? No, sí, no».

—¡Sí, sí, eso estaba diciendo! —afirmó la mujer—. En serio. Hola, me llamo Carol.

Me tendió la mano.

Miré en derredor. ¿Rick vivía en el parque? No vi ninguna chabola ni saco de dormir en las cercanías. Carol era limpia y normal y corriente; parecía una profesora.

—¿Es él? —preguntó Rick, los ojos húmedos.

—Sí. Se llama Jack.

«Él te trajo al mundo».

«No me lo creo».

—Jamás olvidaré aquel día. Estaba morado como un arándano; ¿verdad que te dije eso?

La mujer asintió vigorosamente.

—Llegaste a casa, dejaste las herramientas y dijiste: «Cariño, ¿a que no sabes lo que acabo de hacer?». —Metió las manos en los bolsillos de su falda y sonrió—. Pero no es la primera vez que echas una mano cuando hace falta, cielo.

O bien Rick era el sintecho con quien ella vivía y a quien llamaba «cielo», o bien era su marido.

—Bueno, en Vietnam hice mis pinitos médicos —dijo Rick con humildad—. Se le ve muy sano, al niño.

—Ahora está bien.

—¿Sí? —Rick tenía la mirada afligida, como si fuera a llorar—. ¿Y la madre?

—Estupendamente.

Carol le palmeó la espalda.

—Después del parto estuvo semanas sin dormir bien —dijo.

—Debí llamar —dijo Rick—, pero me dio miedo recibir malas noticias.

No hacía de jardinero, ni siquiera iba sucio. ¿Por qué me dio por pensar que era un sintecho? Porque siempre llegaba a pie, no en coche. Le miré de reojo, preguntándome si él habría sido consciente de mi error. Pero solo un sintecho supondría que otros pensaban que lo fuera. Señalé hacia mi casa y dije que casi era la hora de la siesta del bebé.

—Nosotros también íbamos a casa —dijo Carol, señalando en la misma dirección—. Vivimos unas manzanas más allá.

Un vecino con un dedo verde y sin patio. Eso es todo. ¿Sería acaso el primero de muchos despertares? ¿Iba a abofetearme la verdad, muchas verdades? No, seguramente era una cosa excepcional.

«Un caso aislado de identidad errónea», le expliqué.

«Un error de buena fe», concedió Jack.


Echamos a andar todos juntos y Rick insistió en dar un vistazo al patio de atrás.

—Qué caos. Si lo llego a saber… ¿Qué tal los caracoles?

Ya no me acordaba de cuándo había visto el último. El cubo estaba vacío. Como si se hubieran marchado al mismo tiempo que Clee.

Carol cogió unos limones de mi árbol y preparó limonada en la cocina.

—No se preocupe, vaya a hacer sus cosas.

Paseé por la casa con Jack y le fui enseñando los nombres de las cosas.

«Sofá».

«Sofá», dijo.

«Libro».

«Libro».

«Limón».

«Limón».

—Cuánta paz hay aquí —dijo Carol, secándose las manos en mi paño de cocina.

—Lo hago por el niño.

—¿Le habla alguna vez?

—Naturalmente que le hablo.

—Bien hecho, eso les va muy bien.

Dejaron limonada hecha y prometieron que volverían el jueves siguiente con una quiche. Cerré la puerta con llave. ¿Que si «le hablo»? ¡Pero si no hacía otra cosa que hablarle! Deposité a Jack en el cambiador.

¡Todo el día! Décadas hacía que le hablaba.

«Bueno, ya está, qué a gusto, ¿eh? Todo limpito y seco».

Vale, de acuerdo, no diré que le gritara como un conductor de tren, pero mi voz interior era mucho más fuerte que la de la mayoría. Y nunca cesaba.

«Bueno, vamos a abrochar el pantaloncito».

Supongo que vista desde fuera podía parecer que iba de acá para allá en perfecto silencio.

«Clic, clic, clic. Abrochado. Ya está».

Le di unas palmaditas en la barriga y miré su cara de grandes ojazos. Me apabulló pensar que el pobrecito viviera en un mundo de mudez. ¿No había oído nada, ninguna de aquellas palabras de cariño?

Me aclaré la garganta y dije:

—Te quiero.

Sorprendido, sacudió la cabeza. La voz me salió grave y ceremoniosa, como la de un severo padre decimonónico. «Eres un boniato», continué. Sonó bastante literal, como si le estuviera explicando que era una hortaliza, un tubérculo. «Eres un bebé», añadí, no fuera a crearle confusión sobre esto último. Estiró el cuello tratando de ver quién más había. Me había oído hablar anteriormente, por supuesto, pero siempre con otra persona o por teléfono. Lo deposité en la cama y empecé a besuquearle las mejillas. Él cerró los ojos, soportando mis arrumacos con elegancia.

—Descuida, yo no soy la única. Tienes a otras personas.

«¿Como quién?», preguntó. No, no dijo nada. Se limitó a esperar lo que pudiera pasar después.


Suzanne hizo un saludo militar mientras se quitaba los zapatos, supongo que queriendo decir que era fascista por mi parte insistir en ello.

—¿Tienes otros hábitos japoneses, o solo este? —preguntó Carl.

—Este y nada más.

—Estuvimos buscando y buscando regalos para bebés y al final, en el último momento, descubrimos una sombrerería increíble —dijo Carl, mientras deambulaba por la sala de estar—. Gorros y sombreros que parecían sacados de un museo: el Museo del Bufón. Podrían cobrar una fortuna por cada uno de ellos, pero la mayoría no llegaba a los veinte dólares.

—Lo que pasa es que no tenían talla para bebés —dijo Suzanne.

—Había de talla única, y pensamos que a lo mejor si tenía la cabeza muy grande… una cabeza tamaño adulto…

Jack sonrió cohibido mientras sus abuelos lo miraban por vez primera, haciendo una valoración de su cráneo.

—Demasiado grande —dijo Suzanne, sacando del bolso un tintineante gorro de bufón.

Jack se lanzó a por él.

—Campanillas —vocalicé—. Tú nunca has visto campanas, ¿verdad? Le encanta, muchas gracias.

Jack renunció a las campanillas e intentó meter toda la mano en mi boca. Lo venía haciendo desde que yo había empezado a hablarle en voz alta. Lo mismo que toquetear páginas de libros, agitar todo aquello que hiciera ruido, amontonar tazas, rodar por el suelo, chuparle las patas a una jirafa de juguete y lanzarme sus brazos con un gimoteo de excitación a la que pasaban varios segundos sin estar juntos. Pero podía ser que nada de esto fuera nuevo. Quizá era más consciente ahora que me había quitado el velo de mi diálogo interior. Cada vez se parecía menos a Kubelko Bondy y más a un niño llamado Jack.

Suzanne sonrió al tiempo que se ponía en la cabeza el gorro de bufón.

—¿Se lo dices tú, querido?

—En la próxima nómina cobrarás veinte dólares extra —explicó Carl—. Lo que te pedimos es que metas el dinero en metálico dentro de un sobre…

—Un fondo de inversión —interrumpió Suzanne entre campanilleos—, para que así un día, cuando tenga la cabeza lo bastante grande, se encuentre unos ahorros esperando.

—Hemos pensado que de esta forma era más especial. Mírala, no me digas que no parece un bonito duendecillo.

Los tres miramos a Suzanne tocada con el gorro de campanillas. Si alguien, me dije, tenía que parecer un duendecillo, ¿no era el bebé? Pero Suzanne se puso a mover las pestañas como una chiflada y a agitar sus venosas manos como si fueran alas.

Les enseñé la casa. En el cuarto de los niños Carl le dijo algo a su mujer en voz baja y Suzanne me preguntó si aquel había sido el cuarto de Clee.

—No, esto era el cuarto de la plancha —dije—. Clee dormía al principio en el sofá y luego compartimos mi dormitorio.

Se miraron de soslayo. Carl tosió incómodo, cogió una ovejita de peluche.

—Oveja —le dije a Jack—. Tu abuelo ha cogido la oveja.

Ambos fruncieron el ceño. Suzanne le dio un pequeño codazo a Carl.

—Nos alegramos de que saques el tema —dijo.

Suzanne asintió vigorosamente, los ojos cerrados; Carl carraspeó.

—Jack parece una persona interesante y esperamos tener la oportunidad de conocerle mejor. Pero nos gustaría que fuera él quien pusiera las condiciones.

—¿Compartimos intereses y valores? —terció Suzanne—. ¿Siente curiosidad por nosotros y por el tipo de cosas que a nosotros nos interesan?

—Yo creo que cuando sea mayor, sí —me aventuré a decir.

—Exacto. Mientras no llegue ese momento, será una relación forzada. —Suzanne, con su vehemencia, hacía sonar las campanillas del gorro. Jack pegó un grito; aquello le parecía lo más divertido del mundo—. Se supone que nosotros hemos de representar el papel de «abuelos» —tilín, tilín— y él el de «nieto». —Tilín, tilín—. Lo cual nos parece vacuo y arbitrario, como si fuera una cosa concebida por Hallmark.

A Carl se le escapó la risa con lo de Hallmark. Le frotó la nuca a su mujer mientras esta continuaba.

—Tenemos contacto a diario con gente joven interesante y nos encantan, son enrollados, hacen preguntas. Quizá con el tiempo Jack llegará a ser así.

—Incluso puede que no sepamos que es él —murmuró Carl.

—Nosotros no sabremos que es él y él no sabrá que somos nosotros; seremos personas que se caen mutuamente bien.

Suzanne plegó el gorro de bufón —tilín, tilín— y volvió a guardarlo en su bolso. Parecía aliviada de haber soltado todo el discurso.

—¿Quieres cogerlo en brazos? —dije yo.

Lo hizo con mucha soltura. Jack levantó la vista para mirarla, preguntándose si sonarían otra vez las campanillas.